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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (8 page)

BOOK: El jardín de los perfumes
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Todos miraban la enorme nube de polvo que invadía las calles de Nueva York.

—Todavía no está todo perdido —dijo Freya—. Tal vez tengan tiempo de evacuar la Torre Norte.

Emma sacudió la cabeza, negando.

—Está atrapado. Si estaba en el restaurante, Joe está atrapado. —Se abrazó, agarrándose fuertemente los codos—. Joe… —susurró. «Qué tal, Joe.» Su Joe. Joe y Emma. Y él estaba solo allí dentro. Parpadeó, luchando contra las lágrimas—. Sal, Joe —murmuró.

Lo recordó en el mirador: «Me siento como si volara…»

Siguieron todos en silencio, mirando paralizados. Minuto a minuto, pasó media hora.

—¡Me siento tan inútil…! —dijo Charles, con la voz ronca.

—Todos nos sentimos así —dijo Freya—. No podemos hacer nada… —jadeó, llevándose una mano a la mejilla—. ¡Oh, Dios mío, no…! —Sacudió incrédula la cabeza mientras la Torre Norte colapsaba y caía.

Emma se adelantó y tocó la pantalla del televisor.

—Joe —dijo entre dientes, con las mejillas arrasadas de lágrimas—. Marchaos a casa todos —añadió en voz baja—. Id a casa con la familia.

Se quedaron levantados hasta muy tarde, cambiando de canal entre la CNN y la BBC. El resplandor de la televisión y el del fuego del salón de Freya fluctuaban. La luz dorada de las farolas se colaba por las ventanas porque no se habían tomado la molestia de correr las cortinas. Emma se durmió de agotamiento, acurrucada al lado de Freya, en el viejo sofá.

«Los ataques terroristas pueden sacudir los cimientos de nuestros edificios más grandes, pero no pueden tocar los cimientos de Estados Unidos —oyeron decir a George W. Bush—. Esos actos hacen pedazos el acero, pero no pueden mellar el acero de la determinación americana…»

Freya acarició ausente a
Ming
, que estaba en el respaldo, detrás de sus hombros.

—¿Qué clase de mundo es este?

—El mismo de siempre —dijo Charles, levantándose del sillón. Se acercó pesadamente a la chimenea para atizar el fuego—. ¿No te acuerdas de que, cuando los fascistas usaron los bombarderos sobre Guernica, y en Madrid y Valencia por primera vez, dijimos lo mismo?

—Esto es distinto —dijo furiosa Freya—. Esto es una cobardía. Se me parte el corazón cuando pienso en los miles de hombres y mujeres, en los niños cuyos padres no van a volver a casa esta noche. —Cuando cerraba los ojos veía la imagen de un hombre cayendo.

—¿Por qué es diferente? ¿Únicamente porque es un tipo de guerra distinto?

—Los que han muerto no eran soldados, Charles. Eran gente común y corriente, como Joe, que cumplía con su rutina.

—Olvidas que los de España no eran soldados en su mayoría —dijo Charles con expresión dura—. ¿Te acuerdas de las mujeres, de los niños?

—Claro que me acuerdo. No tienes que recordarme lo que vimos.

—Eran inocentes, como nuestra pequeña. —Acarició el pelo de Emma dormida—. No hay una maldita cosa que podamos hacer al respecto. Joe ya no está. Nunca confié en ese pelota oportunista, jugando con las dos.

—¡Charles! —Freya hizo gestos para que bajara la voz.

—Ahora Emma tiene que pensar en sí misma y en el niño. —Le ofreció la mano a Freya y ambos taparon a Emma con una manta antes de subir a sus habitaciones.

Emma se despertó al amanecer, enroscada en el sofá de Freya, con las cenizas del fuego a su lado. El sonido ahogado de un timbre acabó de despertarla. Apartó la manta y buscó el bolso.

—Hola —murmuró en cuanto abrió el móvil, frotándose los ojos rojos e hinchados.

—¿Em? ¿Emma? Soy yo. —La línea crepitó.

