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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (15 page)

BOOK: El libro de los muertos
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—¡Jayce! ¡Ya están aquí las pizzas!

Oyó cómo se apagaba el eco. No, seguro que Lipper no había hecho una prueba sin él. Con todo el tiempo que habían dedicado juntos al proyecto... No era tan cabrón. Lo más probable era que llevara puestos los auriculares para revisar la banda sonora o algo por el estilo. También era posible que tuviera encendido el iPod. No sería la primera vez que trabajaba escuchando música. DeMeo cruzó el puente y entró en la zona de trabajo principal, la Sala de los Carros.

Justo entonces oyó un paso lejano. Al menos le había parecido un paso, aunque tenía una reverberación un poco rara. Llegaba de más adentro de la tumba, probablemente de la cámara sepulcral.

—¿Eres tú, Jayce?

Fue el primer momento en que sintió un cosquilleo de alarma. Tras dejar las pizzas en la mesa de trabajo, dio unos pasos hacia la Sala de la Verdad y la cámara sepulcral. Estaba todo bastante oscuro, en el nivel I de iluminación, igual que el resto de la tumba. La verdad, no veía nada.

Volvió a la mesa de trabajo y miró él ordenador. Estaba totalmente inicializado, con el software cargado y en modo de espera. Hizo clic en el icono de iluminación, intentando acordarse de cómo se aumentaba la luz. Lipper lo había hecho cien veces, pero DeMeo nunca se había fijado mucho. Se abrió una ventana con varios controles deslizantes. Clicó donde ponía Sala de los Carros.

¡Maldición! La luz disminuyó, acentuando aún más la penumbra que bañaba los inquietantes relieves y estatuas egipcios. DeMeo clicó rápidamente el control deslizante en la otra dirección. Las luces se intensificaron. Procedió a subir las del resto de la tumba.

Un golpe seco le hizo dar un respingo y girarse.

—¿Jayce?

Estaba claro que había sido en la cámara sepulcral.

Se rió.

—¡Jayce, tío, ven aquí, que traigo las pizzas!

Otra vez el ruido raro: Chis... ¡pum! Chis... ¡pum! Como si alguien o algo cojeara.

—Suena igual que
La maldición de la momia.
¡Muy bueno, Jayce! ¡Ja ja ja!

No hubo respuesta.

DeMeo se apartó riendo del ordenador para ir al fondo de la Sala de la Verdad, evitando mirar la imagen en cuclillas de Ammut. Por alguna razón, el dios egipcio devorador de corazones con cabeza de cocodrilo y melena de león le daba aún más miedo que el resto de la tumba.

Se paró al otro lado de la puerta de la cámara sepulcral.

—¡Qué gracioso eres, Jayce!

Esperaba una risa de Lipper, ver salir su cuerpo flacucho de detrás de un pilar, pero el silencio seguía siendo absoluto. Tragó saliva con nerviosismo y agachó la cabeza para inspeccionar la tumba.

Nada. El resto de las puertas que daban a la cámara sepulcral estaban oscuras. No formaban parte del sistema de iluminación. Lipper debía de estar escondido en una de esas salas, a punto de saltar y darle un susto de muerte.

—¡Oye, Jayce, ya está bien! Se van a enfriar aún más las pizzas.

Todas las luces se apagaron de golpe.

—¡Eh!

DeMeo se giró rápidamente, pero la Sala de la Verdad formaba un recodo que impedía ver la Sala de los Carros, así como el resplandor azul y tranquilizador de las pantallas LCD.

Dio otra media vuelta. Acababa de oír a sus espaldas los mismos pasos raros y arrastrados de antes, pero más cerca.

—No tiene gracia, Jayce.

Buscó a tientas la linterna, pero no la llevaba encima. Claro, la había dejado en la mesa de la Sala de los Carros, ¿Por qué no veía la luz indirecta de los LCD? ¿También se habían quedado sin corriente? La oscuridad era total.

—¡Vamos, Jayce, para ya! Lo digo en serio.

Retrocedió en la oscuridad, arrastrando los pies, y al chocar con un pilar lo rodeó a ciegas. Mientras tanto los pasos seguían acercándose.

Chis... ¡pum! Chis... ¡pum!

—¡Vamos, Jayce, corta el rollo!

De repente, aún más cerca de lo que esperaba, oyó el silbido del aire al pasar por una garganta reseca. Era un sonido rasposo, casi sibilante, lleno de algo parecido al odio.

—¡Madre mía!

Dio un paso con el puño levantado y lo estampó con todo su peso en algo que se encogió con otro silbido de serpiente.

—¡Para! ¡Para!

Oyó y sintió al mismo tiempo cómo aquella cosa se lanzaba sobre él con un sonido agudo y quejumbroso, y aunque intentó apartarse se dio cuenta con sorpresa de que había recibido un golpe brutal. Algo cortante le abrasaba el pecho. Se derrumbó entre gritos y arañazos a la oscuridad. Cuando chocó de espaldas contra el suelo sintió un peso frío en el cuello, una presión descomunal, y entre zarpazos al aire oyó el crujido de los huesos de su cuello, seguido en sus ojos por el súbito estallido de una luz cegadora de color de orina. Después de eso, nada.

