El león, la bruja y el ropero (9 page)

BOOK: El león, la bruja y el ropero
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Alzó un pie para pasar sobre él. Instantáneamente el enorme animal se levantó con el pelo erizado sobre el lomo y abrió una enorme boca roja.

—¿Quién está ahí? ¿Quién está ahí? ¡Quédate quieto, extranjero, y dime quién eres! —gruñó.

—Por favor, señor —dijo Edmundo; temblaba en tal forma que apenas podía hablar—; mi nombre es Edmundo y soy el Hijo de Adán que su Majestad encontró en el bosque el otro día. Yo he venido a traerle noticias de mi hermano y mis hermanas. Están ahora en Narnia..., muy cerca, en la casa del Castor. Ella..., ella quería verlos.

—Le diré a su Majestad —dijo el Lobo—. Mientras tanto, quédate quieto aquí, en el umbral, si en algo valoras tu vida.

Entonces desapareció dentro de la casa. Edmundo permaneció inmóvil y esperó con los dedos adoloridos por el frío y el corazón que martillaba en su pecho. Pronto, el lobo gris, Fenris Ulf, el jefe de la policía secreta de la Bruja, regresó de un salto y le dijo:

—¡Entra! ¡Entra! Afortunado favorito de la Reina..., o quizás no tan afortunado.

Edmundo entró con mucho cuidado para no pisar las garras del Lobo. Se encontró en un salón lúgubre y largo, con muchos pilares. Al igual que el patio estaba lleno de estatuas. La más cercana a la puerta era un pequeño Fauno con una expresión muy triste, Edmundo no pudo menos que preguntarse si éste no sería el amigo de Lucía. La única luz que había allí provenía de una pequeña lámpara, tras la cual estaba sentada la Bruja Blanca.

—He regresado, su Majestad —dijo Edmundo, adelantándose hacia ella.

—¿Cómo te atreves a venir solo? —dijo la Bruja con una voz terrible—. ¿No te dije que debías traer a los otros contigo?

—Por favor, su Majestad —dijo Edmundo—, hice lo que pude. Los he traído hasta muy cerca. Están en la pequeña casa, en lo más alto del dique sobre el río, con el señor y la señora Castor.

Una sonrisa lenta y cruel se dibujó en el rostro de la Bruja.

—¿Esas son todas tus noticias?

—No, su Majestad —dijo Edmundo, y le contó todo lo que había escuchado antes de abandonar la casa del Castor.

—¡Qué! ¿Aslan? —gritó la Reina—. ¿Aslan? ¿Es cierto eso? Si descubro que me has mentido...

—Por favor..., sólo repito lo que ellos dijeron —tartamudeó Edmundo. Pero la Reina, que ya no lo escuchaba, golpeó las manos. De inmediato apareció el mismo Enano que Edmundo había visto antes con ella.

—Prepara nuestro trineo —ordenó la Bruja—, y usa los arneses sin campanas.

El Hechizo Comienza a Romperse

Ahora debemos volver donde el señor y la señora Castor y los otros tres niños. Tan pronto como el Castor dijo: «No hay tiempo que perder», todos comenzaron a envolverse en sus abrigos, excepto la señora Castora. Ella tomó unos sacos y los dejó sobre la mesa.

—Ahora, señor Castor —dijo—, bájame ese jamón. Aquí hay un paquete de té, azúcar y fósforos. Si alguien quiere, puede tomar dos o tres panes de esa vasija, allá, en el rincón.

—¿Qué está haciendo, señora Castora? —preguntó Susana.

—Preparo una bolsa para cada uno de nosotros, querida —dijo con voz serena—. ¿Ustedes no han pensado que estaremos afuera durante una jornada sin nada que comer?

—¡Pero no tenemos tiempo! —replicó Susana, abotonando el cuello de su abrigo—. Ella puede estar aquí en cualquier momento.

—Eso es lo que yo digo —intervino el Castor.

