El legado Da Vinci (24 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El legado Da Vinci
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Al apagar la luz, recuperó la calma. Abrió el pestillo y giró el pomo de la puerta. Comprobó la Uzi para asegurarse de poder abrir fuego con ella, y a continuación salió al corredor.

El pasillo, que recorría el edificio a lo largo, estaba vacío.

Vance tomó hacia el lado contrario de aquel donde estaban apostados los dos guardias y llegó rápidamente al extremo opuesto, donde una escalera iluminada llevaba hacia arriba. Sin dudarlo, la subió. Tosi debía de estar en la planta siguiente.

La escalera desembocaba en una cocina amplia, oscura y vacía que recibía luz por encima de unas puertas de vaivén.

Sigilosamente, Vance empujó esas puertas y atravesó el comedor, sus pisadas amortiguadas por una gruesa alfombra. Se encontró ante el pasillo que conducía a la entrada. Los guardias debían de estar al otro lado de las oscuras puertas de madera que se veían al final de éste. El vestíbulo estaba vacío. ¿No habría más guardias que los de la entrada? «Esto es pan comido», pensó Vance. Allí la seguridad tenía un montón de agujeros. Al menos eso esperaba.

Contó las puertas. La de Tosi tenía que ser la penúltima. Vance avanzó silenciosamente hasta ella. No había cerrojos, tan sólo un pomo y un pasador. Tiró del pasador y giró el pomo, que se abrió sin dificultad.

Vance se deslizó en la habitación oscura y pudo ver a Tosi acurrucado debajo del cubrecama. Antes de cerrar la puerta, pasó la mano por el interior de la misma. Tal como suponía, no había nada. Desde dentro no se podía abrir, por lo que Vance simplemente la entornó, sin dejar que el pestillo se cerrara.

—¡Tosi! —llamó en un susurro. La figura de la cama se removió. Vance elevó un poco el tono de su voz—. ¡Profesor Tosi, despierte!

—¿Quién? —Era la voz de un hombre drogado—. ¿Quién es usted… por qué?

—Su nota me llegó demasiado tarde —dijo Vance en italiano.

—¿Vance? —preguntó Tosi, inseguro—. ¿Vance Erikson?

—Exacto, profesor —respondió Vance—. Ahora, si me hace el favor de vestirse, voy a sacarlo de aquí.

Sobrevino un silencio, roto únicamente por el sonido de la respiración de los dos hombres.

—No puedo hacerlo —dijo Tosi por fin con tono de tristeza.

—¿Cómo que no puede? Lo único que tiene que hacer es salir de aquí caminando conmigo. Vamos, podemos hacerlo.

—Usted puede hacerlo, mi joven amigo —replicó Tosi con voz cansada—. Yo, aunque no me hubieran operado, nunca podría seguirle la marcha. Mejor rescate a su joven amiga.

—¿A Suzanne? —preguntó Vance sin aliento. En su excitación estuvo a punto de cerrar la puerta del todo—. ¿Está aquí Suzanne Storm? ¿Cómo lo sabe? ¿Cuándo…?

—Tranquilícese un poco, Vance —le aconsejó Tosi con tono apaciguador—. Escúcheme. —Se oyó un rumor de ropas y Vance pudo ver el contorno desdibujado del profesor que salía de la cama, rebuscaba algo en su cómoda y se acercaba a él—. Tome esto —dijo. Vance encontró un trozo de cinta aislante en la mano—. Lo saqué del cable de la radio el día que me trajeron aquí. Pensé que llegaría a utilizarla, pero me operaron. Ahora me es totalmente inútil, pero a usted puede servirle.

Al ver que Vance no se movía, Tosi cogió la cinta y se dirigió a la puerta. La abrió un poco, empujó la pieza de metal del cerrojo encajada en ella y la cubrió con la cinta.

—Ahí está, ahora podrá volver a salir —le explicó antes de cerrar la puerta del todo.

Tosi se daba cuenta de la tensión de Vance.

