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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

El libro secreto de Dante (9 page)

BOOK: El libro secreto de Dante
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Las tres
dominae,
las tres señoras que danzan alrededor del corazón del poeta en aquella canción —había explicado—, son alegoría de los
tria iura,
las tres formas del derecho, la primera de las cuales es la
lex divina,
generadora de las demás, o el águila que aquí aparece en el Paraíso, y está expresada en el Evangelio en la fórmula que resume el sentido de todos los mandamientos: ama al prójimo como a ti mismo, no hagas a los demás lo que no querrías que te hicieran a ti. Las otras dos mujeres, emanaciones de esta ley primaria, son en mi opinión el
ius gentium
y el
ius civile,
que traducen en los detalles adaptándose a las exigencias de cada comunidad los principios fundamentales en que se articula esa primera fórmula…

Antonia le había indicado a Giovanni con los ojos que era mejor no comunicarle a Pietro el asunto del doble fondo del arcón, o al menos así había interpretado Giovanni el guiño de la monja.

—De la idea de la unidad de la justicia —había proseguido mientras tanto Pietro— se pasa a la necesidad de un gobierno europeo unitario, por encima de los gobiernos locales. Pero hoy hay un animado debate, ya estaréis al corriente, sobre las relaciones entre el
ius commune
y las leyes territoriales de los reinos individuales, de los ducados, de las ciudades…

—La crisis del Imperio —dijo entonces Giovanni— ha convertido sobre todo la nuestra en una tierra caótica, donde cada gobierno ciudadano formula sus propias leyes incompatibles con las de las ciudades vecinas, y esencialmente esto se traduce de hecho en la ausencia de cualquier derecho común. Los franceses y los ingleses tienen reyes, los teutones un emperador, pero entre nosotros reina la anarquía: en cada ciudad la facción en el poder hace las leyes a su medida, favorables para ellos y hostiles para la parte contraria; quien las hace no tiene ningún interés por el bien público, legisla porque es una muestra de autoridad. Cada cual es el legislador de sí mismo, y el más rico y poderoso tiene más derechos que los demás…

—A mi padre —prosiguió Pietro— esta degeneración de la vida civil italiana no le gustaba nada. Podía funcionar solo en la medida en que las realidades municipales eran aún pequeñas, poblaciones casi rurales en las que todos se conocían y el deseo de una buena reputación contribuía a la lealtad de los ciudadanos; ahora ya no es así, y algunos burgueses florentinos, por ejemplo, tienen propiedades en toda Europa, gestionan patrimonios desmesurados, se han enriquecido más allá de cualquier medida lícita, en perjuicio de los pequeños propietarios y de los artesanos, a quienes en cambio les cuesta sobrevivir. La ausencia total de leyes justas, la avidez sin límites que ha suplantado el derecho han hecho la vida ciudadana insoportable para quien ama la paz, el orden social, una existencia equilibrada y consciente, dedicada a las ciencias o al progreso de la propia comunidad…

Sor Beatrice se alegraba en silencio de constatar el entendimiento inmediato entre Pietro y Giovanni. Después hablaron del significado global del poema. Pietro había dicho que estaba preocupado por el florecimiento de extrañas y peligrosas interpretaciones que veían la obra de su padre como una escritura sagrada, un libro de profecías o incluso como el relato de un viaje real al más allá, cuando se trataba de una gran alegoría poética. Las interpretaciones esotéricas eran peligrosas porque podrían desencadenar una ofensiva de la Iglesia. De todos modos él, para aclarar el asunto, estaba pensando en hacer un comentario al poema de su padre. Giovanni contó a su vez que había oído una tesis templaria según la cual Dante habría sido uno de los custodios de un secreto mensaje de los caballeros del Templo. Pietro había sacudido la cabeza incrédulo, más disgustado que divertido.

Después se habían despedido, Giovanni había regresado a su posada y Pietro y Iacopo a casa de Pietro.

Sor Beatrice, que se había quedado con su madre, la había abrazado. Se habían quedado así en silencio. No hubiera sabido decir durante cuánto tiempo. Dejando pasar añoranzas y presentimientos. Gemma se había retirado después al dormitorio de Dante, y había fijado la mirada por un instante en su fallido lecho nupcial.

—He aquí el espejo de mi vida —había susurrado— : un tálamo vacío.

Estaba muy cansada y, sin embargo, tenía casi miedo de ponerse a dormir; sabía que le costaría, como cada noche, conciliar el sueño, pues sus pensamientos estarían, como de costumbre, todos dirigidos al pasado, a cuando se quedó sola con sus hijos pequeños, viviendo también en la pobreza. Ahora estaba contenta por Pietro, por la carrera que emprendería en Verona, por la mujer con la que se casaría, pero en lo más hondo estaba triste porque no lo volvería a ver. Estaba, en cambio, decepcionada con Iacopo, por su mala cabeza, porque era mujeriego, demasiado impulsivo y confuso. Sin embargo, también estaba contenta de saber que al menos uno de sus hijos nunca se separaría de ella. El pensamiento de no poder volver a ver a Antonia, después de esa breve estancia en Rávena, no hallaba aún el coraje de afrontarlo, lo aplazaba siempre a la siguiente noche. Imaginó incluso una historia de amor como esas de las novelas francesas, fantaseó con que el de Lucca que rondaba a su alrededor la arrancase del convento y la devolviera a la Toscana. Y soñó con vivir todos felices en Florencia con un ejército de nietos. Ese pensamiento quizá era blasfemo, pero le sentó bien. Plácidamente, se durmió enseguida después de la imaginada fiesta de la boda.