Diecinueve

Grande y elegante, la biblioteca de la mansión del agente Pendergast en Riverside Drive podía calificarse de cualquier cosa menos de recargada, pero por una noche, pensó D’Agosta, taciturno, era el único adjetivo que le cuadraba. Las mesas, las sillas y gran parte del suelo estaban cubiertos con planos y diagramas. Media docena de caballetes con pizarras blancas mostraban esquemas, mapas y vías de entrada y salida. El reconocimiento in situ de hacía unas noches se había visto enriquecido por un seguimiento a distancia de alta tecnología que incluía imágenes de Herkmoor en falso color por satélite en longitudes de onda de radar e infrarrojos. Las cajas apoyadas en una de las paredes rebosaban de listados, datos procedentes del sondeo informático de la red de Herkmoor y fotografías aéreas del recinto carcelario.

En medio de aquel caos controlado, Glinn hablaba con su voz de siempre, suave y monocorde, moviéndose lo mínimo en su silla de ruedas. Había abierto la reunión con un análisis de una riqueza apabullante de detalles sobre la planta de Herkmoor y sus medidas de seguridad. En relación con ese punto D’Agosta ya estaba convencido de antemano. Si existía una cárcel a prueba de fugas era Herkmoor; sus barreras a la vieja usanza —puestos de vigilancia duplicados, triple valla— se beneficiaban del refuerzo de una serie de instrumentos de tecnología punta como «tramas» de rayos láser en todas las salidas, centenares de videocámaras digitales y una red de aparatos de escucha pasiva en los muros y el interior del recinto que detectaban cualquier ruido, desde el de alguien cavando hasta pasos furtivos. Todos los presos llevaban un aro en el tobillo con un GPS que emitía la situación del preso a una unidad de control central. Cortar el aro hacía saltar inmediatamente una alarma, a la vez que ponía en marcha una secuencia automática de cierre.

Desde el punto de vista de D’Agosta, Herkmoor era inexpugnable.

El siguiente punto abordado por Glinn, el plan de fuga propiamente dicho, fue la gota que colmó el malestar de D’Agosta. Lo peor no era que la idea pareciera simplista y torpe, sino que la persona encargada de su cumplimiento resultara ser el propio D’Agosta, sin ayuda de nadie.

Miró la biblioteca mientras esperaba impacientemente que Glinn acabara. Wren había llegado antes de la reunión con diversos planos arquitectónicos de la cárcel, «préstamo» de la reserva de la biblioteca pública de Nueva York, y ahora estaba cerca de Constance Greene. Con sus ojos luminosos, y su piel casi translúcida, tenía el aspecto de un hombre de las cavernas, todavía más pálido que Pendergast... si cabía.

La mirada de D’Agosta se posó en Constance. Estaba sentada delante de Wren, frente a una mesa y un montón de libros, tomando notas de lo que decía Glinn. Llevaba un vestido negro muy austero, con una hilera de botones en forma de perlitas que iba desde la base de la columna vertebral hasta la nuca. D’Agosta se preguntó espontáneamente quién los había abrochado. Ya la había sorprendido varias veces mientras se acariciaba una mano con la otra o contemplaba fijamente, ensimismada, el crepitar del fuego en la enorme chimenea.

«Seguro que lo ve con el mismo escepticismo que yo», pensó. Entre otras razones porque en vista de quiénes eran los integrantes del cuarteto —reducido a tal por la incomprensible ausencia de Proctor, el chófer—, D’Agosta era incapaz de imaginar a un grupo menos indicado para una misión de aquella magnitud. Tenía que reconocer que Glinn nunca le había caído demasiado bien. Se preguntó si finalmente habría encontrado la horma de su zapato en la cárcel de Herkmoor.

Glinn hizo una pausa en su letanía para mirar a D’Agosta.

—¿Tiene alguna pregunta o comentario, teniente?

—Sí, un comentario: este plan es una locura.

—Me he expresado mal. ¿Tiene algún comentario importante?

—¿Acaso cree que puedo presentarme como Pedro por su casa, montar el número y marcharme de rositas? Estamos hablando de Herkmoor. Tendré suerte si no acabo en la celda contigua a la de Pendergast.

La expresión de Glinn no varió.

—Mientras se ajuste al guión, no habrá problemas y se irá «de rositas». Todo está planeado hasta el último detalle. Sabemos exactamente cómo reaccionarán los guardias y el personal de la cárcel a todos sus movimientos. —Una sonrisa repentina tensó sin alegría los finos labios de Glinn—. De hecho ese es el punto débil de Herkmoor; eso y los aros GPS que muestran la posición de todos los presos en el conjunto de la cárcel con solo pulsar una tecla. Una innovación muy imprudente.

—Y si entro y monto una escena, ¿no sospecharán?

—Si sigue el guión no. Usted es el único que puede obtener determinada información crucial. Y el único capaz de realizar ciertos preparativos.

—¿Preparativos?

—Dentro de poco se lo explicaré.

