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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

El manuscrito Masada (16 page)

BOOK: El manuscrito Masada
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Sarah frenó un poco, giró repentinamente a la izquierda y aceleró por una calle más estrecha. Fue entonces cuando se percató de que un gran camión de reparto le cerraba el paso cuando, atravesado en la calle, reculaba hacia un muelle de descarga situado a la izquierda. Dos coches estaban parados en el carril derecho, esperando a que el camión dejara libre la calle.

Tocando la bocina, Sarah entró en el carril izquierdo vacío para adelantar a los coches parados. Un trabajador que estaba al lado del muelle de carga movió las manos y gritó: «¡No, para!»Viendo que el Mini se echaba encima, adelantando los coches que esperaban hacia el reducido espacio que mediaba entre el muelle de carga y la parte de atrás del camión, el trabajador dio un salto hacia una papelera cercana para evitar el golpe. El conductor del camión, que había oído el alboroto, pegó un frenazo, abrió rápidamente la puerta de la cabina y saltó para escapar del choque. Pero Sarah había calculado perfectamente el hueco y el Mini se deslizó dejando unos 2 cm y medio a cada lado. Casi había acabado de pasar cuando su espejo retrovisor derecho se topó con un saliente de la parte trasera del camión y se rompió con un fuerte crac.

Casi inmediatamente después de salir a la calle limpia de obstáculos, Sarah oyó el tremendo golpe del Mercedes cuando la siguió por el estrecho paso y chocó violentamente, parándose en seco con una sacudida. Sarah frenó hasta detenerse y se volvió para ver lo que había quedado del vehículo, emparedado por ambos lados antes de quedar inevitablemente atascado entre el camión y el muelle. Los dos hombres que iban dentro trataban de salir de los allí, pero no habían conseguido abrir las ventanillas ni las puertas cuando el humo empezó a rodear el vehículo.

Sarah subió al Mini Cooper y arrancó hacia ellos. Trató de hacerse con sus rasgos: piel oscura, pelo negro, características semíticas, que podían ser palestinas e israelíes, pero lo que más destacaba era el miedo cerval que se apreciaba en sus ojos cuando el humo se transformó en llamas que lamían el habitáculo.

Mientras el hombre más bajo, que iba en el asiento del acompañante, golpeaba lo que había quedado de parabrisas y tiraba del cinturón de seguridad, sin conseguir liberarse, el conductor levantó un pequeño revólver y miró a Sarah con algo parecido a la resignación. Ella se preguntó si debía ponerse a cubierto, pero permaneció en pie, paralizada, mirándolo mientras apuntaba con el arma no hacía ella, sino a su propia boca abierta. Cerró los ojos y, mientras las llamas lo envolvían, apretó el gatillo y su cabeza dio una sacudida hacia atrás por el impacto. Su compañero chilló, pero el grito quedó ahogado por el feroz rugido de la explosión del Mercedes.

Sarah casi salió despedida. Cuando se retiraba hacia su coche, miró hacia atrás una última vez y trató de ver lo que había quedado de la placa de matrícula. Los primeros tres símbolos eran legibles; por el impacto, se había perdido el resto de la placa.

Sarah subió a su Mini, cogió el móvil y llamó al número de emergencias de la policía. Sin dar su nombre, informó rápidamente del lugar del choque y de la suerte corrida por las víctimas. Después, llamó a su oficina y habló con la especialista Roberta Greene, una de sus compañeras de la
Yechida Mishtartit Meyuchedet
, más conocida como YAMAM, la unidad antiterrorista de élite de Israel. Le pidió a Roberta que recabara información sobre todos los Mercedes cuyas matrículas comenzaran por «AL9»… y que mantuviera el nombre de Sarah al margen de todas las investigaciones policiales.

Cuando giró en la esquina para volver al bulevar, Sarah miró el reloj del salpicadero para ver cuánto tiempo había pasado. Increíblemente, desde que había llamado a Preston Lewkis, solo habían pasado trece minutos. Estaba a kilómetro y medio más o menos; todavía le quedaban dos minutos.

Pisando el acelerador, entró en el gran bulevar, sumergiéndose en el tráfico matutino.

Capítulo 18

P
reston Lewkis se acercó al mini cooper cuando este se paró junto al bordillo del edificio de su piso. Abrió la puerta del acompañante, se sentó en el asiento y puso su cartera en el suelo, delante de él. Sonrió a Sarah.