Cuando se había quedado sola, sor Beatrice se había sentado en el banco del jardín a mirar las estrellas. La inmensidad de la noche le suscitaba oraciones inconscientes y sin palabras, un anhelar indefinido. Había pensado que lo que experimentaba quizá fuera precisamente el sentimiento que su padre había intentado contar en el
Paraíso.
Pero para ella era una espera tácita, sin nombre. Para ella no había palabras para verbalizar esa especie de nostalgia por un lugar en el que nunca se ha estado. Sin embargo, de vez en cuando, era como si en su mente vivieran aún dos mujeres distintas: la Antonia que había sido y la sor Beatrice que era. «¿Por qué te hiciste monja?», le preguntaba obsesivamente una voz maligna, recordándole la infancia feliz entre los brazos seguros de su padre, después el dolor tremendo cuando él fue condenado, el miedo terrible a no volver a verlo. Si por su madre hubiera sido, nunca se hubiera marchado de Florencia, ni siquiera cuando Pietro y Iacopo, con catorce años, habían tenido que dejar la ciudad, exiliados ellos también, desterrados por el gobierno municipal. Su madre había peleado como una leona contra su voluntad de hacerse monja, había soñado para ella un buen matrimonio, más feliz que el suyo. Pero los jóvenes florentinos desdeñaban a la hija de un hombre desterrado, nadie se atrevía a pedir su mano, y la pobreza a la que su familia había sido empujada ciertamente no animaba ni siquiera al más inconsciente de los cortejadores. En realidad alguno había intentado incluso seducirla, pero nadie hubiera querido casarse con ella. En su condición, pensaban los varones de buena familia, tendría que haber sido una chica fácil, como les sucede a las que no tienen nada que perder. Pero ella no pensaba así, ella era la hija de Dante.

«Lo has hecho solamente por tu estúpido orgullo —sugería la antigua malicia de Antonia—, por desdeñoso gusto, para hacer de tu destino una elección tuya. —Implacable, despiadada consigo misma y con los demás era Antonia cuando quería—. No tenías más opción que volverte monja o solterona; entonces tanto daba casarte con algún viejo incontinente de los que quería darte tu tío y rezar para que falleciera deprisa, así te quedaba la vida digna, libre y tranquila de las viudas».

Sor Beatrice dejaba que esas palabras le fluyeran dentro, no tenía miedo. ¿Qué fe es la que tiene miedo de cualquier insignificante cadena de sílabas? Así era de niña, lo criticaba todo y a todos, y a sí misma, con ferocidad inaudita, pasando cada palabra por el cedazo, buscando siempre detrás de las apariencias un móvil secreto. Después, con el tiempo, había aprendido a convivir con el implacable juez que sabía ser —no en vano era hija de Dante—. Ahora que su padre estaba muerto, la voz de aquella que había sido salía como un torrente a suscitar incluso dudas sobre la autenticidad de su vocación… «Que no haya sido solo para poder marcharme de Florencia, para poder reunirme con mi padre». Pero ahora era como una voz lejana, una compañera gruñona que se ha aprendido con el tiempo a soportar pero a cuyos reproches ya no se hace caso. «¿Y Giovanni? ¿Qué me dices de Giovanni? Un joven apuesto, ¿verdad? Y si fuera tuyo… Claro, claro… Desde que lo conociste no haces más que pensar en él… Bah, está visto que el hábito que llevas no te protege lo bastante de las tonterías del mundo…».

El pensamiento de Giovanni la llevó al asunto del águila y el arcón. Regresó inmediatamente al estudio de su padre con la antorcha encendida, la puso en la pared encima del arcón, cogió el poema y empezó a releer el canto XX del
Paraíso
para entender qué le había dicho Giovanni del misterio que allí se revelaba. Ah, cierto, la duda aparente de su padre: el problema de la teodicea, ahora se acordaba. ¿Qué Paraíso puede haber sin Virgilio, Aristóteles, Homero y Averroes? Dios debería apreciar a los hombres que han contribuido al aumento de la felicidad de sus semejantes, ya sean paganos o infieles. Sobre ese asunto no se daba tregua. En el Paraíso quería volverse a encontrar con Beatrice, estar en perpetua contemplación del Absoluto, pero no hubiera desdeñado una pequeña charla con Cicerón, Platón, Séneca o Lucano. Quizá a la manera como conversan los ángeles, sin palabras, leyéndose recíprocamente el pensamiento. Porque además, en el fondo, entre los contemporáneos, había como máximo dos o tres con los que habría compartido gustosamente el Paraíso…

