Read El juego del cero Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

El juego del cero (42 page)

BOOK: El juego del cero
13.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Señor, si hay algo que necesite y que yo…

—Aprecio sinceramente lo que haces, William. Realmente lo hago. Pero antes de que te impliques más profundamente en este asunto, veamos qué otra cosa podemos averiguar.

—Pero puedo…

—Puedes creerme, eres muy valioso para este caso, William. No lo olvidaré. Ahora sigamos con la caza.

—Por supuesto, señor —dijo William con una sonrisa—. En eso precisamente estoy trabajando en este momento.

—¿Alguna pista de la que merezca la pena hablar?

—Sólo una —dijo William, señalando la carpeta roja de cuya parte superior sobresalía una hoja de fax de la FinCEN, la Red de Investigación de Delitos Financieros—. Les pasé todas las identidades de Janos a los tíos de la FinCEN. Encontraron una cuenta en un paraíso fiscal que pasa por Antigua.

—Creía que no podíamos conseguir esa clase de…

—Sí, bueno, desde el 11 de setiembre, algunos países se han mostrado un poco más colaboradores que otros… especialmente cuando les dices que llamas de la oficina del fiscal del distrito.

Ahora quien sonreía era Lowell.

—Según ellos, la cuenta tiene cuatro millones de dólares en transferencias realizadas por algo llamado Grupo Wendell. Hasta ahora todo lo que sabemos es que se trata de una compañía con una junta directiva falsa.

—¿Crees que se puede seguir la pista del título de propiedad?

—Esa es la meta —respondió William—. Echaré un vistazo en algunos lugares, pero he visto antes cómo trabajan esos tíos… Sólo tengo que darles su apellido y ellos encontrarán la cuenta de ahorros de doce dólares que su madre abrió para usted cuando tema seis años.

—¿Entonces estamos en buenas manos?

—Permítame decirlo de este modo, señor: puede irse a tomarse un café y un donuts. Para cuando regrese, tendremos a Wendell, o quienquiera que sea, sentado en su regazo.

—Sigo apreciando lo que estás haciendo, William —dijo Lowell, manteniendo la vista fija en su asistente—. Estoy en deuda contigo por esto.

—Usted no me debe nada —dijo William—. Todo esto tiene que ver con algo que usted me enseñó el primer día: con el Departamento de Justicia no se juega.

Capítulo 64

—¿Esto es todo? —pregunta Viv, estirando el cuello hacia el cielo y apeándose del taxi en el centro de Arlington, Virginia—. Esperaba encontrar un enorme complejo científico.

Delante de nosotros se alza un moderno edificio de oficinas de doce plantas mientras cientos de personas salen de la cercana estación de metro de Ballston y pasan rápidamente junto a las cafeterías y los restaurantes de moda que son casi lo más elegante que se puede encontrar en los barrios residenciales. El edificio no es más grande que aquellos que lo rodean, pero las tres palabras esculpidas en la fachada de piedra color salmón lo destacan inmediatamente de todo lo demás: «Fundación Nacional para las Ciencias». Acercándome a la entrada principal, empujo una de las pesadas puertas cristaleras y echo un último vistazo a la calle. Si Janos estuviese aquí, no permitiría que entrásemos, pero eso no significa que esté lejos.

—Buenos días, querido, ¿en qué puedo ayudarlo? —pregunta una mujer vestida con un conjunto verde lima desde detrás de un mostrador de recepción redondo. A nuestra derecha hay un guardia de seguridad negro y cuadrado cuyos ojos se posan sobre nosotros unos segundos demasiado largos.

—Sí… estamos aquí para ver al doctor Minsky —digo, tratando de mantenerme concentrado en la recepcionista—. Tenemos una cita. El congresista Cordell… —añado, utilizando el nombre del jefe de Matthew.

—Bien —asiente la mujer, como si realmente se sintiese feliz por nosotros—. ¿Identificación con fotografía, por favor?

Viv me mira, alarmada. Hasta ahora hemos evitado utilizar nuestros nombres verdaderos.

—No hay ningún problema, Teri, están conmigo —interrumpe la voz animosa de una mujer.

Junto a los ascensores hay una mujer alta vestida con un traje de alta costura que nos saluda como si fuésemos viejos amigos.

—Marilyn Freitas, de la oficina del director —anuncia, estrechándome efusivamente la mano y sonriendo con una sonrisa de presentadora de televisión.

La tarjeta de identificación que lleva colgada del cuello me dice por qué: «Directora de Asuntos Públicos y Legislativos». Esta mujer no es una secretaria. Ya han comenzado a sacar las armas de calibre grueso, y aunque nunca había visto a esta mujer en mi vida, conozco el paño. La Fundación Nacional para las Ciencias recibe anualmente cerca de cinco mil millones de dólares del Comité de Asignaciones. Si traigo aquí a uno de los responsables de llevar a cabo esas asignaciones, ellos se encargarán de extender a nuestros pies la alfombra roja más brillante que puedan encontrar. Ésa es la razón por la que recurrí al nombre del jefe de Matthew y no al de mi jefe.

—¿Está el congresista con ustedes? —pregunta con la sonrisa fija en su sitio.