—Adelántate con todos ellos —le dijo calmadamente su mujer—. Pero piénsalo con tranquilidad: ella no puede llegar hasta aquí por lo menos hasta un cuarto de hora más.

—Pero, ¿no es mejor que tengamos la mayor ventaja posible —dijo Pedro— para llegar a la Mesa de Piedra antes que ella?

—Usted tiene que recordar eso, señora Castora —dijo Susana—. Tan pronto como ella descubra que no estamos aquí, se irá hacia allá con la mayor velocidad.

—Eso es lo que ella hará —dijo la señora Castora—. Pero nosotros no podremos llegar antes que ella, hagamos lo que hagamos, porque ella viajará en su trineo y nosotros iremos a pie.

—Entonces..., ¿no tenemos ninguna esperanza? —preguntó Susana.

—¡Por Dios! ¡No te pongas majadera ahora! —exclamó la señora Castora—. Toma inmediatamente media docena de pañuelos de ese cajón... ¡Claro que tenemos esperanzas! Es imposible llegar antes que ella, pero podemos mantenernos a cubierto, avanzar de una manera inesperada para ella y, a lo mejor, logramos llegar.

—Muy cierto, señora Castora —dijo su marido—. Pero ya es hora que salgamos de aquí.

—¡No empieces tú también a molestar! —dijo ella—. Así está mejor. Aquí están las bolsas. La más pequeña, para la menor de todos nosotros. Esa eres tú, querida —agregó mirando a Lucía.

—¡Oh! ¡Por favor, vamos! —dijo Lucía.

—Bien, estoy casi lista —contestó la señora Castora, y al fin permitió que su marido la ayudara a ponerse sus botas para la nieve—. Me imagino que la máquina de coser es demasiado pesada para llevarla...

—Sí, lo es —dijo el Castor—. Mucho más que demasiado pesada. No pretenderás usarla durante la fuga, supongo...

—No puedo siquiera soportar el pensamiento de esa Bruja tocándola —dijo la señora Castora—, o rompiéndola, o robándosela..., lo crean o no.

—¡Oh, por favor, por favor, por favor! ¡Apresúrese! —exclamaron los tres niños.

Por fin salieron y el Castor echó llave a la puerta («Esto la demorará un poco», dijo) y se fueron. Cada uno llevaba su bolsa sobre los hombros.

Había dejado de nevar y la luna salía cuando ellos comenzaron su marcha. Caminaban en una fila..., primero el Castor; lo seguían, Lucía, Pedro y Susana, en ese orden, la última era la señora Castora.

El Castor los condujo a través del dique, hacia la orilla derecha del río. Luego, entre los árboles y a lo largo de un sendero muy escabroso, descendieron por la ribera. Ambos lados del valle, que brillaban bajo la luz de la luna, se elevaron sobre ellos.

—Lo mejor es que continuemos por este sendero mientras sea posible —dijo el Castor—. Ella tendrá que mantenerse en la cima, porque nadie puede traer un trineo aquí abajo.

Habría sido una escena magnífica si se la hubiera mirado a través de una ventana y desde un cómodo sillón. Incluso, a pesar de las circunstancias. Lucía se sintió maravillada en un comienzo. Pero como ellos caminaron..., caminaron y caminaron, y el saco que cargaba en su espalda se le hizo más y más pesado, empezó a preguntarse si sería capaz de continuar así. Se detuvo y miró la increíble luminosidad del río helado, con sus caídas de agua convertidas en hielo, los blancos conjuntos de árboles nevados, la enorme y brillante luna, las incontables estrellas..., pero sólo pudo ver delante de ella las cortas piernas del castor que iban —
pad-pad-pad-pad
— sobre la nieve como si nunca fueran a detenerse.

La luna desapareció y comenzó nuevamente a nevar. Lucía estaba tan cansada que casi dormía al mismo tiempo que caminaba. De pronto se dio cuenta que el Castor se alejaba de la ribera del río hacia la derecha y los llevaba cerro arriba por una empinada cuesta, en medio de espesos matorrales.

