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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (28 page)

BOOK: El jardín de los perfumes
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—¿También murió la madre? —Emma se estremeció—. Parece un hombre encantador.

—Lo es. Eran una pareja muy unida.

—Seguramente está perdido sin ella.

—Supongo.

—No pareces muy convencido.

—Siempre me ha parecido que la gente que ha tenido la mejor de las relaciones consigue superarlo de un modo u otro. Son los que tienen remordimientos los que se quedan atascados en un lodazal de dolor.

Emma tardó un poco en responder.

—Nunca me lo había planteado así.

Marek llegó corriendo.

—Emma —dijo—. Ven a ver. Hemos derribado la pared de arriba.

Ella anadeó por el jardín hasta la casa y subió la escalera, seguida de cerca por los dos hombres. Boris se encontraba de pie, jadeando, apoyado en lo que quedaba de la pared, cubierto de polvo de pies a cabeza. Marek levantó el mazo.

—Mira.

Detrás del enlucido, la puerta había sido burdamente tapiada. Blandió el mazo y lo descargó. Emma no pudo evitar darse cuenta de la poderosa curva de su espalda bajo la camiseta blanca cuando flexionó la musculatura. Luca tosió.

—Vamos, Emma. Espera a que terminen. Esta polvareda no te conviene.

—No. Estoy bien. —Avanzó. Ya se veía el picaporte. Entrecerrando los párpados, estiró el brazo y notó el latón frío del pomo en la mano. En la semipenumbra, distinguió unos azulejos azules y blancos, con un motivo floral en el friso—. ¡Qué bonito! —Sujetándose el vientre, corrió por el pasillo y volvió con una linterna.

Cuando la luz iluminó la habitación, vio una cama hecha, un tocador, un armario. Luego, al mover el haz, distinguió una cara y gritó.

—¿Qué es eso?

Luca se puso a su lado inmediatamente y apartó a Marek. El chico puso mala cara. A Emma se le salía el corazón por la boca.

—No sé… —Intentaba ver en la oscuridad y luego se echó a reír—. ¡Oh, es un cartel! Uno viejo. —Se volvió hacia Boris—. Bien hecho los dos. ¿Podéis derribar todo esto? No veo el momento de entrar.

Una o dos horas después, Marek fue a buscarla. Emma estaba sola, sentada en la floristería, pensando en su conversación con Luca. Tenía la mirada perdida y daba vueltas a un tallo de peonía. «¿Y si se trata de eso? —pensaba—. Luca se quedó atascado de algún modo. Tal vez no ha sido capaz de seguir adelante tras su pérdida, sea esta cual sea.»

—Ya está —dijo Marek.

Emma dio un respingo.

—¿La habitación? Lo siento, estaba en una nube.

Lo siguió escaleras arriba, cruzó la puerta y pasó el montón de escombros en el instante en que Boris abría las persianas y la luz entraba en la habitación. Miró entonces a su alrededor con una sonrisa en los labios. Por lo que parecía, el cuarto azul y blanco llevaba intacto desde hacía años. El cartel de la pared era de tamaño real: de un torero, le pareció, a juzgar por la arena del fondo y las rosas a sus pies.

Quitó el polvo de la imagen. «Jordi del Valle», leyó.

—¡Es el chico de la fotografía que había debajo de los tablones del suelo! Esta debía ser su casa, su habitación.

Marek señaló el tocador.

—Si era un hombre, ¿por qué hay frascos de perfume ahí?

—A lo mejor eran de su mujer. —Emma cogió un frasco de vidrio y quitó el tapón. Cuando inhaló, captó un perfume oscuro. «¿Lirios?»—. ¿Te importa? —le preguntó a Boris—. Querría estar un momento a solas aquí.

Cuando se fueron los obreros, Emma caminó en círculo, apreciando la habitación.

—¿Por qué sellaría alguien esta habitación? —preguntó en voz alta.

