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Authors: Patricio Sturlese

El inquisidor (5 page)

BOOK: El inquisidor
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¿Qué diría el Tíber si pudiese poner en palabras su memoria? ¿Quién sería capaz de escuchar las confesiones de este río?

Roma había cambiado, desde luego. Se había renovado. Y también el Imperio. Los decuriones ya no visten de bronce y cuero, ahora lo hacen de saya y cuerda, y su nombre es otro, son llamados de otro modo... Son los abades. Los centuriones ya no cubren sus cabezas con cascos de plumas, aunque conservan sus mantos púrpura. Ellos también han cambiado y se han transformado en cardenales, obispos y prelados de la Iglesia. El cesar, el temido y respetado cesar que gobernó solo, designando a su antojo a los centuriones y extendiendo la política de Roma a fuerza de espada y sangre; al cesar ahora lo llaman Sumo Pontífice, y su gobierno no ha perdido ni un ápice del poder que detentaban sus temibles antecesores. El Imperio romano usaba espadas y lanzas; la Santa Sede usa papeles y plumas, pero sus leyes tienen más filo que los gladios y sus efectos perforan como picas. Y aun así la Santa Sede del gobierno de la Iglesia de Cristo está en Roma. Donde el antojo del Espíritu Santo le propuso a Pedro que estuviera.

Las aguas me invitaron a seguir su recorrido y surgió en mi mente una antigua máxima griega. «Nadie se baña dos veces en el mismo río», dice. Porque las aguas no se detienen, fluyen. En el río nada será lo que fue y nada fue lo que será. El Tíber me regaló ese recuerdo y me ayudó a entender la Iglesia, que nunca ha sido estática, siempre se ha adaptado a los tiempos y a los hombres. Evolucionó, siempre evolucionó, al compás de un mundo impredecible y hostil. El cristiano que se bañó en sus aguas mil años atrás se vería, con toda seguridad, sorprendido y desconcertado por esta Iglesia. Pues cuando uno hojea el Líber Pontificalis y lee la vida de los papas, observa que todos ellos fueron distintos, que cada uno gobernó de acuerdo con su personalidad e, indefectiblemente, aportó una gota de agua que dinamizó el cauce original de este río que es la Iglesia, aquél que diseñó y navegó Simón Pedro, el pescador galileo.

Después de doscientos treinta y tres papados, después de 1597 años, ¿reconocería Pedro estas aguas? ¿O la Iglesia luciría tan gris como el mismo Tíber? Miré al río buscando respuesta, pero no me contestó.

Capítulo 5

Esa noche, última en Roma, Libia me regaló un poco de su confianza, y su actitud llamó poderosamente mi atención

—Espero que disfrutes de la cena —me dijo—. Estuve toda la tarde pensando en tu apetencia y al no poder consultarte, tuve el atrevimiento de elegir por ti, pues era mi deseo ofrecerte lo mejor.

El gesto afable atrajo mi simpatía, y la comida... La comida era más que suficiente para seducir a mi estómago: mortadela, cantalupo y codornices. Pero su modo de hablar, la frase «estuve toda la tarde pensando en tu apetencia», trastocó mi equilibrio al provocar un doble efecto en mi conciencia, algo que afloraría más tarde con turbulencia, en mi habitación y solo.

—Será para mí un placer dar cuenta de tu intuición —respondí y crucé mi mirada con la de ella, un gesto que Raffaella captó desde el otro extremo de la mesa.

Libia sonrió con gentileza y tomó asiento.

La cena fue rápida. A los postres, las naranjas dulces prolongaron la charla hasta que dimos buena cuenta de ellas. Podría haber seguido conversando, mas necesitaba descansar y, con el estómago lleno, el sueño benéfico llegaría antes. Saludé respetuosamente y me despedí hasta el día siguiente, el de mi partida. Y así me retiré a mi aposento por el pasillo oscuro.

