Read El invierno de Frankie Machine Online

Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

El invierno de Frankie Machine (29 page)

BOOK: El invierno de Frankie Machine
2.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La verdad era que todo el mundo estaba a la expectativa para ver cómo manejaría Billy Brooks la situación.

—Estoy jodido, Mike —dijo Billy.

Eso fue todo lo que dijo —¡no dijo ni una palabra más!—, pero Frank se dio cuenta de que Eddie Monaco era hombre muerto.

Mike Pella nunca fue de los que se quedan dormidos.

—Hay montones de dinero en tetas y culos —había dicho Mike a Frank hace un montón de años—. Grandes.

Frank no acababa de entender si Mike se refería a grandes tetas, grandes culos o grandes montones de dinero, pero, en cualquier caso, se moría por entrar en el negocio de los clubes de
topless
y aquella era su oportunidad. Al día siguiente, el uno de enero de 1987, Mike fue al piso de Eddie en La Jolla. Esperó hasta el mediodía, porque lo más probable era que Eddie no se hubiese acostado hasta las ocho o las nueve de la mañana.

Eddie abrió la puerta con cara de dormido y sonrió al ver que era Mike.

—Oye, tío, ¡qué...!

Mike le disparó tres veces a la cara.

Billy Brooks obtuvo respeto de inmediato y una parte del Club Pinto. Entonces Mike supuso que, si a Bill le tocaba una parte del club, eso quería decir que a él también y, en lugar de dejar a los clientes en la puerta o de entrar de vez en cuando para beber algo, empezó a frecuentar el club todo el tiempo, como si fuese uno de los dueños, ya que, en su opinión, lo era.

Toda la pandilla de Mike —Bobby Bats, Johnny Brizzi, Rocky Corazzo— empezó a rondar por allí y Mike los invitaba a beber, a comer y a que les hicieran una mamada en el cuarto oscuro. A Mike se le estaba acumulando en el Pinto una cuenta más larga que su brazo y Pat Walsh no tenía cojones para pedirle que pagara y Billy tampoco y a Mike jamás se le ocurrió, porque él pensaba que Billy estaba en deuda con él. Y así era.

Y, siendo Mike como era, no se conformó con coger los regalos, cruzarse de brazos y ver cómo llovía dinero. No, él tenía que exprimir el club todo lo que podía y lo que hizo fue dedicarse a venderles coca a las chicas.

Era una actividad suplementaria lucrativa: vendía cocaína a las chicas, esperaba a que adquirieran aquel hábito costoso y después las ponía a trabajar para que pudieran pagarse las papelinas. Así se quedaba con el 50 por ciento de lo que ganaban con la prostitución.

Mike llegó a comprar un bloque de pisos cerca del club y regalaba a las chicas el alquiler del primero y el último mes, sabiendo que el hábito de la coca se llevaría el resto del dinero del alquiler. Angie Basso y Georgie Ye siempre andaban por allí para tirarles el dinero del alquiler y después realmente las tenían enganchadas. Las chicas jamás se podían poner al día y esa era la cuestión.

Al poco tiempo, Mike se quedaba con todo lo que ganaban: las propinas, lo que ganaban como prostitutas y lo de la pornografía. Aquella fue la siguiente maniobra empresarial de Mike: cogía a alguna chica que estaba desesperadamente atrasada con los intereses de la usura y con el alquiler y le brindaba la oportunidad de ganar algo de dinero haciendo un vídeo pornográfico.

Cuando llevaban un año así, Billy fue a hablar con Frank sobre aquella cuestión.

—Va a arruinar el negocio —dijo Billy—. Hay polis por todas partes. Me han trincado a cinco chicas, sí, cinco, por consumo de drogas y prostitución. Ya debe una cuenta de seis cifras...

—¿Y qué quieres que haga? —preguntó Frank—. Yo me limito a conducir una limusina. —Pensándolo bien, fuiste tú el que lo metió en esto, Billy—. Si no querías a Mike, tendrías que haber resuelto tus problemas tú solito.

—De acuerdo, pero ¡coño, Frank!

—Nada de coño, Billy.