Se quedó delante del armario, un poco asustada de lo que podía haber dentro. Tenía la mano en la llave con borla que había en la cerradura. La puerta se abrió con un quejido y su imagen en el espejo cuarteado osciló. La ropa que contenía era sencilla: toda ella oscura, sin pretensiones, salvo un vestido de seda roja.

—¿Quién eras? —susurró Emma.

En el tocador encontró cuentas de coral, un abanico negro de papel, un mantón de seda bordado.

En el cajón central había un pintalabios gastado. Mientras intentaba cerrarlo de nuevo, se trabó. Algo impedía su cierre. Metió la mano y tanteó debajo. Pasó los dedos por la cubierta de piel de una libreta encajada contra las guías. Dio vueltas a la libreta y se sentó en la cama, levantando una nube de polvo que el sol matutino iluminó. «Rosa Montez», ponía, con una letra infantil en la guarda. Mientras Emma pasaba las páginas, se dio cuenta de que era un diario de 1938. Algunas fechas estaban señaladas: una cruz cada cuatro semanas, de vez en cuando cumpleaños y aniversarios. El 17 de mayo ponía: «Primer cumpleaños de Lulú.»

«¿Lulú?» Jadeó. El cumpleaños de su madre.

Emma miró la habitación en la que estaba. Se sentía como si acabara de abrirse una puerta en su mente.

35

VALENCIA, agosto de 1937

Rosa tarareó una nana, meciéndose a la luz de la lámpara, resiguiendo la carita dormida de su bebé con el índice.

—Pequeña Lulú —dijo—. Puede bautizarte y ponerte Lurdes si quiere, como su madre, pero eres mi Lulú.

Freya se inclinó sobre ellas, sonriendo.

—¿Cómo te sientes?

—¿Yo? —preguntó Rosa, mirándola—. Estoy bien. Quizás un poco cansada. Por lo visto le gusta pasar despierta toda la noche y dormir de día. ¿Y tú? ¿Estás mejor del estómago?

—Mucho mejor, gracias. La infusión que me preparaste ha hecho magia.

—Estás segura de que no estás… —Rosa le indicó por gestos un embarazo.

—¿Yo? ¿Embarazada? —Freya se rio con ganas—. No seas tonta.

Mirando la cara del bebe, sintió nostalgia. «Mañana será 1 de septiembre —pensó. Llevaba varios meses sin tener la regla, pero en aquellos tiempos eso les pasaba a muchas—. Es una locura esperar estarlo. ¿Podría estar embarazada del hijo de Tom? Si así fuera, al menos tendría para siempre una parte de él.»

Rosa se levantó y le entregó el bebé.

—¿Puedes tenérmela un rato?

—Me encantaría.

Macu estaba sentada a la mesa de la cocina bordando sábanas para el bebé, mientras Rosa machacaba hierbas con la mano del mortero. Freya se apoyó en el respaldo de la silla, con las gafas de leer en la cabeza. Estaba agotada. En cuanto cerraba los ojos, veía mentalmente los horrores que había presenciado en el hospital durante el día. Se alegraba de estar en casa, en paz con las chicas, y con la perspectiva de su fresca y angosta cama blanca esperándola.

—¡Qué agradable cuando no está Vicente! —murmuró, cerrando los ojos. Le acariciaba la espada a la criatura recostada sobre su pecho, disfrutando de su calidez, de su peso.

Macu se rio.

—¿Tú lo encuentras agradable? Imagina la pobre Rosa lo agradable que lo encuentra. Sin golpes, sin que la moleste en la cama.

—Macu… —la reprendió Rosa.

—¡Es verdad! Hace muy poco que has parido. No está bien…

—¡Basta! —Rosa se había puesto colorada—. Es mi marido y tiene derecho. Sabía lo que me esperaba cuando me casé con él.

Freya la miró.

—¿Rosa?

—Sí… —Dejó de trabajar con el mortero.

—Sé por qué te casaste con Vicente: tiene lógica que buscaras la seguridad para tu hija. Pero ¿por qué quiso él casarse contigo?