Vuelvo la vista hacia la puerta cristalera. Ella cree que estoy buscando a mi jefe. Pero, en realidad, estoy comprobando que Janos no esté cerca.

—Se reunirá con nosotros dentro de un momento, aunque dijo que deberíamos comenzar sin él —le explico—. Por si acaso.

La sonrisa de la mujer se desdibuja ligeramente, pero no demasiado. Aunque indudablemente preferiría que el congresista estuviera aquí, es lo bastante lista como para saber la importancia que tiene el personal.

—Bien, no importa —dice, al tiempo que nos conduce de regreso a los ascensores—. Oh, y por cierto —añade—, bien venidos a la FNC.

Mientras el ascensor sube hacia la décima planta, mi mente regresa al viaje en ascensor que hicimos el día anterior: la caja golpeando contra las paredes mientras el agua caía sobre nuestros cascos de minero cubiertos de barro. Apoyándome contra la reluciente barandilla de bronce, le dirijo una débil sonrisa a Viv. Ella decide ignorarla, manteniendo la mirada fija en los números digitales rojos que van señalando nuestro ascenso. Se ha cansado de nuestra amistad. No quiere tener nada más que ver con todo esto.

—Entiendo que han venido a hablar de neutrinos con el doctor Minsky —dice Marilyn, esperando mantener la conversación viva.

Asiento. Viv se mordisquea el labio inferior.

—Todo el mundo dice que es un experto en la materia —dice Viv, tratando de que sus palabras no suenen a pregunta.

—Oh, ya lo creo que lo es —contesta Marilyn—. Con los neutrinos comenzó su investigación subatómica. Incluso sus primeros trabajos sobre leptones… por supuesto, ahora puede parecer elemental, pero en aquella época estableció la pauta.

Viv y yo asentimos como si ella estuviese hablando acerca del crucigrama de la
Guía TV
.

—¿De modo que ahora realiza su investigación aquí? —añade Viv.

La mujer deja escapar la especie de risa que habitualmente viene acompañada de una ligera palmada en la cabeza.

—Estoy segura de que al doctor Minsky le encantaría volver a su trabajo en el laboratorio —explica—. Pero eso ya no forma parte de la descripción del trabajo que realiza actualmente. En este lugar estamos preocupados fundamentalmente por el aspecto relacionado con la captación de fondos.

Es una descripción adecuada, pero también es una declaración exageradamente modesta. Ellos no sólo están preocupados con el aspecto relacionado con la captación de fondos; ellos lo controlan. El año pasado, la Fundación Nacional para las Ciencias proveyó fondos para cerca de dos mil estudios e instalaciones destinados a la investigación en todo el mundo. Como resultado, tienen una intervención directa en prácticamente todos los experimentos científicos importantes que se llevan a cabo en el planeta, desde un radiotelescopio que puede ver la evolución del universo hasta una teoría climática que nos ayudará a controlar el clima. Si eres capaz de soñarlo, la FNC considerará la posibilidad de darle su apoyo económico.

—Y aquí estamos —anuncia Marilyn cuando se abren las puertas del ascensor.

A nuestra izquierda, unas letras plateadas fijadas a la pared dicen: «Dirección de Ciencias Físicas y Matemáticas». El rótulo es tan grande que apenas si queda espacio para el logotipo de la FNC, pero eso es lo que sucede cuando eres la más grande e importante de las once divisiones que integran la fundación.

Mientras nos conduce más allá de otro mostrador de recepción y gira en un recodo del corredor hacia una sala que posee todo el encanto de la sala de espera de un hospital, Marilyn no dice nada más. A nuestra derecha e izquierda, las paredes están cubiertas con pósters relacionados con la ciencia: uno muestra una fila de antenas parabólicas alineadas debajo de un arco iris, otro exhibe una fotografía de la galaxia del Molinillo tomada desde el Observatorio Nacional del monte Kitt. Ambos están destinados a tranquilizar a los visitantes ansiosos. Sin embargo, ninguno de los dos consigue su propósito.

Por encima de mi hombro, las puertas del ascensor se abren en el extremo del corredor. Me vuelvo para ver quién está allí. Si nosotros hemos podido dar con el paradero del máximo experto en neutrinos del país, Janos también puede hacerlo. En el área de los ascensores, un hombre que lleva gafas de cristales gruesos y un suéter raído echa a andar por el corredor. Por la forma en que va vestido, no hay ninguna duda de que se trata de un trabajador de la fundación.

Al percibir el alivio en la expresión de mi rostro, Viv se vuelve hacia la sala de espera, que está rodeada de media docena de puertas cerradas. En todas ellas se lee el número 1005. La que se encuentra directamente delante de nosotros incluye un «,09» adicional. Solamente la Fundación Nacional para las Ciencias asigna habitaciones con una designación decimal.

—¿Doctor Minsky? —pregunta Marilyn, golpeando suavemente la puerta y haciendo girar el pomo.

Cuando la puerta se entreabre, un hombre mayor de aspecto distinguido y con las mejillas abultadas ya se está levantando de su sillón. Se acerca a nosotros, estrecha mi mano y mira por encima de mi hombro. Está buscando a Cordell.