Esa noche la recuerdo vivamente. Sé que uno tiene que aprender de sus errores, pero también soy consciente de que hay algunos que son imposibles de corregir pues se llevan en la sangre y es la misma sangre la que, a veces, rehúsa extirparlos. La experiencia de mi última noche en la casa de los D'Alema me había sido anticipada, presentida una semana antes de llegar a Roma. Entonces decidí desafiar a mi intuición y continuar con mis planes de quedarme en la casa. Pero esa noche llegó y Satanás metió su rabo. Y yo trastabillé.

Estaba a oscuras y cobijado por tres gruesas mantas; no puedo precisar si estaba aún despierto o ya dormitaba en la delgada línea de la inconsciencia. Entonces, una escena se dibujó en mi cabeza, tan real y palpable como si la estuviera viviendo en carne propia.

Libia servía comida en mi plato, lenta y observadora, mientras susurraba algo que yo no llegaba a comprender sólo por esos caprichos de los sueños. Me sirvió un poco de vino y me acercó una hogaza de pan. Ni a la mesa ni en el resto de la casa parecía haber nadie más que nosotros dos. Nada estaba fuera de lugar. Le pregunté por la niña y ella me respondió y, de nuevo, no comprendí lo que decía, como si hablase en un dialecto antiguo, en alguna de las lenguas ya muertas de los primitivos habitantes de Roma. Entonces ella volvió a servirme comida, inclinándose sobre la mesa hacia mi plato, yo bajé la vista y miré su escote. Dentro encontré la silueta movediza y carnosa de sus pechos.

Libia siguió hablándome en aquel susurro indescifrable, y sonriendo cada vez que me atrapaba mirándole disimuladamente los senos. Se inclinó de nuevo y su escote se abrió. No pareció inmutarse, ni siquiera se sonrojó. Estaba tranquila. Algo confundido, me puse de pie y volví a preguntar por su hija, y fue entonces cuando entendí con claridad lo que ella me decía, una frase que había quedado presa en mis oídos durante la cena: «Estuve toda la tarde pensando en tu apetencia»... Libia me miró con sus agresivos ojos pardos, tomó sus pechos sobre el vestido y los apretó, juntándolos, para enseñarme su turgencia mientras repetía: «Estuve toda la tarde pensando en tu apetencia», y susurraba: « ¿Te gustan?», ofreciéndomelos. Mis manos temblorosas se dirigieron hacia su escote para desatar el corpiño y, deslizando el vestido desde sus hombros, dejarlo caer. Sus pechos desnudos, blancos, rotundos, de pezones oscuros y erectos, flagelaron sin piedad lo que quedaba de mi cordura.

Nada podía reprocharme por un sueño, pero aquél dejó de serlo para convertirse en un deseo, voluntariamente dirigido. No estaba tan profundamente dormido como para merecer la absolución, podía haber despertado y no lo hice, seguí explorando en las cavernas más oscuras de mí ser.

Tomé por la nuca a la mujer de mi amigo, la besé reiteradamente y la recorrí entera con mis manos. Ella parecía disfrutar pues respondió buscando mi entrepierna con la urgencia de una mujer encendida. Me alzó el hábito y me tocó con manos expertas, mientras no dejaba de mirarme con ojos de mujerzuela. Con ojos de bruja cebada. Empujé con suavidad su cabeza hacia abajo, haciéndola descender hasta mi cintura. Metí mi verga en su boca, ella me entregó el abrigo húmedo de su lengua y la engulló mirándome, con ojos llameantes, dispuestos a abrasarme en su hoguera. Decidido a poseerla la tendí sobre la mesa y sobre ella nos unimos, como bruja e inquisidor, como esposa y amigo, como dos seres que disfrutaban del coito sin más doctrina que la de la carne. Sus pechos se movían, sacudiéndose, y poder verlos y beber en ellos era tan embriagador como el vino que se había derramado sobre la mesa. Libia cerró los ojos y me clavó las uñas en la espalda para anunciarme que alcanzaba el éxtasis. La vi allí, entregada y desnuda, y continué dentro de ella, dejándome llevar por su cálida vagina hasta derramarme. Fue un momento que en mis pensamientos duró quién sabe cuánto. Libia se levantó, recuperó su ropa esparcida por el suelo y, al tocarse la entrepierna y sentir mi semen en las yemas de sus dedos, sonrió. Cómplice y misteriosa, me tomó de la mano y señaló algo a mis espaldas.

