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Authors: Patricia Highsmith

Tags: #Intriga

El juego de Ripley (8 page)

BOOK: El juego de Ripley
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Gérard Foussadier, electricista, era un hombre pulcro y serio, algo mayor que Simone, con el pelo más rubio que el de ella y bigote castaño recortado cuidadosamente. Su afición era la historia naval y construía modelos de fragatas de los siglos XIX y XVIII en los que instalaba luces eléctricas en miniatura que se encendían completamente o en parte por medio de un interruptor que había en la sala de estar de su casa. El mismo Gérard se reía del anacronismo de que en sus fragatas hubiese luz eléctrica, pero el efecto era hermoso cuando todas las otras luces de la casa estaban apagadas y ocho o diez navíos parecían surcar un mar tenebroso alrededor de la sala.

—Simone nos ha dicho que estabas algo preocupado… por tu salud, Jon —dijo Gérard con voz seria—. Lo siento.

—No demasiado. Es sólo que me he hecho otro chequeo —dijo Jonathan—. El resultado es más o menos el mismo que la vez anterior.

Jonathan estaba acostumbrado a estas frases hechas, que eran como decir «Muy bien, gracias», cuando alguien te preguntaba como estaba. Gérard pareció darse por satisfecho con la respuesta de Jonathan. Era evidente que Simone no le había dicho gran cosa.

Yvonne y Simone hablaban del linóleo. El de la cocina empezaba a estar desgastado delante del fogón y del fregadero. Ya era viejo al comprar la casa.

—¿De veras te encuentras bien, cariño? — preguntó Simone cuando los Foussadier ya se habían ido.

—Mejor que bien. Hasta me atreví a meterle mano al cuarto de las calderas. Al hollín. — Jonathan sonrió.

—Estás loco… Al menos esta noche cenarás como es debido. Mamá insistió en que te trajese tres
paupiettes
del almuerzo, ¡Y son deliciosas!

Alrededor de las once, cuando se disponían a acostarse, Jonathan se sintió súbitamente deprimido, como si sus piernas, todo su cuerpo, se hubiese hundido en algo viscoso, como si anduviera con el barro hasta las caderas. ¿Sería sólo cansancio? Pero parecía más mental que físico. Se alegró cuando apagaron las luces, cuando pudo relajarse teniendo a Simone entre sus brazos, y los brazos de ella alrededor suyo, como hacían siempre al acostarse. Pensó en Stephen Wister (¿se llamaría realmente así?) y en que en aquel momento probablemente volaba hacia el este, su delgada figura echada sobre el asiento del avión. Jonathan se imaginó la cara de Wister con la cicatriz sonrosada, con aquella expresión desconcertada, tensa, pero Wister ya no pensaría en Jonathan Trevanny. Estaría pensando en otra persona. Seguramente tendría en cartera otros dos o tres candidatos.

La mañana se presentó fría y con niebla. Poco después de las ocho Simone salió con Georges camino de la Ecole Maternelle y Jonathan se quedó en la cocina, calentándose los dedos con un segundo tazón de
café au lait
. El sistema de calefacción no era bueno. Acababan de pasar otro invierno con bastante incomodidad e incluso ahora, en primavera, la casa resultaba fría por la mañana. El horno ya estaba en la casa al comprarla ellos, y era adecuado para los cinco radiadores de abajo, pero no para los otros cinco que ellos, llenos se esperanza, habían instalado en el piso de arriba. Jonathan recordó que ya se lo habían advertido, pero un horno más grande les hubiese costado tres mil francos nuevo y no disponían de tanto dinero.

Encontró tres cartas al pie de la ranura que había en la puerta principal. Una era la factura de la electricidad. Jonathan dio la vuelta a un sobre blanco y cuadrado y vio que en el dorso había el membrete del Hotel de l'Aigle Noir. Lo abrió. Una tarjeta cayó al suelo. Jonathan la recogió y leyó «Stephen Wister chez» escrito a mano encima de:

Reeves Minot

Agnesstrasse 159

Winterhude (Alster)

Hamburg 56

629-6757

También había una carta.