Rosa miraba fijamente el mortero y revolvía despacio la mezcla.

—Jordi tenía algo que él no podía tener. Jordi tiene algo que él nunca podrá tener —se corrigió—. Algún día… —Unos golpes en la puerta principal la interrumpieron.

Las chicas estaban sorprendidas.

—¿Esperas a alguien? —le preguntó Freya.

—No, a nadie.

Freya dejó a la criatura en el moisés y salió al pasillo con el pesado candelabro de latón.

—Quedaos aquí —les dijo.

—Espera. —Macu cogió el atizador de la chimenea—. Te acompaño. —Mientras Freya descorría los cerrojos, se quedó a su lado, preparada para descargar un golpe con el atizador—. No quites la cadena.

Freya abrió apenas la puerta y echó un vistazo. Era un hombre, acurrucado, su silueta recortada contra el cielo iluminado por la luna y estrellado. No distinguió sus facciones. Por el mono azul, dedujo que era republicano. Las cigarras cantaban en la noche cálida.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿Freya? —La silueta avanzó torpemente—. ¡Gracias a Dios! Me han dicho que estabas aquí. —Mientras el hombre se desplomaba en el umbral, Freya quitó frenética la cadena.

—Ayúdame —le dijo a Macu, que tiró al suelo el atizador. La barra tintineó sobre el enlosado.

Abrieron la puerta.

El hombre cayó boca arriba en el suelo, con su hermoso rostro iluminado por la luna. Freya se lo quedó mirando con la boca abierta.

—¿Quién es? —Rosa había aparecido en la puerta.

—Es mi hermano —explicó Freya, arrodillándose a su lado y apartándole el pelo de la frente—. Es mi hermano Charles.

Entre las tres lo llevaron a la cama y le quitaron el uniforme mugriento y piojoso y las botas agujereadas. A pesar de haber visto a centenares de hombres sin ropa y heridos en los últimos meses, a Freya le pareció que estaría mal ver a Charles completamente desnudo, así que dejó que Macu lo lavara mientras ella y Rosa quemaban el uniforme en el patio. Freya se tapó la nariz con asco, removiendo la ropa que se quemaba con una rama de naranjo.

—¡Uf! ¡Qué olor tan espantoso! A veces me parece que nunca me libraré de él.

—Sangre, sudor y cosas peores. Gracias a Dios que existen los perfumes, ¿eh? —convino Rosa, comprensiva—. Esta noche date un baño. Te daré un poco de mi aceite de rosas.

—¡Oh, no! —Freya se volvió hacia ella—. No pretendía…

—Por favor. —Rosa le dio unas palmaditas en la mano—. Has sufrido una gran impresión. Te ayudará a dormir. Tienes que estar fuerte para tu hermano. Ahora te necesita.

—Dios sabe dónde habrá estado. Lo último que supe de él fue que estaba atrapado en Madrid y que no pudo asistir al funeral de Gerda. —Se le ensombreció la cara—. Parece que hubiera estado en la carretera un mes entero. Tiene que haber pasado un infierno.

Charles estaba tendido en la cama a la luz de una vela. Tenía las piernas y los brazos tan pesados e inertes como un niño dormido. Macu se acercó con un cuenco esmaltado de agua caliente.

—¿Señor? —preguntó. Charles no se movió y ella dejó el cuenco y le sacudió un brazo con cuidado—. ¿Señor? —Pensó por un momento que había muerto y le entró el pánico. Le apoyó la cabeza en el pecho y escuchó el latido regular de su corazón. No. No estaba muerto aún, pero casi. Añadió las esencias que Rosa le había dado al agua caliente y se puso a lavarlo. Varias veces volvió a la cocina a buscar más agua para quitarle la mugre de la piel. Había ayudado a Rosa y a Freya en el hospital a cuidar de los soldados heridos, pero aquella era la primera vez que estaba sola con uno. Cuando empezó a lavarle la cara, humedeció una toalla limpia y le quitó la suciedad de las mejillas y de los labios levemente rosados. Entonces hizo una pausa. Era muy joven, casi un niño. Le lavó el pelo, como oro hilado debajo del barro y la grasa, sosteniéndole la cabeza con una mano. Al final se apartó y lo cubrió hasta los hombros con una sábana blanca limpia. Pensó que parecía un ángel. Macu se santiguó, avergonzada de las ideas que le pasaban por la cabeza.

