Read El lamento de la Garza Online

Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (12 page)

BOOK: El lamento de la Garza
6.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Aún puedes escribir con esta mano?

—En cierto modo. La sujeto con la izquierda —Takeo hizo una demostración a Ishida—. Supongo que todavía podría luchar con la espada, pero no he tenido que hacerlo desde hace mucho tiempo.

—En efecto, parece inflamada —concluyó el médico—. Mañana probaré a abrir los meridianos corporales con las agujas. Mientras tanto, esto te ayudará a dormir.

Mientras Ishida preparaba la infusión, comentó en voz baja:

—Solía preparar remedios como éste para tu esposa. Me atemoriza conocer a Kono; la mera mención del nombre de Fujiwara, el conocimiento de que su hijo se encuentra en algún lugar de esta mansión ha removido muchos recuerdos. Me pregunto si se parece a su padre.

—Nunca llegué a conocerle.

—Fuiste afortunado. Yo obedecí sus mandatos y cumplí su voluntad durante la mayor parte de mi vida. Sabía que era un hombre cruel; pero a mí siempre me trató con amabilidad, me animó a ampliar mis estudios y a viajar, me permitió el acceso a su espléndida colección de libros y al resto de sus tesoros. Yo apartaba los ojos de sus tendencias menos encomiables. Nunca pensé que su crueldad recaería sobre mí.

Se detuvo abruptamente y escanció el agua hirviendo sobre las hierbas secas. Un ligero aroma a pastos de verano, fragante y tranquilizador, inundó el aire.

—Mi esposa no me ha hablado gran cosa de aquella época —comentó Takeo con voz serena.

—Nos salvamos gracias al terremoto. Nunca en mi vida he experimentado un terror semejante, a pesar de que me he enfrentado a numerosos peligros: tormentas en el mar, naufragios, ataques de piratas y de tribus salvajes. Me había arrojado a los pies de Fujiwara suplicándole que me permitiera quitarme la vida. Jugando con mis sentimientos, fingió su consentimiento. A veces sueño con aquel momento; es algo de lo que nunca me recuperaré. Fui testigo de la maldad más absoluta encarnada en un ser humano.

Hizo una pausa, sumido en los recuerdos.

—Mi perro aullaba —prosiguió con un hilo de voz—. Yo oía que mi perro aullaba. Él siempre me alertaba de los terremotos de aquella manera. Me sorprendí preguntándome si alguien cuidaría de él.

Ishida levantó el cuenco y se lo entregó a Takeo.

—Lamento profundamente la parte que me tocó en el cautiverio de tu esposa.

—Ya es cosa del pasado —respondió Takeo, recogiendo el cuenco y vaciándolo, agradecido.

—A poco que el hijo se parezca al padre, no hará más que perjudicarte. No debes bajar la guardia.

—Me estás drogando y advirtiendo al mismo tiempo —observó Takeo—. Tal vez debería soportar el dolor; al menos, me mantiene despierto.

—Tal vez debiera quedarme contigo...

—No. El
kirin
te necesita. Mis hombres están aquí para cuidarme. Por el momento, no corro peligro.

Atravesó el jardín junto a Ishida hasta llegar al portón, notando un profundo alivio a medida que el dolor remitía. No permaneció despierto mucho rato, sólo el tiempo suficiente para recapitular los acontecimientos del día: el encuentro con Kono, la desaprobación del Emperador, el Cazador de Perros, el
kirin.
Y Madaren: ¿qué iba a hacer con ella, amante de un extranjero, perteneciente a los Ocultos, hermana del señor Otori?

