Así lo hice y un buen día embarqué para el Norte en el transporte de guerra «Marine Tiger», arreglado para servicio de pasajeros entre San Juan y Nueva York. Me tocó de compañero un viejo amigo de «parranda» que llevaba en su camarote varias botellas de licor. Aunque temeroso, acepté el primer «trago» que, como de costumbre, fue el preludio de una recia borrachera para ambos durante el transcurso de la travesía. Me acostaba borracho, me levantaba borracho y pasaba el día borracho en el barco. No sé ni cómo ni cuándo pasamos frente a la Estatua de la Libertad. ¡Y eso me sucedía a pesar de los propósitos que llevaba de enmendar mi vida y ser un hombre distinto en el nuevo ambiente de la gran metrópoli! Después del desembarco, al llegar a la casa de unos parientes que me recibieron jubilosos, hice otra vez la resolución de enmienda.
Por algunos días las cosas marchaban según me había prometido; pero a los parientes se les ocurrió celebrar una fiestecita para festejar mi llegada. Y ahí fue Troya. Cogí una borrachera A-1. Al día siguiente, bajo los efectos torturantes de la terrible «cruda» uno de mis primos me invitó a que fuese con él a Palisade Park para distraerme un rato. Pensé que si se trataba de «un parque de recreo» efectivamente, iba a componerme
recreándome
. Pero la recreación allí era violenta. A instancias del primo monté con él en un coche, nada menos que la «montaña rusa», que se elevaba y descendía con rapidez vertiginosa, escalofriante… Al salir a tierra después de la corrida mis canillas temblaban y mi garganta se me apretujaba como sí algo la anudase. Estaba loco por un buen trago para calmar mi sistema y fui rápido a una cantina. En vez de uno pedí dos tragos largos que no tardaron en serenarme, mientras discurría si «Palisade» tendría alguna relación con «palizada».
El castigo que estaba recibiendo de S.M. el alcohol era ya demasiado y con la mayor formalidad puse en práctica, después de este incidente, mi gran propósito de enmienda en el nuevo ambiente. Esta vez por lo menos me enderecé un poco. Conseguí una colocación en una importante casa exportadora hispanoamericana y durante tres meses me mantuve en total abstinencia.
Pero cuando más seguro de mí mismo me creía tuve un nuevo coqueteo con el licor. Asistí a una fiesta del Día de Acción de Gracias en un Centro Español. Había el tradicional pavo y bebida abundante. Acercóse un simpático españolito a mí, diciéndome: «Veo que se divierte poco. Tómese una copita de Cognac Domecq, que es alimenticio y le alegrará». Rechacé la copa diciéndole que no usaba licor, mientras la miraba con el rabo del ojo. «Tómela, no le va a hacer daño» insistió, «¡es uvita pura de la Vieja España!» «Oh, no, no, muchas gracias» le dije, haciendo el último esfuerzo por librarme de la tentación. Al rato se me acercaron unos amigos boricuas para que mirase a través de la ventana. Estaba nevando a cántaros. Al percatarse de que yo no estaba bebiendo, con pícara seriedad me dijeron que en Nueva York había que tomar whiskey porque si no pescaba uno una pulmonía. Eso bastó. Rápido, con tan plausible excusa, apuré un enorme trago de whiskey, y luego otro, y otro. Al poco rato era yo el más alborotador de la fiesta y naturalmente, el más borracho. Al día siguiente continué tomando durante todo el día, y proseguí la borrachera viernes, sábado y domingo. El lunes amanecí enfermo. Cuando volví al trabajo ya había otro en mi puesto. Me habían despedido.
De ahí en adelante mi vida en la metrópoli neoyorquina fue un desastre. De vez en cuando hacía trabajos «extras» de cantinero, de lavaplatos, de lo que fuese, con tal de conseguir dinero para beber. Me convertí en una carga onerosa para mis parientes quienes se vieron en la necesidad de escribirle a mi señora madre para que mandara el pasaje de retorno a Puerto Rico porque ellos no podían bregar ya más conmigo.
