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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

El libro secreto de Dante (34 page)

BOOK: El libro secreto de Dante
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Quería morir solo. Le había dicho a Guccio que no fuera a la otra casa, donde ahora vivía su segunda mujer, porque no había querido llevarla a la misma casa en la que había vivido con la primera. Ese era el lugar para sus concubinas, la misma cama en la que Bice había parido a Francesca y había muerto… Estaba claro que nacería una niña, no podía ser de otro modo, todas sus atenciones habían sido en vano, «esa estúpida no quería entender, era obstinada como una mula. Todo fue culpa del hijo de Alighiero, que le había llenado de pájaros la cabeza».

Se lo había pedido incluso de rodillas esa noche en la que todo estaba preparado, tras una semana de ejercicios físicos y dieta de alimentos sólidos, buen pan y buen vino, asados de caza y ternera,
alimentos calientes y secos
y abstinencia sexual,
para que el semen se hiciera más cálido y fuerte,
como aconsejan los médicos. Y para estar seguro de que salía varón incluso se había atado el saco escrotal a la izquierda, pues en el lado izquierdo se acumula
el semen débil y frío que hace que nazcan las niñas.
Todo estaba listo y calculado a la perfección para
el día en que la mujer tiene la matriz más seca de los restos de la menstruación,
como había aconsejado su médico. Bice no quiso saber nada de él. Entonces perdió los estribos, no podía permitir que lo estropeara todo, y la abofeteó. Pero después, enseguida, le pidió disculpas; no debía contrariarla si quería un heredero… Ella se quedó inmóvil, con lágrimas en los ojos. Él la abrazó, la besó, y su Bice no ofreció más resistencia; se tumbó sobre el lado derecho,
pues el semen cae en la parte derecha, en cuya sangre fermentan embriones viriles…
Había seguido todas las prescripciones de Hipócrates y Galeno, confiaba ciegamente en la ciencia. Por tanto, no había ninguna duda de que habría nacido un varón si su mujer no se hubiera opuesto en lo más hondo de su corazón a la unión carnal. En cambio las cosas sucedieron así; a pesar de que él había realizado tantos esfuerzos, nació Francesca. «Malditas hembras, diablos con faldas, cuando se obstinan en enfrentarse a ti en silencio…».

Varias veces había pensado que quizá ella alimentase en el corazón un amor pecaminoso. En cambio él se había comportado como un buen cristiano, había hecho caridad. Cierto, primero los negocios y después la caridad… De vez en cuando se acordaba de aquella extraña charla años atrás con Giovanni, el bastardo de Alighieri. «El dinero es como la sangre —dijo— que alimenta los tejidos del cuerpo: tiene que circular…». La comparación le había gustado. Él, don Mone, había sido el corazón del organismo, él había bombeado la sangre en las venas de la cristiandad. ¿Qué culpa tenía él del hecho de que gran parte de la población de Italia y Europa se estuviera empobreciendo? ¿Qué culpa tenía si los politicastros se dejaban corromper tan fácilmente y acababan siempre, también ellos, haciendo lo que más les convenía? También se le había pasado por la mente que eso mismo era lo que ocurría con Dante, que montaba todo aquel alboroto en los consejos ciudadanos para conseguir que le pagaran por su silencio. Pero, ante la duda, a él nunca había intentado ofrecerle dinero… Siempre había sospechado que era uno de esos extraños seres humanos capaces de rechazarlo. Además, bastaba con pagar a los demás, a los seguros, y así Dante perdía siempre. Al final él y los güelfos negros se habían hecho con las riendas, con el control de la situación, con Corso Donati: menos cuentos y más hechos. Por otra parte, antes las decisiones importantes también las habían tomado siempre ellos, entre bastidores. ¿Para qué jugar a la democracia? En el fondo todo gobierno es una oligarquía…

El efecto de los calmantes comenzaba a desvanecerse, los pinchazos en los intestinos volvían a empezar… Sus malos recuerdos aún estaban allí. Esa terrible jornada parecía que se hubiera quedado pegada a las paredes de la habitación… Oía aún los últimos gritos de dolor de doña Bice, ese
nooo
desgarrador y prolongado que había soltado cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Quería alejar de sí ese recuerdo, quería morir del mismo modo que uno se queda dormido, pero aquella imagen, obstinada, cruel, estaba allí, más terrible que la propia muerte.

El cirujano y la comadrona entran por aquella puerta, aquí los tenemos. Bice está en su cama, siente contracciones, ha llegado el momento. La comadrona le inspecciona la matriz.

—Los huesos de la pelvis son muy planos —afirma—, la matriz es estrecha…

—Será un parto difícil —susurra el médico—. Hay que rociarle la zona con un chorro de aceite de lirios blancos y una decocción de heno griego, y untarle con la mano el vientre, y después abajo, hasta el perineo…

Hacen que se tumbe sobre la cama sobre un montón de cojines, con la cabeza hacia atrás, las rodillas flexionadas hacia la cabecera y la espalda inclinada hacia atrás. La comadrona se coloca de rodillas entre sus muslos en el extremo inferior de la cama. Horas de tormento, el pequeño león se resiste a salir. Una noche entera de trabajo extenuante. Después la escena se traslada a una esquina de la habitación, detrás de la cama, de manera que la mujer no vea y sobre todo no oiga.

