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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

El libro de los muertos (42 page)

BOOK: El libro de los muertos
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Otro silencio, pero este ya no era incómodo sino de sorpresa.

—Exacto. Maskelene. La han contratado en el último momento como egiptóloga de la exposición, para sustituir a Wicherly, que murió en circunstancias muy extrañas dentro del museo.

—Dios mío... —D’Agosta miró su reloj—. Son las siete y media.

—La inauguración ya ha empezado. Tenemos que ir ahora mismo.

—Es que...

D’Agosta volvió a titubear.

—¡Vamos, Vinnie, no hay tiempo que perder! Conoces el plan mejor que yo. Los jefes no moverán ni un dedo. Tengo que hacerlo por mis propios medios. Por eso te necesito.

—A mí y a otros —dijo él, más sereno.

—¿En quién piensas?

—Necesitas a Pendergast.

Hayward se rió, aunque no le hacía gracia.

—Genial. Pues nada, mandamos un helicóptero a Herkmoor y a ver si nos lo prestan para esta noche.

Otro silencio.

—No está en Herkmoor. Está aquí.

Hayward miró a D’Agosta fijamente sin entender nada.

—¿Aquí? —acabó repitiendo.

Él asintió.

—¿Lo habéis sacado de Herkmoor?

Otro gesto de aquiescencia.

—¡Vinnie, por Dios! ¿Qué pasa, estás mal de la cabeza? Ya tenías el agua hasta el cuello. ¡Solo te faltaba esto! —Hayward se dejó caer en una de las sillas sin pensar, pero se levantó enseguida—. No puedo creerlo.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó D’Agosta.

La capitana se quedó mirándolo mientras asimilaba poco a poco la trascendencia de la elección que se le presentaba. Tenía que elegir entre ceñirse al reglamento, es decir, detener a Pendergast, pedir refuerzos, entregar al detenido y volver al museo, o...

¿O qué? No había ninguna otra opción. Era su deber. Su obligación. Así se lo ordenaba todo su aprendizaje dentro del cuerpo y todas las fibras de su alma de policía.

Sacó la radio.

—¿Vas a pedir refuerzos? —preguntó D’Agosta en voz baja.

Ella asintió.

—Laura, piensa un poco en las consecuencias. Por favor.

Pero ya habían pensado por ella quince años de formación. Se acercó la radio a los labios.

—Aquí la capitana Hayward llamando a Homicidios Uno. ¿Me reciben?

Sintió que D’Agosta le tocaba suavemente el hombro.

—Lo necesitas.

—¿Homicidios Uno? Esto es un código 16. Tengo un fugitivo. Necesito refuerzos...

Se le fue apagando la voz.

En el silencio oyó la inevitable pregunta del operador.

—¿Capitana? Necesito su localización.

Solo el chisporroteo de la radio interrumpía el silencio.

—Le recibo. Cambio —dijo Hayward.

—¿Localización?

Otro silencio y dijo:

—Cancele el código 16. Situación resuelta. Aquí la capitana Hayward, cambio y corto.

Cincuenta y cuatro

Hayward se apartó rápidamente de la acera haciendo un cambio de sentido y se fue por Little West 12th hasta West Street; era el principio de un trayecto relámpago hacia el centro con la sirena puesta, entre frenazos y coches apartándose por ambos lados. Si todo salía bien llegarían al museo como máximo a las ocho y veinte. D’Agosta iba al lado, en el asiento del copiloto, sin decir nada. Hayward miró por el retrovisor. Pendergast tenía la cara magullada, con un corte recién vendado en la mejilla y una expresión fantasmal que nunca le había visto, ni a él ni a nadie, en realidad. Era la cara de alguien que acababa de asomarse a su infierno interior.

Volvió a mirar la calle. En lo más hondo de su ser sabía que acababa de pasar el Rubicón. Había hecho algo contrario a toda su formación y a todas sus ideas sobre el significado de ser buen policía.

Lo más curioso era que le daba igual, al menos de momento.

Circulaban en medio de un silencio peculiar e incómodo. Hayward había esperado que Pendergast la acribillase a preguntas, o como mínimo que le diera las gracias por no entregarlo, pero el agente no hacía ni decía nada. Nada alteraba la funesta expresión de sus facciones magulladas.

—Bueno —dijo ella—, esta es la situación: esta noche se inaugura a bombo y platillo la exposición del museo. Ha venido todo el mundo: los directivos del museo, el alcalde, el gobernador, famosos, millonarios... Todo el mundo. Yo intenté anularlo o retrasarlo, pero me lo impidieron. El problema fue que en el fondo no tenía información fiable. Aunque ahora tampoco la tengo. Lo único que sé es que ocurrirá algo, y que detrás de ello está su hermano Diógenes.

Echó otro vistazo a Pendergast, que no solo no respondió sino que ni siquiera la miró. Seguía igual de ensimismado y distante, como si estuviera a un millón de kilómetros.

Las ruedas chirriaron un poco al adelantar a un autobús urbano y acelerar por West Side Highway.