8

El encuentro con su hermano mayor, al que había creído muerto, no provocó una conmoción menor en la mujer que una vez se llamara Madaren, nombre común entre los Ocultos. Durante muchos años después de la matanza la habían llamado Tomiko, nombre elegido por la mujer a la que el soldado Tohan la había vendido. Era uno de los hombres que habían tomado parte en la violación y el asesinato de su madre y de su hermana mayor, aunque Madaren no tenía un recuerdo directo de aquello: sólo se acordaba de la lluvia estival; del olor a sudor del caballo cuando ella apoyaba la mejilla sobre el cuello del animal; del peso de la mano del hombre, inmovilizándola, una mano que parecía más grande y pesada que el propio cuerpo de la niña. Todo a su alrededor apestaba a humo y a barro, y ella supo que nunca volvería a sentirse limpia. Cuando comenzó el incendio, el galope de caballos y el choque de espadas, lanzó alaridos llamando a su padre y a Tomasu, como había hecho aquel mismo año al caerse a las aguas del torrente crecido y quedarse atrapada entre las rocas resbaladizas. Tomasu, que la había oído desde los campos de cultivo, llegó corriendo para sacarla hasta la orilla y luego la reprendió y la consoló a la vez.

Pero Tomasu no la había escuchado cuando la matanza. Ni tampoco su padre, para entonces muerto. Nadie había vuelto a acudir en su ayuda, jamás.

Muchos niños, y no sólo entre los Ocultos, sufrieron de forma similar en la época en la que Iida Sadamu gobernaba en su castillo de Inuyama, rodeado de negras murallas; y la situación no cambió cuando la ciudad fortificada cayó en manos de Arai. Algunos de los pequeños sobrevivieron hasta la madurez, como fue el caso de Madaren, una de las numerosas jóvenes que atendían las necesidades de la casta de los guerreros como criadas o ayudantes de cocina, o bien prestando sus servicios en las casas de placer. Carecían de familia y, por tanto, de protección. Madaren trabajaba para la mujer que la había comprado en calidad de la más humilde de entre las sirvientas. Era quien primero se levantaba por las mañanas —antes del canto del gallo— y no podía retirarse a dormir hasta que el último cliente se hubiera marchado. Durante los primeros años, pensaba que el agotamiento y el hambre habían provocado que todo cuanto la rodeaba le resultara indiferente; pero cuando se hizo mujer y fue fruto de efímero deseo, de la manera en que suele ocurrirle a las muchachas, cayó en la cuenta de lo mucho que había aprendido de las chicas más mayores a fuerza de observar y escuchar. Apenas sin darse cuenta había adquirido amplios conocimientos sobre el tema preferido de éstas —en realidad, el único del que hablaban—: los hombres que acudían a visitarlas. Aquella casa de placer era posiblemente la más mísera de toda Inuyama. Alejada del castillo, se emplazaba en una de las callejuelas que discurrían entre las avenidas principales, donde las diminutas viviendas reconstruidas después del incendio se apiñaban como un nido de avispas, unas aferradas a las otras. Madaren aprendió que todos los hombres tenían deseos, aunque trabajasen de porteadores, peones o recolectores de excrementos humanos; y entre ellos existían los que se dejaban embaucar por amor, como en cualquier otra clase social. También entendió que las mujeres que se regían por los dictados del amor eran los seres más sometidos que pudieran existir, más incluso que los perros, y se las desechaba con la misma facilidad que a los gatitos recién nacidos que nadie desea. Madaren supo emplear semejantes enseñanzas con astucia. Se dedicó a ir con los hombres que otras mujeres rechazaban y se benefició en gran medida del agradecimiento de aquéllos. Les sonsacaba regalos y a veces, les robaba. Finalmente, permitió que un comerciante fracasado la llevara consigo a Hofu. La joven abandonó la casa antes del alba y se reunió con él en el muelle, a esas horas envuelto en bruma. Subieron a bordo de un barco que transportaba madera de cedro desde los bosques del Este, y el fragante olor le trajo a la memoria Mino, su aldea natal. De pronto, se acordó de su familia y del extraño muchacho medio salvaje que había sido su hermano, quien enfurecía y fascinaba a su madre por igual. Los ojos se le cuajaron de lágrimas mientras se acuclillaba bajo las planchas de madera, y cuando su amante se dio la vuelta para abrazarla, le apartó de un empujón. Se trataba de un hombre que se amedrentaba con facilidad, y en Hofu no tuvo más éxito que en Inuyama. Aburría e irritaba a Madaren, y ella acabó por regresar a su antigua vida en una casa de placer con algo más de categoría que la anterior.

