El manuscrito carmesí (13 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Tiene los ojos muy oscuros y las pestañas largas y vueltas, lo que da a su mirada un tinte pensativo y profundo, que contrasta con sus cabellos claros y su boca sonrosada y riente. Y siempre, aún hoy, ha tenido un aspecto infantil muy atractivo, entre indefenso y provocador —con su nariz corta y un poquito remangada—, junto a una fuerza física impresionante y una aventajada estatura. Creo yo que todas las mujeres de Granada, si fuesen tan sinceras como las niñas que nos rodearon, admitirían que se mueren de ganas de ser besadas por Yusuf.

Quizá parezca que siento por él una debilidad inmoderada. Me congratulo de que lo parezca porque es cierto. Mi vida entera, no sólo mi infancia, habría sido otra —más tenebrosa y menos rica— de no ser por la existencia de Yusuf a mi lado. Sus ocurrencias, sus iniciativas, su continuo invento de juegos y aventuras, su afición a los secretos compartidos, su amor por los animales y las plantas, han sido la atmósfera que he respirado durante los no muy abundantes momentos de oro de mi niñez. En él he tenido una fe ciega; no recuerdo haber hecho nada que no le haya contado, o que no hubiese deseado contarle. Sólo el episodio del Tío Abu Abdalá en Salobreña lo reservé para mí, no por lo que significó, sino porque no habría sabido cómo contárselo ni qué consecuencia sacar; ni quizá Yusuf habría querido oírlo: él no es inclinado a dar soluciones, ni a meditar sobre los hechos. Probablemente me habría aconsejado olvidarlo, y él mismo lo habría olvidado de inmediato.

No tientan a Yusuf los proyectos a largo plazo, ni el arreglo de la vida de nadie, ni de la propia: vive cada hora con la mayor intensidad, y se entrega al presente, sin preguntarse cómo ha llegado, ni cómo y cuándo concluirá. Cuando los habitantes de la Alhambra coincidían en que mi padre iba a elegirme sucesor oficial, comenté con Yusuf cuánto habría ganado el Reino teniéndolo a él por rey. Casi se asfixia con las carcajadas.

—Si soy como soy, no es por haber nacido así —me replicó al cesar de reír—, sino por la absoluta certeza de que nunca seré rey.

Sólo imaginar que alguien dependiera de mí, me haría cambiar de modo de obrar y de pensar, si es que he pensado alguna vez. ¿O no te das cuenta de que soy el mayor irresponsable que hay en toda Granada?

A pesar de ser tan contrarios, o quizá por eso, tenemos muchas afinidades. Una ojeada nos basta para comprobar que los dos nos hemos interesado por la misma muchacha, o que a los dos nos están emocionando las luces de un atardecer, o la grácil curva con que se reclina una flor, o la fábula que alguien nos relata. En este mismo instante pienso en Yusuf, más separado de mí que nunca, y lo echo de menos, y sé que él me echará de menos a mí, y es suficiente eso para aproximarnos. Comprendo que nuestras mujeres puedan tener celos de esta reciprocidad, porque no hay ningún sentimiento en este mundo que yo anteponga al nuestro... Hoy evoco colores que no sé dónde vi, ni qué los sustentaba: vagos azules, verdes incipientes, rosas ya decaídos; son como los colores de un antiguo amor, de una vida ya exhausta, de un breve día pasado.

Evoco colores tan difusos como el aroma de un jazmín marchito —¿y quién puede evocar un aroma?—, tan indescifrables y móviles como la sombra de una nube por tierra o el reflejo de una cara en una alberca.

Y, sin embargo, sé que yo vi tales colores junto a Yusuf, y que me llenaron de una alegría que se multiplicaba al ser común, y que cubrían un cuerpo armonioso, o perfilaban el vidrio de un vaso, o trazaban la línea de un paisaje, o bordeaban unos ojos, que Yusuf y yo vimos en el mismo instante y de idéntico modo. Y sé además que es muy probable que Yusuf ya los haya olvidado, y no me importa; fue verlos con él lo que los ha hecho para mí inolvidables.