—El congresista estará aquí en breve —explica Marilyn.

—Dijo que debíamos comenzar sin él —añado.

—Perfecto… perfección —contesta, estableciendo finalmente contacto visual.

Mientras me estudia con unos ojos grises ahumados, Minsky se rasca ligeramente el costado de la barba que, al igual que su pelo fino y revuelto, tiene más canas que color natural. Trato de sonreír, pero su mirada sigue clavada en mí. Ésa es la razón por la que detesto tratar con académicos. Es evidente que las habilidades sociales no son su fuerte.

—Nunca nos habíamos visto antes —dice finalmente.

—Andy Defresne —digo, presentándome—. Y ella es…

—Catherine —dice Viv, rechazando mi ayuda.

—Una de nuestras internas —añado, asegurándome de que Minsky no le echará un segundo vistazo.

—Doctor Arnold Minsky —dice, estrechando la mano de Viv—. Tuve una gata que se llamaba Catherine.

Viv asiente amablemente, inspeccionando el resto de la habitación en un intento por evitar que prosiga esa conversación.

En el despacho hay un sofá tapizado, un par de sillones a juego y una impresionante vista del centro de Arlington fuera de las ventanas de vidrio cilindrado que ocupan todo el costado derecho de la habitación. Sin abandonar su aire académico, Minsky se dirige directamente a su escritorio, que está cubierto con pilas de papel meticulosamente ordenadas por tamaño, libros y artículos de revistas. Al igual que su trabajo, cada molécula tiene su razón de ser. Cuando me siento frente a él, Viv se desliza en el sillón que está junto a la ventana. Desde allí disfruta de una vista perfecta de la bulliciosa calle que discurre delante del edificio. Aún sigue buscando a Janos.

Observo las paredes, tratando de encontrar algo más que pueda darme alguna pista. Ante mi sorpresa, a diferencia del habitual santuario al ego de Washington, D.C., las paredes del despacho de Minsky no están cubiertas con diplomas, fotografías en compañía de personajes famosos o siquiera un recorte de periódico enmarcado. Eso aquí no es una mercancía necesaria. Minsky se cansó hace tiempo de demostrar que ha sido aceptado en sociedad.

No obstante, cada universo posee su propia moneda. Las paredes a ambos lados del escritorio de Minsky están literalmente cubiertas de estanterías empotradas, que ocupan el espacio del suelo al techo, llenas de centenares de libros y textos académicos. Los lomos se ven muy gastados, y comprendo rápidamente que ése es el objetivo. En el Congreso, el círculo dorado es la fama y la condición social. En la ciencia es el conocimiento.

—¿Quién es ese hombre que lo acompaña en la fotografía? —pregunta Viv, señalando un elegante marco plateado donde Minsky aparece junto a un hombre mayor con el pelo rizado y una expresión burlona.

—Murray Geli-Mann —dice Minsky—. El ganador del Premio Nobel.

Enrollo la lengua contra el interior de la mejilla. La pátina social aparece en todas partes.

—¿En qué puedo ayudarlos? —pregunta Minsky.

—En realidad —digo—, queríamos saber si podíamos hacerle algunas preguntas acerca de los neutrinos…

Capítulo 65

—¿Los vio? —preguntó Janos, sosteniendo el teléfono móvil con una mano y aferrando el volante del sedán negro con la otra. El tráfico de la mañana no era demasiado denso, incluso tratándose de Washington, pero llegados a ese punto, un retraso de pocos segundos era suficiente para ponerlo furioso—. ¿Qué aspecto tenían?

—Están perdidos —dijo su socio—. Harris apenas podía articular palabra, y la chica…

—Viv.

—Estaba enfadada. Podías percibirlo en el ambiente. Parecía dispuesta a arrancarle la cabeza a Harris.

—¿Harris dijo algo?

—Nada que no sepa.

—¿Pero estaban ahí? —preguntó Janos.

—Aquí mismo. Incluso subieron al despacho del jefe… no es que les sirviese de mucho.

—¿Se encargó de todo?

—De todo lo que usted me pidió.

—¿Y lo creyeron?

—Incluso el rollo de Dinah. A diferencia de Pasternak, yo puedo ver el final del juego.

—Es un auténtico héroe —dijo Janos irónicamente.

—Sí, bueno… no olvide decirle eso a su jefe. Entre los préstamos, las operaciones y todas mis otras deudas…

—Estoy al tanto de su situación financiera. Es por eso por lo que…

—No diga que es el dinero… a la mierda el dinero; es mucho más que eso. Ellos se lo buscaron. Las humillaciones… las muestras de indiferencia. La gente cree que esas actitudes pasan inadvertidas.

BOOK: El juego del cero
13.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Safeword: Matte by Candace Blevins
Social Lives by Wendy Walker
Just Believe by Anne Manning
The Meaty Truth by Shushana Castle, Amy-Lee Goodman
The Birthday Fantasy by Sara Walter Ellwood
Spirit of the Wolf by Vonna Harper
Gypsy Beach by Jillian Neal
Querelle de Brest by Jean Genet
Murder At The Masque by Myers, Amy