Entonces llegaron los extranjeros con sus barbas, su extraño olor y sus grandes siluetas —igual que otras partes de su cuerpo—. Madaren descubrió en estos hombres cierto poder que podría aprovechar y se ofreció voluntaria para acostarse con ellos. Se decidió por el que llamaban "don Joao", aunque él siempre creyó haberla elegido a ella. En lo referente a las necesidades carnales, los extranjeros se mostraban sentimentales a la par que avergonzados: deseaban sentirse especiales con una mujer, aunque hubieran entregado dinero a cambio. Pagaban bien, en monedas de plata. Madaren consiguió convencer al dueño del burdel de que don Joao la deseaba en exclusividad, y en poco tiempo no tuvo que volver a yacer con ningún otro hombre.

Al principio sólo utilizaban el lenguaje del cuerpo: la lujuria de él, la habilidad de ella para satisfacerla. Los extranjeros tenían un intérprete, un hombre de mar al que otros pescadores habían recogido del agua tras un naufragio y después llevaron consigo en su viaje de regreso a su centro de operaciones en las Islas del Sur, pues procedían de un lejano país situado hacia el oeste, tan remoto que era posible navegar durante todo un año con el viento a favor sin llegar a sus costas. El pescador había aprendido el idioma de sus benefactores. A veces les acompañaba a la casa de placer. En su manera de hablar se apreciaba que era un hombre inculto y de baja extracción social; pero su asociación con los extranjeros le otorgaba estatus y poder, pues dependían de él por completo. Para los bárbaros, el pescador era su vía de entrada al complicado nuevo mundo que habían descubierto y del que esperaban obtener gloria y riqueza, por lo que creían todo lo que el humilde hombre de mar les contaba, aunque a veces fuera producto de su fantasía.

"Yo también podría conseguir lo mismo; ese hombre no vale más que yo", pensó Madaren, de modo que empezó a esforzarse por entender a don Joao y le animó a que le enseñara a hablar el idioma extranjero. La extraña lengua resultaba difícil; abundaban los sonidos complicados y además se escribía al revés. Toda palabra tenía género: por alguna razón que a Madaren se le escapaba, "puerta" era femenino, al igual que "lluvia"; sin embargo, "suelo" y "sol" eran masculinos. Aun así, tales diferencias le atraían, y cuando se dirigía a don Joao en este nuevo lenguaje tenía la impresión de convertirse en una persona distinta.

A medida que fue adquiriendo fluidez —don Joao no utilizaba más que unos cuantos términos del idioma de ella—, empezaron a conversar sobre asuntos de mayor envergadura. Él tenía en Portogaro esposa e hijos, cuyo recuerdo le provocaba el llanto siempre que bebía demasiado alcohol. Madaren les restaba importancia, pues imaginaba que él jamás les volvería a ver. Se hallaban a una distancia tan inmensa que a la joven le resultaba imposible imaginar cómo sería la vida de la familia de su amante. Éste también le hablaba de su fe y de su dios —
Deus—
; las palabras del extranjero y la cruz que llevaba alrededor del cuello le traían recuerdos de la religión de su niñez y los ritos de los Ocultos.

Don Joao se mostraba ansioso de hablar de
Deus,
e informaba a Madaren sobre los sacerdotes de su religión, quienes anhelaban convertir a su doctrina a otras naciones. Este hecho sorprendía a la joven, quien si bien apenas recordaba las creencias de los Ocultos no había olvidado, en cambio, la necesidad del secretismo más absoluto y recordaba vagamente las oraciones y rituales que su familia compartía con la reducida población de Mino. Otori Takeo, el nuevo señor de los Tres Países, había decretado la libertad para rendir culto y abrazar creencias; poco a poco, los antiguos prejuicios iban remitiendo. De hecho, eran muchos quienes se interesaban por la religión de los extranjeros, e incluso estaban dispuestos a aceptarla si con ello el comercio y la riqueza pudieran incrementarse en beneficio de todos. Corrían rumores de que el propio señor Otori había pertenecido en su día a los Ocultos, y que Maruyama Naomi, anterior dirigente del dominio Maruyama, también compartía tales dogmas; pero a Madaren no le parecía probable. ¿Acaso el señor Otori no había asesinado a sus tíos en señal de venganza? ¿No se arrojó la señora Maruyama al río de Inuyama, junto con su hija? De todos era sabido que el dios de los Ocultos, al que llamaban "el Secreto", les prohibía acabar con la vida, ya fuera la propia o la de otros.

