El inocente (27 page)

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Authors: Ian McEwan

Tags: #Intriga

BOOK: El inocente
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—Ahora estaré bien —dijo él.

Volvieron al otro cuarto. La manta seguía en su sitio, eso ya era algo. En el suelo, en el lugar donde había estado Otto, había dos grandes manchas húmedas en la alfombra. Las ventanas estaban abiertas de par en par y no olía a nada. Pero la luz era implacable. Hacía resaltar el fluido que había empapado a Leonard. Era verdoso y goteaba de la mesa al suelo. Se quedaron parados, resistiéndose a dar el siguiente paso. Luego Maria se acercó a la silla donde estaban sus compras y empezó a explicárselas. Respiraba hondo al principio de cada frase. Trataba de que las cosas siguieran en marcha.

—Esta es la tela, ¿cómo se dice
wasserdicht
?

—Impermeable.

Le mostró una lata roja.

—Esta es la cola, la cola de goma, que seca rápidamente. Aquí hay un pincel para extraer la cola. Utilizaré unas tijeras de modista para cortar los pedazos.

Como si estuviera haciendo una demostración en unos grandes almacenes, cortó un gran cuadrado de tela mientras hablaba.

Estos detalles sobre sus métodos ayudaron a Leonard. Llevó sus propias cosas a la mesa y las puso encima. No había necesidad de explicarlas.

—De acuerdo —dijo en voz demasiado alta—. Voy a empezar. Cortaré una pierna.

Pero no se movió. Miró fijamente la manta. Podía ver cada fibra separada del tejido, la infinita réplica de su sencillo dibujo.

—Quita el zapato y el calcetín primero —le aconsejó Maria.

Había quitado la tapa de la lata y estaba removiendo la cola con una cucharilla.

Era un consejo práctico. Puso una mano en el tobillo de Otto y tiró del zapato por el talón. Salió fácilmente. No había cordones. El calcetín era repugnante, con la porquería incrustada. Se lo quitó rápidamente. El pie estaba ennegrecido. Se alegró de estar junto a una ventana abierta. Enrolló la manta hasta que las piernas quedaron a la vista desde justo por encima de la rodilla. No quería empezar solo.

—Quiero que lo sujetes con las dos manos por aquí —le dijo a ella.

Le indicó el muslo. Ella hizo lo que le pedía. Ahora estaban juntos, codo con codo. El cogió la sierra. Era de dientes finos y para mayor seguridad iba metida en una funda de cartón sujeta con una goma. Retiró la funda y miró fijamente la parte de atrás de la rodilla de Otto. Los pantalones eran de algodón negro y brillantes por el uso. Sostuvo la sierra con la mano derecha y con la izquierda sujetó la pierna de Otto justo por encima del tobillo. Estaba más fría que la temperatura ambiente. Absorbía el calor de su mano.

—No pienses en ello —dijo Maria—. Limítate a hacerlo. —Cogió aliento—. Recuerda que te quiero.

Era imposible, por supuesto, pero era importante que estuvieran juntos en esto. Necesitaban una declaración formal. Le habría dicho que él también la quería, pero tenía la boca demasiado seca.

Pasó la sierra sobre la parte de atrás de la rodilla. Se atascó inmediatamente. Era la tela y, debajo, tendones como cuerdas.

Levantó la sierra y, sin mirar los dientes, la colocó en posición de nuevo y trató de tirar de ella hacia sí. Sucedió lo mismo.

—No puedo hacer esto —gritó—. ¡No se mueve, no funciona!

—No empujes tan fuerte —dijo ella—. Hazlo más suavemente. Y muévela primero hacia ti. Después puedes moverla hacia delante y hacia atrás.

Ella entendía de carpintería. Podía haber hecho un estante mejor que el de Leonard en el cuarto de baño. Hizo lo que ella le sugirió. La sierra se movía con lubricada facilidad. Luego los dientes se atascaron nuevamente, esta vez en hueso, y luego volvieron a moverse. Leonard y Maria tuvieron que apretar con más fuerza la pierna para mantenerla quieta. La sierra hacía un ruido sordo, raspante.

—¡Tengo que parar! —gritó él.