—¿Lila? ¿Dónde estás? —Emma vaciló cuando oyó abrirse la puerta de la habitación de Freya en el piso de arriba.

—¡Oh, Dios mío, Em…! —Sollozaba Dalilah.

Cuando Emma se levantó, la manta cayó al suelo.

—¿Lo han encontrado? ¿Sabes algo de Joe?

—No, nada. He pensado que a lo mejor tú te habías enterado de algo en el despacho.

—Nadie ha llamado. No sabemos nada en absoluto.

—Simplemente… Todos han desaparecido, sin más. Toda esa gente. Yo… aún no me lo puedo creer —dijo Delilah, sorbiendo las lágrimas—. No puede haberse ido. No puede. No es justo. No puedo vivir sin él. ¿Qué voy a hacer?

Emma apretó un puño mientras la voz de Delilah se convertía en un gemido.

—¿Dónde estás?

Oyó que Delilah intentaba reponerse, respirar con normalidad.

—Estoy de vuelta en la Paramount.

—¿Por qué no lo estás buscando? —le gritó Emma.

—¡Lo he estado haciendo! Me he pasado horas intentando enterarme de si alguien había visto a Joe. La gente mantiene una vigilia en Union Square Park. Todo el mundo deambula con fotografías de personas desaparecidas…

Emma miró hacia arriba cuando los pies delgados de Freya aparecieron en la parte superior de la escalera sobresaliendo de un quimono plateado.

—Voy a ir.

Tras una pausa, Delilah siguió hablando, con una repentina frialdad.

—¿Por qué? No hace falta. Además, no despega ningún avión.

—Tengo que ir. Tengo que encontrar a Joe. —Emma siguió con la mirada a Freya, que bajaba la escalera agarrando la barandilla con su pálida mano huesuda.

—No hace falta. Ahora estoy yo aquí —dijo Delilah, poniéndose a la defensiva—. Tendría que haber estado con él. No puedo… No puedo vivir sin él. Si ha muerto… ojalá yo hubiera muerto también.

—Esto todavía no se ha terminado, Lila. —A Emma le temblaba la voz—. Hablé con Joe justo antes de la reunión… —Freya se le acercó, sacudiendo la cabeza, toda ella compasión—. Me dijo que había cometido un error. Me dijo que me amaba.

—Tonterías.

—Me dijo que siempre me había amado.

—Sí, pero ya no. —Delilah se rio, con aquella risa suya tan seductora y profunda con la que Emma la había visto hacer babear a hombres hechos y derechos—. Has perdido, Emma. Me ha escogido a mí.

—Íbamos a vivir juntos de nuevo.

—Eso es lo que tú crees. —Delilah hizo una pausa antes de decir—: Así que supongo que Joe no te lo dijo…

A Emma se le encogió el corazón.

—¿Decirme qué?

—Creo que quería decírtelo cara a cara.

—¿Decirme qué?

—Cuelga, Emma —le susurró Freya y, cuando negó con la cabeza, intentó cogerle la mano y se la apartó de un manotazo—. Por favor, cuelga, no permitas que te angustie. Piensa en el bebé.

—Nos casamos, Em. El mes pasado.

—No. —Emma sintió una oleada de náuseas—. Mientes. ¿Se casó… contigo? —Emma vio por la cara que ponía Freya que ella tampoco tenía ni idea de aquello.

—Tú lo abandonaste. Yo amo a Joe, siempre lo he amado. Habríamos estado juntos hace años de no haber sido por ti.

—¡Tenía una aventura contigo, por Dios! ¿Qué iba a hacer? —Emma se pasó la mano por el pelo—. Así que fuiste a por todas y lo empujaste a casarse contigo en cuanto me hube ido.

—Sabes lo mucho que Joe deseaba casarse y tener hijos. Tú te negaste bastantes veces.

—Sí, bueno, una familia es algo que tú nunca podrás darle, ¿verdad? —Emma se cubrió el vientre con el brazo, protectora.

—Eso ha sido una bajeza —siseó Delilah.

—¿Cuántos abortos has llegado a tener, Lila?