—Después del robo de los diamantes —continuó Hayward— Diógenes desapareció. Supongo que ya tenía preparado un álter ego y que solo tuvo que usarlo. Me he dedicado a husmear un poco, igual que Smithback, el periodista, y ambos estamos convencidos de que el álter ego de Diógenes trabaja en el museo, probablemente de conservador. Piénselo. El robo de los diamantes solo podía hacerse con ayuda desde el interior, pero Diógenes no es de los que tienen cómplices. Así también se explica que pudiera saltarse la seguridad de la exposición «Imágenes Sagradas» y atacar a Margo Green. Vinnie, tú desde el principio me dijiste que Diógenes estaba preparando algo sonado. Tenías razón. Será esta noche, durante la inauguración.

—Más vale que pongas a Pendergast al día sobre la nueva exposición —dijo D’Agosta.

—Después del fiasco de los diamantes, el museo anunció la reapertura de una antigua tumba egipcia situada en el sótano, la tumba de Senef. Un conde francés les dio un dineral para que volvieran a abrirla. Evidentemente era una manera de desviar la atención pública de la destrucción de la colección de diamantes. La gala de inauguración es esta noche.

—¿Nombre? —preguntó Pendergast.

Era una voz casi inaudible, como salida de las profundidades de un sepulcro.

También era la primera palabra que Hayward le oía pronunciar.

—¿Cómo? —contestó.

—¿El nombre del conde?

—Thierry de Cahors.

—¿Lo ha visto alguien?

—Eso ya no lo sé.

Como Pendergast volvía a su silencio, la capitana continuó.

—Durante las últimas seis semanas han muerto dos personas vinculadas a la reapertura de la tumba, aunque supuestamente no existe ninguna relación entre sus muertes. El primero era un técnico informático que trabajaba dentro de la tumba. Lo mató su compañero de trabajo. Se volvió loco, lo asesinó, metió sus visceras en los vasos ceremoniales de al lado y se refugió en los desvanes del museo. Cuando intentaron capturarlo atacó a un vigilante. El segundo muerto es Wicherly, un conservador británico traído especialmente para comisariar la exposición. Se desquició e intentó estrangular a Nora Kelly. Tú la conoces, ¿verdad, Vincent?

—¿Está bien?

—Sí, perfectamente. De hecho es quien dirige la inauguración de esta noche. Durante la agresión a Kelly un vigilante disparó a Wicherly en un momento de pánico y lo mató. Y ahora viene lo fuerte: según las autopsias, los dos agresores presentaban exactamente las mismas lesiones cerebrales.

D’Agosta miró a Hayward.

—¿Qué?

—Ambos habían trabajado en la tumba justo antes del ataque psicótico, pero lo registramos todo a fondo y no encontramos nada, ninguna causa ambiental o de otro tipo. Ya digo que la versión oficial es que no tiene nada que ver una muerte con la otra, pero yo no creo que sea una coincidencia. Diógenes planea algo. Es una sensación que tengo desde el principio de la velada, y que se ha confirmado al verla a ella.

—¿A quién?—murmuró Pendergast.

—A Viola Maskelene.

Hayward percibió un brusco silencio a sus espaldas.

—¿Ha investigado la razón de que esté aquí? —dijo una voz muy fría desde el asiento trasero.

Hayward esquivó un camión de la basura enorme.

—La contrató el museo en el último momento para sustituir a Wicherly.

—¿Quién la contrató?

—El director del departamento de antropología, Menzies. Hugo Menzies.

Otra pausa, muy corta, antes de las siguientes palabras de Pendergast.

—Dígame una cosa, capitana: ¿cuál es el programa de esta noche?

En cierto modo era como si se despertase.

—De siete a ocho, entrantes y cócteles. De ocho a nueve, corte de la cinta y apertura de la tumba. A las nueve y media, cena.

—Apertura de la tumba. Supongo que incluye una visita.

—Una visita con un espectáculo de luz y sonido. Retransmitido a todo el país.

—¿Un espectáculo... de luz y sonido?

—Sí.

La voz de Pendergast dejó de ser apagada y distante y se tiñó de urgencia.

—¡Dése prisa, capitana, por lo que más quiera!

Hayward se lanzó entre dos taxis que se empecinaban en no dejarla pasar; finalmente rozó el parachoques de uno de ellos. Al mirar por el retrovisor vio que la pieza salía volando y rebotaba en el asfalto bajo una lluvia de chispas.

—¿Me estoy perdiendo algo? —preguntó D’Agosta.

—La capitana Hayward está en lo cierto —dijo Pendergast—. Ha llegado el momento. Es el «crimen perfecto» del que se jactaba Diógenes.

—¿Está seguro?

