El laberinto de las aceitunas (7 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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AGENCIA TEATRAL LA PRÓTASIS

CLASES DE DICCIÓN, DECLAMACIÓN

Y CANTO

CURSOS POR CORRESPONDENCIA

La portería estaba cerrada a cal y canto, pero la fachada del inmueble estaba cubierta de relieves y adornos que permitían una escalada relativamente fácil. Inicié el ascenso sin que los escasos viandantes que a la sazón circulaban dieran muestras de extrañeza al ver al hombre-mosca en acción a tan temprana hora. Seguramente pensarían que se trataba de un limpiacristales idiota, de un marido a la caza de pruebas o de cualquier otro personaje marginal que bien poco había de interesar a quienes se veían obligados a pegarse semejante madrugón.

Dicen que quien contempla el mundo desde las alturas ve a sus congéneres cual si fueran hormigas y que esta ilusión óptica hace sentirse omnipotente al que la experimenta, en vez de sentirse, como manda la lógica, horrorizado al descubrir que es el último ser normal en un universo de insectos repulsivos. Bien ajeno, sin embargo, estaba yo a tan gratificadoras y contradictorias sensaciones, cuando conseguí aferrar el borde del balcón de la agencia. Me icé a pulso, salvé la barandilla, expelí un suspiro y restañé el sudor que perlaba mi frente y otras partes menos nobles de mi anatomía. La suciedad que empañaba los cristales no era tanta que no me permitiera comprobar que la agencia estaba vacía y que constaba de una sola pieza bastante espaciosa, amueblada austeramente con dos mesas de despacho, algunas sillas, un banco adosado a la pared y tres archivadores metálicos. Forcé el balcón y entré en el local. Desdeñando las mesas, me aboqué a los archivadores, que contenían, como era de suponer, dossiers de los representados. Su número apenas si pasaba de cincuenta, y las fotos que acompañaban a cada dossier daban una idea harto cabal de su estatura artística. Pasé revista acelerada a sus respectivos historiales: Abdul-al-Cañiz, faquir, cantante de jotas, domicilio actual Hogares Mundet, llamar entre 3 y 5, tardes; Profesor Mariposa, hipnotizador, precios especiales, dejar recados mercería La Esperanza; Tomín el rey de la alegría y el buen humor, temporalmente Departamento Urología Hospital San Pablo; Pulguita y sus cachorros amaestrados, prisión menor, fecha salida 1984; Óscar y Aníbal equilibristas, ahora Óscar equilibrista, Aníbal falleció 1975; Carmen Cueros, humor para adultos, sólo fines de semana, costurera días laborables; Leonor Cabrera, ópera, habla francés, dispuesta a desnudarse precio extra; Monsieur Tonerre, telépata, descuento con merienda, y así hasta llegar al final. Entraba el sol a raudales en la agencia cuando acabé con aquel catálogo de triunfadores sin haber encontrado nada que por el momento me pareciera relevante. Había que apurarse si no quería que me sorprendieran. Empecé a registrar las dos mesas. La primera, situada estratégicamente junto a la puerta, era con toda certeza la de la secretaria, pues los cajones encerraban papel de carta con el membrete de la agencia, sobres, sellos, libretas de taquigrafía, lapiceros mordisqueados y una novela muy manoseada que se titulaba
Esclava del visir.
La otra mesa, que por ser ligeramente más grande y estar colocada cerca del balcón tenía que ser la del jefe, me deparó un hallazgo mucho más provechoso, a saber, un álbum de fotos en cuyas tapas de plástico rojo una etiqueta enunciaba: NUEVOS VALORES, y por cuyas páginas desfilaba una titilante colección de fotos de agraciados jovencitos y suculentas jovencitas. Posaban estas últimas en divanes, alfombras o parterres, cubiertas de translúcidas prendas cuando no de nada, como sorprendidas en el acto de ofrendar sus encantos al daguerrotipo. Los varones vestían sucintos calzoncillos y su actitud, expresión y postura indicaban bien que estaban efectuando un extenuante ejercicio muscular, bien que se hallaban afligidos por un irreductible estreñimiento. Siendo como soy algo simple en materia erótica, me desentendí de la sección masculina y fui a concentrarme en la recua de tetas que me había llovido del cielo. De haber sido un poco más temprano me habría recreado en la suerte y quién sabe si hasta entregado a melancólicas ensoñaciones, pero la hora no permitía esparcimientos, por lo que acabé de pasar las láminas mecánicamente, y había cerrado ya las tapas y dicho adiós a aquel estimulante vergel, cuando esa vocecilla interior que a veces nos advierte y el resto del tiempo nos increpa, zahiere y maldice, me hizo reconsiderar mis actos, abrir de nuevo el álbum y retrotraerme a una de las últimas páginas, en la que una manceba sonreía desde un pajar a quien probablemente acababa de robarle las bragas. Pese al maquillaje y la peluca rojiza que calzaba, no me costó reconocer a la chica de alterne a la que con tantos sinsabores había entregado esa misma mañana el maletín infausto en las calles de Madrid. Al pie de la foto una tira de papel mecanografiado hacía constar: SUZANNA TRASH, Dama de Elche, 12, ático 1ª pedrín, nociones de inglés e italiano, rudimentos de danza, equitación y kárate, cine, teatro, televisión, mimo, 25% comisión.