Un día, en una almunia que la familia poseía en la Vega, nos fuimos con Jadicha a un melonar.

No tendríamos más de nueve años.

Yusuf tuvo la idea de ir calando, con un cuchillito que le habían regalado, todos los frutos hasta encontrar uno lo bastante dulce como para ofrecérselo a la prima, de la que andábamos enamoriscados.

Como ninguno de los melones estaba aún maduro, resolvimos volver a colocar los trocitos sacados de cada uno para que así siguieran madurando. Por supuesto, destrozamos toda la plantación. Eso nos valió una buena regañuza de las nodrizas, y la cruel burla de Jadicha, que nos dejó hacer a sabiendas de que el daño era ya irrevocable. El ridículo ante los ojos verdes y la insufrible insolencia de Jadicha hicieron que, como dos perrillos que empiezan por turno a gruñirse, y van levantando el vigor del gruñido hasta pasar al primer zarpazo y luego ya al mordisco, Yusuf y yo nos enzarzáramos a la puerta de la almunia, junto al estanque, en una pelea sin precedente entre nosotros. Fue encarnizada y sordomuda, más terrible aún por ser la primera, como si en ella se concentrasen todas las que no habíamos tenido. Con los ojos cerrados nos golpeábamos, al principio entre las risas, luego entre la alarma y los intentos de separarnos de todos los presentes. En un momento dado, yo, sobre Yusuf, abrí los ojos para atizarle donde más pudiese dolerle; junto a mis ojos vi su pequeño puño lisiado, decidido también a golpearme con furia. Y de improviso me llené de horror. Supongo que inexplicablemente para todos, y hasta para mí mismo, me desplomé sobre su pecho llorando. Con ese llanto a raudales no trataba de suplicar su perdón, que sabía concedido de antemano, sino el mío, que me sería mucho más difícil de obtener.

Otro día, en un patio de columnas —por entonces vivíamos en un pequeño palacio, no lejos del de Mohamed II—, cubiertas las cabezas y extendidas las manos, jugábamos a encontrarnos sin más referencia que las voces. Yo lo llamé en una dirección y, acto seguido, haciendo trampa, levanté el paño que me tapaba y, al ver a Yusuf venir a la carrera, lo evité poniéndome detrás de una columna.

Yusuf fue a estrellarse contra ella, y se hirió en una ceja.

Cuando se descubrió, vi que sangraba. La sangre le teñía media cara y le goteaba sobre el pecho.

El pavor me enmudeció. Lo limpié con su albornoz y después con el mío; posé mis labios sobre su herida para impedir, no sabía cómo, que brotase más sangre; pensé que el corte se abría igual que una pequeña boca... Y grité. Grité hasta que vinieron, y el médico Ibrahim, con una impasibilidad que me sosegó, puso remedio al trance.

Pero nunca he olvidado el gusto salado y metálico de la sangre de Yusuf. Fue la primera que saboreé.

Alguien nos había garantizado que el unto de carnero hacía crecer el bigote. Por aquella época, a Yusuf y a mí eso era lo que más nos obsesionaba; nos untábamos, pues, continuamente. En una bolsita de marroquinería llevábamos la grasa que nos proporcionaba Subh, y a escondidillas nos frotábamos el labio superior. Los mayores, asombrados, creían que no parábamos de comer cordero y que nos manchábamos además de grasa.

Pero aquella pasión pilífera cambió de sitio cuando los mismos defensores del unto —unos primos con algún año más que nosotros— nos aconsejaron que, para apresurar el vello de las piernas, nos las afeitáramos dos o tres veces por semana. No sé qué era lo que pretendíamos afeitar, pero le compramos una navaja al barbero del tío Yusuf, y, en un cuarto secreto, nos enjabonábamos las piernas y pasábamos el frío filo por ellas.

Ésa fue la segunda vez que vi correr la sangre de Yusuf. Al resbalar a contrapelo la navaja —sin producirle en apariencia dolor alguno, puesto que no se quejó y fue el primer sorprendido— brotó de su espinilla un chorrito escarlata.

