El laberinto prohibido (22 page)

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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El laberinto prohibido
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Apagó su cigarrillo en el repleto cenicero de barro que ya no podía contener ni una colilla más, desbordándolo, y juntó las manos bajos su barbilla, entrelazando los dedos en actitud de máxima concentración.

—Así que el Árbol de la Vida… Vaya, vaya… —susurró con un deje de ironía.

El sol se precipitaba por la gran cristalera de su apartamento, disipando las sombras que huían con su simple contacto. Un resplandor anaranjado iba sustituyendo a la suave penumbra ambarina, inundando el salón.

Mojtar El Kadem, somnoliento, todavía en calzoncillos a rayas verticales, se incorporó pesadamente y echó las espesas cortinas que lo protegían del poderoso e insoportable resplandor que se iba adueñando de su morada. Sus ojos, aún legañosos, brillaban con reflejos esmaltados, poseedores de una luz que sólo aparecía en ellos cuando su mente se volvía preclara.

«Sí, claro que sí, decididamente haré una visita a ese judío. Nunca he hablado con uno de esos eruditos en enrevesadas escrituras, más viejas que el mundo», se prometió mentalmente mientras iba derecho al baño a asearse.

Se metió decidido bajo el chorro de agua, a una temperatura que a otros les abrasaría la piel, y permaneció así unos minutos, muy relajado, dejando que el cálido contacto del agua se llevara, al resbalar por su piel, el adherente sudor nocturno que cada día soportaba peor.

Agarró una toalla y, fiel a su estilo, se secó con brusquedad. Más tarde, se la enrolló a la cintura antes de enfrentarse a sí mismo y sus miserias físicas ante el espejo, un día más…

Para él, el monótono «ritual» del aseo era lo más similar a una restauración tras una breve muerte y posterior resurrección. Sabía muy bien cuán importante era mantener una buena imagen ante sus perezosos subordinados. Sólo por esto merecía la pena el esfuerzo de cada día. Incluso había llegado a disfrutar con ello, convirtiéndolo en un «rito sagrado», en una íntima satisfacción. Afuera, ya brillaba un sol pleno. Los tintes rojizos y morados del amanecer habían dejado paso a una luz blanca que, al recibir su intenso calor, hacía crujir las fachadas de las viviendas.

El comisario se introdujo en su automóvil, un viejo pero bien conservado Chevrolet del 78, de color azul, y arrancó tomando dirección a la comisaría de policía del quinto distrito de El Cairo. El motor rugió igual que un león fatigado del desierto, que se queja por seguir vivo, y tras dos o tres quejidos más, un ronroneo de gato sumiso le indicó, un día más, que aún podía llevarle unos cuantos días más, incansable, a su lugar de trabajo.

Complacido con la superada prueba mecánica, Mojtar encendió un cigarrillo y apuró la primera calada con especial intensidad, como si el humo absorbido fuera el aliento de la vida misma.

—Mejor aún, iré ahora —dijo sin darse cuenta en tono tajante, y luego se echó a reír.

Aquella mañana estaba de excelente humor, renacido con todas sus fuerzas para continuar investigando. Además, presentaba su mejor aspecto autoritario. Así, extrajo de su americana el teléfono móvil y marcó en él el número de la comisaría, olvidando que ya lo tenía registrado, mientras con su mano izquierda aferraba el volante haciendo una fuerte presión.

—¿Abbai? Soy el comisario El Kadem. —Le gustaba usar su apellido paterno. Veía que así se daba más a respetar—. Tengo un asunto importante que resolver. No iré hasta la tarde. Ocúpate de los asuntos del día. Ya me informarás más tarde de cualquier novedad. No me pases llamadas al móvil si no son realmente urgentes… ¿Has comprendido bien? —le preguntó con un atisbo de desdén que se le escapó involuntariamente.

Colgó y sonrió satisfecho, como un niño que acababa de hacer novillos y se siente poderoso al haber burlado a su maestro. Torció a la izquierda, tras una furgoneta de reparto con grandes letras rojas que avanzaba lentamente. Los escasos judíos que vivían en El Cairo formaban una pequeña comunidad que cambiaba de ubicación para no ser atacados por islamistas radicales que, a menudo, los convertían en moneda de cambio a causa de las sempiternas desavenencias entre israelíes y palestinos, las cuales habían costado al mundo árabe demasiadas guerras… Las sinagogas, ahora ocultas a los ojos de los gentiles, se erguían como lo hicieran siglos atrás, en los subterráneos de la gran urbe, y se ramificaban bajo sus cimientos como las raíces de un milenario árbol.

Por lo que Mojtar había averiguado, que en realidad era poco, Rijah era un respetado comerciante que nunca había sido molestado por los musulmanes y que, además, tenía fijada su residencia cerca del barrio copto.