Al volverme vi a Raffaella detrás de mí, fresca, joven y completamente desnuda. Una niña a punto de madurar, en la que bullían las formas de una mujer, largas sus piernas, bien formados sus pechos de pezones rosados. La joven miraba en silencio como si rechazara la situación, mientras que su madre me preguntaba, acariciando los hombros de Raffaella: « ¿No te apetece ahora fornicar con ella? ¿No deseas dejar tu semen dentro de ella?». Y con mi savia aún goteando entre sus piernas, de repente turbada y desencajada, los ojos en blanco y una sonrisa diabólica, exclamó con una voz que no era la suya: «Aléjate del
Necronomicón
».

Desperté sobresaltado y respiré hondo, estaba agitado y completamente sudado. Encendí la lámpara y salté del lecho para mirar mi rostro en el espejo. No me reconocí: estaba blanco por el espanto y brillante de placer. Al comprobar que el semen que manchaba mis ropas era real, no pude por menos que agradecer ese regalo poco deseado con un exabrupto tan sincero, que fue entonado en mi dialecto natal, el genovés. Me quité las ropas, y me lavé los genitales y el rostro mientras trataba de olvidar aquel vergonzoso sueño. ¿Qué clase de mente era la mía...? Aunque aún estaba exaltado por el placer, no podía creer hasta dónde me había llevado mi lado oscuro conducido, conscientemente, por mi deseo. Mientras aquella imagen del espejo torturaba mis pensamientos, dos golpes en la puerta me sobresaltaron. Esperé. Dos nuevos golpes más débiles sonaron en la noche silenciosa. Cogí la lámpara de la mesa y me acerqué a la puerta.

— ¿Tommaso? —susurré. No podía ocultar mi nerviosismo, la preocupación interna era tal que mi inconsciente me dictaba que si era él, venía a pedirme cuentas por el sueño; una estupidez que en mi delirio consideré como posible—. ¿Tommaso?

—No. Soy yo —respondió una voz femenina.

— ¿Quién?

—Raffaella.

Mi corazón pareció salírseme del pecho. De todos los que estaban en la casa ella era la única en quien no había pensado. Pero allí estaba. Abrí.

—Raffaella... ¿Qué haces despierta... a estas horas de la noche? No deberías estar aquí...

— ¿Puedo pasar? —preguntó cortando de cuajo mis balbuceos.

Dudé un momento antes de franquearle el paso.

—Entra.

Según atravesó la puerta, intenté interponerme en su camino, mas ella la cerró a sus espaldas y, veloz como una corza, caminó hasta el centro de la alcoba mientras yo retrocedía. Era extraño, de alguna forma la temía o, como a su padre, le debía una explicación.

—No quisiera que mis padres se enteraran de que estoy aquí —susurró Raffaella, y no pude por más que estar de acuerdo con ella—. Necesito que me escuchéis... ¿Podéis?

—Seguro... Seguro. Dime.

Ella me observó con detenimiento.

— ¿Os encontráis bien? Estáis sudando ¿Os sucede algo?

—No... Es que... Me mojé la cara. Eso es todo. ¿Querías decirme algo?

—Sí...

Raffaella dudó un instante y el silencio se apoderó de la habitación.

— ¿Y bien? —continué, impaciente.

— ¿Creéis que podría partir mañana con vos?

Raffaella me miró fijamente.