Él debió de recordar también el escándalo de la columna, porque, para animarme y distraerme, dijo:

—Esta vez cállate, y alcánzame, si puedes, la piedra de alumbre; dijeron que era buena para casos como éste. Y no te afeites tú, que no sé si habrá para los dos.

Pero estaba claro que yo no tenía ni la más remota intención de afeitarme.

La ojeriza que nos manifestaba la prima Jadicha sólo era comparable a la que, por supuesto fingida, le manifestábamos nosotros a ella. Más tarde llegué a la conclusión de que ella fingía también, porque le avergonzaba, lo mismo que a nosotros, admitir lo contrario.

Un atardecer de abril la vimos bañarse, entre el vocerío de sus doncellas, en la gran alberca del Palacio de Mohamed II, uno de los más armoniosos de la Alhambra.

La Alhambra poseía muchas residencias reales. Cada sultán, si su reinado era lo suficientemente próspero y lo suficientemente prolongado, levantaba la suya respetando las de sus antecesores, salvo los casos de Yusuf I y Mohamed V, que las engrandecieron. La Alhambra era un ser vivo que crecía y se embellecía con el tiempo.

Hasta que, como a todo ser vivo, le llegó el día de la muerte. Por aquella época el palacio estaba vacío, ya que acababa de morir el alcaide que lo ocupaba y aún no se había asignado a nadie. La rebelde muchacha, con la ropa mojada trasluciendo su cuerpo, chapoteaba y reía entre la espuma, y surgía del agua verde como dicen los griegos que surgía Afrodita. Recordaba a las diosas que en algunas antiguas ruinas respetadas erigen todavía su belleza. Tanto nos impresionó a Yusuf y a mí que no nos atrevimos ni a mirarnos, y permanecimos mucho tiempo silenciosos y azorados, como si hubiésemos quebrantado una prohibición de la que nadie —tan evidente era— nos había advertido.

Nuestro amor mancomunado por Jadicha debía de conducir a alguna meta. En una pascua, no sé si la de Alfitra o la de las Víctimas, formando parte de un grupo de muchachos, nos arrojábamos, como es costumbre, flores, dulces, aguas perfumadas, naranjas y limones.

Pero nunca nosotros a ella, ni a la inversa. De pronto, como si un árbitro del juego ordenase una pausa, nos detuvimos los tres y nos miramos con seriedad. Yusuf y yo estábamos muy juntos. Jadicha alzó con vacilante lentitud una rosa blanca y luego la arrojó con fuerza hacia nosotros. Me golpeó en el pecho y, por primera vez en mi vida, sonreí a mi prima lleno de gratitud, de orgullo y de ternura.

Pero ella, cohibida, con la mano que había arrojado la flor ante la boca, dijo:

—No era a ti, perdona, no era a ti; era a Yusuf al que le quería dar.

—Pues eres tonta —le recriminó Yusuf—. Boabdil vale mucho más que yo.

Y arrojó al suelo la golosina con que se disponía a responderle.

Mi matrimonio con Moraima ha sido un éxito. Al no llevar ella mi sangre, me proporciona la ausencia de emulación entre los dos y la seguridad en mí mismo que siempre he necesitado. De niño ya exigía, por ejemplo, que mis nodrizas —salvo Subh, cuya parcialidad era indudable— me repitieran que me querían infinitamente más y más y más que a Yusuf; si no, yo no hubiese creído que me querían, por lo menos, igual. Jadicha, prima mía, altanera y audaz, habría llenado mi vida de inestabilidad. Sin embargo, si hay una carencia dentro de mí (que ya se ha convertido en un pequeño descontento sin voz, que ni sangra, ni duele, ni rebulle), si hay noches en que siento una inconcreta insatisfacción dentro de mí, es por no haberme casado con Jadicha. Ella es una de las poquísimas criaturas afortunadas, lo mismo que Yusuf, que he conocido; una de esas criaturas de las que la Naturaleza se enorgullece, y nos las deja contemplar de lejos, como un regalo que no nos ha sido destinado.