Era en este aspecto donde el Secreto y
Deus
parecían diferir, pues don Joao afirmaba que sus compatriotas eran creyentes y, al mismo tiempo, grandes guerreros, si es que Madaren le entendía correctamente, pues a veces, aunque distinguiera sus palabras por separado, no llegaba a captar el significado general. ¿Se refería a "ambos" o a "ninguno"? ¿Quería decir "ya" o "aún no"? Don Joao siempre iba armado con una larga espada de hoja fina y empuñadura curvada, incrustada de oro y madreperla; se jactaba de que tenía motivos para emplear su sable en muchas ocasiones. Solía mostrarse sorprendido por que la tortura estuviera prohibida en los Tres Países, y le explicaba que en su lugar de origen se utilizaba con asiduidad. También se aplicaba como castigo a los nativos de las Islas del Sur, para extraer información o salvar almas. Esto último le resultaba a Madaren difícil de entender, si bien le llamaba la atención que "el alma" fuera femenino, y se preguntaba si las almas serían algo parecido a las esposas del masculino
Deus.

—Cuando lleguen los sacerdotes, habrá que bautizarte —resolvió don Joao. Una vez que ella hubo entendido el concepto, se acordó de la expresión de su madre: "nacidos del agua", y le desveló el nombre de agua que le había sido otorgado.

—¡Madalena! —repitió él, trazando en el aire la señal de la cruz.

Le interesaba profundamente todo lo referente a los Ocultos y deseaba conocer a cuantos pudiera de entre sus miembros.

Ella comprendió su interés y empezaron a reunirse con grupos de creyentes en las comidas que los Ocultos compartían. Don Joao formulaba numerosas preguntas y Madaren las traducía, al igual que las respuestas. La joven se encontró con varias personas que habían conocido su aldea y habían oído hablar de la matanza de Mino, ocurrida tanto tiempo atrás; opinaban que el hecho de que hubiera logrado escapar suponía un milagro, y declaraban que el Secreto le había salvado la vida con algún propósito especial. Madaren volvió a abrazar con fervor las creencias de su niñez, y se dispuso a esperar a que su misión le fuera revelada.

Entonces Tomasu le fue enviado, y ella supo que su cometido tenía relación con aquel encuentro.

Los extranjeros apenas tenían conocimiento de los buenos modales y la cortesía, y don Joao hacía que Madaren le acompañara adondequiera que fuera, sobre todo porque dependía de ella como intérprete. Con la misma determinación con la que había escapado de Inuyama y aprendido el idioma extranjero, se aplicaba en la observación de los diferentes entornos desconocidos para ella. Siempre arrodillada humildemente a espaldas de los forasteros y sus interlocutores, hablaba con voz clara y pausada, y embellecía su traducción en caso de que no le pareciera lo suficientemente cortés. A menudo acudían a las casas de los comerciantes, donde a la joven no le pasaban inadvertidas las desdeñosas miradas de sospecha que las esposas e hijas le dedicaban; otras veces visitaban lugares de mayor categoría. Recientemente habían estado en la mansión del señor Arai. No llegaba a acostumbrarse a encontrarse un día en la misma estancia que el señor Arai Zenko y, a la noche siguiente, en una humilde taberna como el Umedaya. Con el paso del tiempo, su instinto le dio la razón: había aprendido la lengua de los extranjeros y ello le había dado acceso a parte del poder y la libertad de éstos. Y Madaren sacaba beneficio de ese poder: la necesitaban y empezaban a depender de ella.

BOOK: El lamento de la Garza
6.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Someone Like You by Coffman, Elaine
Teach Me To Ride by Leigh, Rachel
Dos mujeres en Praga by Juan José Millás
In the Season of the Sun by Kerry Newcomb
Broken Spell by Fabio Bueno
Shifting Gears by Jayne Rylon