—Íbamos a adoptar.

—¡Qué encantador! Una familia ya hecha a juego con la casa que yo construí con Joe.

—¡Siempre has detestado esa casa! Fue Joe quien la hizo realidad mientras tú estabas viajando.

—¡Levantando el negocio! —Emma rompió a llorar—. ¿Cómo pudiste… cómo pudo Joe…?

—En cualquier caso, no íbamos a volver —dijo Delilah tranquilamente—. Hemos encontrado una casa aquí, cerca de la de sus padres. Íbamos a vender la de Londres. No te preocupes, tendrás tu parte.

—¡Como si a mí me importara un bledo el dinero! —Emma se secó con rabia los ojos con la mano—. Cuando pienso que estuviste pegándomela durante meses…

—¡No podíamos contártelo mientras Liberty se moría!

—De todos modos me enteré, ¿no? —Buscó a tientas debajo del sofá y sacó un viejo par de pantuflas.

—Nunca quisimos hacerte daño.

—Me lo hicisteis. —Emma se puso el bolso al hombro—. Bueno, ahora todo es tuyo, Lila. Si Joe ha muerto, todo es tuyo: la casa y dos tercios de la empresa. Eres rica. Espero que eso te haga feliz. Es lo que siempre habías querido.

—No. Antes tal vez… Lo único que quiero ahora es tener a Joe.

Emma sacudió la cabeza mientras Freya abría la puerta de entrada.

—Eso es lo que hemos querido siempre las dos, ¿verdad? —dijo, antes de colgar y salir en tromba a la calle.

—¡Emma! —la llamó Freya, siguiéndola con paso inseguro por la acera—. ¡Vuelve!

Charles bajó la escalera y la metió dentro de la casa.

—Deja que se vaya. Ya es una mujer adulta. No podemos librar sus batallas. Sabe que estamos aquí si nos necesita.

—Pero…

—Pero nada. Siempre hacías lo mismo con Liberty. No puedes protegerla eternamente, Frey.

—Ya lo sé. —Freya tenía la cara crispada de dolor—. Esa pobre chica… ¿Qué va a hacer ahora?

—Se levantará y se lamerá las heridas. Es lo que hace siempre. —Charles le besó la frente y suspiró—. Déjala.

11

MADRID, noviembre de 1936

Charles recorrió con decisión el pasillo del hotel Florida con un brazo sobre los hombros de Hugo. Las puertas de las habitaciones estaban abiertas y por ellas veía a hombres encorvados sobre sus máquinas de escribir, mecanografiando los artículos que mandarían por cable. Uno, con un cigarrillo entre los labios y el humo subiendo en volutas desde sus manos mientras recorría el teclado con los dedos, soltó un juramento entre dientes.

—Estos bastardos… Siguen negando que los nazis estén aquí. Si no están, entonces ¿quién demonios nos está bombardeando desde hace tres días?, ¿eh? Ya verás. Voy a contarles lo que he visto: Junkers de la Legión Cóndor en el cielo, como moscas. Te juro que si no hago que lo publiquen…

—¡Eh, Capa! —le gritó Hugo.

—¿Dónde habéis estado? —Un hombre de poco más de veinte años, con el pelo espeso y negro y unas cejas marcadas los miró. Estaba apoyado en una jamba, fumando. Charles se fijó en que tenía unas manos fuertes de dedos largos, extrañamente femeninas.

—Hemos estado en el frente. Ha sido el bautizo de fuego de Charles. ¿Tienes unos pantalones limpios?

Capa le dio una palmada en el hombro a Charles, sonriendo.

—¿Otro con las tripas más flojas que los pies? Vamos, y te lavas.

Mientras iba decidido hacia el baño, Charles echó un vistazo nostálgico a la cama. Lo único que quería era acostarse hecho un ovillo.

—No te preocupes —le dijo Capa—. Yo iba hecho un desastre cuando volví de mi primera salida. Desafío las tripas de cualquiera a no soltarse la primera vez que está bajo el fuego de los obuses.