Hace sólo unas semanas entró en mi casa Yusuf, entre inquieto y complacido. Intuí, antes de que hablase, lo que me iba a decir.

—Ya sabes qué previsora es nuestra madre, y cuánto disfruta con el manejo de las vidas ajenas.

Como considera que el flanco de Aliatar ya está cubierto con tu matrimonio, ha decidido utilizarme a mí para cubrir el otro flanco.

—¿Cuál?

—El flanco del tío Abu Abdalá, que está desguarnecido. No voy a decirte que me sacrifico por ti ni por el Reino. No voy a decirte que crea que la situación va a empeorar tanto que tú precises de ninguna ayuda para suceder a nuestro padre. Supongo que son imaginaciones de quienes, a fuerza de maquinar y de sembrar discordias, terminan por ver visiones y por sospechar que todo el mundo se dedica a lo mismo. Pero, como nuestra madre se empeña en encontrar conveniente lo que yo encuentro agradable, vengo a comunicártelo: voy a casarme.

—¿Con Jadicha?

—Con Jadicha.

—Desde que teníamos siete años, los dos (y cuando digo ahora los dos, digo tú y ella) sabíais que esto sucedería. Y, lo que es peor para mí, yo también. Os deseo de todo corazón que seais felices.

No me cabe la menor duda de que contigo ella sí lo será.

Y comencé a recitar unos versos que aprendimos de pequeños, sin saber con exactitud qué significaban, como una consigna de complicidad:

“La mano de la aurora convierte en alcanfor el almizcle sombrío de la noche”.

Él respondió la contraseña:

“Perfume por perfume, no sé con cuál quedarme.

Renovar los olores no es ninguna torpeza”.

Yo después, descargándolo de su preocupación, rematé lo más alegremente que pude el poema:

“Verdad es lo que afirmas, mas no del todo acaso, porque el almizcle es perfume de esponsales, y el alcanfor, perfume de mortajas”.

¿Quién hubiese imaginado entonces hasta qué punto era una profecía.

Nunca he dormido bien; pero hace meses que apenas duermo. Como remedio empecé a emplear un recurso que a veces me daba buenos resultados y, a veces, los peores.

Apenas apagadas las luces y abatidos los cortinajes, cierro los ojos e imagino una escena lo más lejana posible de mí y de mis desvelos: un par de rostros, sin edad ni sexo, que se inclinan conversando sobre una mesa; un emparrado bajo el que una criada se atarea; un hombre que pisa la uva, calzado con los ásperos zapatos del lagar, o descalzo, y se detiene un momento para escuchar a alguien que le habla y que yo no veo. Se trata de inmovilizar poco a poco las figuras, en un proceso de concentración: las voy viendo más precisas y, al mismo ritmo, yo voy dejando de ser alguien que imagina y paso a ser alguien que observa. Es decir, la escena está ya ahí, y yo fuera de ella como quien está mirando con atención una caligrafía o un paisaje, acaso asomado a una ventana. El riesgo, en el que incurro con frecuencia, es que, si el sueño no viene lo bastante pronto, también se traspase esa frontera, se deje atrás la ventana, y penetre el durmiente —o mejor, el que pretende dormir— en la escena que tenía que ayudarlo. Y entonces se produce una de estas dos consecuencias: o el interés por lo que sucede en la escena se acentúa, alertando por completo al que la observaba desinteresado, o, al revés, sobreviene el sueño más o menos tarde, pero rodeado por esas mismas circunstancias, y se ensueña, por tanto, la escena contemplada, de la que el sujeto forma ya parte y en la que contra su voluntad interviene. A mí me ocurre con frecuencia esto último; hasta tal punto que he conseguido provocarme sueños de ninguna manera previsibles y que en absoluto me atañen. Por eso me esfuerzo en que las figuras sean ajenas a mí y sin la menor importancia; porque, de otra manera, se me imponen con tal vigor que caigo en donde no quisiera, y me veo implicado en casos remotos que aspiraba a olvidar, en episodios que traté de abolir, en escenas violentas que un día sucedieron y me marcaron, o que no sucedieron y yo desearía que hubiesen sucedido...

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