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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (27 page)

BOOK: El libro de la señorita Buncle
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Sally cada vez apreciaba más al señor Hathaway. Al principio lo trataba con desdén porque le parecía «bobo», pero pronto cambió de opinión. Ernest no era «bobo», sino «diferente». Tardó un poco en darse cuenta porque nunca había conocido a nadie que se le pareciera en lo más mínimo. Estaba acostumbrada a capitanes, subalternos y algún que otro joven de mundo, pero el vicario era muy distinto. Tenía un punto de vista diferente al de esos jóvenes alegres y dueños de sí mismos, hablaba de otra manera, su carácter también difería mucho y la cabeza le funcionaba de otro modo. Sin embargo, en cuanto empezó a entenderlo, empezó a apreciarlo también, y, cuanto mejor lo entendía, más lo apreciaba.

Una mañana, poco después de Navidad, la señora Hobday llamó discretamente a la puerta en plena clase y pidió tres chelines para pagar la lavandería. Ernest cogió la vieja lata de tabaco y hurgó dentro.

—Me temo que solo tengo dos chelines y tres peniques —dijo con pesar—. Creía que había algo más, pero, claro, tuve que pagar el envío de los libros.

—Que esperen hasta la semana que viene —dijo la señora Hobday, que conocía los secretos de la lata de tabaco y aceptaba el curioso apaño económico con la imparcialidad que la caracterizaba.

—No —dijo Ernest resueltamente—, mejor págueles los dos con tres ahora que los tengo porque, si no, desaparecerán y la próxima semana la factura será del doble. Dígales que pongan los nueve peniques que faltan en la factura siguiente.

A Sally le asombró tanta pobreza. Sabía lo que significaba vivir con lo justo, por supuesto, y tener que renunciar a un sombrero nuevo por mucho que lo quisiera —ya se sabe la escasez proverbial en la que viven los soldados—, pero nunca había visto que se pudiera llegar a esos extremos. ¡Hay que ver, no tener ni tres chelines para saldar la factura de la lavandería!… ¡Qué horror!

—Es incómodo vivir con tantas estrecheces —le dijo el señor Hathaway con toda sinceridad, como disculpándose, después de guardar la lata en el cajón—. Procuro ahorrar un poco y lo guardo en esa lata vieja, pero siempre surgen imprevistos que hay que pagar. Quería llevar los zapatos al zapatero la semana que viene.

Sally lo miraba con los ojos desmesuradamente abiertos.

—En realidad no me importa —prosiguió él con una risita nerviosa—, casi es divertido rascar de aquí y de allá e ir trampeando con mi estipendio… Es como un juego…

¡Qué valiente era!

—No se preocupe por mí —añadió Ernest—, todo se arreglará… No tiene que ponerse tan triste por mí, ya sabe.

—Cobrará lo de las clases, por supuesto —dijo Sally.

—La verdad es que no tendría que cobrárselas —respondió Ernest—. Me temo que no aprende mucho conmigo.

—¡Ay, sí! —exclamó Sally—. Aprendo una barbaridad. Mi abuela tendría que darle mucho más por las clases y pagarle todas las semanas; se lo digo hoy sin falta.

Hablaron del asunto con la mayor franqueza. Sally se había criado entre soldados, siempre sinceros con su situación económica. Cada cual sabe lo que cobran los demás, hasta el último penique, y sobreviven con poco dinero; por eso no intentan aparentar que tienen lo que no tienen. Ernest también era totalmente sincero, porque nunca había sido pobre y ahora tampoco lo era. Como le había dicho a Sally, esa pobreza suya era casi como un juego. A veces el juego era un engorro y le daba preocupaciones, pero la situación no era del todo real ni resultaba amarga ni penosa. La pobreza es fácil de llevar si es solo temporal y, si además se acepta voluntariamente, es mucho más fácil.

A la mañana siguiente Sally apareció con un sobre de parte de la señora Carter con dos semanas de salario por la instrucción de su nieta, que la susodicha nieta había sacado a su abuela con tacto y firmeza.

Ernest se alegró mucho al ver el dinero, Sally insistió en que se lo había ganado honradamente; lo aceptó de manos de su alumna sin el menor escrúpulo. Juntos lo guardaron en la lata de tabaco y Ernest prometió que llevaría los zapatos a arreglar inmediatamente. Ya era hora de poner solución a esa necesidad, porque no le quedaba ningún par sin las suelas agujereadas, y siempre se calaba los pies de la forma más desagradable cuando recorría los caminos enlodados de Silverstream.

En el momento en que se disponían a aplicarse al estudio y comentario de
Elizabeth y Essex,
de Lytton Strachey, sonó el timbre de la puerta y la señora Greensleeves entró en el estudio. Iba muy bien vestida, de color azul marino con pieles negras de zorro y un sombrero de fieltro negro, discreto pero caro a todas luces, desenfadadamente inclinado sobre las complicadas ondas del pelo.

