El laberinto de la muerte (47 page)

Read El laberinto de la muerte Online

Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

BOOK: El laberinto de la muerte
6.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Adelia se había despertado del todo. A modo de retribución, de recompensa por su esfuerzo, el rey le estaba contando algo sobre sus mujeres, incluida Rosamunda, sin mencionarla.

—Monté una pastelería para ella y fue muy bien, aunque Ykenai engordó como nunca. Hablamos mucho sobre pasteles, tiene mucha habilidad para la pastelería.

Mujeres grandes, mullidas como colchones. Mujeres que hablaban de cosas simples, que no lo juzgaban. Como Rosamunda. Mujeres que tenían en común con Leonor tanto como la tiza con el queso. Probablemente él las había amado a todas.

Esposa y amante, ambas traicioneras. Tal vez Rosamunda había sido ambiciosa, quizás el astuto abad había despertado en ella la codicia; en cualquier caso, el resultado era el mismo: había estado a punto de desencadenar una guerra. La única mujer en la cual ese hombre, ese emperador, podía refugiarse, vivía en una pastelería londinense, donde al menos le había dado un hijo leal.

Desde la ventana se oyó la voz cruel de Enrique.

—Cuando el obispo de Saint Albans estuvo con vos, ¿os habló de su juramento? —El rey, al parecer, quería herir a otra persona que también había sido traicionada.

—Sí.

—Hizo su promesa frente a mí, con la mano sobre la Biblia: «Juro por ti, Señor, y por todos los santos del Cielo, que si la protegéis y la mantenéis a salvo, me abstendré de ella».

—Lo sé.

—Bien.

Por primera vez, después de muchos días, Adelia oyó el canto de los pájaros, como diminutos corazones congelados que se fundían y revivían.

Enrique tendió su mano y le arrebató el queso, lo aplastó y esparció las migas en el alféizar. De inmediato, un petirrojo bajó a picotearlas, rozando con sus alas las manos del rey antes de remontar el vuelo otra vez.

—La primavera regresa a Inglaterra —dijo el monarca—. No me vencerán, por Cristo, no lo harán.

«Os han vencido. Vuestros hombres no vendrán. Todos os traicionan», pensó Adelia.

Enrique había levantado la cabeza.

—¿Lo oís?

—No.

—Yo sí. Han llegado —dijo, y desenvainó la espada—. Bajemos a luchar contra esos cabrones.

Sus hombres no estaban allí. Había oído el canto de los pájaros. Ellos dos permanecerían allí para siempre y se pudrirían junto con Rosamunda.

Adelia se acercó a la ventana. Hombres alarmados salían de la cocina, iban de un lado a otro, desorientados por la niebla, regresaban para buscar sus armas. Oyó que Schwyz gritaba:

—Hacia el otro lado, el ruido viene de la parte trasera.

Con pasos indecisos, el abad de Eynsham se dirigió a la entrada del laberinto y luego se alejó.

—Han llegado —dijo Adelia, emocionada. La daga que Enrique había utilizado para liberarla de la cuerda se hallaba sobre el escritorio. La tomó con incontenible alegría. Quería pelear, pero no podía—. Majestad, estamos encerrados.

El rey, de puntillas, tanteaba el dosel del cual pendían las cortinas de la cama de Rosamunda. Su mano encontró una llave, y la agitó frente a Adelia.

—Nunca entréis en una cueva que solo tiene una salida.

Abrieron la puerta y bajaron la escalera. Enrique iba delante. Dos tramos más abajo, se encontraron con uno de los hombres de Schwyz, que subía empuñando su espada. Adelia nunca sabría si lo hacía para buscarla o trataba de encontrar un lugar donde ocultarse. El mercenario abrió desmesuradamente los ojos al ver al rey.

—Vais en la dirección equivocada —dijo Enrique y le dio un golpe en la boca. El hombre cayó. El rey arremetió contra él otra vez, lo levantó con la punta de la espada y lo arrojó a la curva de la escalera. Mientras bajaban, siguió lanzándolo de un tramo a otro de escalones, y aunque el hombre era corpulento, murió mucho antes de que llegaran al salón de la planta baja.