Él ya no era un creyente de nada. Más bien se acomodaba a cada situación, pero en su fuero interno admiraba a quien poseía una fe arraigada y sólida. Y eso era precisamente lo que esperaba encontrar en el rabino Rijah. Fue sorteando con soltura el tráfico matinal, que activaba una ciudad que, por otra parte, era cierto que nunca dormía.

Echando la vista atrás y haciendo examen de conciencia, Mojtar El Kadem apenas recordaba unas pocas enseñanzas coránicas aprendidas en su niñez, breve y agitada, que el trabajo cortó antes de tiempo. Siendo hijo único, su padre había muerto en un accidente al desplomarse el andamio en el que trabajaba, y eso sucedió cuando él tan solo contaba con nueve años de edad. Un mundo de juegos infantiles había dado paso a una realidad cruda que se encargó de asesinar su inocencia, devorándolo como un dib hambriento, el chacal del desierto que desgarra con sus afilados colmillos la carne de la presa fresca.

Sus ideas religiosas básicas, las centradas en un Dios omnipresente y justo, se fueron difuminando hasta perderse en el mar del olvido y también el resentimiento. Por eso mismo dejó de ir a la mezquita, de hablar con los imanes, de leer el Corán. Se europeizó todo cuanto pudo, aprendió inglés y, sin dudarlo un solo instante, se metió de lleno en el Cuerpo de Policía en busca de un lugar en el mundo de los vivos, tangible, real…

Por otra parte, aún recordaba amargamente los maltratos de patrones desconsiderados, de compañeros crueles, de… ¿Pero qué importaban ya a estas alturas? Ahora era el respetable comisario El Kadem. Eso era lo único que realmente contaba.

Volvió a la realidad cotidiana.

Ante él se alzaba una casa de pequeñas proporciones, de tejado plano, rodeado de un estrecho pero cuidado jardín en el que crecían espesos rosales. Éstos, incansables, subían por las paredes de adobe de la cerca, tratando materialmente de engullirla.

En las jambas de la puerta, el
Semah
, en hebreo, bordeaba el arco de medio punto que, pintado de blanco, reflejaba la luz como una aureola celestial. A cada lado, una ventana atraía los rayos del sol, filtrándolos a través de níveas cortinas que hacían más soportable la intensa luminosidad del día.

Aparcó junto a la acera que separaba la tapia de adobe de la terrosa carretera y se bajó del coche para, apartando la cancela de madera, penetrar en el corto y ancho sendero de piedra que le conducía a la casa que reinaba en aquel diminuto trozo de paraíso. Un llamador de bronce, con la forma de la estrella de David, tan pulido que parecía de oro puro, era el único medio de llamar la atención del dueño de la casa. No había timbres.

Golpeó con el brillante llamador dos veces la puerta de buen cedro del Líbano, y esperó pacientemente a que algún ruido en el interior le indicara que el experto en arqueología y espeleología hebraica había oído su llamada.

Capítulo 10

La gran losa de piedra

A
vanzamos produciendo un sonido estridente con unas deportivas que resbalaban a veces sobre el lustroso mármol. Fuimos recorriendo repechos, subimos y bajamos al menos en tres ocasiones para ir a dar ante una sobria puerta de madera que se adivinaba gruesa y fuerte. Me acerqué a ella y golpeé siete veces, para después pronunciar el nombre de Jesús en árabe. La puerta, sin hacer ruido alguno, giró sobre sus goznes y franqueó el umbral. En medio de éste aparecieron cuatro figuras menudas y delgadas de piel oscura y pelo negro como el azabache, acaracolado y denso.

—Abul. —En tono afectivo me dirigí en inglés a uno de los chicos, de modales tranquilos, y algo tragaldabas—, veo que te ha tocado a ti hacer la guardia. Vengo con unos amigos… —Noté en él algo de nerviosismo, así que le que comenté enseguida—: Descuida, que son de toda confianza. Llévanos hasta Mehmet, pues hemos de hablar con él.

El muchacho egipcio sonrió y se frotó las manos en su túnica impecablemente blanca, sobre la que lucía un crucifijo de madera que yo sabía le había dado en herencia su abuelo al morir.

—Os está esperando,
sidi
Crael. —Pronunció así mi apellido, ya que se le trababa en la lengua cada vez que intentaba pronunciarlo bien—. Los nuestros os vieron llegar con un árabe a las afueras de la ciudad, y Mehmet supuso que emplearíais este túnel —añadió en actitud reflexiva.