Sally no tenía nada que aprender de la señora Greensleeves: conocía a unas cuantas mujeres de su estilo y su aguda vista calibró a la artera dama desde el primer momento, cuando la vio en su salsa en casa de su abuela sentando cátedra ante la anfitriona y la señora Featherstone Hogg a propósito de
El perturbador de la paz.
Además de un instinto natural infalible, Sally contaba con la palabra de John Smith: la señora Greensleeves no era trigo limpio.

No obstante, la joven comprendió enseguida que el señor Hathaway no compartía su opinión ni la de John Smith sobre la inesperada visitante. Parecía encantado de verla y se deshizo en disculpas por encontrarse ocupado dando clase. Adoptó una actitud tímida, cohibida, sumisa y contrita, como si lo hubiera sorprendido haciendo algo malo, y se excusó por la presencia de la alumna de una forma muy poco diplomática que a Sally no le hizo ninguna gracia; ella tenía todo el derecho a estar ahí, mucho más que la señora Greensleeves, pensándolo bien, y no le gustaba que nadie tuviera que disculparse por su presencia. Los ratos que pasaba con el señor Hathaway ya no le parecían horas de clase, aunque su abuela se los pagara por ese concepto, por supuesto, y fue humillante que la redujera a la categoría de alumna delante de la señora Greensleeves, a quien despreciaba y tenía antipatía.

—Da igual, da igual —dijo Sally, y cogió el sombrero y se lo encasquetó en su dorada cabeza.

—Ah, no; no puede irse usted —dijo el pobre Ernest—, no hemos hecho más que empezar la clase. La señora Greensleeves no tendrá inconveniente en esperar un poco o volver más tarde.

La señora Greensleeves dijo que ni en sueños se le ocurriría interrumpir una clase, pero que, desafortunadamente, no podía volver más tarde; solo quería hablar un momento con el señor Hathaway en privado. Tal vez a la señorita Carter no le molestara retrasar la clase un poco.

No obstante, al parecer, la señorita Carter no podía retrasarse, porque la esperaba su abuela y, naturalmente, era impensable hacer esperar a la anciana señora. No sabía si seguiría teniendo tiempo libre para las sesiones de lectura con el señor Hathaway, porque su abuela se estaba haciendo mayor y requería atención constante.

Ernest miraba con consternación primero a la una, luego a la otra, sin saber cómo resolver el repentino e inesperado dilema. Le pagaban por las clases de la señorita Carter y, por tanto, su deber era impartírselas a la hora acordada, pero ¿cómo iba a decirle a Vivian que volviera en otro momento si quería hablar con él? Si se lo pedía, se enfadaría mucho… Por otra parte, estaban prometidos, y prefería hablar con ella, por supuesto.

Sally lo entendió todo como si lo leyera en un libro abierto (y el vicario era muy fácil de leer) y se marchó indignadísima a pasear una hora por Silverstream. No iba a ir a casa ni pensaba contárselo a su abuela hasta saber si seguiría con las sesiones de lectura o no. Prefería mil veces llamarlas sesiones de lectura y, naturalmente, es lo que eran en realidad.

Subió rápidamente la cuesta y entró en el bosque. Primero se ponía furiosa con el señor Hathaway por lo tonto que era, pero un momento después se compadecía de su ingenuidad.

—Me gustaría saber si se han prometido —pensó en voz alta, dando paraguazos a un arbusto inofensivo—. Apuesto a que sí, porque, si no, no le daría tanto miedo ofenderla. ¡Cómo puede ser tan idiota! ¡Mira que enamorarse de una mujer tan presumida y tan horrible como Vivian Greensleeves! Es mayor que él, por lo menos le lleva cinco años, y no pegan ni con cola. A ella solo le interesan los modelitos…

De pronto se le ocurrió una idea, dejó el arbusto en paz y se apoyó contra un árbol cercano. Vivian Greensleeves jamás se casaría con un hombre pobre. «No tiene ni idea de los apuros que pasa —se dijo—, porque si los conociera, no le interesaría.» Era una idea asombrosa… y reconfortante. Era la tabla de salvación, un rayo de sol en un agujero oscuro. Seguramente Vivian Greensleeves había oído, como todo Silverstream, que el nuevo vicario era rico, pero tal vez no supiera que había perdido toda su fortuna.

Cerró los ojos y reflexionó profundamente; pensaba mucho mejor con los ojos cerrados. Salvaría al pobre hombre de las garras de la señora Greensleeves aunque él no quisiera. Lo único que tenía que pensar era cómo hacerlo.

Se fue a casa dando vueltas y más vueltas a la idea y se portó con completa docilidad y obediencia con su abuela, tomó la leche sin chistar y pasó el resto de la mañana leyendo tranquilamente en un extremo del sofá.

—Abue, ¿puedo salir a dar un paseo? —preguntó después de comer, mientras tomaban café en el salón—. Hace un día soleado y agradable, creo que un paseo me sentaría muy bien.

La señora Carter no vio motivo de objeción; personalmente, después de comer prefería sentarse plácidamente con un libro y a veces, sin perder la compostura propia de las señoras, cerraba los ojos y descabezaba un sueñecito; pero a los niños no les pasaba lo mismo, claro está, y el médico había recomendado expresamente sol para la convaleciente.

