El Legado de Judas (13 page)

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Authors: Francesc Miralles y Joan Bruna

Tags: #Intriga, Historica

BOOK: El Legado de Judas
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27

Sondre Bloomberg les esperaba en el hall de llegadas del JFK —el aeropuerto internacional de Nueva York— con un ramo de rosas para su hermana, con la que se fundió en un caluroso abrazo. Luego estrechó enérgicamente la mano de Andreas mientras le decía:

—Le agradezco mucho todo lo que está haciendo por Solstice. Le recompensaremos cuando termine esta pesadilla.

—No es necesario —repuso para poner las cosas en su sitio—. La agencia pagará mi salario cuando regrese a Barcelona. Es un placer para mí acompañar…

—Por favor, no sea modesto —le interrumpió Sondre—. Mi hermana me ha contado que la trata como una princesa.

Solstice le asestó un suave puñetazo en el pecho para reprenderle. Luego los dos rieron y se volvieron a abrazar. El guía se encontraba incómodo tanto por el comentario de Sondre como por aquel reencuentro fraternal. Tenía la sensación de estar en una fiesta a la que no había sido invitado.

—Nos aguarda la limusina fuera —anunció el hermano finalmente—. Vamos, Manhattan está precioso esta mañana.

Mientras Andreas seguía a los Bloomberg por la desvencijada terminal de llegadas, observó con atención a quien iba a dar una vuelta de tuerca más a aquel lío sin sentido. Sondre tendría un par de años menos que su hermana, pero vestía un anticuado traje de espiga muy británico. Su pelo corto era rubio pollito y tenía la piel bronceada a base de horas de solàrium.

Cuando subieron a la ostentosa limusina negra eran solo las ocho de la mañana, ya que habían volado con los usos horarios a favor.

—¿Hace un desayuno con Nueva York a nuestros pies? —propuso el hermano.

Antes de las diez de la mañana, la limusina les dejó a las puertas del hotel Marriot de Times Square, un rascacielos que contaba en la planta 49 con el restaurante The View. Tal como indicaba su nombre, tenía vistas espectaculares sobre Manhattan, además de girar sobre sí mismo.

Ejerciendo de protector de Solstice y de su guía, al cual trataba con la familiaridad de un yerno, Sondre entregó las maletas en la recepción del hotel y pidió una habitación para que pudieran ducharse después del desayuno.

Acto seguido, se metieron en un futurista ascensor de cristal que subía hasta la planta 49 con silenciosa rapidez.

Un camarero con americana de galones los acompañó hasta una mesa junto a la ventana que daba al bullicio de Times Square. Desde aquellas alturas parecía un mundo de hormigas que se hubieran vuelto locas.

Tras pedir un desayuno americano, los hermanos se enzarzaron en una discusión sobre inversiones y capitales de riesgo de la cual Andreas no entendió apenas nada. Solo le quedó claro que un socio de la empresa familiar había movido dinero sin su permiso y ahora tenían problemas.

Al ver que su invitado se aburría, Sondre decidió incluirlo en la conversación con un comentario chocante.

—Hay dos actitudes básicas respecto a lo que mueve el mundo. Para algunos el dinero es la polla, mientras que para otros es una mierda.

El guía se quedó pasmado de que un hombre tan elegante se expresara con aquellos términos, pero era sin duda un efecto buscado para atraer su atención.

—La teoría no es mía, me la contó un periodista cultural de Barcelona. Para los derrochadores el dinero es fálico, masculino, patriarcal. Por eso hay mujeres que se lo sacan de encima con tanta facilidad. Les quema en las manos. El dinero, entendido así, es dios padre. Lo dice el billete de dólar: In God We Trust.

Para apoyar estas palabras extendió sobre el mantel blanco el reverso de un billete de dólar, con el famoso lema entre la pirámide partida y el águila imperial americana. Luego prosiguió su discurso con gran habilidad. Se notaba que lo había pronunciado otras veces.

—En el otro extremo tenemos a los que tratan el dinero como si fuera un excremento. Son personas que sufren neurosis de pobreza. Se niegan a manejar el dinero porque no quieren que las cosas les vayan bien. En esta categoría entrarían todos los artistuchos que se boicotean constantemente a sí mismos. Buscan su propio fracaso porque no quieren levantar cabeza. En el fondo de esta enfermedad hay un profundo odio a los ricos y su mundo. Necesitan vivir con el azote de la pobreza porque se desprecian a sí mismos, por eso el dinero les evita. Lo tratan como si fuera un excremento con el que no quieren mancharse. Desean permanecer santos.

Mientras apuraba su zumo de naranja, Andreas se dijo que formaba más parte de ese segundo mundo que del de los adoradores del dinero, a juzgar por su situación de carestía permanente.

Para su alivio, Solstice decidió dirigir la conversación hasta el tema que les había llevado hasta allí.

