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Authors: Jack London

El lobo de mar (25 page)

BOOK: El lobo de mar
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—¿Qué esperaba usted, que subieran a bordo y nos cortaran el cuello?

—Algo parecido —confesó ella—. Debe usted comprender que los cazadores son gente tan nueva y extraña para mí, que estoy siempre dispuesta a esperar alguna cosa extraordinaria..

El asintió con la cabeza.

—Tiene razón, tiene razón. Su único error ha consistido en no esperar lo más malo.

—Pero, ¿qué puede ser peor que cortarnos el cuello? —preguntó con una sorpresa deliciosamente ingenua.

—Que nos quiten el dinero. En estos tiempos la capacidad de vivir del hombre se determina por el dinero que posee.

—A mí, el que me robe la bolsa me quita lo de menos valor —dijo ella citando un refrán.

—Pues el que a mí me robe la bolsa me roba mi derecho a vivir —replicó Wolf Larsen—. Y así lo dice un proverbio contrario. Porque me roba el pan, la carne, la cama, y con esto pone mi vida en peligro. No hay bastantes comedores gratuitos para alimentar a todo el mundo, ¿sabe?, y cuando los hombres no tienen nada en el bolsillo, lo regular es que mueran miserablemente..., a no ser que puedan volver a llenarlo pronto.

—Pero yo no veo que este vapor tenga ningún designio contra nuestras bolsas.

—Espere y verá —respondió él frunciendo el ceño.

No tuvimos que esperar mucho. Habiendo llegado el Macedonia varias millas más allá de nuestra línea de botes procedió a bajar los suyos. Sabíamos que llevaba catorce para nuestros cinco (a nosotros nos faltaba uno por la deserción de Wainwright), y comenzó a arriarlos mucho más a sotavento que el último de los nuestros; continuó arriándolos, atravesándose en nuestro camino, y terminó bastante después de nuestro primer bote de barlovento. Nos habían estropeado la caza. Detrás de nosotros no había focas y enfrente la hilera de catorce botes barría el rebaño delante de sí como una escoba enorme.

Nuestros botes cazaron en las dos o tres millas de agua que quedaban entre ellos y el punto donde el Macedonia había arriado los suyos, y después emprendieron el regreso. El viento había decaído hasta convertirse en un hálito, el océano se encalmaba por momentos, y esto, unido a la presencia del gran rebaño, hacía que el día fuese inmejorable para la caza uno de los dos o tres que pueden darse a lo sumo en toda una temporada favorable. Remeros y timoneles, lo mismo que cazadores, se arremolinaron junto al Ghost. Cada uno de ellos se creía robado; y los botes fueron izados entre maldiciones, que de haber tenido bastante poder hubiesen decidido de Death Larsen para toda una eternidad.

—¡Muerto y maldito para una docena de eternidades! —comentaba Louis, guiñándome los ojos, mientras descansaba después de haber amarrado su bote.

—Escuchen y vean si es difícil descubrir lo más esencial de sus almas —dijo Wolf Larsen—. ¿Fe? ¿Amor? ¿Ideales elevados? ¿Bondad? ¿Belleza? ¿Verdad?

—Su sentido innato del derecho ha sido violado —advirtió Maud Brewster, uniéndose a la conversación.

Se hallaba a unos doce pies de nosotros, se apoyaba con una mano en el obenque mayor y se balanceaba suavemente con el ligero vaivén del barco. Apenas había levantado la voz, y me sorprendió su tono claro y sonoro. ¡Ah, qué dulce resonaba en mi oído! En aquel momento casi no me atreví a mirarla por miedo a traicionarme. Tocaba su cabeza con una gorra de muchacho, y su cabello castaño claro, ahuecado y flojo, al ser herido por el sol, parecía una aureola alrededor del delicado óvalo de su rostro. Era positivamente encantadora. Renacía en mí toda mi antigua admiración por la vida a la vista de tan espléndida encarnación, y la fría explicación que de la vida y su significado daba Wolf Larsen me parecía verdaderamente ridícula y risible.

—Usted es sentimentalista —dijo con sorna— lo mismo que míster Van Weyden. Estos hombres reniegan porque sus deseos han sido ultrajados. Eso es todo.

—Pues usted se conduce como si su bolsillo no hubiese sido perjudicado —dijo ella sonriendo.

—Y, sin embargo, no es así. Al precio corriente del mercado de Londres y basándonos en un buen cálculo de lo que la caza de esta tarde hubiese podido ser de no habernos hecho el Macedonia esta mala acción, el Ghost ha perdido alrededor de mil quinientos dólares en pieles.

—Lo dice usted tan tranquilo...

—Pero no lo estoy; sería capaz de matar al hombre que me ha robado. Si, ya sé que este hombre es mi hermano—..

Su rostro sufrió un cambio inesperado. Su voz era menos áspera y completamente sincera al decir .

—Ustedes los sentimentalistas deben ser felices, real y verdaderamente felices, al soñar y hallar las cosas buenas, y al creer buenas algunas de ellas se creen buenos ustedes mismos. Díganme ahora ustedes dos ¿me creen bueno?

