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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (12 page)

BOOK: El inquisidor
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—Porque quiero estar contigo —respondió la joven muy segura de sí y apeándome el tratamiento.

Yo esperaba una respuesta confusa y disfrazada, mas la claridad y franqueza de la joven me sorprendió y cambió rápidamente el concepto que tenía de ella. No se trataba de una niña caprichosa que no sabía lo que quería.

—Me sorprende tu sinceridad; en verdad eres directa y eso me complace. —Pasé lentamente los dedos por mi barbilla y la miré con ojos de juez—. Ahora me intriga saber el porqué. ¿Qué te lleva a querer estar cerca de un monje como yo?

Nerviosa, Raffaella jugueteó con su vestido bajando la mirada. No le sería fácil ordenar sus pensamientos; estaba demostrando ser muy valiente.

—No lo sé con certeza... —dijo meneando la cabeza—. Será que no me interesan otras cosas, será que me han hablado demasiado de ti... Será que te conocí en el momento oportuno...

—¿Me estás hablando de amor? —dije en un tono confidencial.

Ella levantó repentinamente la cabeza, y sin dejar de retorcer su vestido se quedó mirándome en silencio.

Una mirada vale más que mil palabras, eso afirma el refrán. Yo voy más lejos y afirmo que hay miradas que no pueden explicarse ni con todas las palabras conocidas, pues transmiten los sentimientos de una mujer enamorada y éstos son inexplicables. Esperaba una reacción, su mirada había quedado flotando en el aire y mi respuesta no llegaba. Le devolví con una cálida sonrisa el regalo que ella acababa de hacerme.

—¿Cómo puedes estar enamorada de alguien como yo? —dije, y mi respuesta, que no rechazaba de manera tajante su insinuación, le dio a entender que no estaba sola en su cruzada y se animó a continuar.

Nunca me habría perdonado si aquella noche hubiera dejado a la pequeña sola con sus sentimientos al desnudo, aquellos que me ofrecía como una mujer madura.

—Será por lo mucho que se habla de ti en casa, todas esas historias que cuenta mi padre de sus aventuras contigo y aquella explicación que nos diste de tu sacerdocio como un verdadero caballero perseguidor de demonios. Puede que mis sentimientos me traicionen... Y me condenen...

—¿Te impresionaron las historias de tu padre o el hábito negro de los inquisidores?

La pregunta la obligó a meditar, luego continuó.

—Creo que por vestir el hábito de la Inquisición no dejas de ser el que fuiste. Según mi padre, eres una persona con mucho poder. Te mueves en imponentes carruajes, eres reconocido en Roma y hasta hablas con el Papa, ¡al que ni yo veo, siendo romana! Eso podría impresionar a cualquiera, pero no es precisamente lo que me atrae de ti, sino tu mirada, hermosa y atenta. ¿Acaso piensas que escapé de casa por un capricho?

—En verdad me haces sentir bien —afirmé con una felicidad pocas veces experimentada—, entiendo tus sentimientos... Si te dijera la verdad de los míos, ¿la sabrías guardar?

—¡Claro! —exclamó.

—Eres muy bella... extremadamente bella y con un corazón noble. Si no fuera un religioso haría cualquier cosa por tenerte a mi lado... Créeme.

Raffaella escuchaba con atención, y su expresión variaba a cada palabra.

—¿Qué te impide ahora tener lo que quieres? —indagó alcanzando con precisión el centro de mis dudas.

Fue una buena pregunta, una puñalada directa a mis principios.

—Yo ya estoy comprometido. Puede decirse que mantuve un noviazgo de nueve años y acepté a Dios, al que prometí fidelidad y castidad. No creo que quieras interferir en esa promesa...

—Estoy segura de que Dios sería feliz si estuvieras conmigo. —Por un momento, deseé que aquellas palabras fueran ciertas, pero fue algo repentino e inapropiado—. Lo pensé durante el viaje: si tú, como yo, nunca has visto a Dios, ¿cómo sabes que vuestro compromiso es real?

—Porque así me lo dice la vida... Porque así me lo indica mi corazón...

Raffaella sonrió por obligación y tragó amargura.

—¿No queda más lugar en tu corazón para el amor? —preguntó delicadamente, en un susurro.

—No para la clase de amor de la que me hablas —respondí—. A Dios y a su causa se lo he dado todo.

Me levanté de la silla y me senté en la cama junto a ella, tomé una de sus manos y luego le acaricié la cabeza. Sus cabellos eran sedosos y mis dedos recorrieron todo su peinado hasta descansar en el rodete que se lo recogía en la nuca.

—No me quieres... No me quieres lo más mínimo —dijo ella hipnotizada por mi caricia.

—Sí que te quiero...

—No lo entiendo. Te alegras de verme, puedo ver el regocijo en tus ojos, pero me niegas tu corazón. Te declaro abiertamente mi amor como no lo he hecho jamás con ningún hombre y tú me desprecias. Ahora afirmas quererme... No entiendo nada. No sé si sentir vergüenza o pena por mí.

Raffaella intentaba mantener una actitud digna aunque poco le faltaba para derrumbarse.