Tiempo después, cuando ella despertó por completo, alcanzó a ver que el Castor desaparecía en una pequeña cueva de ribera, casi totalmente oculta bajo los matorrales y que no se veía a menos que uno estuviera sobre ella. En efecto, en el momento en que la niña se dio cuenta de lo que sucedía, ya sólo asomaba su ancha y corta cola de castor. Lucía se detuvo de inmediato y se arrastró después de él. Entonces, tras ella oyó ruidos de gateos, resoplidos y palpitaciones, y en un momento los cinco estuvieron adentro.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Pedro con voz que sonaba cansada y pálida en la oscuridad. (Espero que ustedes sepan lo que yo quiero decir con una voz que suena pálida.)

—Es un viejo escondite para castores, en los malos tiempos —dijo el señor Castor—, y un gran secreto. El lugar no es muy cómodo, pero necesitamos algunas horas de sueño.

—Si todos ustedes no hubieran organizado esa tremenda e insoportable alharaca antes de partir, yo podría haber traído algunos cojines —dijo la Castora.

Lucía pensaba que esa cueva no era nada de agradable, menos aún si se la comparaba con la del señor Tumnus... Era sólo un hoyo en la tierra, seco, polvoriento y tan pequeño que, cuando todos se tendieron, se produjo una confusión de pieles y ropa alrededor de ellos. Pero, a pesar de todo, estaban abrigados y, después de esa larga caminata, se sentían allí bastante cómodos. ¡Si sólo el suelo de la cueva hubiera sido más blando!

En medio de la oscuridad, la Castora tomó un pequeño frasco y lo pasó de mano en mano para que los cinco bebieran un poco... La bebida provocaba tos, hacía farfullar y picaba en la garganta; sin embargo uno se sentía maravillosamente bien después de haberla tomado... Y todos se quedaron profundamente dormidos.

A Lucía le pareció que sólo había transcurrido un minuto (a pesar que realmente fue horas y horas más tarde) cuando despertó. Se sentía algo helada, terriblemente tiesa y añoraba un baño caliente. Le pareció que unos largos bigotes rozaban sus mejillas y vio la fría luz del día que se filtraba por la boca de la cueva.

Instantes después ella estaba completamente despierta, al igual que los demás. En efecto, todos se encontraban sentados, con sus ojos y sus bocas muy abiertos, escuchando un sonido..., precisamente el sonido que ellos creían (o imaginaban) haber oído durante la caminata de la noche anterior. Era un sonido de campanas.

En cuanto las escuchó, el Castor, como un rayo, saltó fuera de la cueva. A lo mejor a ustedes les parece, como Lucía pensó por un momento, que ésta era la mayor tontería que podía hacer. Pero, en realidad, era algo muy bien pensado. Sabía que podía trepar hasta la orilla del río entre las zarzas y los arbustos, sin ser visto, pues, por sobre todo, quería ver qué camino tomaba el trineo de la Bruja. Sentados en la cueva, los demás esperaban ansiosos. Transcurrieron cerca de cinco minutos. Entonces escucharon voces.

—¡Oh! —susurró Lucía—. ¡Lo han visto! ¡Ella lo ha atrapado!

La sorpresa fue grande cuando, un poco más tarde, oyeron la voz del Castor que los llamaba desde afuera.

—¡Todo está bien! —gritó—. ¡Salga, señora Castora! ¡Salgan, Hijos e Hijas de Adán y Eva! Todo está bien. No es
suya
.

Por supuesto eso fue un atentado contra la gramática, pero así hablan los Castores cuando están excitados; quiero decir en Narnia..., en nuestro mundo ellos no hablan...

La señora Castora y los niños se atropellaron para salir de la cueva. Todos pestañearon a la luz del día. Estaban cubiertos de tierra, desaliñados, despeinados y con el sueño reflejado en sus ojos.

—¡Vengan! —gritaba el Castor, que por poco no bailaba de gusto—. ¡Vengan a ver! ¡Este es un golpe feo para la Bruja! Parece que su poder se está desmoronando.