«En todo caso —pensó Frank—, yo ya tengo mis propios problemas. Como un divorcio. Patty lo amenazaba con eso. En realidad, no la culpo. Siempre estoy trabajando. No estoy nunca en casa y, cuando voy, me duermo. Aparte de eso, se pasa la mayor parte del tiempo preguntándose dónde estaré, qué estaré haciendo y con quién... por más que le he dicho cincuenta mil veces que no me acuesto con las chicas.»

De todos modos, habían discutido por eso y la última pelea había sido tremenda.

—Ya conocías las condiciones —había dicho Frank—. Cuando te casaste conmigo ya sabías quién era.

—Pensé que eras pescadero.

—Sí, claro —dijo Frank—, y Frank Baptista, Chris Panno, Mike Pella y Jimmy Forliano van a la boda de un pescadero con sobres con dinero en efectivo. Vamos, Patty: que tú has crecido en este barrio y eres una mujer inteligente. No te hagas la Diane Keaton conmigo.

—¡Te estás follando a otras mujeres!

—¡No digas palabrotas!

—O sea, que tú puedes hacerlo, pero yo no puedo decirlo —rió Patty.

—Si lo hicieras más de lo que lo dices —Frank se oyó decir—, ¡tal vez no me vendría la tentación de hacerlo!

—¿Y cuándo quieres que lo haga —preguntó Patty— si tú no estás nunca aquí?

—¡Llevo la comida a la mesa!

—¡Muchos hombres llevan la comida a la mesa y también vuelven a su casa por la noche!

—¡Será que son más listos que yo!

Ella le dijo que si las cosas no cambiaban, presentaría una demanda.

A Frank le rondaba todo aquello en la cabeza, cuando Billy empezó a quejarse de que Mike estaba arruinando el Club Pinto.

—No es asunto mío —dijo a Billy—. Si tú tienes un problema con Mike, arréglalo con Mike.

Era un buen consejo.

Tres noches después, Mike pilló a Frank en el bar y le dijo que tenían que ir a hablar con Billy.

—Este tío me está dando la vara. ¿Te lo puedes creer? —dijo Mike—. Será malgrato.

—Querrás decir «ingrato».

Mike parpadeó.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Porque se dice «malagradecido», en lugar de «inagradecido» —dijo Mike.

—Lo acabo de poner en un crucigrama —dijo Frank. En aquella época, pasaba buena parte del tiempo de espera resolviendo crucigramas—. Lo he buscado en el diccionario.

—Da igual —dijo Mike—. Tenemos que dar su merecido al hijoputa de Billy.

—Pero, Mike, yo no tengo que dar su merecido a nadie —dijo Frank, pero después se lo pensó mejor, porque Mike era pronto de genio. «¿Quién sabe lo que podría ocurrir?», se dijo Frank, así que decidió que lo mejor era intervenir y ejercer una influencia moderadora.

Salieron todos a dar una vuelta en la limusina de Frank, al este desde Kettner, por la zona de los almacenes. Billy se llevó a Georgie Ye como protección. Frank conducía y Georgie Ye iba delante con él, mientras Mike y Billy iban detrás, discutiendo.

Mike parecía dolido.

«Es que está dolido», pensó Frank, y eso era lo curioso: a Mike realmente le gustaba mucho el club y pensaba que tenía participación en él y allí estaba Billy, dejando traslucir (otra palabra de los crucigramas) que en realidad él no había querido herir los sentimientos de Mike.

—¿Por qué me estás encima, Billy? —preguntó Mike—. ¿Para qué me das el coñazo? Si solo estoy tratando de ganarme la vida.

—¡Y yo también!

—¡Y hazlo! ¿Quién te lo impide?

—¡Tú! —dijo Billy—. Has conseguido que la mitad de mis chicas se enganchen a la coca, se prostituyan, hagan películas porno...

—¿Quieres una parte de sus intereses, Billy? ¿Es eso lo que quieres? —dijo Mike—. ¿Por qué no lo habías dicho? Te doy una parte. Simplemente vienes a hablar conmigo como un hombre y me dices...