—Sí, te quiero, mas no como pretendes. Ya te lo he dicho, si no fuese religioso, la realidad sería otra. No te avergüences ni sientas pena por ti. Eres una joven muy valiente.

Raffaella apoyó la cabeza en mi hombro y luego murmuró como si estuviese en el patíbulo:

—¿Qué sucederá ahora conmigo?

La pregunta me confirmó que ella estaba realmente decidida a quedarse y que había proyectado su vida incluyéndome en ella. No contempló la posibilidad de obtener una negativa. Quizá había confiado en exceso en su encanto y belleza.

—Mañana partirás de regreso a tu casa, en un carruaje del convento y con un emisario que entregue a tu padre una carta de mi puño y letra en la que le pido que no sea demasiado severo contigo.

La joven no hizo un solo gesto, permaneció silenciosa, recostada en mi hombro. La aparté de mí con suavidad y me despedí con afecto posando sobre su frente un cálido beso. A la mañana siguiente la despertaría para decirle adiós antes de su partida y sería, no como ella sin duda deseaba, una despedida rápida y casta.

Pasada la medianoche, el vicario mandó llamarme. Una fuerte tormenta se cernía sobre Génova. Los relámpagos lanzaban sus ráfagas luminosas sobre las estancias del convento mientras los truenos rebotaban entre sus paredes. Debía de ser urgente, puesto que cualquier asunto sin mucha trascendencia habría podido esperar la salida del nuevo sol. Me di prisa en abrigarme y recorrí junto al enviado de Rivara la distancia que separaba mis aposentos de la sala capitular, donde el vicario me esperaba.

—¡Prior! —dijo al verme llegar—. Disculpad lo intempestivo de la hora, pero las novedades son de la máxima gravedad.

—¿Y bien...? Escucho —respondí tomando asiento tras el escritorio.

Rivara ordenó al emisario que se retirara. Aunque era de su total confianza, los temas que se iban a tratar le estaban completamente vedados.

—¿Recordáis a la bruja de Portovenere? —preguntó el vicario.

La luz de las velas producía un inquietante baile de sombras en su rostro.

—Sí, desde luego.

—Parece que sus conjuros ya no atormentarán más a sus víctimas.

—¿La atrapamos? —pregunté esperanzado.

—Sí.

—¡Magnífico! —grité lleno de satisfacción.

—No sólo eso, mi prior —continuó el vicario—. Teníamos un grueso expediente de pruebas en su contra, pero ahora contamos con un papel que revela sus macabras intenciones en el mundo de la brujería.

—Excelente. —Sonreí con satisfacción—. ¿Cuándo llegó la noticia?

—Hace una hora escasa, mi prior.

Me quedé mirando las llamas que se alzaban del candelabro antes de seguir con la conversación.

—¿Cuál es el verdadero nombre de la bruja? —pregunté.

—Isabella Spaziani.

—Spaziani... —murmuré con rabia, pues ese nombre me era dolorosamente conocido.

—¿Sabéis quién es?

Suspiré mientras me abrigaba el rostro con las solapas de mi bata, en un gesto que pretendía no tanto evitarme el frío sino detener el escalofrío que recorrió mi espalda cuando el nombre de la bruja fue pronunciado. Acontecimientos del pasado se agolpaban, incontrolables, en mi mente. Mis ojos color miel habían perdido el brillo tornándose oscuros. Rivara me miró fijamente esperando una respuesta.

—Es una vieja conocida —mascullé—, una discípula de una importante bruja francesa que perseguí años atrás. Creo que por fin encontré a su alumna perdida.

—¿Quién era esa gran bruja, mi prior?

—Madame Tourat. Era una adinerada ciudadana de Montpellier que en su juventud había entregado su alma al diablo. Isabella era su aprendiz y cómplice en sus abominables orgías. Las llevaban a término en las mansiones de la ciudad. Su discípula logró escapar de la Inquisición por muy poco.

—¿Y qué le sucedió a madame Tourat?

—La quemé en la hoguera, en el sur de Francia.

Las llamas de las velas alimentaron mis recuerdos, que rápidamente ardieron, cebados por la noticia.

—¿Cuándo traerán a la bruja de Portovenere? —pregunté.

La mirada del vicario descendió directamente de mi rostro al suelo antes de responder. La noticia por la que me había sacado de mi lecho parecía no haber terminado aún.

—Mi prior... Por eso os mandé llamar... La atrapamos, sí, pero no como esperábamos...

—¿Qué intenta decirme, Rivara? —El vicario, con tanto circunloquio, estaba acabando con mi paciencia.

—Está muerta...

—¡¿Cómo muerta?!

—Entramos en la casa y la encontramos sobre el suelo, con una flecha atravesándole la boca. Parece que alguien se encargó de asesinarla.

Sus palabras me dejaron perplejo y pasé de la sorpresa al enfado:

—Pero ¡qué clase de noticia es ésa...! ¿Me despertáis sólo para decirme que tenemos un cadáver?