Una luz de inteligencia, mezclada con la alegría de volver a ver a un viejo amigo, afloraba a los ojos de Abul, dándole un brillo de diamante. Era un joven de diecinueve años, vivaracho y listo que había venido huyendo de las estrictas normas de un padre duro, para buscarse la vida en el bullicioso y mundano El Cairo.

Yo había financiado sus estudios en la escuela copta, y también le había prometido llevarle conmigo cuando me fuera posible, siempre que Mehmet, su tutor, me diera el correspondiente consentimiento. Abul no insistía, no presionaba, únicamente miraba de una forma inquisitiva como él sólo sabía, esperando una respuesta cada vez que yo me acercaba por el barrio copto a causa de alguna de mis búsquedas de piezas raras, siempre para algún cliente forrado de millones que no sabía en qué gastar su dinero.

Abul nos condujo a través de un patio protegido por hermosas arcadas —en cuyo centro una fuente expulsaba alegre sus gorgojeantes chorrillos de agua—, hasta una sala en la que por todo mobiliario pudimos observar una mesa de madera maciza de roble y sendas sillas de la misma madera. En una de ellas, sentado con el porte de un antiguo faraón de Egipto, estaba Mehmet, quien se incorporó presto, esgrimiendo una amplia sonrisa y con los brazos abiertos igual que un hermano amado que recibe a otro.

Sus rasgos recordaban los rostros de los antiguos egipcios, de los que decían eran descendientes directos. Ojos ligeramente rasgados, pelo sin rizos, negro, corto y duro, pegado al cráneo, como el de un negroide, y nariz estrecha y larga, de inequívoco origen semita.

En verdad, al verle, no se podía pensar menos que se estaba en presencia de Nectanebo, el último faraón de Egipto antes de su conquista por los persas.

—Hermano Alex…, ¡cuánto tiempo desde la última vez! —exclamó, simulando indignación. Después me abrazó palmeándome la espalda calurosamente—. ¿Qué te trae por aquí? —Continuó hablando con su fluido dominio de la lengua del inmortal Shakespeare—: ¿Quizá otra búsqueda de objetos antiguos? Pero, por favor, preséntame a tus amigos.

Mehmet, siempre impaciente y expresivo, conseguía que me sintiera como en casa. A sus cuarenta y muchos años, era un hombre que ya peinaba canas. Su rostro reflejaba la historia de una vida intensa, dedicada a cuidar del bienestar de otros, olvidando el suyo propio, en una concentración de finas y suaves arrugas que ennoblecían sus facciones angulosas. Todos los que conformaban su entorno apreciaban a Mehmet. Cada uno de ellos le debía algún favor importante, o tal vez la vida misma… Mehmet era completamente consciente de que formaba parte de una minoría perseguida por incomprendida, lo que le obligaba, frecuentemente, a pensar en nuevos métodos de supervivencia que les permitiese subsistir con dignidad.

—Ella es Krastiva Iganov, una periodista de origen ruso que trabaja para una importante revista vienesa.

Mehmet la observó fijamente, recorriendo fugazmente su espléndida figura, y luego le tendió su mano mientras esbozaba una sonrisa de complacencia.

—Es un honor, señorita. —La miró con incredulidad—. ¿Sabía que es usted bellísima…? Considérese en su casa. —Se inclinó levemente ante ella, al mejor estilo de un
gentleman
que viva en la urbe del Támesis.

Ella lo observó de hito en hito, pero sin decir nada. Sólo esbozó su simpática sonrisa.

—Y éste es Klug Isengard. —No lo pude evitar, qué le vamos a hacer, al pronunciar el pronombre personal como restándole importancia, tras ver el impacto que Krastiva le había causado a mi amigo copto—, un renombrado anticuario nacido en Viena. —Hasta ese momento no había pensado en la coincidencia en cuanto a la ciudad de residencia de ellos dos.

—Sea también bienvenido, señor Isengard. —Mehmet le tendió también su mano, ahora con el rostro serio y una singular luz escrutadora en sus ojos, oscuros y vivarachos.

De nuevo noté cómo Klug, que se limitó a asentir con la cabeza, se removía inquieto. Hubiera jurado que observaba a nuestro anfitrión como se mira a alguien en quien se cree reconocer a otro. Pensé que eran aprensiones mías, y tras desechar la idea por parecerme absolutamente absurda, me concentré en lo que nos estaba diciendo Mehmet en esos momentos.

—… y os llevaré atravesando el laberinto de galerías, calles y túneles que comunican nuestras casas hasta un punto seguro desde el que podéis partir sin ser controlados por vuestros posibles perseguidores… Es imposible que alguien os pueda seguir, y pobre de él si lo intenta… —afirmó con una sonrisa burlona—. Os lo puedo garantizar —apostilló, cambiando de semblante.

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