Me sobresaltó el ruido del ascensor en el rellano. Cerré el álbum, lo metí en el cajón, cerré el cajón, corrí al balcón, lo abrí, salí y cerré en el momento en que se abría la puerta de la agencia. Temblequeando salté la barandilla y me agarré a un cable que discurría por la fachada del edificio. Temí que fuera el cable del pararrayos y escudriñé el cielo en pos de negros nubarrones, pero sólo vi ese manto azul que en las mañanas claras recubre nuestra bienamada ciudad y el mar contiguo. La calle estaba bastante concurrida y no era cosa de llamar la atención, así que me introduje por el balcón del principal en lo que resultó ser una academia de corte y confección. Una señora obesa recortaba patrones en un tablero sustentado por dos caballetes y tres chicas la miraban hacer con evidente hastío. Las cuatro se volvieron hacia el balcón cuando me vieron entrar por tan poco convencional pasaje y la señora obesa esbozó un gesto de alarma.

—Estoy colocando la antena de la tele —me apresuré a decir—. ¿Dónde está la toma?

La señora obesa me indicó un orificio en el zócalo en el que estuve metiendo el dedo hasta que juzgué prudente emprender la retirada.

—Voy por los alicates —dije—. No toquen nada, que se podrían picar.

Bajé como un señor por las escaleras, salí a la calle y me perdí entre la barahúnda.

Capítulo 6:
Demasiada higiene

El autobús rebufó como si le hubieran desinflado todas las ruedas, que eran muchas, al mismo tiempo. El cobrador me despertó con zarandeos y la noticia de que habíamos llegado al final del trayecto. Éramos los únicos ocupantes del vehículo.

—Usted perdone —me disculpé—. He dado una cabezada sin proponérmelo.

—Mucho mendigo es lo que hay —sentenció el cobrador guardándose el mondadientes detrás de la oreja.

Me apeé en una plazoleta arbolada en cuyos bancos de piedra tomaban el sol varios jubilados. Uno de ellos me explicó que para llegar a Dama de Elche tenía que subir un buen trecho por una de las calles sinuosas que partían de la plazuela. Un desayuno, siquiera frugal, me habría caído que ni pintado, pero eran cerca de las doce y, aunque tengo entendido que la gente de teatro no suele levantarse al alba, no quería correr el riesgo de que se me escapara Suzanna Trash. Me lavé la cara en una fuente pública y emprendí la caminata. No recordaba haber estado nunca en aquel barrio que, por su configuración, debía de haber sido otrora un pueblo aledaño a la ciudad. Quedaban en pie algunas casas bajitas y recoletas, pero las más habían sido sustituidas por bloques de viviendas o estaban en proceso de derribo. Por doquier se alzaban cartelones que aconsejaban:

INVIERTA EN EL FUTURO

PISOS DE SÚPER-LUJO

A PRECIOS DE SÚPER-RISA

A medida que iba coronando la cima del promontorio se desplegaban a mis pies otras partes del área metropolitana, que una neblina pardusca iba cubriendo. Resoplando llegué a un desmonte baldío en cuyo centro había una garita que tomé al pronto por un puesto de castañas asadas. Al acercarme a preguntar si estaba tan perdido como me temía, leí en la pared de la garita esta inscripción:

VISITE AHORA NUESTRO PISO MODELO

Un anciano sentado en un taburete y tocado con una boina levantó del suelo una caja al percatarse de mi presencia. La caja estaba abierta por uno de los lados y en su interior se veían figuritas. Al principio creí que me mostraba un pesebre, no obstante lo avanzado de la estación.

—Aquí está el comedor-living —dijo el anciano—, aquí el cuarto del servicio, con su propio aseo. Y mire qué cocina más espaciosa: lavaplatos, lavadora, centrifugadora, horno empotrado. ¿Y armarios? Cuéntelos usted mismo. A su señora… o a su prometida, si aún no se ha consumado el feliz acontecimiento, le encantará la distribución.

Dejó la caja en el suelo y me mostró otra mucho más pequeña y completamente vacía.

—La plaza de parking. Exclusiva. ¿Ha pensado ya en la financiación?

Antes de que pudiera desengañarlo respecto de mis intenciones tuvo un violento acceso de tos y se cubrió la boca con un pañuelo embadurnado de coágulos.

—Silicosis —comentó arrojando un espumarajo dentro de la maqueta—. Mala cosa. No creo que pase de este invierno.

—Yo sólo quería saber —dije aprovechando la pausa— si voy bien para Dama de Elche.

—Siga recto hasta que encuentre un bar. Luego es la segunda a la izquierda. ¿No tendrá un pitillo que me dé? Los médicos me han prohibido fumar, por eso no llevo tabaco encima. Nunca me prohibieron bajar a la mina, pero ahora me han prohibido fumar. ¿Qué le parece?

—No les haga caso —dije por decir algo—; la salud es lo primero.

Sin más contratiempos localicé calle y número, y hallando la puerta de cristal cerrada y no vislumbrando portero, pulsé al azar uno de los timbres que en una extraña panoplia adyacente se alineaban. De un diminuto pero voluntarioso altavoz salió un ronquido ininteligible.

—¿Señorita Trash? —dije yo sin demasiadas esperanzas.

—No es aquí —rugió el improvisado locutor—. Pique al ático.

—¿Y cómo se hace tal cosa, si tiene la bondad?

—El botón de arriba, el de la izquierda.

—Muchas gracias y disculpe las molestias.

Cumplí rigurosamente las instrucciones recibidas y esperé sus buenos dos minutos, transcurridos los cuales se dejó oír un desabrido carrasquear y chascó la cerradura. Empujé la puerta y entré en un zaguán que olía a desinfectante. En ascensor subí al ático. En el rellano no me aguardaba nadie, pero una de las puertas estaba entornada. Aprensivo, toqué con los nudillos y una voz femenina y distante respondió así:

—¡Pasa, estoy en la ducha!

Pasé, convencido de haber entendido mal, y me encontré en un diminuto recibidor. Cerré la puerta a mis espaldas y me quedé sin saber qué hacer. En algún lugar de la casa corría el agua. En previsión de que hubiera algún villano munido de hacha, guadaña o destral tras cualquier mueble, cortina o retranqueo, establecí, no sin pesar y ternura, un orden de prelación entre las distintas partes que me integran y empecé a recorrer la morada llevando siempre por delante el pie izquierdo. De este pusilánime modo me adentré en un saloncito por cuyos ventanales entraba un alegre sol de mediodía. La decoración era sobria, pero agradable al visitante y sin duda confortable al usuario. Al otro extremo del salón había dos puertas. Me asomé a la primera y vi que daba a un dormitorio ocupado en su casi totalidad por una cama muy grande, deshecha. El edredón en el suelo. En la mesilla de noche, colocada a la derecha de la cama, un cenicero repleto de colillas. Todas correspondían a la misma marca de cigarrillos y habían sido reducidas a su presente estado por una sola persona, a juzgar por lo que los filtros indicaban. Volví al saloncito y probé la otra puerta. La misma voz femenina de antes repitió:

—Pasa, hombre, no te quedes ahí.