Fuera la atmósfera era caótica, se oían gritos y espadas que chocaban entre sí. La niebla era más densa, no era sencillo distinguir quiénes peleaban.

El rey desapareció. Adelia lo oyó aullar, eufórico:
¡Dieu et Plantagenet!
, al descubrir a un enemigo. Ella se sintió rodeada de guerreros fantasmas, invisibles. Empuñó la daga y comenzó a caminar hacia el lugar donde había visto al abad de Eynsham por última vez. Un asesino había escapado, no se perdonaría si otro burlaba a la justicia. Y el abad lo haría si tuviera esa posibilidad. No era un hombre valiente, solo mataba por medio de otros. Dos figuras corpulentas surgieron a su izquierda. Sus espadas echaban chispas mientras luchaban. Adelia dio un salto para apartarse de ellos y sus siluetas se desvanecieron en el acto.

Pensó que, si lo llamaba, él acudiría. Aún era una pieza valiosa para una negociación, podía utilizarla como escudo. Por otra parte, ella tenía un cuchillo, podía amenazarlo para que no se moviera.

—Abad —lo llamó, con voz aguda.

Le respondió una voz aún más aguda, sorprendida, cuya creciente angustia la transformó en un falsete bestial, en aullidos que atravesaban la niebla, contrarrestaban todos los ruidos de la batalla y los silenciaban. Algo que se impuso a cualquier otro sonido.

Llegaba desde el laberinto. Adelia comenzó a correr hacia allí. Resbaló en la nieve derretida, cayó, se levantó y siguió dando tumbos. No importaba de quién se trataba, necesitaba ayuda, era intolerable oírlo.

Alguien pasó a su lado, no vio quién era.

Un muro de arbustos surgió frente a ella. Guiándose furiosamente con las manos, fue hacia la entrada del laberinto, hacia el lugar de donde provenían los gritos. El sonido se debilitó. Se oyeron palabras, una oración, tal vez una súplica. Por fin descubrió la entrada.

Extrañamente, era más sencillo ver dentro del túnel que fuera, era solo un lugar sombrío. Posiblemente porque los túneles eran lo suficientemente desconcertantes por sí mismos, en sus recovecos la niebla seguía ciertas normas. Los pasajes en los cercos aún estaban abiertos y permitían atravesar directamente el túnel.

El abad había recorrido un largo trayecto, casi hasta la salida que conducía a la colina. El sonido fue amortiguándose hasta convertirse en un murmullo similar al de una persona que protesta. Mientras Adelia avanzaba, cesó por completo.

Como consecuencia del último espasmo, la espalda del abad se había arqueado y, simultáneamente, su vientre se había combado. Tenía la boca abierta, con las comisuras estiradas, como si hubiera muerto lanzando una carcajada.

Adelia caminó en torno a la trampa y se colocó frente a él. Schwyz tanteaba la masa informe de la ingle, en la cual se habían clavado los dientes del artefacto.

—Tranquilo, Rob, no es nada —le decía Schwyz. De pronto, miró a Adelia—. Necesito vuestra ayuda.

Era inútil. El abad había muerto. Se necesitarían dos hombres para abrir la trampa. Solo un odio tan potente como el fuego del Infierno había dotado a Dakers de la fuerza requerida para separar los puntales de modo tal que las gigantescas mandíbulas metálicas quedaran tendidas en la tierra, esperando para aprisionar al hombre que había envenenado a Rosamunda.

El ama de llaves se había sentado a unos pasos de distancia para verlo morir. Y había muerto junto con él, sonriendo.

• • •

Aún quedaban muchas cosas por resolver.

Adelia no quería regresar a la torre, de modo que llevaron a los heridos hasta el embarcadero, donde ella los esperaba. No eran muchos y ninguno estaba malherido. La mayoría solo necesitó unos puntos de sutura, para lo cual ella utilizó el costurero del rey.

Todos eran hombres de Plantagenet. Enrique no había hecho prisioneros.

