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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (45 page)

BOOK: El mal
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Mayer acogió con gratitud esa posibilidad de amenizar el camino.

—Un par de meses. La razón por la que abandonamos nuestras sepulturas suele ser algún encuentro en otra comunidad, pero sucede pocas veces.

—De todos modos, mientras no te apartes de estos senderos...

Armand asintió.

—Sí. Lo que ocurre es que ignoras qué circunstancias imprevistas te pueden apartar de ellos. ¿Recuerdas el pernicioso canto de sirena del que te salvó Beatrice? Ibas directo a la oscuridad, a pesar de saber que no debías abandonar la zona iluminada...

El Viajero, soportando el impacto de aquella mención —que, además de resaltar la ausencia de la chica, todavía le hacía sentirse más culpable por su comportamiento ella—, hizo un gesto afirmativo.

—Es verdad. Estaba pensando en los carroñeros como único peligro y no había caído en la cuenta.

—Otros desafíos se ocultan en la noche; hay muchos tipos de alimañas nocturnas —advirtió el militar—. El insecto no ve a la araña hasta que ya ha caído en su red. Los carroñeros son previsibles; lo verdaderamente amenazador son los peligros que no se intuyen.

—Comprendo.

—Lo que da miedo —terminó Mayer— es descubrir que mantenerte en el área de resplandor no depende solo de tu voluntad. Eso es lo que debilita nuestra disposición a movernos más allá de nuestros recintos sagrados. Y por eso acostumbramos a ir en grupos cuando salimos de los cementerios. Es lo más seguro cuando la convicción y el valor no garantizan, por sí solos, el retorno.

Pascal distinguió en aquellas palabras el inextinguible espíritu militar de Mayer.

—¿Y los espíritus errantes? —preguntó, a pesar de que aquella curiosidad entrañaba una nueva alusión directa a Beatrice.

—Su naturaleza es más fuerte —respondió Mayer—. Podríamos decir que su sustrato, muy evolucionado, está preparado para una existencia de espera en permanente movilidad. Son mucho más veloces que nosotros, y también gozan de una cierta impermeabilidad, una especie de inmunidad a determinadas amenazas.

—Por eso ella pudo salvarme cuando lo de la sirena.

Pascal recordó con un escalofrío la sensual llamada de aquella criatura que —por suerte— no había llegado a ver. Su cadencia musical no era más que un tentáculo de dulzura que te alcanzaba como un abrazo del que era imposible zafarse hasta que la tragedia estaba servida. Hipnotizado por aquella voz cristalina, atrapado por su magnetismo, uno no podía rebelarse y caía rendido hacia las profundidades de la noche. Nadie retornaba de la llamada de las sirenas. De no haber sido por Beatrice, él habría pasado a convertirse en una víctima más de aquellos monstruos.

—Exacto, por eso pudo ayudarte —contestaba Mayer en aquel momento—. Si en esa ocasión hubieras estado acompañado por un muerto como yo, ambos habríais acabado en las fauces de los carroñeros. Salvo que tu compañero, conocedor de ese peligro, hubiese reaccionado a tiempo, claro.

Continuaron caminando durante media hora más. Pascal, muy pendiente de su reloj, aplicaba los parámetros que conocía para llevar a cabo la conversión en tiempo de los vivos. Le hizo gracia constatar que, al igual que ocurría en casa con sus padres, allí también tenía hora tope de regreso.

—Ya hemos llegado —avisó Mayer, deteniéndose en mitad del sendero.

—¿Es aquí? —Pascal estaba sorprendido. Durante el trayecto se había imaginado alguna puerta, algún tipo de acceso revestido de cierta solemnidad. Pero en aquel punto invisible que señalaba el militar, lo único que quedaba ante él era el mismo paisaje de negrura invariable, claustrofóbica, que había constituido su telón de fondo a lo largo de toda la caminata.

—Para alcanzar el nivel de los fantasmas hogareños es inevitable pisar zona oscura —explicó Mayer, poniéndole una mano en el hombro—. Junto a este borde —se agachó hacia el margen derecho del camino, no sin antes comprobar el panorama desierto sumergido en las tinieblas— se abre una sima en el terreno que se va haciendo más grande conforme desciende. Debes bajar por ella hasta el fondo, conduce directamente al sector de los fantasmas hogareños —se detuvo y su rostro mostró un gesto apesadumbrado—. Yo solo puedo llegar hasta aquí, Pascal.

El Viajero pudo percibir en sus palabras el sincero pesar de su amigo.

—No te preocupes, capitán. Lo entiendo.

Pascal no había previsto aquella exposición al peligro que suponía pisar la zona oscura para llegar a las galerías de los fantasmas hogareños. Pero tampoco le había parecido prudente acceder a ese sector desde el mundo de los vivos, a través de los espejos, pues sin su guía, Melissa Lebobitz, ya no podría orientarse por los oscuros corredores donde además acechaban los gusanos carnívoros. Ahora, para su consternación, descubría —algo tarde— que aquella alternativa por la región de los muertos tampoco le evitaba jugarse el cuello.