Obedecí, hallándome de resultas de ello en un cuarto de baño. El vaho que flotaba en el aire me enturbió la visión, aunque no tanto que no percibiera, tras una cortina de plástico semitransparente, un cuerpo de mujer desnudo. Desconcertado ante aquella inesperada muestra de familiaridad, de la que, dicho sea de paso, era objeto por primera vez en mi vida, siendo lo habitual el no alcanzar esta etapa sino con esfuerzos titánicos y un considerable dispendio, opté por reprimir mis naturales impulsos y decir en tono de deferente pregunta:

—¿La señorita Trash?

Al conjuro de estas educadas palabras se descorrió ligeramente la cortina de plástico y, sin que mediara aviso, recibí en los ojos un chorro de champú que me dejó ciego. Retrocedí, tropecé con un utensilio sanitario no identificado y me caí de espaldas. Antes de que pudiera levantarme, una rodilla me aplastó el pecho y una mano mojada me atenazó la garganta. Braceando en las tinieblas conseguí asir un pedazo indiferenciado de carne resbaladiza, pero asaz dura.

—Las manos quietas —me conminó mi atacante—. Te estoy apuntando con un espray de laca. No sé si será tóxica, pero si te rocío la cara te vas a quedar como una estatua para el resto de tus días.

—Me rindo —dije.

—¿Quién eres?

—Un amigo. Y, por favor, no me rompa las costillas y déjeme que me quite el jabón de los ojos, que me escuecen una cosa mala.

—¿A qué has venido?

—A tener un civilizado cambio de impresiones con usted. Me manda don Muscle Power.

—¿Por qué no ha venido él?

Ponderé la conveniencia de inventar una bola y la rechacé.

—Ha muerto —dije—. Lo han matado.

Hubo un largo silencio.

—No puedo demostrar —añadí— que lo que digo es cierto. Pero sopese mis palabras y concluirá en que más le vale creerme. Esta situación no puede prolongarse
ad infinitum
y su vida corre peligro. Piense, por último, que si mis intenciones fueran dañinas no habría llamado por tres veces a la puerta ni habría venido a ponerme tontamente a merced de sus cosméticos.

Cedió la presión y pude respirar a mis anchas. Me levanté y noté que me ponía en la mano una toalla seca que me llevé a los ojos.

—Sal —me ordenó ella— y espera a que me seque.

A tientas di con la puerta, gané el saloncito y me refregué hasta quitarme el champú, que no el escozor, de los órganos visuales. Recién concluida la operación se reunió conmigo Suzanna Trash. Se cubría con un albornoz blanco y se frotaba el pelo con una toalla. Recién salida de la ducha, me costó reconocer en ella a la chica del álbum, que no a la de la cafetería de Madrid. Y es que así suele suceder en la vida, que unas personas salen favorecidas en los retratos y otras todo lo contrario, perteneciendo yo, por desgracia, a esta última categoría: en las múltiples ocasiones en que he tenido que posar de frente y de perfil he salido siempre hocicudo, ceñudo, cenceño y mucho menos simpático de lo que soy al natural. Suzanna Trash, en la vida real, tenía unas facciones tan regulares que parecía carecer de ellas. Aun descalza era tan alta como yo, cuadrada de hombros y un tanto rectilínea, al menos para mi gusto, de formas. Sus gestos eran rápidos, nerviosos y en general innecesarios, y su mirada tenía esa mezcla de movilidad y concentración propia de los boxeadores que aún no han recibido demasiadas tundas. Pero no había llegado yo hasta allí para hacer el inventario de las innegables dotes que a la chica adornaban, sino a tratar de sacar el agua clara del enigmático pozo al que las circunstancias me habían precipitado, por lo que dejé en suspenso mi perspicaz repaso y me aboqué a un hábil interrogatorio que prolongué de esta suerte:

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