—¿Cómo está? —Rosa apareció en el umbral.

—Está bien. —Macu cogió el último cuenco de agua, cohibida.

Rosa apagó la vela.

—Bien hecho. Es responsabilidad tuya. Si Vicente vuelve a casa… —calló, pensando frenéticamente—. Bueno… dile que el hermano de Freya ha venido a verla desde Inglaterra. Dile que estaba con los escritores de la conferencia; será lo mejor. Se ha puesto enfermo y se queda con nosotros. —Sacó una botella de vidrio color ámbar del bolsillo del delantal—. Todas las mañanas y todas las noches tienes que frotarle el cuerpo con esto. Mezcla una cuantas gotas con aceite de almendra y hazle un masaje, así… —Imitó un movimiento circular—. Lo haría yo pero tengo al bebé y a Vicente no le gustaría.

Macu se puso colorada de pensarlo.

—Sí, Rosa. Lo haré. Haré que se mejore.

—Buena chica. —Rosa cerró la puerta con una sonrisa en los labios.

36

VALENCIA, enero de 2002

Sentada en la plaza de la Reina, en el centro de Valencia, Emma pensaba que todas y cada una de las personas que se hallaban en la plaza estaban ahí debido a una noche o a un momento robado en que sus padres se habían hecho el amor. El sexo, pura y simplemente, era lo que hacía girar el mundo, tanto en el Este como en el Oeste. Cada uno de los desconocidos que pasaban junto a su mesa habían nacido mientras su madre experimentaba el peor dolor de su vida; los habían alzado, diciendo: «¡Es un niño! ¡Es una niña!» Les habían limpiado el culito y habían llorado de hambre hasta saciarse. Les habían lavado la ropa y hecho la cama durante años para que pudieran estar donde encontraban ese día, ocupados, camino del trabajo, hablando por el móvil o buscando una papelera para tirar un pedazo restante de pan.

Se acercaba el día en que saldría de cuentas y llevaba una semana de frenética actividad. Paloma se había pasado por su casa la tarde anterior para invitarla a comer.

—¿Se puede saber qué demonios estás haciendo? —la había reñido.

Emma se había tambaleado sobre la silla, con la gasa hinchada bajo el brazo.

—¡Me has sobresaltado!

—¡Baja de ahí ahora mismo! —Paloma le había tendido la mano para ayudarla a bajar al suelo—. ¿No tienes una escalera?

—Solo quería colgar unas cortinas. Se me dan mal las alturas —había dicho, riéndose—. Creía que llegaría…

—Más razón aún para que no te subas ahí. ¡Marek! —llamó—. ¡Boris!

Paloma cargó contra los obreros, diciéndoles en términos categóricos que Emma tenía prohibido levantar un solo dedo hasta que naciera el bebé.

Así que Emma había enfocado en otra cosa su instinto de anidamiento. En los pasillos resonantes del Mercado Central hizo acopio de comida para la nevera. El mercado cerraba al mediodía, y los comerciantes preparaban paella a las puertas con las sobras del día en grandes paelleras, sobre hogueras de madera de naranjo cuyo humo se elevaba hacia el cielo.

Se detuvo a ver cómo cocinaban. Llevaba bolsas con peinetas de carey para las mantillas, de Nela, y abanicos que quería mandar a Freya para darle las gracias por guardar el fuerte en Londres. En Prénatal no había podido resistir la tentación de comprar un pelele diminuto con cintas, la primera prenda del armario de su bebé. Lo sostenía en alto, inspeccionándolo y apenas podía creer que pronto vestiría con él a su hijo.

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