Llegué a Puerto Rico derrotado. Mis sueños dorados rodaron hechos añicos y sólo me quedaba el remordimiento, el desconsuelo y la frustración. Afortunadamente mi querida madre me había hecho las diligencias para una colocación valiéndose de cierto amigo político, y no tardé en empezar a trabajar en el Departamento de Agricultura y Comercio, en la Sección de Información. Ese empleo se prestaba para que bebiera a mis anchas y lo obtuve precisamente cuando mi obsesión alcohólica había llegado a su punto culminante. Bebía todos los días, ausentándome del hogar frecuentemente. Mi santa madre salía a buscarme por calles y mesones de San Juan y Santurce. Cuando llegaba al hogar estaba completamente borracho sin que pudiera apenas subir la escalera.
Ante esa pavorosa situación, mi madre hizo arreglos para hospitalizarme. El 9 de diciembre de 1949, día en que se me dio de alta, recibí la visita de una dama continental que me habló de Alcohólicos Anónimos y me invitó a una reunión, a la cual acudí. Me interesó la idea, pero estaba lleno de complejos y reservas. Dada mi temprana edad, todavía no quería resignarme a la derrota. Pensaba que en alguna forma podría beber moderadamente. Esas reservas me llevaron a beber otra vez y para enero de 1950, fui despedido fulminantemente de mi empleo. Este fracaso en el trabajo, sirvió de pretexto para que me entregase a una continua borrachera. Recuerdo que el 31 de enero fui a buscar mi último cheque. Invité a un amigo de parranda y compré un litro de ron. Dije al amigo que me esperara en el bar mientras iba a llevar a mi madre algún dinero. Ella al verme me imploraba que no continuase ingiriendo licor, asegurándome que estaba destruyendo mi vida y amargando la de ella. Pero como alcohólico derrotado al fin, no hice caso. Regresé a la taberna y no volví al hogar hasta que no me sentí totalmente borracho, exhausto y semi inconsciente.
Desesperada, mi madre recurrió a la ayuda de la religión. Mi situación era horrible, pues estaba al borde del
delirium tremens
. Fuimos a un servicio religioso donde me aconsejaron y tocaron a las puertas de mi corazón, despertando fibras sentimentales que hasta entonces habían estado durmientes. Valiéndome de la ayuda religiosa, permanecí en la abstinencia alrededor de diez meses (y aquello era un récord para mí); sin embargo, todavía albergaba la esperanza de que después de recuperarme física, moral y espiritualmente, podría beber con control como otras personas lo hacían.
Durante esos meses de sobriedad estuve en algunas reuniones de Alcohólicos Anónimos, pero siempre con la reserva mental de que en un futuro no lejano podría convertirme en un bebedor moderado. Hasta que llegó el día en que me dispuse a hacer la prueba, que resultó la debacle. En enero de 1951 me encontraba en las mismas condiciones calamitosas, físicas y mentales, en que estuviera en febrero de 1950. Durante cinco o seis meses estuve zozobrando en el maremágnum del alcohol. Allá para la primera semana de julio fui a parar con un compañero de empleo a mi famoso pueblo natal de Naguabo. (Hoy día ese amigo es un entusiasta y asiduo miembro de Alcohólicos Anónimos). La borrachera que con él cogiera en aquella época, se prolongó por tres días, mientras mi madre desesperada en Santurce, me buscaba por todos los mesones. Alguien le puso un telegrama para que fuera a buscarme y en la mañana del 8 de julio me trajo al hogar. Todo ese día, que era lunes, y al otro día, martes, estuve recluido en cama, dándome cuenta de que en realidad yo no podía beber normalmente, que yo era un enfermo alcohólico y que seguiría siendo un alcohólico para toda la vida. Imploré a Dios fervorosamente para que me indicara el camino a seguir. Poco rato después, me levanté para ir al comedor a beber agua y al fijarme en el almanaque vi que era martes y en seguida pensé en la reunión que celebraba esa noche Alcohólicos Anónimos. El resto de ese día las letras de A.A. aparecían como dos símbolos de salvación en mi mente y hasta me parecía oír que alguien las hacía sonar como dos campanadas junto a mi lecho, y sentía que mi espíritu revivía con un entusiasmo y anhelo de renovación que nunca había experimentado. Esa noche, bien temprano, encaminé mis pasos hacia la Casa Parroquial San Agustín, en Puerta de Tierra, donde celebraba sus reuniones el Grupo San Juan de Alcohólicos Anónimos. En esa reunión memorable para mí, del 9 de julio, por primera vez me di cuenta del problema tan grande que tenía con el licor. Me convencí de que era un enfermo y que mi salvación estaba en Alcohólicos Anónimos que tan gratuitamente me ofrecía el medio eficaz para arrestar el insidioso padecimiento alcohólico. Vi entonces con claridad meridiana lo que por año y medio no había podido comprender, debido a que mi mente no había sido lo suficientemente receptiva:
la necesidad que tenía de dar con sinceridad y sin ninguna reserva el primer paso del programa de recuperación
. Esa noche mi admisión fue incondicional. Acepté que soy impotente contra el alcohol y que mi vida se había hecho indisciplinable, y me dispuse a seguir con humildad y entusiasmo, en su cronología y secuencia, los otros once Pasos del programa recuperativo.
