El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (16 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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En cuanto el importante personaje vio a Pazair, puso pies en polvorosa. Kem no se movió. Su babuino dio un salto y arrojó al suelo al fugitivo. Cuando los colmillos se hundieron en la carne de la espalda, el intendente dejó de debatirse.

Kem consideró que la postura era adecuada para un buen interrogatorio.

—Celebro volver a veros —dijo Pazair—. Nuestra presencia parece asustaros.

—¡Apartad ese mono!

—¿Quién os ha contratado?

—El transportista Denes.

—¿A petición de Qadash?

El intendente vaciló. Las mandíbulas del simio se cerraron.

—¡Sí, sí!

—Así pues, no os reprochaba haberle robado. Tal vez haya una explicación sencilla: Denes, Qadash y vos sois cómplices. Habéis intentado huir porque ocultáis pruebas de cargo en esta granja. He redactado una orden de registro, de ejecución inmediata. ¿Queréis ayudarnos?

—Os equivocáis.

Kem habría utilizado, de buena gana, su mono, pero Pazair prefirió una solución más metódica y menos violenta.

El intendente fue levantado, atado y colocado bajo la custodia de varios campesinos que detestaban su tiranía. Indicaron al juez que el detenido prohibía el acceso a un almacén cerrado con varios cerrojos de madera. Con un puñal, Kem los hizo saltar. En su interior había muchos arcones, cuyas tapas, unas veces llanas, otras abombadas, otras triangulares, estaban atadas con cordones enrollados alrededor de dos botones, uno al lado, el otro en lo alto de la tapa. El conjunto de muebles, de diversos tamaños, era de gran valor. Kem cortó las cuerdas. En varios arcones de madera de sicómoro había piezas de lino de primera calidad, ropas y sábanas.

—¿El tesoro de la señora Nenofar?

—Le pediremos los albaranes de salida de los talleres.

Ambos hombres la emprendieron con unos arcones de madera tierna, forrados de ébano y adornados con paneles de marquetería. Contenían centenares de amuletos de lapislázuli.

—Una auténtica fortuna —exclamó el nubio.

—La factura es tan hermosa que el origen de estas piezas debe resultar fácil de establecer.

—Yo me encargaré.

—Denes y sus cómplices los venden a precio de oro en Libia, Siria, el Líbano y en otros países que gustan de la magia egipcia. Tal vez se los ofrezcan a los beduinos para hacerlos invulnerables.

—¿Atentado contra la seguridad del Estado?

—Denes lo negará y acusará al intendente.

—Incluso siendo decano del porche, dudáis de la justicia.

—No seáis tan pesimista, Kem; ¿no estamos aquí en misión oficial?

Oculto bajo tres arcones de tapa plana encontraron un objeto insólito que los dejó estupefactos.

Un cofre de acacia maciza y dorada, de unos treinta centímetros de alto, veinte de ancho y quince de profundidad.

En la tapa de ébano había dos botones de marfil perfectamente torneados.

—Es una obra maestra digna del faraón —murmuró Kem.

—Diríase… una pieza de equipo funerario.

—En ese caso, no tenemos derecho a tocarlo.

—Debo hacer inventario de su contenido.

—¿No cometeréis sacrilegio?

—No hay inscripción alguna.

Kem dejó que el juez quitara personalmente el cordón que unía los botones de marfil con los que estaban a los lados. Pazair levantó la tapa lentamente. El brillo del oro lo deslumbró. ¡Un enorme escarabajo de oro macizo! A uno y otro lado, un cincel de escultor en miniatura, de hierro celeste, y un ojo de lapislázuli.

—El ojo del resucitado, el cincel utilizado para abrirle la boca en el otro mundo y el escarabajo, colocado en el lugar de su corazón para que sus metamorfosis sean eternas.

En el vientre del escarabajo descubrieron una inscripción jeroglífica, pero había sido tan martilleada que resultaba imposible de descifrar.

—Es un rey —afirmó Kem turbado—. Un rey cuya tumba ha sido desvalijada.

En la época de Ramsés el Grande, aquella fechoría parecía imposible. Varios siglos antes, los beduinos habían invadido el delta y pillado algunas necrópolis. Desde la liberación, los faraones eran enterrados en el valle de los Reyes, custodiado día y noche.

—Sólo un extranjero puede haber concebido un proyecto tan monstruoso —continuó el nubio con voz temblorosa.

Turbado, Pazair cerró el cofre.

—Llevemos este tesoro a Kani. En Karnak estará seguro.

CAPÍTULO 18

E
l sumo sacerdote de Karnak ordenó a los artesanos del templo que examinaran el cofre y su contenido. Cuando tuvo el resultado de los expertos, convocó a Pazair. Ambos hombres deambularon bajo un pórtico, al abrigo del sol.

—Es imposible identificar al propietario de estas maravillas.

—¿Un rey?

—El tamaño del escarabajo es sorprendente, pero el indicio no basta.