No preguntó qué suerte había corrido Schwyz, no le importaba demasiado. Probablemente tampoco a él.

En una de las barcas que habían remontado el río desde Godstow se encontraba el ataúd de Rosamunda. El obispo de Saint Albans había llegado a bordo de otra embarcación. Había acompañado al joven Geoffrey en el asalto a la abadía y, a juzgar por su aspecto, estaba extenuado. Al ver a Adelia mantuvo la distancia, aunque dio gracias a su Dios por haberla rescatado sana y salva. Godstow había sido liberado sin bajas en el bando leal a Enrique. Solo Wolvercote había opuesto alguna resistencia, pero ya era prisionero de los hombres del rey.

—Allie está a salvo, y se encuentra bien —dijo Rowley—. También Gyltha y Mansur. Nos saludaron desde la ventana de la residencia de huéspedes.

Adelia no necesitaba saber más que eso. O mejor dicho, sí…, una cosa.

—El abogado Warin —dijo—, ¿lo encontraron?

—¿Ese llorón? Trató de escapar por el muro trasero, de modo que le pusimos grilletes.

—Bien.

El Támesis se descongelaba con rapidez. Las desaliñadas placas de hielo que flotaban río abajo y chocaban contra el embarcadero eran cada vez más pequeñas. Adelia las observó. Cada una de ellas transportaba su propia nube de niebla densa en medio de la bruma. Aún hacía mucho frío.

—Vamos a la torre —dijo Rowley—. Debéis abrigaros.

—No.

Él la cubrió con su capa, sin tocarla.

—Leonor escapó —dijo—. Algunos hombres están recorriendo el bosque para encontrarla.

Adelia asintió. Ambas cosas le resultaban indiferentes.

Él se movió.

—Será mejor que me reúna con Enrique. Me necesitará para bendecir a los muertos.

—Sí.

Rowley se alejó caminando hacia la torre y su rey.

Otro ataúd, hecho con trozos de madera rescatados de la pira, llegó hasta el embarcadero. Dakers acompañaría a su ama a la tumba.

El resto de los muertos fueron colocados en la explanada, donde permanecerían hasta que el suelo se ablandara lo suficiente para cavar una fosa común.

Enrique llegó hasta la embarcación. A gritos exigió a sus hombres que se apresuraran a cargar, y amenazó a los remeros diciendo que, si no se dejaban los pulmones para llegar rápidamente a Godstow, les cortaría los testículos. Tenía prisa, quería pasar por allí y seguir luego hasta Oxford. El rey ayudó a Adelia a subir a la barca y le dijo que el obispo de Saint Albans permanecería en Wormhold para ocuparse de los funerales.

Aun cuando Adelia hubiera mirado hacia atrás, la espesa niebla no le habría permitido echar un último vistazo a la torre. De todos modos, no lo hizo.

Enrique Plantagenet no entró en la cabina, preocupado como estaba por guiar a los remeros para que evitaran los bajíos. De tanto en tanto apuntaba algo en su pizarra y observaba las condiciones del clima.

—Pronto soplará la brisa.

El rey tampoco permitió que Adelia entrara en la cabina. Dijo que necesitaba aire fresco y le indicó que tomara asiento en un banco de la popa. Al cabo de un rato, fue hacia ella.

—¿Os sentís mejor?

—Regresaré a Salerno.

Enrique suspiró.

—Ya hemos conversado sobre el asunto.

En efecto, lo habían hecho la última vez que Adelia había trabajado para él.

—No os pertenezco, soy una súbdita del rey de Sicilia.

—Sí, pero esto es Inglaterra y aquí yo digo quién viene o se va —replicó el rey. Ella permaneció en silencio y Enrique comenzó a persuadirla con astucia—. Os necesito. Y ahora no os sentiríais a gusto en Salerno, después de conocer Inglaterra. Hace demasiado calor, os secaríais como un melocotón.

Adelia apretó los labios y giró la cabeza.

«Maldición, no debo reírme», pensó.

—¿No es así? ¿Eh?