—Sí, querida, vete a dar un paseo —le dijo—, aunque habrá que decirle a Lily que se vista y te acompañe…

—¡Ay, abue! Que Lily tiene la tarde libre hoy —replicó Sally.

Era un argumento de peso: la abuela habría ido mil veces de paseo con su nieta antes que quitar una «tarde libre» a su admirable y muy eficiente camarera.

—En tal caso, vete sola —dijo con un leve suspiro—. No me gusta que salgas sola por ahí, pero qué le vamos a hacer. No vayas muy lejos, querida, y no te canses ni te mojes los pies.

Con insólita docilidad, Sally prometió obedecer las aburridas recomendaciones y se fue de visita a casa de la señora Greensleeves.

Vivian Greensleeves estaba en casa cuando Sally llamó a la puerta: solía echar una breve siesta después de comer. En Silverstream no había otra cosa que hacer. Estaba cómodamente acostada en la cama de color de rosa y acababa de cerrar los ojos cuando entró Milly a decirle que había venido la señorita Carter.

—¡La señorita Carter! —exclamó Vivian, irritada.

—La nieta de la señora Carter —especificó Milly—, la señorita de Los Abetos.

—Sé perfectamente quién es —dijo Vivian—. ¿A qué ha venido?

Milly no tenía la menor idea, la señorita Carter acababa de llegar y no había dicho para qué quería ver a la señora Greensleeves.

—Bueno, en todo caso, será mejor que baje —dijo Vivian con reticencia—. Supongo que la mandará la vieja esa con cualquier recado tonto… ¡maldita sea!

Se levantó de la cama a regañadientes y se empolvó la nariz. Lo hizo instintivamente, no porque quisiera estar presentable para ver a Sally Carter.

Sally esperaba en el salón; cuando entró la señora de la casa, se levantó y se dieron la mano con formalidad. Vivian tuvo la fugaz impresión de que la chiquilla Carter era mucho más joven de lo que creía, no debía de tener ni quince años. Dicha impresión se debía a que Sally se había vestido de una forma completamente distinta a la que tenía por costumbre. La verdad es que parecía una colegiala con su sombrero viejo del instituto, que llevaba tres años guardado en el fondo de la sombrerera, un impermeable con cinturón y una bufanda de lana de colores alrededor del cuello. No contenta con cambiar su forma de vestir, habitualmente atractiva y sofisticada, pues ante todo era minuciosa, también sus modales eran distintos a los de una mujer adulta.

—Espero no molestarla por haber venido —dijo con timidez.

Vivian respondió convencionalmente diciendo que estaba encantada de verla; no podía decir otra cosa, y la invitó a sentarse.

—Silverstream es aburridísimo, ¿verdad? —dijo Sally abriendo mucho los ojos—. Seguro que a usted también se lo parece.

—Sí, sí —dijo Vivian con vehemencia.

Se preguntó a qué demonios había venido la chiquilla. ¿Por qué no se lo decía, en vez de quedarse ahí en el salón con esos ojos inocentes tan intensamente azules?

—¿Me trae algún recado? —preguntó al fin.

—Ah, no —dijo Sally—. No he venido por eso. Mi abuelita no sabe que estoy aquí. Claro, a usted le parecerá raro que me presente sin más… Solo… Solo quería pasar un rato con usted. —Bajó la mirada y empezó a retorcer un botón del impermeable como si estuviera cohibida.

Vivian sonrió; ahora creía entender a qué se debía la visita. Seguro que la había deslumbrado por la mañana, cuando coincidieron en casa del vicario; la típica pasión de adolescente de las novelas psicológicas. ¿No era natural que se prendase de una persona radicalmente distinta del ambiente tan tedioso y desprovisto de encanto que la rodeaba? Claro que sí.

—Ha sido muy amable al venir —dijo Vivian, gratamente halagada. En un pueblo tan soso como Silverstream, hasta la admiración de una niña merecía la pena.

—Ah, no, la amable es usted, que me ha recibido —contestó Sally con humildad.

—Lamento que se aburra aquí… Imagino que se divertía más con su padre, ¿no?

—Sí. En invierno íbamos a fiestas y pasábamos el trimestre de verano en el colegio, jugando al tenis. Pero, claro, como mi padre viajaba tanto, fui a muchos colegios diferentes.

—¡Qué delicia! —exclamó Vivian, pues la vida itinerante tenía mucho encanto para ella.

—A veces —dijo Sally—, pero no aprendía mucho porque, en cuanto me acostumbraba a un colegio, me trasladaba a otro sitio. Mi abuelita dice que soy muy ignorante para la edad que tengo; por eso me da clase el señor Hathaway.

—Comprendo —dijo Vivian, interesada.

Por la mañana, cuando interrumpió la clase, le pareció un poco raro e incluso sintió celos, bueno, solo unos pocos. Era una ridiculez tener celos de una muchachita tan joven. Quería saber por qué demonios tenía él que dar clase a Sally Carter e intentó sonsacárselo, pero Ernest no le dio ninguna explicación convincente. A veces era muy obstinado.

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