Pero no paró. Siguió adelante. No debería estar serrando el hueso. La idea era meter la hoja entre la articulación. Su idea del asunto era vaga, basada en el pollo asado de los almuerzos dominicales. Cambió el ángulo de la sierra varias veces y continuó trabajando duro, porque sabía que si se detenía, nunca reanudaría la tarea. Luego atravesó algo, después fue hueso rechinante otra vez. Trataba de no ver, pero la luz de abril lo revelaba todo. El muslo rezumaba algo casi negro, que cubría la sierra. El mango estaba resbaladizo. Había llegado al final, abajo sólo quedaba la piel y no podía cortarla sin serrar la mesa. Cogió la cuchilla de linóleo y trató de rebanarla de un tajo, pero se arrugaba bajo la hoja. Tuvo que entrar allí, meter la mano en el abismo de la articulación, en la fría masa de carne oscura y mellada y serrar la piel con la hoja de la cuchilla.

—¡Oh, no! —gritó—. ¡Oh, Dios mío!

Y terminó. Toda la parte inferior de la pierna se convirtió de repente en un objeto, una cosa dentro de un cilindro de tela con un pie desnudo. Maria estaba preparada para recibirla. La enrolló apretadamente en el cuadrado de tela impermeable que había dispuesto. Luego encoló los extremos y los pegó. Metió el paquete en una de las cajas.

El muñón manaba abundantemente, toda la mesa estaba cubierta. Los periódicos estaban empapados y desintegrándose. La sangre resbalaba por las patas de la mesa y ya manchaba los papeles del suelo. El papel se adhería a sus pies cuando andaban sobre él y descubría la alfombra que había debajo. Los brazos de Leonard tenían un tono uniforme marrón rojizo desde las puntas de los dedos hasta más arriba del codo. Había sangre en su cara. Donde se secaba le picaba. Había salpicaduras en las gafas. Las manos y los brazos de Maria también estaban cubiertos y su vestido manchado. Era una tranquila hora del día, pero se hablaban a gritos, como si estuvieran en una tormenta.

—Voy a lavarme —dijo ella.

—No tiene sentido —dijo él—. Hazlo al final.

Cogió la sierra. Donde antes estaba resbaladiza, ahora estaba pegajosa. Esto le ayudaría a agarrarla bien. Asieron la pierna izquierda. Ella estaba a su derecha, inmovilizando la parte inferior de la pierna con ambas manos. Debería haber sido más rápido esta vez, pero no lo fue. Empezó bastante bien, pero la sierra se atascó a medio camino, encajada entre la articulación. El tuvo que poner las dos manos en la sierra. Maria tuvo que extender un brazo por delante de él para sujetar también el muslo. Aun así, mientras Leonard luchaba con la sierra, el cuerpo se sacudía de un lado a otro en un enloquecido baile boca abajo. Cuando la manta se cayó, Leonard mantuvo los ojos apartados del cráneo. Estaba al borde de su visión. Pronto habría que ocuparse de eso. Ahora estaban empapados desde la cintura hacia abajo, donde se apoyaban contra la mesa. Pero ya no importaba. Había llegado al final de la articulación. Quedaba otra vez la piel y tuvo que meter la mano con la cuchilla de linóleo. ¿Habría sido más fácil si la carne estuviera caliente?, se preguntó.

El segundo paquete estaba en la caja. Dos botas de goma, una junto a la otra. Leonard encontró la ginebra. Bebió directamente de la botella y se la ofreció a Maria. Ella negó con la cabeza.

—Tienes razón —dijo en voz muy alta—. Debemos continuar.

No lo comentaron, pero sabían que ahora tenían que dedicarse a los brazos. Empezaron por el derecho, el que Leonard había tratado de romperle. Estaba doblado y rígido. No pudieron estirárselo. Era difícil encontrar la forma de entrarle, o dónde situarse para meter la sierra en el hombro. Ahora que la mesa, el suelo, sus ropas, sus brazos y sus caras estaban ensangrentados, no resultaba tan terrible estar cerca del cráneo. Toda la parte de atrás de la cabeza se había hundido. Sólo se veía un poquito de cerebro que sobresalía a lo largo de la línea de las fracturas. Después del rojo, el gris era fácil. Maria sujetó el antebrazo. El empezó en la axila, directamente sobre la chaqueta del ejército y la camisa que había debajo. Era una buena sierra, afilada, no demasiado pesada, lo suficientemente flexible. Donde la hoja se unía al mango quedaban unos pocos centímetros aún no oscurecidos por la sangre. El logotipo del fabricante estaba ahí, y la palabra Solingen. La repitió mientras trabajaba. No estaba matando a nadie. Otto estaba muerto. Solingen. Le estaban desmontando. Solingen. No había desaparecido nadie. Solingen, Solingen. Otto está desarmado. Solingen, Solingen.