Ella no pudo evitar hacer una pregunta.

—¿Sabíais que Dakers utilizaría la trampa para matar al abad de Eynsham?

El rey la miró asombrado, ofendido. Si no hubiera tenido necesidad de obtener su apoyo, se habría enfadado.

—¿Cómo podía saber qué demonios arrastraba esa mujer en medio de esa condenada niebla?

Adelia nunca podría descubrirlo. Durante el resto de su vida imaginaría la escena en la cual Enrique y Dakers, sentados en el cuarto de baño secreto, planeaban la muerte del abad. «Morirá, pero no seré yo quien lo mate», había dicho. Y no se había equivocado.

—Las trampas son repugnantes. Nunca las uso —dijo Enrique—. Salvo para los cazadores furtivos de ciervos —agregó, e hizo una pausa—. Que se lo merecen. Y solo uso con ellos trampas que llegan a las piernas…

Ella nunca lo sabría.

—Regresaré a Salerno —dijo otra vez, con claridad.

Más allá de su juramento, la marcha le causaría a Rowley un profundo dolor.

También a ella, pero se marcharía de todos modos.

—Os quedaréis —gritó el rey, con ímpetu. El remero que ocupaba el lugar más próximo a él giró la cabeza al oírlo—. Ya he tenido suficientes rebeliones.

Él era el rey. La ruta a Salerno atravesaba extensos territorios que nadie podía recorrer sin su autorización.

—¿Es por su juramento, verdad? —preguntó, tratando de engatusarla otra vez—. Yo no lo habría hecho, pero no debo observar la castidad, gracias a Dios y a todos los santos. Veremos qué se puede hacer al respecto. Nadie admira a Dios tanto como yo, pero Él no es bueno en la cama.

El viaje fue rápido. El caudal del Támesis crecía a causa del deshielo y la barca se movía velozmente. Enrique pasó el resto del tiempo haciendo anotaciones en su pizarra. Adelia tomó asiento y miró el horizonte, dado que no había otra cosa que ver.

Pero el rey tenía razón. Mientras se acercaban a Godstow, se levantó una leve brisa. El puente era apenas visible. Aparentemente, algo sucedía allí. El tramo central estaba vacío, pero en cada extremo se distinguían sendos grupos de gente que se arremolinaban para mirar una silueta inmóvil.

Cuando la barca pasó por la aldea, fue posible distinguir con claridad qué hacía la muchedumbre agrupada en ese extremo del puente: celebraba una ejecución. En el centro sobresalía la alta figura de Wolvercote, con un lazo alrededor del cuello. Un hombre amarraba el otro extremo de la cuerda a uno de los pilares. Junto a él se veía la figura mucho más diminuta del padre Egbert, que susurraba una oración.

Desde el lugar más lejano de la abadía una joven observaba la escena. La muchedumbre contenía sus emociones, pero la señora Bloat —Adelia reconoció su silueta de matrona— agarraba la mano de su hija en actitud de súplica. Emma no le prestaba atención. Sus ojos no se apartaban de la escena que se desarrollaba al otro lado del puente.

Al ver la barca, un joven se inclinó sobre el parapeto.

—Saludos, Majestad. Doy gracias a Dios por haberos protegido —dijo con voz clara y alegre. Y sonriendo, añadió—: Sabía que lo haría.

Los remeros hicieron girar las palas en sentido contrario a la corriente. De ese modo el bote pudo permanecer en el mismo lugar para que el rey y su hijo siguieran conversando. Wolvercote miraba el cielo. El sol asomaba. Una garza surgió entre los arbustos y, aleteando torpemente, voló río abajo.

Other books

Haunted London by Underwood, Peter
Hearths of Fire by Kennedy Layne
Safe from Harm (9781101619629) by Evans, Stephanie Jaye
Little Red Hood by Angela Black
Fix You by Mari Carr
Pigeon Feathers by John Updike
Layers Crossed by Lacey Silks
Secondhand Bride by Linda Lael Miller
Los relámpagos de Agosto by Jorge Ibargüengoitia