Read El lenguaje de los muertos Online
Authors: Brian Lumley
—¿Prisionero?
—Sí, encerrado en su propia mente. Como una víctima inocente que se retuerce en la mazmorra.
—Sí, ¿pero víctima de qué, o de quién? —quiso saber Darcy, a quien aún no se le había borrado la expresión de asombro, mientras contemplaba a Sandra temblando en los brazos de Harry.
—¡Dios mío, Dios mío! —susurró ella mirando otra vez en dirección a Trevor Jordan, inconsciente en su silla, y se estremeció con tal intensidad que pareció sacudir a Harry.
Darcy sintió que la expresión que aparecía en los ojos de Sandra le helaba la sangre. La joven por fin le respondió:
—Víctima del monstruo que está allí junto a él. De la criatura que en este mismo instante esta aquí, con Jordan, y habla con él…, le hace preguntas… ¡sobre nosotros!
¡No-muerto!
Se acercaba la noche, los primeros turistas se paseaban ataviados con sus trajes llamativos y las luces de la ciudad comenzaban a encenderse cuando el taxi condujo a los tres agentes británicos a su villa. Manolis Papastamos, que viajaba en el asiento delantero junto al conductor, estaba muy callado. Darcy supuso que el griego se sentía dejado de lado, y quizá despreciado por ellos, y se preguntó qué podía hacer para congraciarse con él. Papastamos aún podía serles de gran ayuda; sin su cooperación las cosas se les podían poner muy difíciles.
La villa, en cuyo jardín rodeado de altas paredes crecían los limoneros, los almendros y los olivos, estaba en la avenida Akti Canari, junto al mar y camino al aeropuerto. Era cuadrada y con un tejado plano, tenía ventanas con persianas, puertas de hierro forjado y un sendero de grava que llevaba hasta la puerta principal, donde brillaba tenuemente una lámpara que pendía del techo del portal revestido de madera de pino.
La lámpara había atraído a una nube de insectos, y éstos habían sido seguidos por varias lagartijas verdes, que salieron corriendo por las paredes cuando Papastamos hizo girar la llave en la cerradura de la puerta. Y mientras el conductor del taxi le esperaba, fumando un cigarrillo tras otro, el policía griego les mostró la casa a los tres extraños visitantes extranjeros.
No era la mejor de las villas, pero estaba aislada y era muy fácil llegar a ella desde la ciudad; tenía cocina, pero lo mejor sería que comieran en cualquiera de las excelentes tabernas de la vecindad. También tenía teléfono, y junto al aparato se veía, dentro de una carpeta de plástico, una lista de números que podían serles útiles. En la planta baja había dos dormitorios, ambos equipados con camas individuales, mesillas de noche con sus correspondientes lámparas y armarios empotrados. También había un espacioso salón con puertas de cristal que daban a un patio entoldado. Y finalmente, un pequeño cuarto de baño, sin bañera propiamente dicha, solamente una ducha y los demás accesorios. La planta alta no contaba para nada.
Cuando Papastamos terminó de enseñarles la casa, dio por sentado que esa noche no le necesitarían, pero cuando regresaba al taxi Darcy le siguió y le dijo:
—Manolis, no tenemos palabras para agradecerle todo lo que ha hecho por nosotros. ¿Cómo hemos de pagar todo esto? Tendrá que decirnos cómo, cuánto y a quién.
—Es una atención del gobierno griego —respondió Papastamos.
—Muy amable de su parte —respondió Darcy—. De verdad, hubiéramos estado perdidos sin usted. Especialmente en circunstancias como ésta, tan difíciles para nosotros. Layard y Jordan son, o eran, dos de nuestros mejores amigos.
Papastamos por fin se volvió y le miró.
—¡También lo eran míos! —exclamó, conmovido—. Yo sólo les conocía desde hacía uno o dos días, pero eran buena gente. Y debo decirle que no todos los colegas que conozco lo son.