—Usted es bueno si se mira... en cierto modo —le repliqué.

—En usted la bondad se halla en potencia —respondió Maud Brewster.

—Ya está —le gritó medio enojado—. Sus palabras no tienen sentido para mí. En el pensamiento que ha expresado no hay nada claro, agudo o definido. No se le puede coger con las dos manos y contemplarle. En realidad, no es un pensamiento. Esto es un sentimiento, algo basado en la ilusión, pero de ninguna manera un producto de inteligencia.

Cuando prosiguió, su voz volvió a suavizarse y adoptó un tono confidencial.

—Miren, a veces me sorprendo deseando también ser ciego para los hechos de la vida y conocer únicamente sus fantasías e ilusiones. Son falsas, todas falsas, desde luego, y contrarias a la razón; pero la mía me dice frente a ellas que eso es falso, que el soñar y vivir las ilusiones proporciona el mayor placer. Y después de todo, el placer es el ensueño de la vida. Sin placer la vida es un acto sin valor. Construirse uno la vida sin recompensa es peor que la muerte. El que más goza más vive, y vuestros sueños e ilusiones les molestan menos y satisfacen más que a mí mis realidades.

Movió la cabeza lentamente, meditando.

—Con frecuencia dudo del valor de la razón. Los sueños deben ser más sustanciales y convincentes. El placer emocional es más completo y duradero que el placer intelectual, y además, ustedes pagan por sus momentos de placer intelectual con sus melancolías. Al placer emocional siguen las sensaciones del desaliento, de las que pronto se recuperan. Les envidio a ustedes, les envidio.

Se detuvo bruscamente, y sus labios dibujaron una de sus extrañas sonrisas burlonas cuando añadió:

—Les envidio con mi cerebro, entiéndalo bien, no con mi corazón. Me lo dicta mi razón. La envidia es un producto de la inteligencia. Yo soy como un hombre sobrio que mira un borracho, y que estando muy aburrido quisiera emborracharse también.

—O como un hombre cuerdo que viendo a unos locos deseara también volverse loco —dije riendo.

—Exactamente —repuso—. Ustedes, pareja de locos fallidos, son felices. Para ustedes no hay realidades en su cartera.

—No obstante, gastamos con la misma liberalidad que usted —advirtió Maud Brewster.

—Con más liberalidad, porque no les cuesta nada.

—Y porque nosotros giramos contra la eternidad —replicó ella.

—Lo mismo da que sea así, como que lo crean ustedes. Gastan ustedes lo que no han ganado, y en cambio alcanzan mayor mérito por gastar lo que no ganaron, que yo gastando lo que he ganado con mi sudor.

—Entonces, ¿por qué no cambia usted la base de su moneda? —preguntó ella, para contrariarle.

El la miró rápidamente, medio esperanzado, y dijo después con pesadumbre:

—Demasiado tarde. Tal vez me hubiese gustado, pero no puedo— Mi cartera está atiborrada de la antigua moneda y es una cosa muy inflexible. Ya nunca podré considerar nada tan válido como esto.

Cesó de hablar, y su mirada vagó ausente más allá de donde ella estaba y fue a perderse en la placidez del mar. La vieja melancolía original se había apoderado de él Fuertemente y se le había entregado temblando. Sus razonamientos le habían sumergido en uno de esos intervalos de desaliento, y durante algunas horas se hubiera esperado en vano que el demonio que llevaba dentro levantara la cabeza y se agitara. Me acordé de Charley Furuseth y comprendí que su tristeza era el tributo que los materialistas pagan siempre por su materialismo.

CAPITULO XXV

—¿Ha estado usted en la cubierta, míster Van Weyden? —dijo wolf Larsen a la mañana siguiente, a la hora del desayuno—. ¿Cómo se presentan las cosas?

—Bastante claras —contesté, contemplando la luz del sol que se derramaba por la puerta de la escalera—. Suave brisa de Poniente, con la promesa de arreciar, si son exactas las predicciones de Louis.

Movió la cabeza, complacido.

—¿Hay señales de niebla?

—En el Norte y Noroeste se divisan masas tupidas.

Volvió a mover la cabeza, mostrando aún mayor satisfacción que antes.

—¿Qué me dice del Macedonia?

—No se ha visto —respondí.

Hubiese jurado que al oírlo desapareció la alegría de su semblante, pero yo no podía concebir la causa de su contrariedad.

No tardaría en conocerla.

—¡Humo a la vista! —gritaron desde cubierta, y su rostro se iluminó.

—¡Bien! —exclamó, y al instante se levantó de la mesa para dirigirse. a cubierta y a la bodega, donde los cazadores se desayunaban por primera vez después de su destierro.

Maud Brewster y yo tocamos apenas la comida que teníamos delante; en cambio, nos mirábamos uno a otro con inquietud y escuchábamos la voz de Wolf Larsen, que penetraba fácilmente en la cabina a través del mamparo. Habló largo rato, y sus conclusiones fueron saludadas con una violenta salva de aplausos. El mamparo era demasiado grueso para poder oírse lo que decía; pero, fuese lo que fuera, afectó profundamente a los cazadores, pues a los aplausos siguieron exclamaciones ruidosas y gritos de alegría.