—Présteme atención —le advirtió Pendergast. Vaciló un poco—. Lo diré una sola vez. Hace muchos años mi hermano pasó por algo ignominioso. Fue expuesto, accidentalmente, a un aparato sádico. Se trataba de una «casa de dolor» cuya única función era hacer enloquecer a su víctima o matarla de puro miedo. Ahora Diógenes, que sin duda se está haciendo pasar por Menzies, usará algún medio que solo él conoce para recrearlo durante la inauguración. Es lo que ha dicho Eli Glinn. A Diógenes lo impulsa el victimismo. Mi hermano quiere hacer lo mismo que le hicieron, pero a gran escala, y si hay una retransmisión en directo esa escala podría ser realmente grande. Es lo que estaba preparando. Todo el resto era secundario.

Volvió a arrellanarse silenciosamente en el asiento trasero.

El coche abandonó a toda velocidad West Side Highway por la rampa de salida de la calle Setenta y nueve, antes de acelerar en dirección este, rumbo a la entrada trasera del museo. Delante, a lo lejos, todo parecía en calma. No había luces de la policía ni helicópteros sobrevolando la ciudad.

«Puede que aún no haya ocurrido...»

Hayward giró bruscamente por Columbus y entró en la calle Setenta y siete, con el correspondiente chirrido de neumáticos. Después se lanzó a toda carrera por Museum Drive hasta parar de un frenazo ante un cúmulo de limusinas con el motor en marcha, de taxis y de espectadores. El coche patrulla frenó de lado, a muy poca distancia de la gente. Hayward saltó enarbolando su insignia, seguida al momento por D’Agosta.

—¡Capitana Hayward, de Homicidios! —exclamó ella—. ¡Abran paso!

La multitud se separó, desconcertada. A los más lentos los apartó D’Agosta. En cuestión de segundos llegaron a las cuerdas de terciopelo. D’Agosta derribó a un vigilante que se les interponía. Hayward mostró la placa a los policías de servicio, que se habían quedado atónitos, y corrió con D’Agosta por la alfombra de la escalinata hacia la gran puerta de bronce del museo.

Cincuenta y cinco

Nora Kelly bajó del estrado entre aplausos, con el enorme alivio de haber salido airosa del discurso. Era la última oradora, justo después de George Ashton, el alcalde y Viola Maskelene. Ya estaba a punto de empezar el plato fuerte de la noche, el corte de la cinta y la apertura de la tumba de Senef.

Se acercó Viola.

—Muy buen discurso —dijo—. Aunque parezca mentira ha sido interesante.

—El tuyo también.

Al ver que Hugo Menzies las llamaba por señas, Nora cruzó la multitud seguida por Viola. Menzies tenía muy buen color. Sus ojos azules brillaban, y su corbata blanca y su frac le daban aspecto de empresario teatral. Iba cogido del brazo del alcalde de Nueva York, Simón Schuyler, un hombre medio calvo y con cara de sabio que a pesar de su aspecto era un auténtico y peligrosísimo genio de la política, con mucha mano izquierda. Le habían encargado que pronunciara unas palabras durante la cena, y daba el tipo. Lo acompañaba una mujer morena y tan peripuesta que solo podía ser la esposa de un político.

—Nora, querida, ya conoces al alcalde Schuyler —dijo Menzies—. Te presento a su mujer. Simón, te presento a la doctora Nora Kelly, la principal conservadora de la tumba de Senef y una de nuestras científicas jóvenes con más talento y más interesantes. Y aquí tenemos a una egiptóloga británica de primera fila, la doctora Viola Maskelene.

—Encantado de conocerlas —dijo Schuyler mirando con interés a Viola a través de sus gafas de culo de vaso, interés que se tiñó de honda aprobación al desplazarse hacia Nora y nuevamente hacia Viola—. Ha hecho un magnífico discurso, señora Maskelene. Ha sido muy interesante la parte sobre el peso del corazón después de la muerte. Siento muchísimo decir que desde hace unos años la política de la ciudad de Nueva York ha conseguido que me pese mucho el corazón.

Se rió a gusto. Nora y Viola lo acompañaron educadamente en sus carcajadas, al igual que Menzies. Como era bien sabido, Schuyler se deleitaba en su propio ingenio, deleite que no siempre compartían sus conocidos. Parecía de excelente humor. Pensar que solo hacía seis semanas que había pedido la dimisión de Collopy... Así era la política de una gran capital.

—Nora —dijo Menzies—, al alcalde y su esposa les encantaría que tú y la doctora Maskelene los acompañaseis por la tumba.

—Con mucho gusto —dijo Viola, sonriendo.

Nora asintió con la cabeza.

—El placer será nuestro.

Sabía que la política del museo era asignar empleados a los vips para hacerles de guías privados durante las inauguraciones. El alcalde Schuyler no era el político de más alto rango de la gala, pero sí el más importante, ya que no solo controlaba los fondos del museo sino que se había escandalizado más que nadie por la destrucción de los diamantes.

—¡Qué bien! —dijo su mujer, aunque no se la veía precisamente entusiasmada ante la idea de pasear con dos guías tan atractivas.

Menzies se fue. Nora vio que estaba muy atareado emparejando al gobernador con el vicedirector del museo, a un senador de Nueva York con George Ashton y a varios vips con otros empleados, a fin de que todos se sintieran especiales.

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