—Entonces debe comprender lo que sentimos nosotros, que les conocíamos desde hace largo tiempo.
Papastamos se quedó callado un instante, y luego se encogió de hombros, en un gesto de disculpa.
—Sí, claro que lo entiendo. ¿Puedo hacer algo más por ustedes?
—¡Claro que sí! —Darcy se dio cuenta de que ahora todo estaba bien entre ellos—. Como ya le he dicho, sin usted estaríamos perdidos. Nos gustaría que usted presionara todo lo posible para que terminen con la autopsia y el pobre Ken Layard pueda ser incinerado lo antes posible. Eso, para empezar. Será necesario además que le siga el rastro a esa pandilla de traficantes de droga, ya que por el momento usted es el único que sabe algo de ellos. Luego llamaremos a algunos de nuestros agentes, y usted deberá informarles sobre el asunto. Y finalmente, y si es posible… ¿cree que podría conseguirnos un coche?
—¡Ningún problema! —respondió Papastamos, tan exuberante como siempre—. ¡Mañana mismo lo tendrá aquí!
—Entonces, eso es todo por hoy —sonrió Darcy—. Nosotros dejaremos enteramente a su cargo la parte que le corresponde del caso, porque confiamos en usted. Y usted también debe confiar en nosotros, y dejar que nosotros cumplamos con nuestro deber. Aunque nuestros campos de trabajo sean diferentes, todos somos expertos, Manolis.
Papastamos garabateó un número en un trozo de papel.
—Puede encontrarme en ese número a cualquier hora —dijo—. Y si yo no estoy, siempre habrá alguien que le dirá dónde puede hallarme.
Darcy le agradeció otra vez y le dio las buenas noches. Y cuando el taxi se alejó, regresó al interior de la casa, cerrando antes la chirriante puerta.
Los tres salieron a comer, y a hablar.
—Pero ¿por qué tenemos que ir afuera? —quiso saber Darcy después de que encontraran una taberna en una calle tranquila, con mesas en pequeñas terrazas internas, a las que se llegaba subiendo una corta escalera, y donde se podía hablar al abrigo de oídos curiosos—. Quiero decir, ¿no era la villa lo bastante íntima?
—Quizá lo era demasiado —respondió Harry.
—¿Demasiado íntima? —se extrañó Sandra, que aún estaba conmovida por el breve contacto mental que había establecido con algo impensable cuando penetró en la mente de Trevor Jordan.
—Aquí hay otras personas —Harry intentó explicar algo de lo que no estaba demasiado seguro—. Otras mentes, otros pensamientos. Un telón de fondo de actividad mental. Ustedes dos deberían comprender esto mejor que yo. No deseo que nos descubran, de eso se trata. Ustedes, los agentes PES, se creen muy listos. Y yo sé que lo son. Pero los wamphyri también tienen poderes extraordinarios.
¡Wamphyri! Darcy Clarke no podía oír esa palabra sin recordar el caso de Yulian Bodescu. Y cuando se dirigió a Harry, sintió que un familiar escalofrío le recorría la columna vertebral.
—¿Y crees que ahora tenemos que vérnoslas con ellos? —preguntó—. ¿Con alguien como Bodescu?
—Peor que eso. Bodescu, comparado con esto, era un libro abierto. Él no sabía lo que le estaba sucediendo. No era un inocente (no lo fue ni siquiera el día que nació), pero lo era con respecto a las costumbres de los wamphyri. Bodescu era un principiante, un niño que intentaba correr antes de saber caminar. Y cometía errores, se caía. Hasta que una de esas caídas fue fatal. Pero éste no es así.
—Harry —dijo Sandra—, ¿cómo sabes contra qué debemos enfrentarnos? Sí, yo percibí una mente junto a la de Trevor, poderosa y absolutamente maligna…, ¿pero no podría tratarse de la mente de otro telépata? Ken y Trevor estaban investigando un asunto de drogas. ¿Y si las grandes mafias criminales hubieran organizado sus propios grupos de percepción extrasensorial? Podría suceder, ¿no lo crees?
