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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (67 page)

BOOK: El mal
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—Es lo que pretendo —afirmó Pascal.

—Además —recordó la vidente—, parece que no todos los espíritus hogareños están sometidos al reino de terror que tal vez ha impuesto Marc en su nivel.

—El aviso que has recibido esta mañana en tu casa lo confirma —señaló el forense—. Y eso convierte la situación allí en menos hostil de lo que parecía... siempre y cuando ese aviso no se trate de una trampa, claro.

—Claro —murmuró el chico, inquieto.

¿Hogareños buenos, hogareños malos? Pascal imaginó que volvía al París de la ocupación nazi, dominado por tropas enemigas, pero en el que se movía de forma clandestina una Resistencia dedicada a sabotear.

—Pero... —dudó, pensando en un interrogante que nunca se había planteado—. ¿Es frecuente que alguien, al morir, se convierta en hogareño? —en realidad, aquella era una simple curiosidad en cuanto al número de aquel tipo de criaturas—. ¿Me voy a encontrar con muchos?

—La transmutación en entidad hogareña es un fenómeno bastante inusual —respondió Daphne—. La mayor parte de los espíritus que yo convoco en mis sesiones ya no están en este mundo. Se trata de algo excepcional: no cualquier asunto pendiente impide que un difunto continúe su camino.

—A pesar de la cantidad de gente que vive en esta ciudad —completó Edouard—, te cruzarás con muy pocos. La mayoría, además, haciendo honor a su naturaleza, apenas salen de sus madrigueras. No te apures por eso.

Marcel Laville emitía su propio pronóstico.

—Imagino que Marc, sabiendo ya que tienes intención de acudir a buscarle, se habrá limitado a rodearse de una especie de guardia pretoriana, unos pocos fantasmas de fidelidad contrastada.

—¡Insensatos! —Daphne, iracunda por aquella inesperada complicidad con la que iba a contar el ente demoníaco, pronosticó:— Al ayudar a Marc se condenarán a la eterna oscuridad. El miedo y la ignorancia constituyen una combinación arriesgada para los espíritus pusilánimes. Y los hay, entre los hogareños.

—¿Ignorancia? —repuso Marcel—. No hay más ciego que el que no quiere ver. Eso no les servirá para justificarse, llegado el caso.

Una breve exclamación de Mathieu, que seguía atento a la pantalla del ordenador, cortó la conversación.

—¿Tienes algo? —preguntó Pascal.

—Creo que sí —respondió el otro.

* * *

En la radio acababan de aludir al descubrimiento de un nuevo cadáver desangrado en París. La voz del locutor todavía retumbaba en los oídos de Jules. Por si fuera poco, el lugar del macabro hallazgo se ubicaba en la misma calle donde vivía su amigo Pascal.

El destino perseveraba en sus tortuosos guiños. Jules sucumbía a su turbulenta seducción, se rendía a una nueva confirmación de su peor pesadilla.

Ensimismado, contempló desde la ventana de su habitación cómo el cielo nublado iba cambiando de tonalidad hacia un gris ceniciento. Las sombras de los edificios se alargaban sumiendo las calles en la penumbra, mientras la temperatura descendía ahuyentando a los paseantes. Algunas viejas plazas de París, por su trazado convulso, generaban a esa hora mortecina del día insospechados rincones tenebrosos que Jules siempre había apreciado como gótico.

El atardecer llegaba, por fin. Anticipando el prematuro crepúsculo de su vida.

Jules sabía que no le quedaba mucho tiempo si pretendía llevar a cabo lo que había decidido. Pronto su cuerpo dejaría de responder, preparándose para la sistemática sumisión a los instintos malignos. No debía permitir que eso ocurriera... una vez más.

Se abrigó y abandonó su habitación. Recorrió los metros de pasillo que lo separaban de la salida del piso arrastrando los pies, mudo e inexpresivo, como un muerto en vida. Como lo que era.

Habría deseado un último encuentro con sus padres, pero no estaban en casa. Al percatarse de ello, se había planteado dejarles una carta de despedida, pero ¿qué iba a decirles? ¿Qué podía contarles? Prefirió intentar que su muerte pareciese un accidente, un mal resbalón, una imprudencia de adolescente problemático. De aquel modo reduciría el dolor ocasionado a su familia. O eso pretendía.

En cuanto a sus amigos... acababa de enviar un sobrio correo electrónico a Michelle, donde le explicaba su situación y le rogaba que Marcel Laville llevase a cabo con su cadáver el rito antivampírico lo antes posible. No quería terminar visitando a sus amigos desde su tumba, transformado —ya por completo, sin el consuelo de vestigios humanos— en un depredador. Les advertía además sobre sus dos víctimas, cuya posible infección habría que comprobar también.

Sobraban más explicaciones, no quería darlas.

¿Cómo admitir que era un asesino? ¿Cómo reconocer que había estado engañándolos, jugando con ellos? ¿Cómo asumir que ya no era de los suyos?