—Cada vez que tengo que despedirme de ti y enviarte a una nueva misión —Mayer recordaba la ocasión anterior, cuando Pascal se enfrentó a la aventura de rescatar a Michelle—, me invade el mismo remordimiento. Me siento como un oficial que abandona a sus hombres antes de la batalla. Pero no puedo escapar a las limitaciones de mi situación.

Pascal le dio un abrazo, con la certidumbre de que aquel noble militar habría sido, sin duda, un excelente Viajero.

—De verdad, traerme hasta aquí ya ha sido una pasada. Además, como Viajero, debo acostumbrarme a moverme solo —calló un instante—. ¿Alguna instrucción sobre lo que me voy a encontrar allí abajo?

—Te voy a decir algo más útil —respondió el capitán Mayer recobrando el ánimo—: la estrategia que debes emplear para sobrevivir en ese entorno.

Aquello interesó mucho a Pascal, consciente de lo poco que sabía en realidad de aquel submundo al que se dirigía.

—Te escucho.

—Tu misión no consiste en un enfrentamiento directo —comenzó—, sino más bien en un combate de guerrillas ante un enemigo escurridizo y disperso. El paisaje donde se oculta el adversario no es la jungla, ni la montaña, ni el desierto. Son ciudades.

—¿Ciudades?

—Sí, te moverás en un escenario urbano. Aunque vacío, claro —se detuvo para señalar el punto exacto por donde debía salir Pascal del sendero—. Te he traído a este lugar porque es el que comunica con el París de los fantasmas hogareños, donde se supone que se esconde ese ente demoníaco, atendiendo a sus movimientos en el mundo de los vivos. Pero allí abajo hay un mundo paralelo completo, con todas las poblaciones que existen en tu realidad. Toda construcción que ha albergado almas tiene su reflejo allí.

Pascal estaba intimidado.

—Y una vez que llegue a ese París...

—¿Te gusta el boxeo?

Pascal se había quedado con la boca abierta, incapaz de adivinar a qué venía ahora aquella pregunta.

—No.

Mayer puso cara de pensar algo parecido a «qué blandos son los chicos del siglo XXI».

—Me refiero a que tu forma de planificar el enfrentamiento tiene que seguir el mismo esquema de asaltos del boxeo: breves ataques, repentinas batidas para cubrir zonas de la ciudad y, sobre todo, rápidos retornos a la Tierra de la Espera. Procura no permanecer mucho tiempo allí abajo, pues te agotarás y multiplicarás el riesgo.

—Pero...

—Marc no saldrá de su madriguera, tranquilo. No se va a arriesgar a que lo atrapen los Centinelas. Así que lo que tienes que hacer son breves incursiones mientras lo buscas. Y siempre, sobre todo, volver cuanto antes.

Aquella recomendación no iba a constituir un problema, puesto que los plazos que le imponía Daphne para retornar a su dimensión eran bastante reducidos: alrededor de dos o tres horas de tiempo de los vivos, lo que en aquella realidad paralela equivalía a un máximo de veintiuna. Lo suficiente para encajar sus viajes sin provocar en sus rutinas cotidianas alteraciones que pudieran levantar sospechas.

—¿Llevas la piedra transparente? —preguntó Mayer—. Perderte en el camino de vuelta podría resultar fatal.

—Sí, lo tengo todo —a Pascal le cruzaba el pecho el correaje que fijaba la vaina de la daga a un lateral de su cintura, y a la espalda llevaba una mochila con provisiones, agua, el brazalete y la piedra-brújula.

Mayer suspiró sin dejar de mirarle a los ojos, con el mismo orgullo en sus pupilas que mostraría si estuviese pasando revista a un valeroso regimiento dispuesto a ocupar su posición en primera línea. Y eso que Pascal, con sus vaqueros caídos, las zapatillas, el pelo desordenado y su cazadora, no ofrecía precisamente un aspecto marcial.

—Pues... adelante, Viajero —alentó el militar—. Acudes solo a tu cita con el peligro, pero no lo estás. Nunca lo olvides. Aquí es demasiado fácil sentirse olvidado, pero solo es una trampa más del paisaje, un espejismo.

Pascal agradeció aquellos ánimos que lo reconfortaron. Se volvieron a abrazar, la ropa impidió al chico percibir el frío en la piel de su amigo.

A continuación, el Viajero se dispuso a abandonar la consoladora palidez del sendero. No quería pensarlo más, temeroso de las dudas que pudieran surgirle. Pero antes de poner un pie en terreno oscuro, los dos se dedicaron a estudiar con detenimiento las proximidades cobijadas en las sombras. En apariencia, todo continuaba calmado. Pascal deseó con todas sus fuerzas que así fuera, mientras renunciaba por fin al resguardo del camino pálido con su primera zancada.