Por eso en el canto de la justicia divina, donde el poeta expresa sus dudas y se contesta, asiste al milagro de dos paganos que son salvados por la infinita misericordia de Dios. El águila invita a Dante a mirar su ojo, donde están las piedras más preciosas de ese cielo. Y su ojo está formado por seis espíritus luminosos: la pupila es David; alrededor, en círculo, cinco espíritus, dos de los cuales, sorprendentemente, son Rifeo y Trajano, paganos y, sin embargo, en el Paraíso. Y brillan más que los demás cuando el águila habla de ellos. ¡He aquí cómo había llegado Giovanni al águila tallada en el arcón! Había dicho: basta meter el pulgar en la pupila y el índice y el medio en dos diamantes que son la primera y la quinta piedra preciosa de la pestaña, las más luminosas. Ejercer una ligera presión. ¡Los últimos trece cantos de la
Comedia
quizá estarían allí! Sor Beatrice realizó la operación con facilidad, oyó un clic del mecanismo interno, metió la mano izquierda bajo el baúl, encontró al tacto las hojas y las sacó. Después metió también la mano derecha en el doble fondo para asegurarse de que no había nada más. No había nada.

«Los cantos más breves del poema, como era de esperar», dijo sarcástica Antonia.

Sor Beatrice calló. Cogió las cuatro hojas de pequeño formato y las examinó a la luz de la antorcha.

VII

D
ijo simplemente que era un admirador de Dante que quería escribir su biografía, y empezó a acosar a preguntas a todo el que se le pusiera por delante. Había llegado a media mañana a la abadía de Pomposa, comenzando el viaje en plena noche. El aire se había vuelto de repente caliente al salir el sol, y una niebla inmóvil en los campos había invadido con su humedad la llanura. No había viento y la atmósfera estaba inmóvil, estancada, viciada. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, como los pensamientos cuando no fluyen. Los muros del convento le habían parecido como un fantasma gris en la niebla blanca.

Tras entrar por la puerta norte, había dejado una ofrenda para el monasterio al portero y el caballo a los mozos del establo, y se había dirigido enseguida a la iglesia. Antes de entrar había observado la imponente torre del campanario, con las ventanas cada vez más grandes de planta en planta, hasta las cuatro anchas de la última, y después el cono del techo, la base que reduce a un círculo la planta cuadrada del campanario, la cuaternidad del mundo que fluye de nuevo en la circularidad del ser, y el cono que reduce el círculo a un punto: lo múltiple que fluye de nuevo en el uno. Había atravesado el atrio y había asistido a la última parte de la liturgia. Había tan solo ocho frailes en el coro entonando el
Ave Regina coelorum
de Marco Padovano, cuatro a un lado para la primera voz, cuatro al otro para servir de contrapunto. Y el lugar del centro, reservado al abad, estaba vacío. Echó un vistazo a la arquitectura de la iglesia y advirtió que habían cerrado la nave lateral por el lado norte, en la zona de la torre del campanario, por obras de restauración. Se dirigió hacia la nave sur y se detuvo bajo un fresco que representaba el torpe intento de san Pedro de caminar sobre las aguas como había hecho Jesús, su maestro. «El torpe intento de un hombre de imitar lo divino», pensó.

Al final de la liturgia se reunió con los monjes en la sala capitular adyacente al ábside.

—Encantado. Giovanni, Giovanni da Lucca… —se había presentado a uno de ellos, anciano y de aspecto altivo, quien ni siquiera había contestado al saludo. Había notado una extraña atmósfera, el hecho mismo de que en el oficio tercero solo hubiera ocho monjes, en un monasterio que parecía albergar a decenas y decenas, enseguida le había parecido una mala señal —. Encantado. Giovanni, Giovanni da Lucca… —había intentado de nuevo con otro, de mediana edad y aspecto distinguido. Había añadido simplemente que era un admirador de Dante, que quería escribir su biografía y que sabía que el poeta había estado allí, en Pomposa.

—Yo soy el padre Fazio —le había respondido, aunque reconociendo que sobre Dante no podía decirle nada; que había oído hablar de él, pero no lo había visto ni siquiera las dos o tres veces que había estado allí.

Giovanni le había preguntado entonces que a qué se debía que hubiera habido tan pocos monjes en la liturgia de media mañana, y el padre Fazio había levantado los ojos al cielo y esbozado una sonrisa amarga.

—¿Y las sombras? —había replicado—. ¿Habéis contado las sombras, hijo mío? El tiempo final del reino de Dios en la tierra estaría a punto de consumarse, el reino milenario sería ya
hic et nunc
si además de los que habéis visto hoy hubieran estado también todos los demás. Buena parte de los componentes de esta abadía son solo sombras: aparecen en los registros, pero nadie los ve nunca, y menos en verano. Evidentemente, el aire malsano de estos lugares los empuja a una regla tan solo suya, a pesar de san Benito. Pero id a Ferrara o a Rávena y encontraréis a más de uno, difíciles de reconocer por las ropas seglares que llevan y por la conducta que tienen. Si seguimos así será el final para Pomposa, el santo padre antes o después hará que la cierren.

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