—Kem, el nuevo jefe de policía, piensa en la violación de una sepultura.

—Inverosímil. Habría sido denunciada, nadie habría podido ahogar el escándalo. ¿Cómo iba a pasar desapercibido el crimen más grave que pueda cometerse? ¡Hace cinco siglos que no se ha vuelto a llevar a cabo! Ramsés lo ha condenado, y el nombre de los culpables habría sido destruido ante la población entera.

Kani tenía razón. Los temores del nubio no estaban justificados.

—Es probable —consideró Kani— que esas admirables piezas hayan sido robadas en algunos talleres. O Denes pensaba venderlos o los destinaba a su propia tumba.

Conociendo la vanidad del personaje, Pazair se inclinó por la segunda posibilidad.

—¿Habéis investigado en Coptos?

—No he tenido tiempo —respondió el juez—, y vacilo sobre el método a seguir.

—Sed prudente.

—¿Algún elemento nuevo?

—Los orfebres de Karnak no lo dudan: el oro del escarabajo procede de la mina de Coptos.

Coptos, situada a poca distancia al norte de Tebas, era una ciudad extraña. Por las calles circulaban muchos mineros, carros y exploradores del desierto, unos a punto de partir, otros al regreso de una temporada en el infierno de las soledades ardientes y rocosas. Todos se prometían que en la próxima tentativa descubrirían el mayor filón. Los caravaneros vendían sus mercancías, traídas desde Nubia, algunos cazadores llevaban sus presas al templo y a los nobles, los nómadas intentaban integrarse en la sociedad egipcia.

Todos esperaban el próximo decreto real, que alentaría a los voluntarios a tomar una de las numerosas pistas que se dirigían a las canteras de jaspe, granito o porfiro, hacia el puerto de Kossir, en el mar Rojo, o tal vez hacia los yacimientos de turquesa del Sinaí. Soñaban con el oro, con minas secretas o inexploradas, con aquella carne de los dioses que el templo reservaba a las divinidades y a los faraones. Mil veces se habían tramado intrigas para apoderarse de él, y en todas las ocasiones habían fracasado gracias a la omnipresencia de un cuerpo de policía especializado, «los de la vista penetrante». Acompañados por temibles e infatigables perros, rudos, sin piedad alguna, conocían la menor pista, el más pequeño ued, se orientaban sin trabajo en un mundo hostil, donde un profano no sobreviviría por largo tiempo. Cazadores de hombres y animales, mataban íbices, cabras montesas y gacelas, y capturaban a los fugitivos que escapaban de la prisión. Sus presas favoritas eran los beduinos que intentaban atacar las caravanas y desvalijar a los viajeros; numerosos, bien entrenados, «los de la vista penetrante» no les daban la ocasión de tener éxito en sus cobardes empresas. Si por desgracia un grupo de beduinos más astutos conseguía sus fines, los policías del desierto se pasaban la consigna: alcanzarlos y exterminarlos. Desde hacía muchos años, ningún ladrón había podido presumir de sus hazañas. La vigilancia de los mineros era estrecha; los ladrones no tenían posibilidad alguna de robar una cantidad importante de metal precioso.

Mientras se dirigía hacia el soberbio templo de Coptos, donde se conservaban antiquísimos planos que revelaban el emplazamiento de las riquezas minerales de Egipto, Pazair se cruzó con un grupo de policías que empujaban a un grupo de prisioneros maltratados por los perros.

El decano del porche se sentía impaciente e incómodo. Impaciente por progresar y saber si Coptos le proporcionaría revelaciones inesperadas; incómodo porque temía que el superior del templo estuviera conchabado con los conjurados.

Antes de emprender cualquier acción, tenía que confirmar o despejar esta duda.

La vigorosa recomendación del sumo sacerdote de Karnak fue muy eficaz. Tras leer el documento, todas las puertas fueron abriéndose, y el superior lo recibió de inmediato.

Era un hombre de edad, corpulento y seguro de sí mismo; la dignidad del sacerdote no había borrado un pasado de hombre de acción.

—¡Cuántos honores y atenciones! —ironizó con un tono de voz tan grave que hacía temblar a sus subordinados—. Un decano del porche autorizado a registrar mi modesto templo, es una muestra de estima que no esperaba. ¿Está dispuesta a invadir el lugar vuestra cohorte de policías?

—He venido solo.

El superior de Coptos frunció su enmarañado entrecejo.

—No entiendo vuestra gestión.

—Deseo vuestra ayuda.

—Aquí, como en cualquier parte, se habló mucho del proceso que intentasteis contra el general Asher.

—¿En qué términos?

—El general tiene más partidarios que adversarios.

—¿Y en qué bando estáis vos?

—¡Es un forajido!

Pazair disimuló su alivio. Si el superior no mentía, el horizonte se aclaraba.

—¿Qué le reprocháis?

—Soy un antiguo minero y pertenecía a la policía del desierto. Desde hace un año, Asher intenta apoderarse de «los de la vista penetrante». ¡Mientras yo esté vivo, no lo logrará!