Por los sonidos que llegaban de la cubierta comprendimos que los marineros habían recibido orden de hacer los preparativos para arriar los botes. Maud Brewster subió conmigo, pero la dejé en la escalera de la todilla, desde donde podría observar la escena sin verse mezclada en ella. Los marineros debían estar enterados del proyecto, y el ardor y la energía que ponían en el trabajo atestiguaban su entusiasmo. Los cazadores llegaron en tropel a la cubierta con escopetas y cajas de municiones, y, cosa inaudita, con los rifles— Estas armas se llevaban raras veces en los botes, porque una foca herida a distancia con un rifle se hundía invariablemente antes de que el bote pudiese alcanzarla. Pero aquel día cada cazador llevaba uno y abundante provisión de cartuchos. Noté que hacían muecas de satisfacción cuando miraban hacia el humo del Macedonia, que iba apareciendo más alto según se acercaba desde el Oeste.

Los cinco botes bajaron impetuosamente, se desparramaron coma el varillaje de un abanico, y como la tarde anterior, hicieron rumbo al Norte, hacia donde debíamos seguirles. Les observé curioso durante un rato, pero su proceder no parecía tener nada de extraordinario. Arriaron las velas, mataron tocas y volvieron a izar velas y continuaron haciendo lo mismo de siempre. El Macedonia repitió la hazaña del día antes, invadió el mar con sus botes, adelantóse a los nuestros, cruzándose en su camino. Catorce botes requieren una considerable extensión de agua para cazar cómodamente, y cuando ya hubo envuelto nuestras líneas prosiguió su ruta en dirección nordeste, dejando más botes a su paso.

—¿Qué ocurre? pregunté a Wolf Larsen, no pudiendo por más tiempo reprimir mi curiosidad.

—No te preocupe esto —respondió con aspereza—. No tardarás mil años en descubrirlo, y entretanto, lo que puedes hacer es rogar que sople todo el viento posible... Bueno, a ti te lo puedo decir —prosiguió, un momento después—. Voy a dar a este hermano mío una dosis de su propia medicina. Usaré sus mismas pilladas, pero no un día, sino el resto de la temporada, si tenemos suerte.

—¿Y si no? —inquirí.

—No habría nada. Es preciso que tengamos suerte, pues de lo contrario lo perderíamos todo.

El se quedó junto al timón y yo me dirigí a mi hospital del castillo de proa, donde se hallaban mis dos inválidos: Nilson y Thomas Mugridge. Nilson estaba todo lo alegre que pudiera esperarse, pues su pierna fracturada se cicatrizaba magníficamente; pero el cocinero era presa de una melancolía desesperada, y yo sentía aumentar mi compasión por aquel ser tan desdichado. Y lo más admirable era que continuara viviendo, aferrándose a la vida. Los años de brutalidad habían reducido su cuerpo flaco de por sí a una ruina, y con todo, la llama de la vida ardía con el mismo brillo de siempre.

—Con un pie artificial, y ahora los fabrican excelentes, seguirás renqueando por las cocinas de los barcos hasta el fin de los siglos —le dije.

Pero su respuesta fue seria, solemne.

—Yo no sé nada de lo que usted dice, míster Van Weyden, pero de lo que estoy seguro es que no volveré a ser feliz hasta que vea muerto a ese perro del infierno. Es imposible que viva tanto como yo. No tiene derecho a vivir, y según dice la Escritura: "Morirá abandonado de todos". Y yo digo: amén, y que sea cuanto antes.

Cuando volví a cubierta, hallé a Wolf Larsen gobernando con una mano, en tanto que con la otra sostenía los anteojos y estudiaba la situación de los botes, prestando particularmente atención a la posición del Macedonia. La única diferencia perceptible en nuestros botes era que habían avanzado más en dirección del viento y habían torcido varios puntos hacia el Noroeste. Todavía continuaba yo sin ver la utilidad de la maniobra, porque el mar libre se hallaba interceptado aún por cinco botes de aquel barco, que, a su vez, también habían avanzado con el viento. Así, pues, divergían hacia Poniente alejándose de los demás botes de su línea. Los nuestros no sólo llevaban extendidas las velas, sino que remaban al mismo tiempo. Hasta los cazadores empuñaban los remos, y con tres pares de ellos en el agua, alcanzaron pronto a los que, con toda propiedad, pudiéramos llamar enemigos.

El humo del Macedonia se había reducido a una pequeña mancha por la región Noroeste del horizonte— El barco ya no podía distinguirse. Nosotros habíamos ido vagando hasta ahora con las velas medio caídas y desdeñando el viento, y dos veces en poco tiempo habíamos virado de borda. Pero ahora se orientaron las velas, y Wolf Larsen se dispuso para salir al paso a los adversarios. Atravesamos nuestra línea de botes y nos dirigimos sobre el primero de barlovento de la línea contraria.

—Abajo el contrafoque, míster Van Weyden —ordenó Wolf Larsen—, y quédese aquí para pasar los foques al otro lado.

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