Desde entonces he ido progresando en A.A., siguiendo los axiomas «poco a poco se va lejos» y «lo primero primero», que es la sobriedad.
Muchas han sido las bendiciones que Dios ha derramado sobre mí desde que A.A. me franqueara la puerta que conduce a una nueva forma de vida. He alcanzado una existencia relativamente feliz, sujetándome al plan de 24 horas. Mediante la meditación y la oración, a partir del 9 de julio de 1951 hasta el día de hoy, he ido acercándome más y más a mi Poder Superior, que llamo Dios y cuantas veces siento desasosiego, elevo a Él la Plegaria de A.A., para que me conceda en todo momento, la serenidad para aceptar las cosas que no pueda cambiar, valor para cambiar lo remediable y la sabiduría necesaria para conocer la diferencia.
Un dato curioso para mí en el transcurso de mi placentera sobriedad en Alcohólicos Anónimos, es el hecho de que Dios parece derramar sus bienaventuranzas mejores en mi nueva vida el día 9. Un día 9 de septiembre de 1951 conocí a la que es hoy mi adorada esposa y también fue un día 9 el de mi boda. Un día 9 mi esposa me obsequió con un hijo, que nació el mismo día del primer aniversario de nuestra boda.
Todo esto lo he logrado a virtud del Programa de Recuperación de Alcohólicos Anónimos… y algo más, la inmensa satisfacción que siento al mirarme en los ojos de mi madre y ver en ellos reflejada la felicidad.
Parecía tener una mayor resistencia al alcohol que sus compañeros de parranda. Acabó agotado, sin la menor esperanza de poder rechazarlo. Desamparado, desesperado, encontró a A.A.
H
ACE algún tiempo ante un grupo de hombres y mujeres, con humildad y sinceridad, admití que soy un alcohólico y a la hora que escribo estas líneas estoy sobrio, sintiéndome relativamente feliz al lado de mis seres más queridos.
No es una degradación admitir que soy alcohólico puesto que la ciencia médica ha reconocido que el alcoholismo es una enfermedad. Además, me parece que es una demostración de buen sentido común aceptar la derrota y hacer algo eficaz para arrestar la enfermedad, en vez de andar borracho por esos mundos de Dios. Debo indicar, sin embargo, que no es fácil llegar a esta conclusión porque a nadie le agrada declararse derrotado. Pero en el caso del alcohólico, al admitir la derrota se coloca uno en la senda del triunfo en el camino de una nueva vida.
Llegué al movimiento de Alcohólicos Anónimos el 17 de mayo de 1950 y he podido arrestar mi enfermedad, día a día, 24 horas a la vez, según se me indicó por los miembros de más experiencia en el Grupo San Juan la primera noche que asistí a una reunión de Alcohólicos Anónimos. Si menciono la fecha es para dejar demostrado que A.A. funciona y no para hacer alarde de ello, pues mañana podría estar borracho como el más borracho, ya que llevaré siempre conmigo la enfermedad del alcoholismo y sólo me separa de una borrachera ese «primer trago» que no es sino veneno para mí.
Cuando asistí a mi primera reunión de A.A. yo buscaba una tabla de salvación. Sabía que el alcohol estaba destrozando mi vida y la de los que me rodeaban, pero no podía librarme del poder que sobre mí ejercía el maldito licor. Había probado todo cuanto estaba a mi alcance: la religión, la medicina, el espiritismo, los remedios caseros, y todo, todo resultaba ineficaz, aun los consejos de mi santa madre y los de mi buena esposa. Ninguno de esos recursos y remedios me había dado resultado positivo y de ahí que cada día que transcurría me hundiera más y más en la arena movediza en que zozobraba.