—Lo dudo, según mi experiencia, las personas dotadas de poderes de percepción extrasensorial no trabajan para otra gente.
—¡Qué dices! —se sorprendió Darcy—. Si todos nosotros lo hacemos, Harry. Ken, Trevor, Sandra, yo… E incluso tú, en otra época.
—Nosotros trabajamos por una causa, por una idea, por un país, por venganza incluso; pero nunca para el lucro de otra gente. ¿Lo harías tú si fueras tan poderoso como el que percibió Sandra? ¿Venderías tu talento a una pandilla de delincuentes que te destruirían en el instante en que comenzaran a temerte? Algo que, tarde o temprano, sucedería.
—Pero ¿qué me dices de Ivan Gerenko, que…?
—Era un demente, un megalomaníaco —le interrumpió Harry—. Hasta el nigromante Dragosani trabajaba por un ideal, la resurrección de Valaquia. Al menos hasta que el vampiro que le había penetrado le dominó. Escúchame, Darcy, ¿cuántas personas conoces que tengan tu talento? Y tú, Sandra, ¿conoces muchos telépatas? Yo sé que lo eres desde hace apenas unas pocas horas. Tú no vas por ahí pregonando tus habilidades, ¿verdad? Creedme, los que dicen que tienen dones especiales son impostores. Médiums y torcedores de cucharas, místicos y gurúes, ¡todos son impostores!
Darcy se rió, sarcástico.
—¿Quieres decir que todos los PES somos buenos chicos?
—No, de ningún modo —respondió Harry—. Hay demasiada maldad en el mundo, incluso entre las personas dotadas de poderes PES. Pero piensa un poco: si eres malo, y tienes una habilidad especial, ¿por qué habrías de vendérsela a alguien? ¿No la utilizarías en secreto para adquirir poder, o riqueza, o lo que fuera?
—Has dado en el clavo. Más de una vez me he preguntado por qué no hacen algo así. Me refiero a los agentes de la Organización E.
—Algunos, sin duda, lo hacen —dijo Harry—. No, no digo los agentes de la Organización sino otra gente que no conocemos, y que poseen poderes PES. Debe de haber mucha gente en el mundo con dones especiales. ¿Cómo sabemos que eso que denominamos talento para los negocios no es otro don especial? ¿Ese hombre ganó millones y millones porque es un negociante hábil, o porque «algo» que la mayoría de los mortales no posee le guía? ¿Algo que tal vez él mismo ignora? ¿Y el héroe de guerra? ¿Es realmente tan valiente como todos suponemos, o tiene un ángel guardián (como tú, Darcy, o como Gerenko) que le cuida? ¿Sabes que en los casinos tienen una lista de gente a la que no permiten la entrada, jugadores profesionales que tienen el don de ganar siempre, y que muchos de ellos son tan ricos como Creso?
—Todo eso que dices suena muy verosímil —argumentó Darcy—, pero no tienes ninguna prueba de que éste sea un vampiro.
—Aún no tengo pruebas, pero sí indicios. Evidencias circunstanciales, pero evidencias de todos modos.
—¿Puedes hablarnos de ellas? —preguntó Sandra.
Harry, que es probable se sintiera irritado, se volvió hacia Sandra.
—Sandra, tú lo más cerca que has estado de un vampiro es cuando leías mi expediente…, y doy por supuesto que lo has hecho. Es un texto habitual entre los agentes de la Organización E, para prevenirles sobre lo que puede pasar en el futuro. Pero yo sé de qué estoy hablando, y también Darcy, porque lo hemos vivido. No quiero ofenderte, pero lo mejor que puedes hacer es permanecer callada y escuchar. Y presta mucha atención, porque, aunque no lo sabemos con seguridad, puede que cuando le viste en la mente de Trevor él también te haya visto a ti.