La cólera del superior no era fingida.

—Sólo vos podéis informarme sobre el extraño recorrido de una gran cantidad de hierro celeste encontrado en Menfis, en el laboratorio de un químico llamado Chechi. Naturalmente, ignoraba la presencia del precioso metal y afirma haber sido víctima de una jugarreta. Sin embargo, intenta fabricar armas irrompibles, por cuenta del general Asher sin duda. Por lo tanto, Chechi necesita este hierro excepcional.

—El que os lo ha contado se burló de vos.

—¿Por qué?

—¡Porque el hierro celeste no es irrompible! Procede de los meteoritos.

—No es irrompible…

—Corrió la fábula, pero es sólo una fábula.

—¿Se conoce el emplazamiento de estos meteoritos?

—Pueden caer en cualquier parte, pero dispongo de un mapa. Sólo una expedición oficial, bajo el control de la policía del desierto, está habilitada para tomar el hierro celeste y transportarlo a Coptos.

—Se apoderaron de un bloque entero.

—No es sorprendente. Una pandilla de bandoleros dio con un meteorito cuyo emplazamiento no está registrado.

—¿Está utilizándolo Asher?

—¿Para qué? Sabe que el hierro celeste está reservado a usos rituales. Haciendo que se fabriquen armas con este metal, se expondría a graves problemas. En cambio, venderlo al extranjero, sobre todo a los hititas, que lo aprecian mucho, le proporcionaría nuevos subsidios.

Vender, especular, negociar… Esas no eran las especialidades de Asher, sino las del transportista Denes, tan ávido de bienes materiales. De paso, Chechi cobraría su comisión. Pazair se había equivocado. El químico sólo desempeñaba el papel de almacenero al servicio de Denes. Sin embargo, el general Asher deseaba hacerse con la policía del desierto.

—¿Se ha cometido algún robo en vuestras reservas de metales preciosos?

—Me vigila un ejército de policías, sacerdotes y escribas, y yo los vigilo a ellos, nos observamos unos a otros. ¿Habéis sospechado de mí?

—Sí, lo confieso.

—Aprecio vuestra franqueza. Quedaos aquí unos días y comprenderéis por qué es imposible cualquier rapiña.

Pazair decidió conceder su confianza al superior.

—Entre las riquezas acumuladas por un traficante de amuletos, descubrí un escarabajo de oro de grandes proporciones. El oro procedía de la isla de Coptos.

El antiguo minero se desconcertó.

—¿Quién lo dice?

—Los orfebres de Karnak.

—Entonces es cierto.

—Supongo que semejante pieza constará en vuestros archivos.

—¿Cómo se llama el propietario?

—Martillearon la inscripción.

—Enojoso. Desde hace mucho tiempo, cada una de las parcelas de oro procedente de las minas ha sido catalogada, encontraréis su rastro en los archivos. Se indica su destino, el nombre del templo, del faraón, del orfebre. Sin nombres, no conseguiréis nada.

—¿Hay trabajo artesano en la propia mina?

—A veces. Algunos orfebres moldearon ciertos objetos en los lugares de extracción. El templo os pertenece; registradlo de arriba abajo.

—No será necesario.

—Os deseo buena suerte. Liberad a Egipto del tal general Asher, trae mala suerte.

Pazair había adquirido la convicción de que el superior de Coptos era inocente. Sin duda tendría que renunciar a saber la procedencia del hierro celeste, objeto de un nuevo negocio subterráneo de Denes, cuyas capacidades en la materia parecían inagotables. Pero parecía que algunos mineros, orfebres o policías del desierto robaban piedras o metales preciosos, por cuenta de Denes, o por la de Asher o, tal vez, por la de ambos. ¿No estarían amasando, aliados, una inmensa fortuna para pasar a una ofensiva cuya naturaleza real el juez no conseguía determinar todavía?

Si demostraba que el general asesino encabezaba una pandilla de ladrones de oro, Asher no escaparía a la más severa condena. ¿Cómo conseguirlo sino mezclándose con los buscadores? Hallar un hombre lo bastante temerario sería difícil, imposible incluso. La empresa se anunciaba muy peligrosa. Sólo se la había propuesto a Suti para provocarlo. La única solución consistía en comprometerse él mismo, tras haber convencido a Neferet de lo razonable de su gestión.

Los ladridos de
Bravo
le alegraron el corazón. Su perro se lanzó a una loca carrera y se detuvo, jadeante, a los pies de su amo, al que llenó de caricias. Conociendo el carácter sombrío de su asno, Pazair fue a demostrarle en seguida su afecto. La feliz mirada de
Viento del Norte
lo recompensó.

Cuando estrechó a Neferet en sus brazos, el juez la notó preocupada y cansada.

—Es grave —dijo—. Suti se ha refugiado en nuestra casa. Está encerrado en una habitación desde hace una semana y se niega a salir.

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