Charles conocía el trabajo de Capa: había visto
Muerte de un miliciano
en
Vu
y se moría por conocerlo, por hablar con él de fotografía. «Pero no de esta guisa.» Se estremeció interiormente. La ropa que llevaba olía a rayos, sucia de sangre y de algo peor. Intentó desesperadamente decir algo, algo que contrarrestara el hecho de llevar la ropa espantosamente asquerosa, algo que lo convirtiera en alguien tan heroico y lacónico como su compatriota.

Oía a Capa apenas, como si estuviera escuchándolo desde el fondo de una piscina. El otro rio, se señaló los oídos y usó la mímica para describir una explosión. Charles asintió torpemente.

—Ya te acostumbrarás. —Capa abrió el grifo de la bañera y puso unos pantalones limpios en el toallero—. Estaremos abajo cuando acabes.

Charles se lavó a conciencia antes de sumergirse en el baño humeante. Tenía los brazos y las piernas pesados de agotamiento y se le cerraban los ojos. De repente, recordó el parloteo en distintas lenguas, la atronadora artillería. Así que eso era la guerra. Nada lo había preparado para aquello. Le había sostenido la mano a un chico mientras yacía moribundo aquella tarde. Se le crispó la cara cuando recordó la del muchacho, pálida como el mármol de una lápida, impávido, con las tripas desparramadas en la tierra fría a su lado. Se había quedado con él hasta el final, mientras el moribundo le hablaba de su madre y su hermana, parpadeando, la luz de sus ojos apagándose.

El día implacable de lucha y carnicería se resumía en aquel único momento para él.

—¡Estamos aquí! —lo llamó Hugo desde el otro lado de la abarrotada barra.

Mientras Charles se abría paso hasta ellos se sentía como si nadara en el barullo de idiomas, el humo de tabaco y el olor del campo de batalla, de sudor y colonia barata.

Capa levantó la cabeza.

—¡Ah, el inglés! —Le pasó un brazo por los hombros—. ¿Te sientes un poco mejor?

—Un poco.

—Hugo: una copa para nuestro amigo. Hoy ha perdido la virginidad.

El whisky le quemó la garganta y le temblaba la mano cuando se apoyó en la barra para no caerse.

—Luego es cada vez más fácil. —Capa le ofreció un cigarrillo—. Viniste con Hugo, ¿verdad? ¿Eres periodista?

—Soy Charles Temple. Sí, soy reportero del
Manchester Guardian
. Hago… Bueno, estoy aprendiendo a tomar fotografías.

—¿Qué cámara usas?

—Una Contax.

Capa soltó un lento silbido.

—Una buena cámara. Yo uso una Leica. —Levantó el vaso—. Bienvenido a bordo. Como puedes ver, somos un equipo variopinto. —Se apoyó en la barra y tomó un sorbo mientras repasaba la habitación y señalaba a un hombre con gafas que jugaba al ajedrez.

—Ese es Chim.

Chim se les acercó y le tendió la mano a Charles.

—Encantado de conocerte.

—¡Eh, Capa! Tienes una llamada —gritó el camarero.

Capa se cambió el cigarrillo de mano y se colocó el auricular entre la barbilla y el hombro.

—¿Con quién hablo? —Sonrió seductor en cuanto oyó a su interlocutora—. Lo siento. Tendrás que recordármelo. ¿Taro? ¿Nos conocemos? —Sonrió de oreja a oreja y dio una calada—. Dime, ¿eres morena? ¿Alta? ¿Con las piernas torneadas? —Le hizo un guiño a Chim y se rio—. ¡Ah, esa señorita Taro! ¡La raposa!

«Dios mío, ojalá pudiera hablar yo así con las mujeres», pensó Charles, volviéndose hacia Chim.

—¿Cuánto lleváis aquí?

—Una temporada. Yo tomo fotos entre batalla y batalla. Les dejo lo peligroso a él y a Gerda —dijo, inclinando la cabeza hacia Capa.

—¿Gerda?

Chim sonrió.

—Ya la conocerás. Todos están locos por ella.

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