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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Montalbano, #Policial

El ladrón de meriendas

BOOK: El ladrón de meriendas
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El comisario Salvo Montalbano debe investigar el asesinato de un comerciante jubilado, cuya amante, una joven tunecina desaparecida tras el crimen, es objeto de todas las sospechas. Sin embargo, las pesquisas guían a Montalbano hacia el turbio mundo de los servicios secretos y su sucia guerra contra el terrorismo internacional. La razón de Estado se ve sometida a su implacable instinto de justicia, «quijotesco» según uno de los agentes secretos. Al mismo tiempo, la trama nos reserva sorpresas inusitadas, como un Montalbano profundamente conmovido por el destino del hijo de la joven acusada hasta el punto de proponerle matrimonio a su tan paciente como lejana compañera Livia.

Como todas las obras de Camilleri que tanto disfrutan sus cientos de miles de lectores en todo el mundo, El ladrón de meriendas es un irónico pero tierno recorrido por la cara más humana del homo sapiens, con personajes cuyo realismo surge precisamente de la penetrante y compasiva mirada de don Salvo.

El duro universo de la inmigración ilegal, de los barrios populares mediterráneos, de los fríos burócratas al servicio del Estado, o el de la solidaridad femenina aparecen plasmados con pasmosa nitidez en cada una de las escenas de la novela, convirtiéndonos inevitablemente en testigos y cómplices no sólo de la intriga sino también de un entorno que acaba siéndonos sorprendentemente familiar.

Andrea Camilleri

El ladrón de meriendas

(Montalbano-3)

ePUB v1.0

Kytano
07.08.11

Título original: Il Ladro di Merendine

Publicación: 1996

Traducción de: María Antonia Menini Pagès

Uno

Se despertó muy mal: las sábanas, en medio del sudor del sueño, alterado por culpa del kilo y medio de sardinas al horno rellenas con anchoas, cebolla, perejil y pasas que se había zampado la víspera, se le habían enrollado apretadamente alrededor del cuerpo cual si fueran las vendas de una momia. Se levantó, se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y se bebió media botella de agua helada. Mientras lo hacía, miró a través de la ventana abierta. La luz del amanecer presagiaba un buen día, con un mar como una balsa de aceite y un cielo claro y sin nubes. Montalbano, muy sensible a los cambios meteorológicos, se tranquilizó a propósito de su estado de ánimo en las próximas horas. Era todavía muy temprano, por lo que volvió a acostarse cubriéndose la cabeza con la sábana, dispuesto a dormir un par de horitas más. Tal como siempre hacía antes de quedarse dormido, pensó en Livia, en su cama de Boccadasse, Génova: era una presencia benéfica en cada viaje que él emprendía a «The country of sleep», como decía un poema de Dylan Thomas que le había encantado.

El viaje recién iniciado fue interrumpido repentinamente por el timbre del teléfono. Tuvo la sensación de que el sonido le entraba como una barrena por un oído y le salía por el otro, traspasándole el cerebro.

—¿Diga?

—¿Con quién hablo?

—Primero dime quién eres.

—Soy Catarella.

—¿Qué hay?

—Perdone, pero no le había reconocido la voz,
dottori
. Igual estaba durmiendo.

—¡A las cinco de la madrugada, más bien sí! ¿Quieres decirme qué ocurre y dejar de una vez de tocarme los cojones?

—Hay un muerto asesinado en Mazàra del Vallo.

—¿Y a mí qué coño me importa? Yo estoy en Vigàta.

—Pero es que, verá usted,
dottori
, el muerto...

Colgó y desenchufó el aparato. Antes de cerrar los ojos, pensó que, a lo mejor, el que lo estaba buscando era su amigo Valente, el subjefe de policía de Mazàra del Vallo. Lo llamaría más tarde desde su despacho.