—Hemos perdido a la criatura —sentencia en voz baja el cirujano—, no hay nada que hacer.

«Mi leoncito morirá sin bautizar, acabará en el Limbo para toda la eternidad».

—A menos que…

—¿A menos qué?

—Existe una manera antiquísima, la que menciona Plinio en la
Naturalis historia…

—¿
El corte?

—La cesárea; se puede intentar, se salva al bebé, pero hay riesgo para la madre.

¿Qué tenía que hacer? ¿Perder un alma para salvar un cuerpo? ¿El Limbo de los no bautizados, junto a los justos paganos y a los infieles? Siempre había sido un buen cristiano, ¿tenía que negarle a su heredero los gozos del Paraíso? Además quizá también existía lo otro, ese odio secreto incubado largamente hacia… «A veces el mal te pilla por sorpresa, te sale de dentro sin que seas consciente, y tú, si quieres, le encuentras todas las justificaciones del mundo…».

—Proceded —dice—, que se salve un alma…

El cirujano permanece allí, siempre en la misma esquina para no asustar a la mujer. Se pone a preparar el instrumental: una navaja afiladísima —con la punta redonda pero bien afilada, de esas que usan los barberos—, una aguja y el hilo de cera, la esponja y trapos finos como gasas. Después se va a preparar la decocción, mientras la comadrona coloca debajo de ella los trapos. El cirujano le toma el pulso y lo encuentra normal. Él, don Mone, se coloca detrás de ella y la coge por los brazos, mientras la comadrona, entre sus rodillas, le agarra con fuerza los muslos. La esponja con la mezcla de opio para dormirla. El médico le palpa el vientre para ver dónde está más blando y decide cortar a la izquierda. Toma las medidas,
cuatro dedos encima de la ingle hacia el pubis entre el ombligo y el flanco,
después corta siguiendo la dirección del músculo aproximadamente medio pie.

—¡Nooo! —grita Bice, que se ha dado cuenta aunque tenga la cabeza echada hacia atrás…

Mone vuelve a ponerle una vez más la esponja en la cara… y el cirujano hunde la hoja de la navaja en el peritoneo, abre la matriz y saca fuera a la criatura, que chorrea sangre. La comadrona moja los trapos en la decocción e intenta taponar el flujo copioso de humor para cortar la hemorragia. A la vista de toda aquella sangre, Mone se asusta también.

—Es sangre más perjudicial que beneficiosa —dice el doctor con toda su ciencia—; como en las menstruaciones muy abundantes, igual sale un cubo y no por eso hay peligro de muerte.

Al desaparecer de golpe la sujeción que ejerce la matriz, los intestinos se salen fuera, por lo que la comadrona los aprieta con el dedo para que el cirujano pueda coser el abdomen.

—¿Acaso no vemos en el desarrollo de nuestra práctica muchos heridos en la guerra o en peleas particulares —dice con el tono de quien sabe mucho— con heridas de más de un palmo en la barriga, y a veces ellos mismos incluso se han sujetado los intestinos en un barreño, que a pesar de todo sobreviven?

Mientras tanto, Mone lava al recién nacido y se queda de piedra: ¡es una chica! No siente absolutamente nada, eso es lo más curioso. Jura venganza, ahora está seguro de qué es lo que ha ocurrido. «La ciencia es la ciencia: la culpa, en todo caso, es de ese poeta, que la ha embrujado con ese cuento cretino del amor. Pero ¡lo pagará!».

No sabía qué hacer con una niña, y mucho menos si era la prueba del amor pecaminoso de su mujer… Pero así estaban las cosas en su vida: él no había matado nunca a nadie, sin embargo cada vez que odiaba a alguien, este moría de un modo u otro… Tan solo una cosa que había odiado intensamente le sobreviviría, algo estúpido: ¡un libro!

Guccio regresó, a su lado un fraile blanquinegro, un lebrel de Cristo, un perro de caza…
infin che
‘l
veltro verrà, che la farà morir con doglia…
(«hasta el momento en que le dé el lebrel muerte espantosa»). Le acercó algo a los labios, él tosió, le faltaba el aire… ¿Qué era? Vio que el dominico estaba a punto de hacerle las unciones en el cuerpo, alargó la mano para rechazarlo y en cambio permaneció agarrado a su cuello. Notó otra punzada terrible, la peor de todas. Lo agarró también con el otro brazo, se aferró a él, lo atrajo hacia sí. No estaba claro si lo que quería era arrastrarlo consigo al otro mundo o si pretendía por todos los medios anclarse en él. Al final, el sacerdote perdió el equilibrio y cayó entre sus brazos. Murió así, abrazado al dominico. Se dijo que no podía haber una manera mejor, quien leía los signos vio algo simbólico. Siempre había sido un buen cristiano, siempre en misa, siempre dispuesto a la caridad. Abrazado a la Iglesia hasta el último aliento.