Entre un brazo y otro bebió ginebra. Era fácil, era sensato. Una hora de suciedad, o cinco años de cárcel. La botella de ginebra también estaba pegajosa. Había sangre por todas partes y él lo aceptaba. Esto era lo que tenía que hacer y era lo que estaba haciendo. Solingen. Era un trabajo. Después de darle a Maria el brazo izquierdo no se detuvo. Puso las manos detrás del cuello de la camisa de Otto y dio un tirón. Las vértebras de la parte superior de la espina dorsal parecían hechas para que pasara una sierra. Atravesó el hueso en unos segundos, luego la medula, guiando limpiamente la hoja de la sierra contra la base del cráneo, tropezando brevemente con los tendones del cuello y el cartílago de la garganta, y acabó sin necesidad de emplear la cuchilla de linóleo. Solingen, Solingen.

La cabeza de Otto cayó en el suelo con un ruido seco y se acomodó entre las páginas arrugadas del
Tagesspiegel
y el
Der Abend
, presentando su perfil de larga nariz. Tenía un aspecto muy semejante al que había tenido en el armario: los ojos cerrados, la piel enfermizamente pálida. El labio inferior, sin embargo, ya no le molestaba. Lo que ahora quedaba en la mesa ya no era nadie. Era el teatro de operaciones, era una ciudad allá abajo que le habían ordenado destruir. Solingen. La ginebra otra vez, la pegajosa Beefeater, luego la tarea mayor, los muslos, el gran empujón, y habría terminado del todo, a casa, un baño caliente y a olvidar.

Maria estaba sentada en una silla de madera junto a las cajas abiertas. Se ponía cada pedazo de su ex marido en el regazo y pacientemente, con un cuidado casi maternal, se dedicaba a envolverlo, sellarlo y empaquetado cuidadosamente con el resto. Ahora estaba envolviendo la cabeza. Era una mujer buena, llena de recursos, amable. Si podían hacer esto, podrían hacer cualquier cosa juntos. Cuando esta tarea estuviese concluida, empezarían de nuevo. Estaban prometidos, reanudarían las celebraciones.

La hoja de la sierra descansó cómodamente a lo largo del pliegue donde la nalga se une a la pierna. Esta vez no trataría de encontrar la articulación. Directamente a través del hueso, una robusta pieza de cinco por cinco y una buena sierra para cortarla. Pantalón, piel, grasa, carne, hueso, carne, grasa, piel, pantalón. Los dos últimos los cortó con la cuchilla. Este trozo era pesado, y goteaba por ambos extremos cuando se lo dio a ella. Las zapatillas de paño de Leonard estaban negras y pesadas. Ginebra, y el otro muslo. Este era el orden de las cosas, el orden de la batalla: todo dos veces, excepto la cabeza. Faltaba empaquetar el gran pedazo que quedaba sobre la mesa, recogerlo todo, lavar y frotar la piel, deshacerse de las cosas. Tenían un sistema, podrían volver a hacerlo si fuera realmente necesario.

Maria estaba pegando la tela en torno al segundo muslo.

Dijo:

—Quítale la chaqueta.

Esto también fue fácil, puesto que no había brazos que estorbasen. Sólo tuvo que levantarla. Hasta ahora todo había cabido en una caja. El torso iría en la otra. Ella guardó el segundo muslo y cerró la tapa. Tenía una cinta métrica de modista. El cogió un extremo y la pusieron a lo largo del pedazo que estaba en la mesa. Ciento dos centímetros desde el cuello chorreante hasta los muñones. Ella se llevó la cinta y se arrodilló junto a las cajas.

–Es demasiado grande –dijo–. No cabe. Tendrás que cortarlo en dos.

Leonard se agachó, salía de un sueño.

–No puede ser –dijo–. Vamos a medirlo otra vez.

Era cierto. Las cajas medían noventa y siete centímetros de largo. Le quitó el metro y tomó las medidas él solo. Tenía que haber alguna forma de hacer que las medidas se aproximaran.