—Por teléfono me dijiste que tienes pistas nuevas para que podamos encontrar el siclo de plata antes de…

—No menciones al diablo —la interrumpió—. Acabo de saber por un confidente armenio que hay acertijos detrás de las partes cuatro a siete del testamento de Judas. Las escribió con tinta invisible el portavoz de las familias propietarias de los siclos. Según parece, Rangel las habría copiado con el mismo método detrás de la traducción.

—O traducciones —añadió Solstice—, puesto que creemos que Lebrun también ha tenido acceso al texto.

—Lo dudo —repuso martilleando la mesa suavemente con el puño—. Nuestro enemigo se dedica más bien a rastrear los pasos del buscador para luego arrebatarle su botín. Ahora mismo debe de estar merodeando por aquí, puedo sentirlo.

—Tinta invisible… —repitió Andreas sin hacer caso a la intuición de su interlocutor—. Desde pequeño no oía hablar de ella.

—Es un método muy antiguo de ocultar mensajes —explicó Sondre mientras añadía al importe del desayuno una generosa propina—. Se trata de utilizar un fluido transparente que se oxide con la exposición al calor. Los niños juegan con zumo de limón para mandarse mensajitos, pero no es un sistema seguro porque se detecta al mirar el papel a trasluz. Es mucho más limpio utilizar cloruro de cobalto, ya que es totalmente invisible en frío y al calentar el papel se tiñe de color verde o azul. Lo mejor de esta fórmula, además, es que cuando el papel se enfría el mensaje vuelve a desaparecer. ¡Pura magia!

—No te dejes impresionar por mi hermano —intervino Solstice con una sonrisa picara—. Todo esto lo sabe del Manual de los jóvenes castores.

—En todo caso, nos sería muy útil saber si es cierto que hay acertijos en el manuscrito —añadió el guía—. Así no iríamos dando palos de ciego.

Se arrepintió de haber dicho eso inmediatamente después. Al parecer, tenía cierta habilidad para meter la pata con Solstice, que se limitó a decir:

—Vayamos a la habitación. No hay tiempo que perder.

28

Mientras Sondre abría la puerta, en la planta 33, con la tarjeta magnética, Andreas vio ascender una imagen siniestra como el ángel de la muerte. El hombre del traje beis se dirigía en ascensor a The View.

Tal como había advertido mister Bloomberg, Lebrun andaba tras sus pasos para arrebatarles la presa. Y no repararía en los medios.

Prefirió callar lo que había visto para no asustar a su cliente, pero acababa de tomar una decisión: terminada la tentativa en Nueva York —había que amortizar el gasto de los billetes de primera—, presentaría su dimisión como guía de aquella peligrosa aventura.

Ya dentro de la habitación, los tres se acomodaron en el sofá para ver si era cierto lo de la tinta simpática, como también se llamaba aquel método rudimentario de encriptación.

Sondre lanzó un mechero Dupont al guía, que empezó a pasar la llama bajo cada hoja del tercer cuadernillo, cuidando mucho de no quemar el papel. Concluida la operación con las siete páginas, dejó caer el pliego sobre su regazo y concluyó:

—No hay nada.

—Era de esperar —dijo el hermano, impaciente—. Los acertijos deberían estar a partir del cuarto pliego.

—Me parece un criterio caprichoso por parte de quien los haya escrito —comentó Andreas mientras repetía el proceso con el siguiente pliego de hojas.

—Tal vez quien ocultó las monedas dio por sentado que los herederos podían deducir por sí mismos el escondite de las primeras tres —opinó Solstice—. A fin de cuentas, Rangel dio con la primera y en Moscú se utilizó el edificio más emblemático. Tiene que estar en un lugar muy evidente de Nueva York, si no hay acertijo.

—Más incluso de lo que imaginas —apuntó Sondre con tono enigmático.

Mientras charlaban, el guía fue descubriendo —uno tras otro— los cuatro mensajes. Todos estaban detrás de la última hoja de cada cuadernillo. El mismo guía se dispuso a leer aquellas líneas de color cobalto que se habían materializado en el blanco:

Antes de encontrar el tesoro habrás viajado

A Irkutsk o a Ciudad del Cabo

Aunque ninguna de ellas te lo ha dado.

El pecado es un espejo

que repite desde lejos

más pequeño que parejo.

Cuatro caras tiene,

y un pilar de vileza

que el pecado retiene.

Todos los caminos llevan a ella,

que no es eterna ni inmortal

pero luce en la doncella.

Si bien eran misteriosos, a Andreas no le pareció que ninguno de aquellos acertijos les condujera a ningún sitio, y así se lo hizo ver a los Bloomberg.

—Sería muy arriesgado que bastara con esas líneas para dar con el escondrijo —dedujo Solstice— Pero seguro que cobran sentido cuando sepamos la capital del pecado que domina cada pliego.

—En todo caso —intervino su hermano—, ahora estamos en Nueva York y tenemos que mover el culo antes de que se nos adelanten. Una tercera moneda en manos de Lebrun nos dejaría sin margen de error. Esto es como un partido de fútbol, chicos. Cuatro a tres estaría bien, pero no nos podemos arriesgar. Vayamos a por el cinco a dos.