D’Agosta sintió que aumentaba su frustración.

—Perdone que se lo diga, pero una vez dentro sus planes serán papel mojado. Estamos hablando de la realidad. La gente es imprevisible. No se puede saber qué harán.

Glinn lo miró sin moverse.

—Disculpe que le lleve la contraria, teniente, pero los seres humanos son extremadamente previsibles, sobre todo en un entorno como Herkmoor donde las normas de comportamiento están estipuladas con extrema minuciosidad. Quizá a usted el plan le parezca simple, y hasta estúpido, pero ahí está su fuerza.

—Para lo único que servirá será para joderme aún más de lo que estoy.

Después del exabrupto, D’Agosta miró a Constance de reojo, pero la extraña mirada de la joven seguía fija en la chimenea. Ni siquiera parecía haberlo oído.

—Nosotros nunca fallamos —dijo Glinn, manteniendo una calma y una neutralidad exasperantes—. Es nuestra garantía. Solo tiene que seguir las instrucciones, teniente.

—¿Sabe qué nos hace realmente falta? Un par de ojos dentro de la cárcel. ¡No me diga que no se puede sobornar a alguno de los guardias, o chantajearlo, o lo que sea! ¡Los celadores de las cárceles son lo más parecido a un delincuente, y lo digo por experiencia!

—Estos no. Sería una verdadera insensatez intentar sobornarlos. —Glinn aproximó la silla de ruedas a una mesa—. De todos modos, ¿estaría más tranquilo si le dijera que ya tenemos a alguien dentro?

—¡Hombre, claro!

—¿Nos aseguraría su colaboración? ¿Acallaría todas sus dudas?

—Si fuera una fuente fiable, sí.

—Creo que nuestra fuente le parecerá irreprochable.

Glinn cogió un papel y se lo tendió a D’Agosta.

El teniente le echó un vistazo. Contenía una larga columna de números, cada uno de ellos con dos horas.

—¿Qué es?—preguntó.

—Un horario de rondas de vigilancia durante las horas de cierre, desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Solo es una pequeña parte del material aprovechable que ha llegado a nuestras manos.

D’Agosta estaba impresionado.

—¿Se puede saber cómo lo ha conseguido?

Glinn se permitió una sonrisa; al menos D’Agosta consideró como tal un afinamiento casi imperceptible de sus labios.

—Por nuestra fuente interna.

—¿Y quién es esa fuente, si se puede preguntar?

—Lo conoce muy bien.

La sorpresa de D’Agosta se hizo mayúscula.

—¿No se referirá...?

—Al agente especial Pendergast.

Se dejó caer en el sillón.

—¿Cómo se lo ha hecho llegar?

Esta vez lo que tensó las facciones de Glinn fue una auténtica sonrisa.

—Pero teniente, ¿no se acuerda? Me lo trajo usted.

—¿Yo?

Glinn metió la mano debajo de la mesa y sacó una caja de plástico. Al mirar su interior, D’Agosta se llevó la sorpresa de ver parte de la basura que había recogido durante su reconocimiento de los alrededores de la cárcel: envoltorios de chicle y trozos de tela que habían sido cuidadosamente secados, planchados y montados entre láminas de plástico. Al fijarse en los trozos de tela distinguió algunas marcas.

—La celda de Pendergast, como la mayoría de las de Herkmoor, tiene un viejo desagüe que nunca ha sido conectado al sistema moderno de tratamiento de aguas residuales. Desagua en una cuenca que hay fuera de los muros de la cárcel, la cual a su vez desagua en Herkmoor Creek. Pendergast nos escribe un mensaje en un trozo de basura, lo mete en el desagüe y lo expulsa con agua del grifo, que acaba en el arroyo. Es muy sencillo. Lo descubrimos porque hace poco el departamento de medio ambiente citó a Herkmoor por no cumplir la normativa de aguas.

—¿Y la tinta? ¿Y lo necesario para escribir? Es lo primero que deben de quitarle.

—Francamente, no sé cómo se las arregla.

Se hizo un breve silencio.

—Pero sabía que se comunicaría con nosotros —dijo D’Agosta en voz baja.

—Naturalmente.

A su pesar, D’Agosta estaba impresionado.

—Lástima que no haya ninguna forma de enviarle información a él...

Una chispa de ironía y diversión alumbró brevemente los ojos de Glinn.

—Desde que averiguamos el número de celda eso ha sido lo más fácil.

Antes de que D’Agosta pudiera contestar se oyó algo dentro de la biblioteca. Eran unas notas agudas, suaves y urgentes a la vez, que llegaban de donde estaba Constance. D’Agosta se giró justo a tiempo para ver cómo recogía de la alfombra un ratoncito que al parecer se había caído de su bolsillo. Constance lo tranquilizó con palabras dulces y lo acarició suavemente antes de volver a meterlo en su escondrijo. Al darse cuenta del silencio, y sentirse observada, levantó la cabeza y se sonrojó.

—¡Qué animalito más encantador! —dijo Wren después de un rato—. No sabía que te gustaran los ratones.

Constance sonrió nerviosa.

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