El laberinto de las aceitunas (16 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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—Vigila el café.

Me puse a vigilar la cafetera mientras ella se metía en el cuarto de baño. Cuando salió el café apagué el gas y busqué en los armaritos metálicos taza, plato y cuchara. Agregué al café una buena dosis de sal, pimienta, mostaza y un jarabe expectorante que prometía el alivio inmediato de las afecciones bronquiales. Revolví a conciencia la mezcla y, para mayor seguridad, probé un sorbo. De poco me desmayo. Satisfecho de mi receta acudí junto a María Pandora. La Emilia trajo toallas y una botella de agua de colonia. Le dije que incorporase a la periodista y le fui dando a ésta cucharaditas de brebaje y cerrándole los labios y la nariz para obligarle a ingerir lo que le metía en la boca. Cuando me hube aburrido de esta lenta y en apariencia ineficaz operación, le apreté los carrillos y le metí por el morrito el resto del café enriquecido. Luego la dejamos reposar y nos pusimos a observarla, aguardando a que el antídoto surtiera su efecto benéfico o acabara de mandarla al otro mundo con piadosa celeridad. No se hizo larga la espera, porque sabido es que la naturaleza confiere a los humanos un buen gusto innato en materia alimenticia, aunque no siempre los medios necesarios para satisfacerlo, y así acaeció que el estómago de la periodista se sublevó y la liberó, por muy grosero procedimiento, de las morbíficas sustancias que en él se alojaban. Visto lo cual dije yo:

—Lo peor ya ha pasado. Ahora sí que me voy.

Sin hacerme caso, la Emilia restañó el sudor que perlaba la frente de su amiga y dijo:

—Ayúdame a desvestirla. Tiene la ropa empapada.

Eso hicimos, dejando al descubierto un cuerpo para cuya contemplación ni los zarrapastrosos hábitos que lo cubrían ni la vorágine precedente me habían preparado. Advirtiendo mi reacción, me preguntó la Emilia que qué me pasaba en tono más reprensivo que curioso, a lo que retruqué que nada, aun sabiendo que el ir en calzoncillos restaba toda credibilidad a mis protestas. Afortunadamente, eligió ese instante María Pandora para prorrumpir en gemidos lastimeros y nuestra atención hubo por fuerza de concentrarse en ella. La tapamos con el edredón para que no se nos acatarrase y dedicamos unos minutos a celebrar consulta. Yo seguía siendo partidario de ponerla en manos de un facultativo, pero a la Emilia esta idea no acababa de hacerla feliz.

—No sabemos —dijo— lo que hay detrás de todo esto, pero no me extrañaría que María se hubiera metido en un buen follón. Vamos a esperar a que recobre la conciencia y nos ponga en antecedentes y luego decidiremos.

Tomé el pulso a la enferma y comprobé que éste era regular.

—Creo que el peligro inmediato ha pasado —concedí—, pero su estado sigue siendo grave. Alguien tiene que verla. Asimismo te recuerdo que la policía está a punto de hacer su entrada y que, aunque vienen a por mí, no dejará de chocarles encontrar una agonizante en este piso tan poco presentable.

—No te falta razón —dijo la Emilia—. Y no veo otra salida que volver a casa de don Plutarquete.

—Por el amor de Dios, Emilia —no pude por menos de exclamar—, no podemos seguir involucrando a ese pobre anciano en nuestros asuntos.

—Vaya, hombre —repuso ella—, te pasas la vida metiendo en líos al prójimo y ahora me sales con remilgos. Mira cómo han dejado mi casa y mira lo que le ha pasado a María Pandora; y eso por no recordar al camarero manco de Madrid, al pobre Toribio y a todos los que no conozco pero que me huelo deben de ser legión. Venga, venga, deja de hacerte el santo y coge a María por los brazos, que yo la cogeré por las piernas.

Poco me habría costado demostrarle lo ilógico de sus argumentos y menos aún lo injusto de sus acusaciones, pero preferí dejar la polémica para mejor ocasión y obedecer sus directrices. ¿Sería, mascullé para mis adentros, que me estaba haciendo viejo?

Capítulo 13:
¿Quién no oculta un pasado?
¿Quién no un secreto?

La criminalidad, que de unos años a esta parte se ha enseñoreado de nuestras urbes tanta congoja sembrando, debía de tener muy atareada a la policía esa noche en concreto, porque no fuimos sorprendidos, como yo temía que ocurriera, mientras bajábamos el delatante fardo en el ascensor, hacíamos con él en volandas la travesía del zaguán y la calle y nos colábamos a la chita callando en el portal de la casa de don Plutarquete, a cuya puerta tocamos con sigilo y pertinacia.

—No se inquiete usted —me apresuré a decir cuando por fin abrió el erudito y vi el estupor entoldar su noble faz—: el traje que me prestó está impoluto y entero en el buzón. También traemos a una chica medio muerta, nos persigue una banda de asesinos y la policía me viene pisando los talones, pero no tiene usted por qué preocuparse. Sírvase dejarnos pasar y atranque puertas y ventanas.