—Mi prior, ahora estamos seguros de que ella no volverá a contaminar con sus conjuros a los fieles. —El vicario bajó de nuevo la mirada y murmuró con pesar—: Aunque creo que esta vez se escapó definitivamente de vos y de la Inquisición.

Respiré hondo para armar mi paciencia y luego repetí lentamente:

—No creo que hayáis interrumpido mi sueño sólo para decirme que atrapamos una bruja muerta. Definitivamente, ése no es vuestro modo habitual de proceder.

—Tenéis razón, mi prior: hay algo más —dijo Rivara mostrándome a la luz de la velas un papel que llevaba en las manos—. Ésta es la causa de vuestro desvelo.

Tomé el papel, manchado y maloliente, miré al vicario y comencé su lectura:

A ti, Eros Gianmaria, brujo de Venecia: Aún no he recibido noticias tuyas, mis cartas no han sido correspondidas. Espero que los perros de la Inquisición no te hayan atrapado. Lentamente, el círculo parece cerrarse... Ahora sólo necesitamos preparar el Gran Aquelarre y dar comienzo al deseo, ya viejo, de los brujos y demonios de la Antigüedad. Lo digo con certeza, pues desde hace diez años tengo en mi poder el Codex Esmeralda. He oído que el Necronomicón está en tu poder, y de la misma forma que el día necesita de la noche, y el Sol de la Luna, mi libro ahora necesita del tuyo. La Iglesia católica nos persigue con tenacidad, los mastines de Cristo siguen nuestro rastro mientras nosotros nos arrastramos por los más oscuros e inmundos rincones, con la astucia de la serpiente esperando el momento adecuado para atacar. No será conveniente abandonar Italia, pues los ortodoxos y protestantes parecen ser astillas del mismo árbol; en lo que a esto se refiere, son tan apostólicos como los obispos romanos. El Gran Maestro espera con silencio de monje y pies de chivo, aunque nada sabe de tu paradero. Él velará para que todo se lleve a cabo según los ritos de iniciación prohibidos, con el secreto de las artes negras. Juntemos los libros, tu Necronomicón y mi Codex Esmeralda: ellos traerán la gloria del Rey de los Reinos Terrenales. Y la oscuridad será total. El Gran Maestro se impacienta por tu silencio. Tú tienes el libro, eres dueño del tiempo. Escondida, sintiendo cada vez más cerca el aliento de los mastines de la Inquisición, y refugiada en las tinieblas de mi guarida, espero tu respuesta.

Isabella, bruja y testigo de Satanás,

Octubre del año 1597

Levanté la vista y observé al vicario.

—¿Dónde estaba este papel?

—Dentro de su vagina... Como si hubiese deseado llevárselo consigo al silencio eterno de la muerte. —Solté el escrito con repugnancia y me limpié las manos en la tela de mi bata. El vicario continuó—: La bruja llevaba algún tiempo muerta, pero su cadáver no se había descompuesto del todo a causa del intenso frío. El papel sobresalía en uno de los desgarrones que le habían causado las bestias del bosque.

—¿Encontraron algo más? ¿El
Codex Esmeralda
del que habla el escrito ?

—No, mi prior. La casa de la bruja mostraba indicios de haber sido registrada, y a conciencia.

—¿Alguien más ha leído este papel?

—Sólo yo, mi prior —respondió Rivara.

—¿Y vos comprendéis lo que en él se explica?

—Parece claro. Ella buscaba unir su libro con el Necronomicón, ese libro del que hablasteis con el brujo. Mantenía relación con nuestro hereje pero desconocía que se hallaba preso desde 1593.

—¿Y habéis llegado a entender por qué deseaba esa unión?

—Como se hizo evidente en la sesión del tribunal, vos estáis más enterado que yo de ese asunto. Yo no sé mucho de literatura prohibida.

El vicario me miró esperando, cómplice de mi silencio.

—Bien... Entonces borrad todo esto de vuestra memoria. —Y, tras el giro inesperado que habían tomado los acontecimientos, añadí—: Por vuestro bien.

—Así lo haré, mi prior.

Acerqué mi rostro a la luz para lograr que, en el claroscuro, se afirmaran mis facciones afiladas y la seriedad de mi mirada. Y observé detenidamente al vicario.

—¿Sabéis algo más que yo desconozca?

—No, mi prior.

—Está bien. Escribid ahora mismo una carta al Superior General de la Inquisición. Iuliano querrá estar al tanto de este descubrimiento.

—La escribiré ahora mismo y por la mañana enviaré un mensajero a Roma.

Aún quedaba una cosa por resolver:

—Hermano Rivara, acepto que el destino se haya cobrado la vida de esa miserable bruja—continué—, pero jamás consentiré que la muerte del cuerpo sea el alivio de un espíritu satánico ante la Inquisición. Celebraremos el Sermo Generalis como corresponde —dije con chispas de odio y decisión en los ojos—, daremos al pueblo de Génova lo que desea: tendrá a sus herejes en la plaza.

El brillo de un relámpago entró por la ventana. La tormenta era intensa, tanto fuera como dentro de la sala. Me puse de pie para continuar.

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