La persiana golpeó con fuerza la pared y Montalbano se incorporó bruscamente en la cama con los ojos desorbitados a causa del sobresalto, convencido, en medio de las brumas del sueño que todavía lo envolvían, de que alguien le había pegado un tiro. El tiempo había cambiado en un santiamén, un húmedo y frío viento encrespaba la amarillenta espuma del mar y el cielo estaba enteramente cubierto de nubes que amenazaban lluvia.

Se levantó soltando maldiciones, fue al cuarto de baño, abrió el grifo de la ducha y se enjabonó. De repente, el agua se acabó.

En Vigàta y, por consiguiente, en Marinella, donde él vivía, el agua la daban probablemente cada tres días. Probablemente, pues igual la daban al día siguiente o a la semana siguiente. Por eso él se había curado en salud, mandando instalar en el tejado del chalet unos depósitos de gran capacidad, pero, por lo visto, esta vez hacía por lo menos ocho días que no la daban, para eso servía la autonomía regional. Corrió a la cocina, colocó una olla bajo el grifo para recoger el hilillo que estaba saliendo y lo mismo hizo con el grifo del lavabo. Con la poca agua que recogió, consiguió quitarse el jabón de encima, pero la experiencia no sirvió precisamente para mejorar su estado de ánimo.

Mientras se dirigía en su coche a Vigàta, soltando palabrotas contra todos los automovilistas con quienes se cruzaba y que, a su juicio, debían de utilizar el código de la circulación, por uno y otro lado, para limpiarse el trasero, le acudieron a la mente la llamada de Catarella y la interpretación que él le había dado. El razonamiento no se tenía en pie: si Valente lo hubiera necesitado a las cinco de la madrugada para algo relacionado con el homicidio de Mazàra, lo habría llamado a su casa y no a su despacho. La interpretación se la había inventado por comodidad, para tranquilizar su conciencia y poder dormir un par de horas más.

—¡No hay nadie en absoluto! —le anunció Catarella en cuanto lo vio entrar, levantándose respetuosamente de la silla de la centralita. Montalbano, de acuerdo con Fazio, había decidido dejar a Catarella en la centralita, en la creencia de que, aunque comunicara llamadas telefónicas absurdas e improbables, causaría sin duda menos daños que en cualquier otro puesto.

—¿Qué ocurre, es alguna fiesta?

—No, señor, hoy no es día festivo, pero se han ido todos al puerto por la cuestión del muerto de Mazàra, ese de quien le he hablado esta mañana temprano por teléfono, si recuerda.

—Pero, si el muerto es de Mazàra, ¿qué hacen en el puerto?

—No,
dottori
, el muerto está aquí.

—Por Dios bendito, si el muerto está aquí, ¿por qué me dices que lo han matado en Mazàra?

—Porque el muerto era de Mazàra, él trabajaba allí.

—Catarè, razonando (es un decir), tal como tú tienes por costumbre hacer: si aquí en Vigàta matan a un turista de Bérgamo, ¿tú qué me dirás? ¿Que hay un muerto en Bérgamo?


Dottori
, la cuestión es que este muerto es un muerto de paso. O sea, que lo han matado de un tiro cuando se encontraba a bordo de un barco de pesca de Mazàra.

—¿Y quién le ha pegado un tiro?

—Los tunecinos, señor comisario.

Desesperado, Montalbano desistió de seguir indagando.

—¿El
dottore
Augello también se ha ido al puerto?

—Sí, señor.

El subcomisario Mimì Augello debía de estar encantado de que él no apareciera por el puerto.

—Mira, Catarè, tengo que redactar un informe. No estoy para nadie.

—¡Oiga,
dottori
! Está al teléfono la señorita Livia desde Génova. ¿Qué hago,
dottori
? ¿Se la paso o no?

—Pásamela.

—Como usted me ha dicho no hace ni diez minutos que no estaba para nadie...

—Catarè, te he dicho que me la pases.

»¿Livia? Hola.

—¡Y un cuerno hola! Llevo toda la mañana intentando hablar contigo. En tu casa, el teléfono suena inútilmente.