Me sujeté la nariz con la mano derecha en un gesto que solía ayudarme a reflexionar y, armándome de paciencia, quité la mano del rostro y la extendí hacia la niña, como pidiendo que pusiera sobre ella la explicación a tan extraña pregunta.

—Un momento... Creo que no te he entendido... Mi cabeza, no funciona tan bien como debería a estas horas de la madrugada.

—Es que es el único momento en que puedo hablar a solas con vos —se disculpó la niña.

— ¿Necesitas... intimidad? —Raffaella asintió con la cabeza, ya sin palabras—. Siéntate —le pedí mostrándole la cama.

Ella se sentó tímidamente a los pies del lecho revuelto, bajó el rostro y cruzó las manos.

—Bien... Te escucho —dije mientras miraba a la joven intentando adivinar sus propósitos.

—Quisiera ir con vos... Me gustaría conocer vuestro convento de Génova —explicó con inocencia.

Me acerqué a la cama y tomando una de sus manos, me senté junto a ella.

— ¿Qué tipo de viaje crees que tendrás conmigo?

—La primera noche en que compartisteis la mesa con nosotros, vuestras explicaciones y todos los conocimientos que atesoráis me hicieron pensar mucho en vos. Si viajo a Génova tendré mucho tiempo para escucharos y aprender todo lo que sabéis.

Si ella hubiese podido leer mi mente, cuánto la habría defraudado... Hacía sólo unos minutos, este refinado catedrático de la fe y de las buenas costumbres acababa de limpiarse el semen de sus ropas, pues en sueños había fornicado con su madre, y casi con ella.

—No creo que pueda enseñarte nada en mi convento y tampoco creo que tus padres te den permiso para viajar conmigo. Una señorita de tu edad no debería buscar tanto conocimiento. Mejor sería que te divirtieras, aquí, con muchachos de tu edad.

— ¿También pensáis como mi padre? ¿Que aún no puedo sentir ni elegir como una mujer? —respondió Raffaella airada.

—Desde el momento en que entraste aquí, supe que ya eras una mujer —afirmé.

— ¿Podríais verme, entonces, como veis a mi madre?

Los ojos de Raffaella se encendieron. Estaba claro cuál había de ser mi respuesta, ésa que buscaban sus ojos...

—Pues... Sí. Eres tan mujer como tu madre —respondí.

—Y si ella os propusiera ir con vos, ¿qué le diríais?

Me tomé tiempo para responder.

— ¿Por qué lo preguntas?

—Por vuestra mirada. Por la manera en que esta noche mirabais a mi madre durante la cena.

— ¿Qué te sugirió mi mirada?

Raffaella sonrió de una manera que le afiló el rostro y la hizo repentinamente adulta.

—Sé que no tenéis esposa...

Suspiré. Me volví a armar de paciencia y miré fijamente a la joven D'Alema antes de responder.

—Te diré una cosa: si me prometes que escucharás mis consejos, volveré la próxima primavera y estaré contigo los días que quieras.

—Bien —susurró no muy convencida.

—Te quedarás aquí. Ayudarás a tus padres en el hogar, estudiarás... poesía... y yo... Yo, ahora mismo, te haré un regalo. ¿Has entendido, Raffaella?

— ¿Qué regalo?

—Te regalaré mi libro preferido.

Y volviéndome con delicadeza hacia la mesilla que había junto a la cama, tomé de allí un viejo ejemplar.

— ¿Es para mí? —exclamó Raffaella con timidez y devoción mientras cogía el libro.

—Es un libro muy valioso, debes cuidarlo y hacerlo tuyo. Tendrás que tomar clases de latín, de lo contrario me obligarás a tener que recitártelo cada vez que nos veamos.

—Confesiones, san Agustín —casi rezó la muchacha mientras acariciaba la piel de la tapa.

—Y ahora promete que sacarás de tu cabeza ese deseo de irte a pasear con un inquisidor. Quédate aquí, estudia, y serás como yo.

— ¿Me veis acaso como una religiosa? —dijo con la cabeza baja.

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