Jules comenzó subir la escalera en dirección a la azotea, el lugar donde solía reunirse con Michelle para observar las estrellas mientras hablaban de temas siniestros. Hacía tiempo ya que no lo hacían, pero es que todo había cambiado mucho desde que la Puerta Oscura surgiese como por ensalmo en sus vidas.

En cierto modo, ese sobrecogedor umbral era el culpable de lo que le había ocurrido, de que ahora se viese abocado a terminar con su vida cuando aún era demasiado pronto.

«Yo elegí jugar, nadie me obligó». Jules no estaba dispuesto a mentirse. Habría sido una mezquindad intentar justificarse a esas alturas. Paradójicamente, la determinación de suicidarse iba rescatando en él su maltrecha dignidad. La suya era una huida para la que se requería mucho valor. Un sacrificio en apariencia egoísta que, sin embargo, encubría una rotunda dosis de generosidad.

Allí arriba —muy cerca del lugar que había cobijado la Puerta Oscura durante más de un siglo—, el chico disfrutó de las ráfagas de aire fresco, de la negrura que se iba imponiendo sobre su cabeza, del resplandor amarillento que se derramaba en multitud de diminutos brotes de luz salpicando el paisaje urbano. Ante sus ojos, un bosque de antenas se alzaba sobre el rumor del tráfico pisos más abajo.

Jules avanzó unos pasos, saltó el pequeño muro que marcaba el límite y se adelantó hasta situarse al borde de la cornisa. Luego se apartó. No quería que algún vecino de los edificios próximos pudiera verle en esa actitud y más tarde ejercer de testigo, arruinando la piadosa tapadera de la versión accidental de su fallecimiento.

Su mente bullía de recuerdos, como empeñada en mostrarle todo aquello a lo que iba a renunciar si persistía en su resolución.

«Pero si ya estoy muerto», pensaba a su vez.

La cuestión que en aquel instante se planteaba Jules se reducía, sin embargo, a la siguiente incógnita: ¿había merecido la pena a cambio de lo que la Puerta Oscura le había permitido conocer, vislumbrar?

De entre sus labios entreabiertos se deslizó una audaz respuesta afirmativa. La pasión gótica, instalada en su corazón, le obligaba a reconocer en medio de su soledad que la Puerta Oscura le había concedido experimentar el terror en estado puro y asomarse al Más Allá. ¿Se podía pedir algo más? Ante aquel irrepetible privilegio, casi se le antojó legítimo el peaje letal con el que ahora debía responder.

Lo único que Jules lamentaba en lo más profundo de su ser era la posibilidad de haber contagiado su mal a dos personas inocentes, el hecho fatal de haberles arruinado la vida y la monstruosa consecuencia de infectarlos de su condición de no-muerto.

Jules dio un paso hacia el borde de la cornisa, dejándose embargar por los tímidos destellos de su última velada parisina y por la letanía de sonidos que provocaba la ciudad sumiéndose en el atardecer prematuro del invierno.

Aquel constituía un hermoso escenario de despedida, un último recuerdo, un homenaje que llevarse a la tumba de la que esperaba no volver a salir. Solo muriendo descansaría en paz, antes de que el proceso maléfico que padecía culminara.

No. Esta vez su condición vampírica no actuaría sobre su cuerpo a tiempo de impedir su irrevocable determinación.

Notaba ya el entumecimiento en sus extremidades que presagiaba el letargo, se agotaba el tiempo.

Siempre se había sentido invitado por la noche. Ahora se consumía en ella.

Un crujido sonó entonces a su espalda, rompiendo el hechizo de aquella íntima soledad que embargaba a Jules. No estaba solo.

* * *

—Dominique estuvo rastreando hemerotecas virtuales —comunicó Mathieu, sin despegar los ojos de la pantalla del ordenador—. Descubrió que Marc Vicent había tenido las narices de visitar el escenario de su último secuestro, un parque infantil en la zona de Austerlitz, poco después de matar al niño. Por lo visto, la policía ya estaba sobre la pista y allí mismo lo detuvieron.

—Ese tipo es un prepotente, vivo o muerto —comentó Daphne con desprecio, recordando la insultante apariencia que había elegido para despertar compasión en Michelle. Si la familia de la víctima llegara a enterarse...

—A lo mejor incluso lo esperaban en aquel sitio donde lo arrestaron —observó Marcel, muy interesado en esa información que estaba logrando extraer Mathieu—. Os sorprenderíais de la cantidad de criminales que vuelven al lugar donde cometieron sus delitos. Recrear lo que hicieron los estimula, recupera en ellos el placer que les provocó el crimen.

—La misma razón por la que suelen guardarse objetos de sus víctimas, ¿no?

El comentario de Michelle sorprendió a los demás. Su afición siniestra le llevaba a menudo a leer ese tipo de historias, aunque su propia memoria no le permitió asociar aquella idea con el colgante que había encontrado en casa de Jules. Al menos, no todavía.