—Ah, ¿sí? He olvidado volver a enchufarlo. Mira, ahora te vas a reír, esta mañana me han llamado a las cinco para decirme que...

—No tengo ganas de reír. Lo he intentado a las siete y media, a las ocho y cuarto, lo he vuelto a intentar...

—Livia, ya te he explicado que me olvidé de...

—De mí. Te olvidaste simplemente de mí. Ayer te dije que te llamaría a las siete y media para decidir si...

—Livia, te lo advierto. Está a punto de llover y hace viento.

—¿Y qué?

—Ya lo sabes. El mal tiempo me pone de mal humor. No quisiera que hablando y hablando...

—Comprendo. No te vuelvo a llamar. Hazlo tú, si quieres.

—¿Montalbano? ¿Qué tal está? El
dottore
Augello me lo ha contado todo. El asunto tendrá sin duda repercusiones internacionales, ¿no cree?

No entendía nada, no sabía de qué le estaba hablando el jefe superior de policía. Eligió el camino del asentimiento genérico.

—Pues sí, en efecto.

¿Repercusiones internacionales?

—En todo caso, he decidido que el
dottore
Augello despache con el prefecto. La cuestión rebasa nuestras competencias.

—Pues sí.

—Montalbano, ¿se encuentra bien?

—Perfectamente. ¿Por qué?

—No, es que me había parecido...

—Me duele un poco la cabeza, eso es todo.

—¿A qué día estamos hoy?

—A jueves, señor jefe superior.

—Oiga, ¿quiere venir a cenar a casa el sábado? Mi mujer le preparará unos espaguetis con tinta de sepia. Una gollería.

Pasta con
nìvuro di sìccia
, tal como se decía en siciliano. Con el humor que tenía en aquellos momentos, habría podido preparar una tonelada de espaguetis. ¿Repercusiones internacionales?

Entró Fazio y él se le echó encima como una fiera.

—¿Alguien tendría la bondad de decirme qué coño está pasando?


Duttù
, no la tome conmigo sólo porque hace viento. Esta mañana a primera hora, antes de avisar al
dottore
Augello; he dicho que lo localizaran a usted.

—¿Por medio de Catarella? Si pretendes localizarme a través de Catarella por un asunto importante, significa que eres un desgraciado. Sabes muy bien que con ése no hay manera de entender nada. ¿Qué ha ocurrido?

—Un buque pesquero motorizado de Mazàra, que, por lo que dice el patrón, estaba faenando en aguas internacionales, ha sido atacado por una patrullera tunecina que le ha disparado una ráfaga de ametralladora. El buque pesquero ha transmitido su posición a una de nuestras patrulleras, la «Rayo», y ha conseguido escapar.

—Bravo —dijo Montalbano.

—¿Por quién? —preguntó Fazio.

—Por el patrón del buque pesquero que, en lugar de rendirse, ha tenido el valor de escapar. ¿Y después?

—La ráfaga de ametralladora ha causado la muerte de un miembro de la tripulación.

—¿De Mazàra?

—Sí y no.

—¿Te quieres explicar?

—Era un tunecino. Dicen que trabajaba con los papeles en regla. Allí casi todas las tripulaciones son mixtas. En primer lugar, porque los tunecinos son unos buenos trabajadores y, en segundo, porque, si los detienen, éstos saben cómo hablar con aquella gente.

—¿Y tú crees que el buque pesquero estaba faenando en aguas internacionales?

—¿Yo? ¿Es que tengo cara de tonto?

—¿Oiga, el
dottore
Montalbano? Soy Marniti, de la Autoridad portuaria.

—Dígame, jefe comisionado.

—Es por este asunto tan delicado del tunecino muerto en el buque pesquero de Mazàra. Estoy interrogando al patrón para averiguar dónde estaban exactamente en el momento del ataque y la dinámica de los hechos. Después pasará por su comisaría.

BOOK: El ladrón de meriendas
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