«Pero Billy no paraba de refunfuñar —pensó Frank—, igual que una mujer. Cuando empiezan, no se conforman con resolver el problema, no, se tienen que desahogar. Conque Billy no se limita a aceptar la oferta de buena pasta, no, tiene que...»

—La pasma anda por todas partes —insistió Billy—. Podríamos perder la puñetera licencia para vender alcohol y, hablando de alcohol, Mike...

—¿Qué pasa?

—¡Por Dios! ¡Lo que debéis en el bar tú y tu gente!

—¡Cómo! ¿Estás contando lo que bebemos, maldito memo?

—Vamos —dijo Frank—, que somos amigos.

—¿Estás llevando la cuenta de lo que bebemos? —dijo Mike—. ¡Rata, roña, agarrao!

—¡Eh! —dijo Billy.

—¡No me vengas con esas, ingrato de mierda! —dijo Mike—. Si no fuera por mí, no tendrías el maldito club.

—¡Ya! —dijo Billy—. Yo no te pedí que te cargaras a Eddie.

«Aquello estuvo mal —pensó Frank—. No estaba bien decir eso y Mike se fue de la olla.»

—¿Que no me pediste? ¿No me pediste? —dijo Mike—. No hacía falta que lo pidieras, porque eras amigo mío, Billy, y si tú tenías un problema, y lo tenías, el problema también era mío. ¿Y dices que no me lo pediste?

—Yo no te pedí que...

—No —dijo Mike—, tú no me lo pediste. Te pusiste a lloriquear como una niña pequeña: «Tengo problemas, Mike, y no sé qué hacer, no sé qué hacer». Yo te resolví el problema, gilipollas. Tomé cartas en el asunto.

—¡Pensé que ibas a hablar con él, Mike! —dijo Billy—. Nunca pensé que ibas a...

—¡Por Dios! A lo mejor le disparé al capullo equivocado —dijo Mike.

Frank miró hacia atrás y vio que Mike tenía una pistola en la mano.

—Mike, ¡no!

—Me parece que sí, que me equivoqué y maté al capullo que no debía. ¡Tal vez debería darte a ti lo mismo que a él!

Georgie Ye se metió la mano en el bolsillo, buscando su pistola. Frank giró el volante y condujo la limusina hasta el bordillo y, con la otra mano, retuvo la muñeca de Georgie contra su cintura, lo que no fue fácil, porque Georgie Ye era fortachón.

Billy intentó salir del coche y estaba buscando a tientas la manija para abrir la portezuela cuando Mike empezó a disparar. Tres tiros hicieron zumbar los oídos de Frank. No podía oír nada; solo vio que los labios de Georgie Ye articulaban las palabras «Dios mío». A continuación se volvió y vio a Billy caído contra la portezuela del coche, el hombro derecho era una masa sanguinolenta y tenía un agujero de bala en el rostro, pero respiraba.

Frank le arrancó a Georgie su pistola, se la metió en el bolsillo y dijo:

—Vamos, tengo toallas en el maletero.

Miró a su alrededor: no había otros coches; ningún coche de la policía haciendo sonar la sirena. Se apeó, abrió el maletero, cogió las toallas y dio la vuelta al asiento posterior.

—¡Coño, Mike! ¡Quítate de en medio!

Mike bajó del coche y Frank se deslizó dentro. Envolvió con unas toallas el hombro de Billy y puso otra bien firme contra la herida de la cabeza.

—Georgie, ¡súbete aquí! —Sintió que el grandullón se desplomaba en el asiento—. Sujétale esto bien fuerte contra la cabeza y no lo sueltes.

Georgie Ye lloraba.

—Georgie, ahora no hay tiempo para eso —le dijo Frank—. Haz lo que te digo.

Frank salió, agarró a Mike y lo metió de un empujón en el asiento del acompañante; dio la vuelta, se sentó al volante y pisó con fuerza el acelerador.

—¿Adónde coño crees que vas? —preguntó Mike.

—A Urgencias.

—No lo conseguirá, Frankie.

—Eso es asunto suyo y de Dios —dijo Frank—. Creo que tú ya has hecho tu parte, Mike.