Repuesto de la mala impresión que hubiéramos podido causarle, tranquilizado por mi serena perorata y no poco contento de verse de nuevo en presencia de la Emilia, se hizo a un lado el anciano historiador y apenas hubimos entrado manipuló un cerrojo de alta seguridad que transformó su hogar en un arca sellada.

—Síganme al dormitorio —dijo con voz queda—. Voy a alisar un poco las sábanas y colocaremos allí a este desdichado.

—Es una chica, don Plutarquete —dije yo.

—¡Qué desgracia más grande, con lo que a mí me gustan las chicas! —exclamó enternecido—. ¿Amiga de la señorita Trash, por un casual?

—Íntima amiga —resopló la interpelada—. Se llama María Pandora y es periodista.

Tendimos sobre la cama del vetusto profesor a María Pandora, que aún venía envuelta en el edredón, y le destapamos la cabeza para que respirara más a sus anchas. Don Plutarquete echó una ojeada a las facciones lívidas de la periodista, pronunció una ahogada interjección y se desmayó.

—Lo que nos faltaba —dije yo.

—¿Qué le habrá pasado? —se preguntó la Emilia.

—No tengo la menor idea —respondí—. Ya nos lo contará él cuando se reanime. Lo importante ahora es no perder el norte. Estoy persuadido de que tienes algún amigo médico. Llámale, dile que venga sin demora y encarécele la máxima discreción. Yo, entretanto, veré de hacer reaccionar a este cascajo pusilánime.

Dejé a la Emilia repasando su libreta de direcciones y arrastré a don Plutarquete hasta la cocina, donde le rocié el cráneo con agua hasta que pasó del sueño a la vigilia y pudo incorporarse, secarse la cara con un trapo lleno de manchas de tomate y llegar tambaleándose al silloncito donde la noche anterior había dormido la Emilia. La cual se unió a nosotros para comunicarnos que María Pandora dormía plácidamente y que su amigo médico había prometido acudir a la carrera provisto del instrumental pertinente y la ciencia necesaria para usarlo con buen fin.

—Esto —dijo don Plutarquete— me tranquiliza sobremanera. Y ya que todo está en orden y no nos queda sino aguardar la llegada del abnegado doctor, permítanme que les presente mis más sinceras excusas. En lugar de prestarles ayuda, como debía, no he hecho sino aumentar sus cuitas con mi desvanecimiento. Mi conducta, sin embargo, tiene una explicación, que con gusto y aun a riesgo de aburrirles les voy a dar. Tengan la bondad de tomar asiento.

Arrimamos sendas sillas a la butaca donde se arrellanaba el anciano y pusimos cara de atención. Cerró don Plutarquete los ojos, unió las yemas de los dedos, respiró profundamente varias veces, echó hacia atrás la cabeza y nos refirió lo que sigue.

—Hace poco más de veinte años conseguí en un instituto de enseñanza media de una ciudad de provincias cuyo nombre ocultaré, piadoso, una adjuntía interina en la cátedra de historia universal. Nunca había salido antes de Barcelona, siendo como soy timorato y poltrón, y aunque distaba de ser a la sazón un mozalbete, aquel cambio espectacular de circunstancias me tenía en un estado de excitación rayano en la demencia. Sea por esta causa, sea porque así estaba escrito en el libro de la vida, vine a conocer por esa época a una mujer mucho más joven que yo, de la que me enamoré como sólo se enamoran los niños, los viejos y algunos adolescentes mal informados. Se aproximaba la fecha de mi partida y comprendí que si no quería perder para siempre al objeto de mis delirios no me cabía otra alternativa que proponerla en matrimonio. Así lo hice, no sin rodeos, y ella, por razones que nunca he conseguido entender, me dio el sí.

No debo de ser, como a veces mi conducta podría hacer pensar, un romántico impenitente, porque las aventuras sentimentales del viejo erudito, lejos de suscitar mi interés, me produjeron un sopor tan invencible que, recostando la nuca contra el respaldo de la silla, me quedé profundamente dormido. Cuando desperté sobresaltado comprendí que me había perdido una parte sustancial del relato, ya que el atropellado narrador tenía los ojos arrasados en lágrimas y decía con vivo sentimiento:

—Clotildita en provincias se mustiaba. Tengo, en efecto, sobrada conciencia de no ser persona de verba amena, como aquí el amigo acaba de demostrar con sus ronquidos. Tampoco el lugar donde nos encontrábamos ofrecía a una mujer fogosa y ávida de novedades otros alicientes que la feria anual de ganado porcino y algún que otro tedeum oficiado con más unción que brío. Y huelga decir que mis condiciones físicas no eran tales que pudiera la pobre pasarse los días embelesada en el recuerdo de las noches que los habían precedido. En vano traté de interesarla en mis estudios, que a la sazón versaban sobre las fluctuaciones del precio de la cebada en el siglo XVI. No acumularé detalles; básteles saber que nuestro primer año de matrimonio transcurrió con desesperante monotonía. Yo, sin embargo, era feliz…