–Lo meteremos a la fuerza. Tú envuélvelo y lo meteremos a la fuerza.

–No cabrá. Aquí van los hombros y el otro lado no entra.

Tendrás que cortarlo por la mitad.

Era su marido, ella debía saberlo.

Brazos y piernas, incluso la cabeza, eran extremidades que podían cercenarse. Pero cortar el resto no estaba bien. Titubeó, buscando un principio, alguna noción general de decencia que apoyara su instintiva certeza. Estaba tan cansado… Cuando cerró los ojos sintió que se elevaba y se alejaba. Lo que hacía falta aquí eran unas líneas maestras, unas cuantas reglas básicas. Simplemente no era posible, se oyó a sí mismo diciéndoselo a Glass y a unos cuantos oficiales de alta graduación, hacer abstracciones y definir los principios generales cuando estás en medio del trabajo. Estas cosas hay que pensarlas bien de antemano, permitiendo así que los hombres se concentren en el propio trabajo.

Maria se había sentado otra vez. Su vestido empapado formaba una bolsa sobre su regazo.

–Hazlo deprisa –dijo–. Luego recogeremos todo.

Había encontrado el paquete con los tres cigarrillos. Encendió uno, dio una calada y se lo pasó a él. A Leonard no le importaron los churretes rojos por todo el papel, sinceramente le tenían sin cuidado. Pero cuando fue a pasárselo de nuevo a ella, el cigarrillo se pegó a sus dedos.

–Quédatelo –dijo ella–, y empecemos ya.

Pronto tuvo que cambiar la posición de los dedos para no quemarse. El papel se rompió y el tabaco se salió. Dejó caer todo al suelo y lo pisó. Cogió la sierra y subió la camisa de Otto, descubriendo el trozo de espalda justo encima de la cinturilla de los pantalones. Justo en la columna había un gran lunar. Le dio grima cortarlo y colocó la hoja un centímetro más abajo. El corte de la sierra tenía ahora la anchura de la espalda y una vez más las vértebras le guiaban. Serró el hueso fácilmente, pero unos tres centímetros más adentro empezó a sentir que no estaba cortando cosas sino más bien empujándolas a un lado. Pero siguió. Estaba en la cavidad que contenía todo lo que no quería ver. Mantenía la cabeza levantada para no tener que mirar dentro del corte. Miraba en dirección a Maria. Seguía allí sentada, gris y cansada, evitando mirar. Sus ojos estaban puestos en la ventana abierta y en las grandes nubes que cruzaban sobre el patio.

Hubo un sonido glutinoso que le trajo a la memoria el de una gelatina cuando se desprende del molde. Algo se había movido allí dentro, algo se había caído y rodado sobre otra cosa. Había llegado al fondo y se encontraba de nuevo con el viejo problema. No podía cortar la piel del vientre sin serrar la madera. Y era una buena mesa, sólidamente construida en madera de olmo. Y esta vez no iba a meter la mano. En lugar de eso, dio un giro de noventa grados al tronco y tiró de él hacia fuera por la parte superior, de tal modo que el corte de la sierra quedara paralelo al borde de la mesa. Debería haberle pedido a Maria que le ayudara. Ella debería haber previsto esta dificultad, y haber venido en su ayuda. El estaba sosteniendo la parte superior con las dos manos. La parte inferior seguía descansando sobre la mesa. ¿Cómo se suponía que iba a poder cortar la piel del abdomen? Estaba demasiado cansado para detenerse, aunque sabía que estaba intentando lo imposible. Levantó la rodilla izquierda para sostener el peso y se inclinó hacia adelante para coger la cuchilla que estaba sobre la mesa. Podría haber dado resultado. Podría haber sostenido el tórax con la rodilla y una mano y con la otra mano podía haber cortado la piel por debajo. Pero estaba demasiado cansado para mantener el equilibrio sobre una sola pierna. Casi tenía la cuchilla en la mano cuando notó que se caía. Tuvo que bajar el pie izquierdo. Trató de acudir a tiempo con la mano libre. Pero todo se le escapó. La mitad superior se dobló sobre su gozne de piel hacia el suelo, revelando la roja masa del aparato digestivo de Otto, y arrastrando consigo la otra mitad. Ambas partes cayeron al suelo y se desventraron sobre la alfombra.

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