«1 de abril de 19…

Querido mister Trevanny:

Lamenté no tener noticias suyas esta mañana ni haberlas tenido esta tarde hasta el momento. Pero en caso de que cambie de parecer, le adjunto una tarjeta con mi dirección en Hamburgo. Si se lo piensa mejor y decide aceptar mi proposición, haga el favor de telefonearme a cualquier hora, diciendo que la llamada me la cobren a mí. O venga a hablar conmigo en Hamburgo. El importe del billete de ida y vuelta se lo mandaré en cuanto tenga noticias suyas.

De hecho, ¿no sería una buena idea que le viera un especialista de Hamburgo y le diera otra opinión sobre su enfermedad de la sangre? Tal vez entonces se sentiría más tranquilo.

Regreso a Hamburgo el domingo por la noche.

Atentamente,

Stephen Wister»

Jonathan se sintió sorprendido, divertido y molesto al mismo tiempo. Más tranquilo. Eso tenía gracia, ya que Wister estaba convencido de que moriría pronto. Si un especialista de Hamburgo le decía «Ach, ya, le quedan sólo uno o dos meses», ¿se sentiría entonces más tranquilo? Jonathan se metió la carta y la tarjeta en el bolsillo posterior del pantalón. Un viaje de ida y vuelta a Hamburgo gratis. Wister pensaba en todas las formas de tentarle. Resultaba interesante que hubiese enviado la carta el sábado por la tarde, para que la recibiese a primera hora del lunes, aunque Jonathan hubiera podido llamarle a cualquier hora del domingo. Pero el domingo no había recogida de cartas en los buzones de la ciudad.

Eran las ocho y cincuenta y dos minutos. Jonathan pensó en lo que tenía que hacer. Necesitaba más papel para las orlas de los cuadros; lo compraba a una empresa de Melun. Tenía que escribir por lo menos a dos clientes diciéndoles que sus cuadros estaban listos desde hacía más de una semana. Jonathan solía ir: a la tienda los lunes y emplear el tiempo en hacer diversos trabajos, aunque no abría, ya que era contrario a las leyes francesas abrir seis días a la semana.

Llegó a la tienda a las nueve y cuarto, levantó la persiana verde de la puerta y volvió a cerrar ésta con llave, después de colocar el cartelito de «FERME». Pasó un rato haciendo diversas cosas y pensando en Hamburgo. Tal vez fuera conveniente conocer la opinión de un especialista alemán. Dos años antes había consultado a un especialista de Londres, que le había dicho lo mismo que sus colegas franceses, por lo que Jonathan estaba convencido de que los diagnósticos eran correctos. Puede que los alemanes fuesen algo más concienzudos o estuvieran más al día. ¿Y si aceptaba el viaje de ida y vuelta que Wister le ofrecía? (Jonathan escribía la dirección en una postal. copiándola de su fichero.) Pero entonces quedaría obligado con Wister. Se dio cuenta de que estaba acariciando la idea de matar a alguien por cuenta de Wister, no por Wister, sino por el dinero. Un mafioso. Todos los mafiosos eran unas criminales, ¿no? Se dijo que, de todos modos, siempre podría devolverle el dinero a Wister si aceptaba su ofrecimiento. La mala era que en aquel momento no podía sacar fondos del banco, porque no tenía dinero suficiente en él. Si de veras quería asegurarse de su estada, en Alemania (a también en Suiza) se lo podían decir. Allí tenían aún las mejores médicas del mundo, ¿no? Jonathan colocó junta al teléfono la tarjeta del proveedor de papel de Melun, para que no se le olvidase llamar al día siguiente. El del papel tampoco abría los lunes. Y quién sabía si la proposición de Wister no sería factible. Durante unos instantes se vio a sí misma volando en pedazos al verse atrapada par el fuego cruzada de los policías alemanes: le echarían el guante justa después de disparar contra el italiano. Pera aunque él muriese, Simone y Georges recibirían las cuarenta mil libras. Jonathan volvió a la realidad. No iba a matar a nadie, no. Pera Hamburgo, ir a Hamburgo, parecía una ganga, una oportunidad, aunque allí le dieran noticias espantosas. Al menos se enteraría de la verdad. Y si Wister le pagaba ahora, podría devolverle el dinero en unos tres meses, si hacía economías, no compraba ropa y ni siquiera se tomaba alguna cerveza en el café. Le daba miedo decírselo a Simone, aunque ella estaría de acuerda, desde luego, ya que se trataba de ver a otro médica, seguramente un médica excelente. Las economías saldrán del balsilla del propia Jonathan.