Las tinieblas le acogieron con su tacto poroso, absorbente. Casi pudo percibir, en medio del silencio opaco que pareció taponar sus oídos, un aire menos cargado de oxígeno que entraba en sus pulmones, inoculándole la primera dosis de miedo. ¿Qué le aguardaba en aquellas profundidades?

* * *

Conducir la ayudaba a pensar. Por eso, Marguerite aprovechaba su regreso a la comisaría desde la torre de Montparnasse para efectuar las primeras valoraciones acerca de su entrevista con André Verger y las comprobaciones hechas entre el personal de su oficina. Todo había resultado inútil. Por lo visto, nadie había llamado por teléfono a Pierre Cotin al día siguiente de su muerte, ni siquiera lo conocían.

Por tanto, alguien mentía.

En otras circunstancias, ella habría descartado aquella vulgar empresa para seguir investigando por derroteros distintos, pero la certeza de que solo miente quien tiene algo que ocultar la animó a seguir tirando de aquel cabo en apariencia poco prometedor. Tampoco tenían mucho más en aquel caso, así que la decisión era fácil.

Su única preocupación era que no trascendiesen sus pesquisas. Marguerite no podía olvidar que del expediente Cotin se estaba encargando otro compañero del cuerpo, y sus jefes no iban a entender —ellos menos que nadie— que la detective aumentase su carga de trabajo con un asesinato que ofrecía pocas dudas y ningún interés. De hecho, estaba prácticamente archivado.

Marguerite hizo acopio de toda su experiencia en el trato directo con personas para interpretar el encuentro que acababa de protagonizar con André Verger. ¿Se ocultaba algo bajo aquel apuesto y elegante perfil, bajo aquella exquisita educación? No hacía falta ser un lince para detectar la desproporcionada ambición que irradiaba de aquel hombre, pero eso entraba dentro de la legalidad. Sus ojos acerados, en cambio, no la habían convencido tanto; eran como cristales donde uno veía reflejado lo que esperaba, cuando en realidad podían ocultar un abismo tras ellos.

Nada más verlo en aquel despacho, la detective supo que no sería posible conocer a André Verger. Lo único que el empresario mostraba era su máscara. Muy perfeccionada, muy ajustada a su piel, pero, en definitiva, una simple mueca postiza.

De ser él la persona que Marguerite buscaba, ¿qué relación podía tener con Cotin, un aparente camello de medio pelo?

Si, tal como había deducido de la escena del crimen, lo de las drogas no pasaba de ser un tosco montaje, la detective se encontraba con que ni siquiera disponían de móvil que justificara la muerte de Cotin. Así era muy difícil llevar a cabo una investigación, cuando además tenía que encargarse del asunto de Sophie Renard, de otros casos rutinarios pendientes y, encima, de vigilar a Pascal. Madre mía.

Marguerite agradeció la escasa necesidad de sueño que siempre había manifestado, y que le permitía extraer de cada jornada un rendimiento excepcional. Le cundían mucho los días.

Decidió que buscaría información sobre Verger en el ordenador de comisaría: su historia, cómo había llegado a ocupar la posición en la que ahora se encontraba... Tal vez eso arrojase algo de luz. En caso de que fuese alguno de sus empleados y no aquel altivo empresario el autor de las llamadas a Pierre Cotin, la detective estaría perdiendo el tiempo, pero por algún sitio había que empezar. Asumir el riesgo de dilapidar horas y horas constituía un principio elemental a la hora de iniciar una investigación. Por fortuna, tras el final de Cotin no parecía ocultarse la presencia de un asesino en serie, así que, como no era previsible una nueva muerte derivada de su estrangulamiento, tampoco existía una urgencia especial en resolverlo. Contaba solo el éxito final.

Marguerite miró su reloj. Ya había oscurecido, así que cambió el rumbo de su vehículo y se dirigió al domicilio de Pascal. A fin de cuentas, pensó, si en efecto, tal como defendía Marcel, alguien pretendía hacer daño al chico, lo lógico era que estuviese merodeando por las proximidades de su casa, a la espera del momento propicio para atacarlo. ¿No era eso lo que había ocurrido la noche anterior, según le había contado Marcel? Los criminales siempre acaban volviendo al lugar del delito... sobre todo si el primer intento fue fallido.

Lástima que Pascal no pudiese recordar los detalles de su agresor.

En el fondo le parecía muy improbable todo aquello, pero Marcel era muy hábil planteando sus conjeturas como si fuesen argumentos razonables, con lo que acababa arrastrando a Marguerite. Y lo cierto es que con frecuencia lograban descubrir hechos delictivos a partir de comienzos que cualquier profesional hubiera calificado de inaceptables.

Sin duda, ambos componían el equipo de trabajo más excéntrico de todo París. Pero funcionaban. Y qué bien sentaba de vez en cuando una buena bronca entre ellos. Era casi terapéutico, sobre todo porque la reconciliación era inevitable, dada la amistad que los unía.

Marguerite no se demoró en llegar hasta la calle donde vivía Pascal Rivas y aparcar el coche. No tardaría demasiado en detectar algo sospechoso por las inmediaciones...

* * *

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