—Tranquilo —dijo—. Después de encerrarnos por la noche, se van todos excepto los dos guardias de la puerta. Verá, una vez que nos operan, ya no tiene sentido querer irse de aquí. Venga, siéntese y hábleme un poco. Después puede marcharse.

¿Operado?" Suzanne estaba allí. ¿También a ella la habrían operado? ¿Qué significaba todo aquello? La cabeza de Vance era un torbellino.

Después de ocupar la silla de respaldo recto que le había señalado Tosi y de que éste volvió a sentarse en el borde de la cama, se quedaron mirándose en la oscuridad apenas un instante.

—¿Suzanne está aquí? —preguntó por fin Vance—. ¿Está seguro?

—Sí —respondió Tosi—. La han traído esta tarde. Se ha armado un gran revuelo. Al parecer, usted y ella se han convertido en toda una leyenda en poco tiempo. Mataron a varios de los suyos, ¿no es cierto? ¡Qué no hubiera dado yo por poder hacer lo mismo! Por supuesto, no la he visto. Los recién llegados permanecen aislados hasta que los operan.

—¿Los operan? ¿Qué diablos significa eso?

—Ah, sí —dijo Tosi tristemente—. Eso. —Hizo una pausa—. Verá… nos operan para que ya no valga la pena salir de aquí. Mire. —Se abrió la chaqueta del pijama—. Acérquese. —Y le mostró la incisión que Vance ya había visto antes—. Realmente es muy ingenioso —le explicó—. Nos implantan una especie de droga en una membrana sintética en la cavidad torácica. Según el hermano Gregorio…

—¿El hermano Gregorio?

—El superior del monasterio. Se topó ayer con él y a punto estuvo de matarlo. El fraile bajo, con gafas.

—Sí —confirmó Vance con amargura, mientras recordaba al fraile de Santa María delle Grazie en Milán y del Castello Caizzi—. Lo recuerdo bien. Es el jefe, ¿no?

Tosi asintió. Vance se acomodó lo mejor que pudo en aquel incómodo asiento.

—Gregorio —continuó Tosi— es todo un megalómano. Parece que quiere ser papa.

Vance ladeó la cabeza.

—Es cierto —insistió Tosi—, y lo peor es que cuenta con los medios para ello.

—Eso es algo difícil de creer. —Vance no estaba dispuesto a escuchar cuentos fantásticos sobre un mediocre napoleón religioso—. Hábleme de Suzanne.

—Dentro de un momento —dijo Tosi con calma. Demasiada calma, pensó Vance.

—Como le iba diciendo —prosiguió Tosi con un áspero tono profesoral—, los implantes contienen una toxina mortal. Al menos es lo que el hermano Gregorio nos dice, y hay pruebas de que así es. Está encerrada en una membrana sintética semipermeable, cuyos poros permanecen cerrados siempre y cuando consumamos una pequeña cantidad de líquido por vía oral o inyectable cuatro veces al día. Es un perfeccionamiento de las antiguas membranas de osmosis inversa que tan populares fueron en la década de los sesenta.

Vance escuchaba horrorizado lo que Tosi iba desgranando. En el monasterio todos tenían implantes, lo que hacía que resultase imposible que cualquiera, ya fuesen los hermanos del monasterio o sus huéspedes, abandonase el lugar sin permiso. Eso significaría una muerte segura, ya que el acceso al antídoto estaba limitado a cuatro de los ayudantes de más confianza de Gregorio.

—Pero siempre es posible acudir a un hospital y hacer que le saquen a uno el implante —objetó Vance.

—Ya han pensado en eso también, mi joven amigo —explicó Tosi—. La membrana es delgada y frágil.

Según Gregorio; cualquier intento de retirarla haría que se derramara su contenido, lo que provocaría la muerte del paciente. Supongo que hay más de lo que cuenta.