Alrededor de las once Jonathan pidió conferencia can el número de Wister en Hamburgo y dijo que él pagaría la llamada. Al cabo de tres a cuatro minutos sonó el teléfono y le pusieron con el número solicitado; se oía mejor que cuando llamaba a París.

Sí, Wister al habla —dijo Wister con voz tensa.

—He recibida su carta esta mañana —dijo Jonathan—. La idea de ir a Hamburgo…

—Sí, ¿por qué no? — dijo despreocupadamente Wister.

—Quiero decir que la idea de ver a un especialista…

—Le mandaré un giro postal ahora mismo. Puede recogerlo en la estafeta de Fontainebleau. Seguramente tardará un par de horas. — Es… es usted muy amable. Una vez esté ahí, podré… ¿Puede venir hoy mismo? ¿Esta noche? Tenga sitio en casa para usted. — No sé si pueda ir hoy… Bueno ¿por qué no? — Vuelva a llamarme cuando tenga el billete. Dígame a qué hora llegará. Estaré en casa todo el día.

El corazón de Jonathan latía un poco deprisa cuando colgó el aparato.

Al llegar a casa a la hora del almuerzo, Jonathan subió al dormitorio para ver si tenía la maleta a mana. La encontró encima del armario, donde permanecía desde sus últimas vacaciones en Aries, hacía casi un año. — Querida —dijo a Simone—. Hay alga importante. He decidido ir a Hamburgo para que me vea un especialista.

¿Ah, sí?… ¿Te la sugirió Perrier?

—Bueno… de hecho, no. La idea ha sido mía. No me importaría conocer la opinión de un médico alemán. Ya sé que es un gasto. — ¡Oh Jon! ¡Gasta!… ¿Has recibida noticias esta mañana? Aunque el informe del laboratorio llegará mañana, ¿no es así?

—Sí. Pero siempre dicen lo mismo, cariño. Quiera una opinión nueva.

—¿Cuándo quieres irte?

—Pronto. Esta semana.

Poco antes de las cinco de la tarde Jonathan se presentó en la estafeta de correos de Fontainebleau. El dinero ya había llegada. Presentó su
carte d'identité
y le dieron seiscientas francos. De la estafeta se fue al
Syndicat d'lnitiatives
de la Place Franklin Roosevelt, que estaba sólo un par de travesías más allá, y compró un billete de ida y vuelta a Hamburgo en un avión que salía del aeropuerto de Orly a las nueve y veinticinco de aquella misma noche. Se dio cuenta de que tendría que darse prisa y eso le gustó, ya que le impedía pensar, titubear. Volvió a la tienda y llamó a Hamburgo; esta vez dijo que la llamada la pagarían allí.

Luego llamó a un cliente que tenía que pasar a recoger un cuadro importante y le dijo que cerraría el martes y el miércoles por «motivos de familia», la que era una excusa corriente. Tendría que dejar un aviso en la puerta del establecimiento que dijese lo mismo. Pensó que no tenía importancia, puesta que los comerciantes de la ciudad solían cerrar unos cuantos días por un motivo u otro. En una ocasión Jonathan había vista un cartelita que rezaba: "Cerrado par resaca». Jonathan cerró la tienda y se fue a casa a preparar la maleta. A la sumo estaría en Hamburgo dos días, a menos que el hospital a la que fuera insistiese en que se quedara más tiempo para hacerle unas análisis. Había consultada en la guía de ferrocarriles qué trenes había para París. El de las siete le iría bien. Tenía que ir a París y luego a Les Invalides para coger el autobús can destino a Orly. Cuando Simone regresó a casa can Georges, Jonathan ya había bajada la maleta al vestíbulo.