—¿Qué quiere decir, señor Castor? —preguntó Pedro anhelante, mientras todos juntos trepaban por la húmeda ladera del valle.

—¿No les dije —respondió el Castor— que ella mantenía siempre el invierno y no había nunca Navidad? ¿No se lo dije? ¡Bien, vengan a mirar ahora!

Todos estaban ahora en lo alto y vieron...

Era
un trineo y
eran
renos con campanas en sus arneses. Pero éstos eran mucho más grandes que los renos de la Bruja, y no eran blancos sino de color café. En el asiento del trineo se encontraba una persona a quien reconocieron en el mismo instante en que la vieron. Era un hombre muy grande con traje rojo (brillante como la fruta del acebo), con un capuchón forrado en piel y una barba blanca que caía como una cascada sobre su pecho. Todos lo conocían porque, aunque a esta clase de personas sólo se las ve en Narnia, sus retratos circulan incluso en nuestro mundo..., en el mundo
a este lado
del armario. Pero cuando ustedes los ven realmente en Narnia, es algo muy diferente. Algunos de los retratos de Santa Claus en nuestro mundo muestran sólo una imagen divertida y feliz. Pero ahora los niños, que lo miraban fijamente, pensaron que era muy distinto..., tan grande, tan alegre, tan real. Se quedaron inmóviles y se sintieron muy felices, pero también muy solemnes.

—He venido por fin —dijo él—. Ella me ha mantenido fuera de aquí por un largo tiempo, pero al fin logré entrar, Aslan está en movimiento. La magia de ella se está debilitando.

Lucía sintió un estremecimiento de profunda alegría. Algo que sólo se siente si uno es solemne y guarda silencio.

—Ahora —dijo Santa Claus—, sus regalos. Aquí hay una máquina de coser nueva y mejor para usted, señora Castora. Se la dejaré en su casa, al pasar.

—Por favor, señor —dijo la Castora haciendo una reverencia—, mi casa está cerrada.

—Cerraduras y pestillos no tienen importancia para mí —contestó Santa Claus—. Usted, señor Castor, cuando regrese a su casa encontrará su dique terminado y reparado, con todas las goteras detenidas. También le colocaré una nueva compuerta.

El Castor estaba tan complacido que abrió su boca muy grande y descubrió entonces que no podía decir ni una palabra.

—Tú, Pedro, Hijo de Adán —dijo Santa Claus.

—Aquí estoy, señor.

—Estos son tus regalos. Son instrumentos y no juguetes. El tiempo de usarlos tal vez se acerca. Consérvalos bien.

Con estas palabras entregó a Pedro un escudo y una espada. El escudo era del color de la plata y en él aparecía la figura de un león rampante, rojo y brillante como una frutilla madura. La empuñadura de la espada era de oro, y ésta tenía un estuche, un cinturón y todo lo necesario. Su tamaño y su peso eran los adecuados para Pedro. Éste se mantuvo silencioso y muy solemne mientras recibía sus regalos, pues se daba perfecta cuenta que éstos eran muy importantes.

—Susana, Hija de Eva —dijo Santa Claus—. Estos son para ti.

Y le entregó un arco, un carcaj lleno de flechas y un pequeño cuerno de marfil.

—Tú debes usar el arco sólo en caso de extrema necesidad —le dijo—, porque yo no pretendo que luches en batalla. Éste no falla fácilmente. Cuando pongas el cuerno en tus labios y soples, dondequiera que estés, alguna ayuda vas a recibir.

Por último dijo:

—Lucía, Hija de Eva.

Lucía se acercó a él.

Le dio una pequeña botella que parecía de vidrio (pero la gente dijo más tarde que era de diamante) y un pequeño puñal.

—En esta botella —le dijo— hay una bebida confortante, hecha del jugo de la flor del fuego que crece en la montaña del Sol. Si tú o alguno de tus amigos es herido, con unas gotas de ella se restablecerá. El puñal es para que te defiendas cuando realmente lo necesites. Porque tú tampoco vas a estar en la batalla.

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