Empecé a beber en la época en que entraba en vigor en Puerto Pico la prohibición y lo hice como todo bebedor social, aunque noté que aparentaba tener mayor resistencia para la bebida que mis compañeros de parrandas. Eso me hizo sentir bien por ese prurito de muchacho inexperto que no sabía el riesgo que había de correr con el uso y abuso de la bebida. En aquellos días se decía que el que no tomaba algunas copas no era un hombre. Hoy lo veo de distinta manera gracias a ese Poder Superior que yo llamo Dios.
Al correr del tiempo los tragos pasaron a jugar un papel importante los fines de semana. Comenzaba con los viernes sociales y terminaba el domingo. Más tarde se me hizo difícil el levantarme para ir a trabajar el lunes después de un fin de semana tan borrascoso y, como dicen que «un clavo saca otro clavo» nada mejor entonces que un buen trago para calmar los nervios. Aquí, amigo mío, fue donde empezó el problema en mi vida. Ya estaba el alcohol tomando un puesto prominente en mi rutina diaria.
En el año 1942 surgió una de esas cosas que le suceden a los hombres jóvenes por falta de experiencia y eso fue suficiente para llenarme de complejos y alejarme de mis buenos amigos creyendo que el mundo se me había caído encima. No supe afrontar la situación y usé el maldito licor como un escape, costándome esto el primer fracaso de mi vida. Fui obligado a renunciar a un puesto con el Tío Sam como resultado del uso excesivo del alcohol.
Teniendo nosotros los alcohólicos una sobrenatural protección divina, no tardé en conseguir otro trabajo mejor. Pero éste tampoco duró mucho. Me parecía que mis superiores estaban acechándome para eliminarme de él y como me sentía culpable de algo que a mi entender había hecho —cosa que no existía— renuncié a esa colocación.
En el año 1945 fue cuando empecé a sentirme verdaderamente enfermo. Deprimido, lleno de complejos y de temores, decidí cambiar de ambiente e irme a Estados Unidos a empezar una nueva vida. Puedo asegurar que era sincero en mi propósito, pero abrigaba la esperanza de que algún día yo podría beber como los demás. No admitía la derrota. Al llegar a aquel país prometí a mi madre y a mis hermanos permanecer sobrio y expliqué a ellos mi propósito. ¡Tantas promesas que hemos hecho y ninguna hemos cumplido! Pude mantenerme sobrio por cuatro meses, pero un día, encontrándome solo y sintiéndome infeliz por la vida monótona que llevaba huyendo del licor, decidí entrar a una barra a buscar compañía. Entré en aquel maldito sitio sin la menor intención de ingerir un trago. Escuché alguna música y empezó mi mente alcohólica a divagar, haciéndome la siguiente pregunta: «¿Por qué esas damas que están alrededor de esa barra pueden tomar y yo no? ¿Acaso soy menos que ellas en la cuestión del trago? Voy a probar, pero esta vez la bebida no me dominará. Yo soy un hombre. Pondré a trabajar mi fuerza de voluntad y pararé cuando quiera». Ordené un vaso de cerveza. Esta vez iba a cambiar la bebida por una más suave, pues yo era bebedor de ron y whiskey y no uno de cerveza. La cerveza no me haría daño, pensaba yo. Pude controlarme y a las tres cervezas me fui a mi casa. No había sucedido nada. Me sentía feliz. Pude pasar la semana sobrio, pero al siguiente domingo tuve que ir a parar al mismo sitio. Ya no había otra cosa en mi mente que aquella barra. Esta segunda vez me embriagué un poco, pero llegué sin novedad al hogar. No sabía que estaba jugando con fuego. Esto quedó demostrado al tercer domingo. Volví a emborracharme, pero esta vez desastrosamente. Fue tan grande la borrachera como la última que había dejado atrás en Puerto Rico. Continué bebiendo y mi hermano mayor me hizo abandonar su casa, pues le estaba creando problemas a él y a los demás. Decidí vivir solo, pero esto tampoco dio resultado.