¿Esta noche? — dijo Simone.

—Cuanta antes, mejor, querida. Tuve un impulso. Volveré el miércoles, puede que incluso mañana par la noche.

—Pero… ¿dónde podré localizarte? ¿Has reservada habitación en un hotel?

—No. Tendré que mandarte un telegrama, querida. No te preocupes.

¿Ya has quedado de acuerdo con el doctor? ¿Cómo se llama?

—Todavía no lo sé. Sólo he oído hablar del hospital.

Se le cayó el pasaporte al tratar de meterlo en el bolsillo interior de la chaqueta.

—Nunca te había visto así —dijo Simone.

Jonathan le sonrió.

—Al menos… ¡salta a la vista que no estoy al borde del colapso! Simone quería ir can él hasta la estación de Fontainebleau-Avon y volver luego en autobús, pero Jonathan le suplicó que no fuera.

—Te mandaré un telegrama en cuanto llegue —dijo Jonathan.

¡Dónde está Hamburgo? — preguntó Georges por segunda vez.


¡Allemagne!…
¡Alemania! — dijo Jonathan. Por suerte encontró un taxi en la Rue de France. El tren entraba en la estación de Fontainebleau-Avon al llegar Jonathan quien apenas tuvo tiempo de adquirir el billete y subir a él. Más tarde cogió un taxi de la Gare de Lyon a Les Invalides. Le sobraba algún dinero de los seiscientos francos. Durante un rato no iba a preocuparse por el dinero.

En el avión dormitó un poco con una revista sobre el regazo. Se imaginaba que era otra persona. El avión parecía llevarse velozmente a esta persona nueva, alejándola del hombre que se había quedado en la sombría casa de la Rue Saint Merry. Se imaginó a otro Jonathan ayudando a Simone a retirar los platos en aquel momento, charlando de cosas aburridas como el precio del linóleo para el suelo de la cocina.

El avión tomó tierra. El aire era cortante y mucho más frío. Había una autopista larga e iluminada y luego las calles de la ciudad; edificios inmensos que se alzaban hacia el firmamento nocturno, faroles de forma y color distintos de los de Francia.

Y allí estaba Wister, sonriendo, acercándose a él con la mano derecha extendida.

—¡Bienvenido, mister Trevanny! ¿Ha tenido buen viaje?… Tengo el coche aquí mismo. Espero que no le haya importado venir a la terminal. Mi chófer… bueno, no es mi chófer sino uno que utilizo a veces… ha estado ocupado hasta hace unos minutos.

Se dirigieron hacia el exterior. Wister siguió hablando con su acento americano, nasal: A excepción de la cicatriz, nada en él hacía pensar en la violencia. Jonathan se dijo que era demasiado calmoso, lo cual, desde el punto de vista psiquiátrico, podía resultar de mal agüero. ¿Quizá sólo se trataba de una úlcera? Wister se detuvo junto a un Mercedes-Benz negro y limpísimo. Un hombre de más edad, que no llevaba gorra, se hizo cargo de la maleta de Jonathan y sujetó la puerta mientras éste y Wister subían al coche.

—Le presento a Kart —dijo Wister.

—Buenas noches —dijo Jonathan. Karl sonrió y musitó algo en alemán.

El viaje fue largo, Wister le enseñó el Rathaus, «el más antiguo de toda Europa y las bombas no pudieron con él», y una iglesia grande o una catedral cuyo nombre se le escapó a Jonathan. Él y Wister iban sentados en la parte trasera. Entraron en una zona de la ciudad que tenía un aire más rural, cruzaron otro puente y cogieron una carretera más oscura.

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