—Eso es —coincidía Marcel, callándose el dato mucho más repugnante de que había asesinos que precisamente por esa causa lo que se llevaban a casa eran trozos del cuerpo de sus víctimas. Él ya se había encontrado en algún registro policial con cabezas en la nevera.

—¿Y creéis que ese parque infantil...? —aventuró Pascal, muy pendiente del trayecto que debería cubrir en el París de los hogareños poco rato después.

—A juzgar por su forma de jugar con nosotros —comenzó Daphne—, y por la relativa facilidad con la que hemos podido encontrar su tumba, no me extrañaría nada que Dominique estuviera en lo cierto.

Todos secundaron aquella opinión. Pascal ya disponía, pues, de objetivos específicos a los que dirigirse.

—Mathieu, ¿tienes los datos concretos de ese sitio? —preguntó Edouard.

—Por supuesto. Dominique era muy metódico, aquí está todo.

No lo pudieron evitar. A pesar de que se resistían a perder la esperanza de que su amigo se recuperase, aquellas palabras, pronunciadas en pasado de forma inconsciente, habían sonado como si Mathieu se estuviese refiriendo al último gesto de Dominique, como una especie de despedida.

La triste imagen del chico colapso las mentes de todos durante unos segundos.

¿Y si había muerto ya? Al margen de la nula cobertura en los sótanos, el Guardián los había obligado a apagar los móviles al empezar la reunión —salvo el facilitado para comunicaciones sobre Dominique—. Necesitaba que se aislasen del mundo exterior para lograr de ellos la máxima concentración.

A pesar de que la ausencia de novedades en torno a Dominique constataba precisamente su frágil supervivencia, Marcel decidió cambiar de tema. Había que evitar que los ánimos decayesen más cuando faltaba ya tan poco para que el Viajero iniciara su nueva misión. Por eso, y porque consideraba que todos debían contar con la misma información, puso al tanto a los chicos sobre los dos últimos crímenes que habían tenido lugar. Así como en el primero Marcel había tenido ocasión de indagar, en lo tocante al segundo había tenido que fiarse de lo que le había transmitido Marguerite por teléfono. Esto incluyó, además, hacer alusión al sicario que había terminado suicidándose y a la joven desconocida con la que la detective se había encontrado en su labor de vigilancia, ya que ambas presencias compartían con el okupa asesinado el mismo escenario: el edificio en rehabilitación frente a la casa del Viajero.

—¿Una chica morena, espiando frente a la casa de Pascal? —Michelle se había quedado muy sorprendida, al igual que todos—. Y dices que luego desapareció...

—Eso me contó la detective Betancourt —confirmó Marcel—. De pelo castaño. No tengo ni idea de quién puede ser. Todo lo que rodea esas muertes es un completo misterio para mí.

—Para todos —matizó Daphne—. Yo tampoco tengo una respuesta.

—Es muy raro —opinó Edouard—. De algún sitio ha tenido que salir esa chica...

Pascal simuló la misma ignorancia que los demás, a pesar de conocer muy bien la identidad de la joven misteriosa. Sentía los ojos de Michelle fijos en él, y no se atrevió a girarse hacia ella por miedo a que algún gesto pudiera delatarlo.

A continuación, Marcel compartió con ellos un detalle que se había guardado sobre los crímenes.

—Debéis saber algo más —comunicó con semblante de preocupación—: los dos cadáveres habían sido desangrados.

Aquel hecho activó las alertas de todos, que se irguieron en sus asientos como impulsados por un resorte. El enigma de la chica desconocida pasó así a un segundo plano.

—Pude ver el primer cadáver —se apresuraba a aclarar el forense, ante la reacción alarmada del grupo—. No tenía ninguna señal de mordedura, le habían cortado el cuello. Y, por lo que me dijo la detective Betancourt, en el caso de Bertrand Lagarde, la segunda víctima, los pormenores son similares. El modus operandi en ambas muertes es mucho más chapucero que en el caso de los vampiros, si es eso lo que estáis pensando.

La desorientación era palpable en el rostro de todos ante aquellas noticias, pero Michelle había dejado de percatarse de ello. La mención de aquel nombre, Bertrand Lagarde, había constituido para ella como una revelación, un chispazo que había iluminado su mente con un virulento resplandor clarificador.

De repente, todo cuadraba en su cabeza: la medalla dorada, el cansancio matutino de Jules, sus molestias frente al sol, el extraño fenómeno del espejo de aquel mismo día. Casi podía oír cómo encajaban las piezas en ese puzle macabro.

Michelle, sobrecogida por lo que iba destapando, comprendió entonces todo el proceso que había estado soportando Jules durante aquellos meses, su progresiva separación del grupo, su sistemática negativa a participar en cualquier maniobra durante el día que no fuese tan inevitable como las clases en el
lycée.
Incluso los jerséis de cuello alto que solía ponerse últimamente adquirían significado, a buen seguro para ocultarles la truculenta firma de unos colmillos en su piel.

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