Le dieron sepultura en la iglesia de los franciscanos, donde Giotto había pintado las historias del santo pobre y donde descansan para toda la eternidad los más grandes banqueros de la ciudad.

Que Dios lo tenga en su gloria.

IX

Rávena, 13 de septiembre de 1350

A
brió despacio la puerta, hacía meses que no ponía los pies allí y cada vez que regresaba le parecía que el polvo era la única huella que de su discurrir había dejado el tiempo entre aquellas viejas paredes. A su muerte irían en herencia al monasterio la casa de su padre y todo lo demás. Vio el olivo, que había envejecido… Sin embargo, aunque nadie se ocupaba de él, resistía tenazmente en el antiguo
impluvium;
el tronco casi había doblado su grosor y, con el paso de los años, había adoptado un aspecto más reposado: estaba menos retorcido, como si hubiera adquirido a la larga un modo más sobrio y maduro, menos teatral, de expresar el dolor que todo olivo cuenta con la enfática gestualidad de sus ramas. «La vejez, querido amigo, llegar sin demasiados achaques ya es una gran suerte…». Sobrevivir a una tragedia como la gran peste, en su caso, había sido en cambio un auténtico milagro. Había asistido a enfermos, moribundos, gente abandonada por miedo al contagio, incluso por parientes muy cercanos. Muchos habían muerto con la cabeza entre sus brazos, algunos resignados, que plácidamente se quedaban dormidos, otros en cambio con el terror en la mirada, otros resistiéndose hasta el último aliento… A pesar de todo, ella, que jamás había rehuido el contacto con los enfermos, había sobrevivido, quién sabe cómo. Había rezado, no había hecho otra cosa; por otro lado, ese era su oficio: rezar por todos, por los que no tienen tiempo, por los que no saben orar…

Se agachó para recoger una carta que alguien había metido bajo el portón. Era de Giovanni, enviada desde los Abruzos. Por primera vez desde hacía dos años, por un instante se le ensanchó el corazón. Estaba a punto de abrirla cuando se detuvo, presa de un sobresalto de miedo. La peste había matado casi a una de cada dos personas, al menos en aquella zona. ¿Habría resistido otra mala noticia? De Florencia llegaban continuamente, la epidemia se había llevado a su amado hermanito Iacopo, su vida inquieta había sido quebrada bruscamente por la muerte negra. Había convivido con una mujer que había tenido dos hijos varones, después se prometió en matrimonio con otra, con quien había tenido una niña, y se adueñó de su dote por anticipado, sin llegar a casarse. Ahora que estaba muerto llegaban continuamente cartas de los abogados de la madre y de los hermanos de ella, que intentaban reclamar a los herederos. Pietro se ocuparía de todo. «¡Pobre Iacopo, mi querido hermanito! Siempre fue así, habría que explicárselo a los jueces: estuvo buscando, hasta el fin de sus días, a su Gemma-Beatrice, a su ángel hecho carne. Es más, no era así solo con las mujeres, sino también consigo mismo: nunca era suficiente para él…».

Pietro en cambio, por suerte, estaba bien. En Verona, era juez del municipio y sustituto del
podestà,
y vivía con Iacopa Salerni y sus seis hijos: Dante II y cinco niñas; iban a verla a menudo, pero en los últimos años, a causa de la peste, habían viajado poco. En su tiempo libre, Pietro no hacía más que escribir y reescribir su gran comentario a la
Comedia,
del que decía que era importante sobre todo ahora, pues no quería que se repitieran los hechos de los años 1328 y 1329… Si antes de la peste la obra de su padre había tenido muchos detractores, la terrible calamidad había transformado el odio en exceso de amor. Los que antes hablaban mal del poeta, ahora, con igual énfasis, sostenían que era un profeta. Todos los castigos bíblicos previstos en el poema contra la loba maldita, la avidez que corroía los corazones, como ahora se decía, se habían verificado. La cruzada de Pietro consistía en intentar redimensionar el fenómeno: la
Comedia
era literatura, una alegoría y nada más…

Entró en el estudio de su padre, había polvo por todas partes. Empezó a limpiar con un trapo. Tenía que recibir a un escritor que venía de visita oficial en nombre de la empresa florentina de Orsanmichele, cuyos capitostes, para homenajear al poeta en el aniversario de su muerte, les entregaban a ella y al monasterio diez florines de oro. «Ahora los florentinos hacen gala de nobleza, después de las calamidades de la última década hay incluso quien quisiera recuperar el cuerpo del poeta… Parece como si tuvieran que aplacar de algún modo la justa ira. ¡Y son los mismos que le impidieron volver a la ciudad en vida…!». Limpiaba el polvo, había que poner orden. El escritor era un gran admirador de su padre y quería ver la casa. Quería escribir una biografía de Dante y había hablado en Rávena con todos los que lo habían conocido. Pietro Giardini le había contado hasta el más mínimo detalle de la anécdota de la visión de Iacopo y el milagroso hallazgo de los últimos cantos del poema, y al escritor, independientemente de que se la creyera o no, esa historia le había gustado muchísimo.

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