Sandra se sobresaltó y se sentó aún más erguida en su silla, y Harry le acarició la mano por encima de la mesa.
—Siento ser tan brusco, pero tal vez ahora puedas comprender lo que me preocupa. Yo he estado antes en una situación similar, pero tú… ¡Por Dios, no quiero que te suceda nada malo!
—Pero has hablado de indicios —dijo Darcy.
El camarero vino a tomar el pedido antes de que Harry pudiera responder. Darcy pidió el menú completo; Sandra, una ensalada y un postre; y Harry solamente un plato de pollo y café, mucho café.
—Con el estómago lleno, siempre tengo sueño, y resulta aún peor si tomo alguna bebida alcohólica. Y quiero que entendáis que este asunto es mortalmente serio. Pero si quieres beberte ese brandy, Darcy, ¡adelante!
Darcy contempló su copa de brandy, casi llena, y la hizo a un lado.
—Así pues, hablemos de las evidencias —dijo Harry—. Los muertos no han intentado comunicarse conmigo desde hace más de cuatro años. O si lo han hecho, yo no me he enterado. ¡Ah, sí, puede que haya visto a mi madre en sueños! De hecho, estoy seguro de que me ha visitado en mis sueños, porque ella es así. Y ahora, de repente, los muertos me han puesto en peligro. El hecho de que atacaran a Wellesley fue enteramente circunstancial: se hallaban allí precisamente cuando él acudió a asesinarme. Pero estaban allí porque habían ido a entregarme un mensaje. Y caben tres posibilidades: a) que lo hicieran por encargo de mi madre, b) por decisión propia, porque estaban muy preocupados por mí, o c) que fueran el correo de Ken y Trevor, que habían intentado comunicarse conmigo en mis sueños.
—No sabía que ellos hubieran intentado comunicarse contigo telepáticamente —dijo Darcy frunciendo el entrecejo.
—Tampoco lo sabía yo hasta que Trevor Jordan despertó, nos vio y habló. Una voz mental suena en mis oídos exactamente igual que una voz real, Darcy, y en Escocia soñaba que algunas personas intentaban comunicarse conmigo, pero yo no sabía quiénes eran. Y reconocí la voz de Trevor tan pronto como la oí. Ken es un localizador, y por eso me encontró en Escocia. Y Trevor un telépata, y ayudó a enviar el mensaje. ¿Y por qué a mí? Porque ellos sabían a qué se enfrentaban, y yo soy considerado un experto en el trato con esos seres. Y ellos no lo ignoraban, porque también participaron en el caso Bodescu.
Darcy hizo un gesto de asentimiento. Después alzó la copa de brandy y bebió una pequeñísima cantidad, apenas lo bastante como para humedecerse los labios.
—Está bien. ¿Y qué otras evidencias tienes?
—Las de mis propios sentidos —respondió Harry—, que, como los tuyos, son más de cinco.
—Ya no —señaló Sandra, y de inmediato se mordió la lengua y esperó que Harry no tomara a mal su observación.
Harry sonrió, aunque con cierta sorna, y dijo:
—No necesito hablar con los muertos para reconocer la diferencia entre un cadáver y un hombre vivo.
—¡Eso no quiere decir nada! —exclamó Darcy, frunciendo una vez más el entrecejo—. ¡Lo mismo nos sucede a nosotros!
—¿Habéis caminado alguna vez por una calle vacía y silenciosa de noche? —preguntó Harry—. ¿Y habéis tenido de repente la sensación de que allí había alguien? Y un instante después, visteis la llama de una cerilla en una esquina oscura, y era alguien que encendía un cigarrillo. ¿Habéis jugado alguna vez al escondite, y cuando estabais buscando a los otros niños tuvisteis de repente la sensación de que alguien os estaba mirando, a vuestra espalda? ¿Y cuando os disteis la vuelta, uno de los niños estaba allí? Y no hablo del sexto sentido que vosotros poseéis, sino de otra cosa, una especie de intuición visceral.