Andreas no opinó sobre lo que le parecía más un juego de chiflados que una lucha para decantar —a un lado u otro— el poder económico de las altas esferas. En lugar de eso, comentó:

—Si lo de Moscú es la tónica, la moneda tiene que estar en un lugar muy emblemático de esta ciudad. Tal vez el que más. Así, a bote pronto, se me ocurren como posibilidades el Empire State, el puente de Brooklyn o el toro de Wall Street, por ser el máximo símbolo de la City financiera.

Sondre abrió la ventana para encender un cigarrillo de su pitillera, que tendió asimismo a Andreas. Tras rehusarle este el cigarrillo, se apoyó en la pared y, mirando el skyline de Manhattan, empezó:

—Cuando Solstice me dijo que la tercera ciudad era esta, pensé en las posibilidades que mencionas, pero todas ellas presentaban inconvenientes. El toro de bronce que simboliza el optimismo agresivo de los brókeres es de una pieza. No hay lugar donde esconder una moneda, a no ser que se adhiera a la panza con una cola de contacto. En ese caso duraría bien poco, porque es un monumento que todo el mundo manosea. Dicen que trae suerte. —Hizo una pausa para dirigir una larga bocanada de humo al cielo de Nueva York antes de proseguir—: Tampoco el puente de Brooklyn nos sirve, porque es demasiado extenso y, además, la humedad del río Hudson acabaría dañando la plata. En el caso del Empire State, la punta de la aguja que lo corona sería un lugar excelente para ocultar la moneda. Muy simbólico, además: el legado de Judas dominando la capital del mundo. Pero es imposible que alguien pueda escalar esa aguja sin ser descubierto, en una ciudad atrapada en la paranoia como esta. No, la solución es mucho más sencilla. —Anunciado esto, disparó con el dedo índice la colilla candente para que cayera a su libre albedrío—. No te preocupes —dijo sonriendo a Andreas—, se habrá apagado antes de tocar suelo. A lo que íbamos: si uno quiere saber dónde está el famoso siclo de plata, solo tiene que consultar exhaustivamente la guía de museos de la ciudad.

Esta conclusión sorprendió a Solstice, que se puso en pie y se plantó frente a su hermano con los brazos cruzados. En el lenguaje no verbal, aquello quería decir: «Soy toda oídos».

—Nueva York es muy conocida por sus museos de arte moderno, como el Guggenheim, el MOMA o el Whitney, pero aquí también hay el equivalente al British Museum o al Louvre de París.

—El Metropolitan —apuntó ella.

—Eso mismo. Si alguien consulta la web del museo, descubrirá que en la sección de Arte Antiguo de Próximo Oriente se expone, entre muchas otras cosas, un siclo de plata en una vitrina. Sin embargo, hay un segundo siclo que se guarda a buen recaudo en la bodega del Metropolitan. No tengo ninguna duda de que fue entregado para su custodia por una de las grandes familias afincadas en Nueva York. Aunque alguien lograra colarse en los almacenes del museo, sería como buscar una aguja en un pajar. Hay que pensar que el Met tiene más de dos millones de piezas en su colección, de la que solo exhibe una pequeña parte. Así y todo, esta noche va a desaparecer el siclo de Judas.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Andreas.

—Me he limitado a informarme. Hoy hay un tour nocturno para un grupo de estudiantes de arqueología. El Met abrirá excepcionalmente de diez a doce de la noche las secciones de arte antiguo. No os quepa ninguna duda de que Lebrun estará allí. Pero me he procurado un aliado de primera: he untado de pasta a un vigilante de reputación dudosa para que nos guíe hasta la moneda. Por lo que sé, no es la primera vez que hace desaparecer alguna pieza de las bodegas por encargo de un coleccionista. Ese es el peligro de acumular tantas cosas: uno al final no sabe lo que tiene.

—Entonces… —balbuceó el guía—, lo de esta noche será un robo en toda regla.

—Sí, señor, pero por una buena causa. Antes de que la moneda caiga en manos ilegítimas, la sacaremos de circulación hasta que pueda regresar a su dueño. La filtración de la crónica gnòstica sobre el legado de Judas nos obliga a actuar así.

Andreas miró asombrado a Solstice, que permanecía en un tenso silencio. Recordaba perfectamente lo que ella le había dicho: destruir las monedas era la única forma de detener aquella guerra sin cuartel.

Ahora su hermano pretendía apoderarse de los siclos de plata para restituirlos en un futuro hipotético. El asunto pintaba más turbio aún de lo que el guía había imaginado. Eso le convenció de que lo mejor sería abandonar aquella nave de locos al amanecer.

Si es que había para él un amanecer.

29

Sondre Bloomberg había conseguido tres pases para entrar juntamente con el grupo de estudiantes de arqueología. Acudían en calidad de periodistas de una revista divulgativa que publicaría un artículo de fondo sobre aquella sección del Metropolitan.

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