—Tal vez simplemente esté jugando con su imaginación —sugirió Vance esperanzado—. Tal vez sea sólo un cuento chino para que nadie se rebele. ¿Cómo podría un grupo de monjes contar con la complejidad médica necesaria para desarrollar este tipo de implante?

—No se olvide de que muchos de los avances científicos, especialmente en genética, fueron desarrollados por monjes —lo corrigió Tosi—. Las distintas órdenes monacales han llegado a un grado sorprendente de refinamiento en el último milenio. Y esta orden… esta orden es el pináculo de todos esos logros. Como víctima, detesto sus adelantos, pero como científico no puedo por menos que admirar su maligna genialidad.

—Pero ¿cómo lo sabe? —insistió Vance—. ¿Cómo sabe realmente que los implantes son reales? Sé que usted no lo creería como un simple acto de fe, especialmente viniendo de un grupo de monjes chalados.

—Estoy seguro de que algo de lo que nos cuenta el hermano Gregorio sobre nuestros implantes es pura ficción —dijo Tosi—, pero aunque el noventa por ciento lo fuera, ninguno de nosotros sabe cuál es el diez por ciento de verdad, y no estamos dispuestos a jugarnos la vida, a excepción de aquellos que llegan a tal punto de hastío que se suicidan. Porque escapar equivale a eso, a un suicidio. Esto último no suele ocurrir, porque la muerte que produce la toxina es lenta y dolorosa.

Vance permaneció en silencio reflexionando sobre las implicaciones. Eso explicaría por qué la seguridad era estricta pero no excesiva, por qué sólo había dos guardias a la entrada de aquel edificio.

—¿Ha logrado alguien escapar alguna vez? —preguntó al cabo de un rato.

—Según el hermano Gregorio, no.

—La verdad… —Vance buscó las palabras más adecuadas—. La verdad es que me resulta muy difícil creer todo esto. —Aunque después de lo del Tiziano del sótano, después de lo del cementerio…, estaba dispuesto a creer cualquier cosa—. Pero ¿cómo? —preguntó—. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene todo esto?

—Eso es más fácil de responder —dijo Tosi—. Cada «huésped» que es aceptado…

—¿A los que no son aceptados los matan?

Tosi asintió en la oscuridad.

—Cada huésped que es aceptado —continuó— pasa por una sesión de adoctrinamiento. Se nos cuentan la historia, los fines de la orden y se nos pone ante la disyuntiva de escoger, de llevar a cabo algún trabajo útil para ellos, o morir. Pocos de los «huéspedes» elegidos se niegan.

—¿Por qué?

—Porque los eligen muy cuidadosamente; el trabajo que desarrollan y sus intereses vitales están relacionados con los fines del monasterio, y la oferta es tan irresistible que… bueno, es irresistible.

—No lo entiendo —insistió Vance tercamente—. ¿Qué puede tener un monasterio que pueda inducirlo a usted o a cualquiera a trabajar para ellos? Especialmente usted. El hecho de haber sido excomulgado por el papa no lo convierte precisamente en un acólito.

El viejo profesor suspiró.

—Se lo voy a explicar de cabo a rabo. Voy a empezar por el principio y después voy a decirle por qué seguiré bebiendo mi pequeño vaso de líquido leve mente amargo cuatro veces al día durante el resto de mi vida.

Tosi le contó que los Hermanos Elegidos de San Pedro se habían apartado de la Iglesia incluso antes del Gran Cisma. Consideraban que la Iglesia católica estaba impregnada por el mal, que era condescendiente y estaba demasiado dispuesta a aceptar las convenciones mundanas para ganar más adeptos para su causa. Los Hermanos eran, y seguían siendo, muy parecidos a los fundamentalistas musulmanes de todo Oriente Medio, que pensaban que la muerte era un castigo demasiado leve por infringir su dogma. La lógica que había movido a los fundamentalistas islámicos que asesinaron al presidente egipcio Anuar el Sadat era la misma que regía las mentes de los Hermanos Elegidos.