Aunque detesto la descortesía, hube por fuerza de levantarme a orinar y aproveché la incursión para echarme varias almuerzas de agua al rostro con objeto de soportar despierto el resto de aquella tabarra que amenazaba con monopolizar la noche. A mi regreso la historia había avanzado hasta este punto:

—Mediada la segunda primavera, cuando las lluvias torrenciales habían convertido nuestra casa en un lodazal en el que se daban cita todos los sapos de la zona, el pregonero de la localidad, pues no justificaban los escasos eventos de la villa la edición de un periódico, siquiera mural, anunció la inminente llegada de una compañía teatral que, en gira por provincias y antes de debutar con todos los honores en Fernando Poo, iba a ofrecernos la representación de un melodrama cuyo título he querido y logrado olvidar. Nuestro peculio no nos permitía derroches, pero mi mujer insistió tanto y la melancolía la tenía tan postrada que acabé por acceder a su capricho, pedí un préstamo y saqué las entradas. ¡Nunca lo hiciera! Aún me parece estar viendo la exaltación con que Clotildita limpiaba y remendaba el único vestido de su ajuar que había resistido mal que bien las asperezas del clima y de la tierra. ¿Y cómo describir mi angustia al comprobar, la noche del estreno, que mi esposa, hasta entonces tan recatada, se había lavado el pelo con un champú adquirido por sabe Dios qué medios? Sé que divago: me ceñiré a los hechos. Fuimos al local donde había de representarse la obra, un cobertizo que el municipio había habilitado trasladando interinamente a la casa consistorial el estiércol que habitualmente allí se almacenaba, y dio principio la función y con ella mi desgracia. No recuerdo nada de la pieza, porque nunca hasta ese momento había asistido a ningún espectáculo y no tenía ya edad de aficionarme, de modo que me había llevado un montón de deberes escolares para corregir, ni, por supuesto, de los actores que en aquélla intervenían. Sí recuerdo, en cambio, a un galán harto amanerado y no precisamente veinteañero que parecía tener al sector femenino de la audiencia encandilado, lo que hizo que, mediado el segundo acto, tuviera que abandonar la escena bajo una lluvia de azadones y destrales que los maridos celosos le arrojaban a los gritos de: «¡sarasa, más que sarasa!», «¡baja a la platea si eres hombre!» y otras provocaciones similares, y no volviera a salir más, con serio menoscabo del hilo argumental, pues era el protagonista. Yo, absorto en mis quehaceres, no reparé en el incidente ni tampoco en que mi esposa, pretextando una necesidad inaplazable, abandonaba su asiento y no regresaba. Cuando el telón hubo caído, la sala se hubo vaciado y despuntaba el alba tras los alcores, empecé a temer que algo le hubiera pasado a mi Clotildita. Volví a casa y la hallé desierta, recorrí calles y sembrados, pregunté a cuantos encontré… Todo inútil. A Clotildita se la había tragado la tierra. Había que descartar de entrada la eventualidad de un accidente, del que para entonces me habría llegado ya noticia en una comunidad tan diminuta, e inferir, por doloroso que ello me resultara, que mi adorada esposa había decidido marcharse, por los motivos que fuera, y que no tenía la menor intención de regresar al hogar. Juzguen ustedes mismos mi desesperación.

Y la mía al comprender que aquella paliza no había llegado aún a su fin. Me sentía destemplado: no había comido nada en todo el día, me habían drogado, había tenido que resucitar a una muerta y, para colmo, tenía que soportar en calzoncillos la humedad del amanecer que ya empezaba a anunciarse en la palidez del cielo. Con el rabillo del ojo vi que la Emilia dormía a pierna suelta acurrucada en su silla. Señalé este hecho al profesor para ver si entendía y esbozó, ladino, una sonrisa de complicidad.

—Más vale así —dijo—. Esta historia tiene una faceta escandalosa que quizá no sea apropiada a los oídos de una señorita inocente. Entre hombres podré hablar con más sinceridad.

Se frotó las manos con regocijo, como si se dispusiera a cocinar un plato suculento con los más exóticos ingredientes y prosiguió su relato diciendo así:

—Al finalizar el año académico, como sea que hubieran transcurrido ya tres meses de la desaparición de mi mujer y empezaran a volatilizarse las esperanzas que en su arrepentimiento y ulterior regreso tenía yo puestas, y habiéndome convertido en el hazmerreír de la región, presenté por escrito mi renuncia en el Ministerio de Educación y Ciencia y regresé a Barcelona con el firme propósito de no volver a salir jamás. Pasó el tiempo y la marea imperceptible, pero incesante, de lo cotidiano fue desplazando mi desdicha hasta dejarla anclada en el limbo de la memoria que equidista del dolor y el olvido.

Sin que mediara preaviso se levantó el anciano y se dirigió arrastrando las chancletas hasta su escritorio, abrió un cajón, revolvió los papeles que allí había y regresó a su asiento trayendo en la palma de la mano un sobre amarillo. La Emilia se revolvió en su silla sin llegar a despertarse. El vetusto historiador contempló el sobre y dijo sin levantar los ojos:

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