—Hablará, Frank.

—No hablará.

No habló. Billy conocía las reglas y sabía que, después de haber tenido la suerte de sobrevivir a un disparo en la cabeza, no tendría tanta suerte la segunda vez, conque se ciñó a su versión: que un yonqui trató de robarle cuando salía del club, pero que no alcanzó a verle la cara.

En realidad, no volvió a ver nada más, porque la bala le afectó un nervio y lo dejó ciego permanentemente.

—Le vas a pagar —dijo Frank a Mike—. Billy conserva su participación en el club y, además, tú le vas a pagar un porcentaje de los intereses, como dijiste.

Mike no discutió. Sabía que Frank tenía razón y, además, Frank siempre pensó que Mike se sentía culpable por haberle disparado a Billy, aunque jamás lo reconocería. De modo que Billy siguió siendo propietario del Club Pinto, aunque no solía ir mucho por allí cuando salió del hospital. Mirar a las estríperes no debía de ser muy divertido para un ciego.

De todos modos, Billy Brooks mantuvo la boca cerrada. Del que se tenían que preocupar era de Georgie Ye. Al menos Mike estaba preocupado.

—La pasma está investigando por todas partes en esta historia —dijo Mike a Frank una noche—. Saben que la versión de Billy es un rollo patatero y van a presionar. Tú y yo, Frank, podemos hacerle frente, pero no sé qué pasará con Georgie. Me refiero a que si te imaginas cómo reaccionaría en un interrogatorio.

«No —pensó Frank—, no me lo imagino.»

—Y gracias, dicho sea de paso —dijo—, por enredarme como cómplice de un supuesto intento de asesinato.

—Es que pierdo los estribos —dijo Mike—. ¿Y qué vamos a hacer con Georgie?

—¿Ya se han puesto en contacto con él los polis?

Mike lo negó con la cabeza.

—Lo que me preocupa es el «ya».

—Pero no podemos cepillarnos a un tío por un «ya» —dijo Frank.

—¿No podemos?

—Mike, si lo haces, no vuelvas a contar conmigo —le dijo Frank—. Te lo juro por Dios que te vuelvo la cara.

Así que Georgie Ye conservó la vida y el trabajo como gorila en el club. La única diferencia fue que, a partir de entonces, salía a romper piernas para Mike, en lugar de para Billy. Hasta empezó a salir con una de las bailarinas, una flaca y menuda llamada Myrna, y parecía que se llevaban bastante bien.

Así tendría que haber acabado todo, pero no fue así. Las guerras de los clubes de estriptis no habían hecho más que comenzar.

Frank no olvidará jamás la primera vez que vio a Big Mac McManus.

¡No te jode! Nadie olvidará jamás la primera vez que vio a Mac. Si uno ve entrar a un negro de casi dos metros y más de cien kilos con la cabeza rapada y un físico envidiable, vestido con un
dashiki
entallado de piel de leopardo y con un bastón con incrustaciones de brillantes en la mano, no es fácil que lo olvide.

Frank estaba sentado en un reservado con Mike y Pat Walsh cuando entró Big Mac con aire despreocupado y se detuvo en el descansillo que había junto a la puerta principal, del lado de dentro, captando la escena, aunque sería más apropiado decir que dejó que la escena lo captara a él, porque así fue: casi todos los presentes lo vieron y se lo quedaron mirando.

Hasta Georgie Ye tuvo que mirar hacia arriba. Big Mac McManus le sacaba un par de centímetros a Georgie, que parecía tener la sensación de que debía hacer algo, aunque sin saber qué. Miró a Frank para que se lo indicara y Frank se limitó a sacudir ligeramente la cabeza, como diciendo «Tranquilo, Georgie; esto no va contigo».

BOOK: El invierno de Frankie Machine
2.19Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sacred and Profane by Faye Kellerman
The Training Ground by Martin Dugard
La trampa by Mercedes Gallego
Salvage Her Heart by Shelly Pratt
A Mother's Trial by Wright, Nancy
Reasonable Doubts by Evie Adams
Seize the Storm by Michael Cadnum