Estos últimos contaban con ricos y poderosos aliados que, al igual que ellos, querían reemplazar al papa. Los Hermanos habían conspirado durante siglos con un aliado tras otro. Habían nombrado antipapas, habían tramado asesinatos y envenenamientos en el Colegio Cardenalicio; habían alentado insurrecciones contra la Iglesia e incluso, en 1427, habían llegado a aliarse con los franceses para saquear el Vaticano. Entre las reliquias y documentos que se habían llevado estaban los huesos del propio san Pedro, sustituidos por los huesos de una persona desconocida robados de una tumba romana.

Más aún, explicó Tosi, todos los Hermanos Elegidos eran descendientes directos del propio san Pedro, la prole de un único hijo secreto e ilegítimo del apóstol.

—Esto es ultrajante —declaró Vance, sorprendido—, y viene a echar abajo la doctrina del celibato.

—Cierto —dijo Tosi—. Y si el mundo católico llegase a descubrir además que es un desconocido el que yace en la tumba de san Pedro, sacudiría los cimientos de la Iglesia. Se cuestionarían tantas cosas, tanto de lo que los católicos consideran sagrado, que es posible que la institución tal como existe hoy no sobreviviera a semejante revelación.

—¿Y es eso lo que quiere el hermano Gregorio?

—No. Aunque no nos lo han dicho directamente en el adoctrinamiento, se supone que los Hermanos harían algo más que limitarse a declarar que tienen los huesos de san Pedro. Verá —prosiguió mientras se echaba en la cama—, estos frailes han tenido ya varias oportunidades de destruir la Iglesia. De hecho, han conseguido destronar a numerosos papas, pero no han conseguido consolidar su poder. Todas las alianzas que establecían se deshacían invariablemente, ya que los aliados preferían instalar en el trono de san Pedro a papas más fáciles de manipular y que no pertenecieran a los Hermanos. De alguna manera tenían que consolidar su poder.

»La Hermandad se propuso hacerlo desde dentro, reduciendo su dependencia de los infieles, y para ello, pusieron en marcha su propia universidad y sus laboratorios científicos reuniendo a las mentes más escogidas. Grupos de hermanos se presentaban de repente a la puerta de un científico o un artista destacado y lo secuestraban para traerlo al monasterio. Al principio, las extrañas desapariciones eran aceptadas por aquella sociedad supersticiosa como actos demoníacos. Después, los Hermanos empezaron a fingir las muertes de sus víctimas, quemando sus casas con otra persona dentro y cosas así. Esos fueron los primeros huéspedes del monasterio.

»Poco a poco, los Hermanos fueron refinando sus procedimientos. Introdujeron a sus propios monjes en otras órdenes y los utilizaron para certificar la muerte por enfermedad de personas qiie en realidad habían sido secuestradas y traídas al monasterio.

Los recuerdos de Vance volvieron a su extraño paseo de aquella noche.

—El cementerio… —dijo vacilante.

—Sí. —Tosi le leyó el pensamiento—. Es alucinante. Galileo Galilei está enterrado allí… el verdadero. Su otra tumba es un engaño. Y junto a él, un conjunto cósmico de genios: Mozart, Monteverdi. Incluso Enrique III de Francia, que supuestamente fue asesinado por un monje en 1589. Ya puede suponer a qué orden pertenecía el monje.

—Pero esas personas —objetó Vance—, ¿no podían escapar? Entonces todavía no podían contar con los implantes.

—Cierto, cierto… pero sí poseían la primitiva ciencia, y eso por no hablar de la cantidad de genios que para entonces habían conseguido reunir. Al parecer, ya en 1400 descubrieron que el veneno de la amanita, un hongo conocido vulgarmente como «ángel de la muerte», podía ser neutralizado por un extracto determinado de plantas como el jazmín silvestre. Aún tendrían que pasar otros cuatrocientos años antes de que se averiguara que el extracto de jazmín silvestre es en realidad sulfato de atropina y que el veneno del hongo es muscarina; pero no saber eso no les impidió usarlos.

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