—Quince minutos en punto. Me gusta la puntualidad…

—En una mujer —añadió, ampliando su sonrisa—. Ibas a decir «en una mujer», ¿no?

—En cualquiera —se defendió—. Pero sí, especialmente en una mujer. Por mi experiencia, que, créeme, está relacionada sobre todo con el trabajo, en raras ocasiones son puntuales.

Sarah se rió.

—Detecto una pizca de chovinismo.

—Supongo que parezco un poco así, ¿no?

Mientras Sarah se apartaba del bordillo y seguía adelante, Preston miró por la ventanilla y vio el metal retorcido en el lugar en el que debía estar el retrovisor derecho. Había estado tan concentrado en Sarah que no se había dado cuenta de ello cuando subió al coche. El metal estaba cortado de forma irregular y con bordes cortantes, como si fuera el resultado de una colisión reciente.

—¿Qué ha pasado aquí? —señaló el espejo.

—Vándalos —replicó Sarah con un ligero movimiento de hombros—. Estaba pensando en llevarlo a arreglar.

Cambió de tema, aludiendo al reciente hallazgo de Masada y pasaron el resto de los diez minutos de viaje hasta el campus de la Universidad Hebrea hablando de las condiciones del manuscrito que habían desenterrado en el lugar.

Cuando llegaron a la entrada de la zona de aparcamiento, Preston se dio cuenta de que había más vehículos de seguridad de lo habitual, con policías armados que patrullaban por el perímetro del edificio sin nombre que albergaba el laboratorio de antigüedades. El policía de puerta se detuvo más de lo habitual a examinar sus tarjetas de identidad con fotografía y verificar su bloc de notas antes de hacerles un gesto para que siguieran adelante.

—Han aumentado la vigilancia —observó Preston mientras Sarah y él atravesaban la zona y buscaban un aparcamiento cerca de la entrada del laboratorio.

—¿Hay alguna razón por la que debamos preocuparnos más?

—Aquí, la vigilancia es una forma de vida —dijo Sarah mientras salían del coche y se acercaban a la entrada.

Su tono era natural, pero Preston notó cierta preocupación en su expresión cuando miró las precauciones de seguridad que se habían instaurado durante el día anterior. Mientras hablaba, otro coche de policía se acercó a toda velocidad adonde estaban aparcados los demás vehículos de seguridad.

—Sí, la vigilancia se está convirtiendo en un modo de vida mundial —observó él—. Supongo que seguiremos así hasta que se gane esta guerra contra el terror.

—Me temo que nuestros descendientes, en cincuenta generaciones desde ahora, tendrán que combatir contra el terrorismo. Basta con que haya una persona dispuesta a poner una bomba en nombre de su Dios para que sea imposible ganar esa guerra.

Preston sostuvo la puerta y después la siguió al vestíbulo. Se encaminaron hacia el mostrador de seguridad.

—¿No estarás sugiriendo que abandonemos? —preguntó, bajando la voz cuando se acercaban al policía.

—En absoluto. Es como la guerra contra el mal. Siempre existirá en el mundo. El hecho de que no podamos erradicar el mal no significa que no tengamos que combatirlo.

Sarah colocó su bolso en el escáner y entregó un papel al policía.

—El escáner mostrará una Glock de 9 mm —le dijo ella—. Este es mi permiso.

El policía examinó el permiso y después miró la pantalla mientras el bolso pasaba por el escáner.

—Muy bien —dijo, haciéndole una indicación de que pasara por el detector de metales.

Preston observaba todo sorprendido… y admirado. Después, colocó su cartera en el escáner y musitó:

—Todo lo que encontrará ahí es un sándwich, ni siquiera es
kóser.

Vio que Sarah se aguantaba una sonrisa. El policía, por su parte, no parecía divertirse mientras revisaba el contenido de la cartera, primero por la pantalla y luego por inspección directa. En realidad, solo había una bolsa de papel de comida con algunas carpetas marrones con documentos de investigación.

Tras la inspección, Preston se acercó a Sarah y la siguió por el pasillo.

—No sabía que estuviese trabajando con James Bond —susurró—. ¿O es Jane Bond?

—No seas tonto —Sarah le dio unos golpecitos al bolso—. Esto es una Glock. Bond lleva una Walther PPK.

—Claro, tendría que haberlo sabido.

Sarah se rió.

—Soy oficial de seguridad… y teniente en la reserva, ¿recuerdas?

—¡Oh, sí!, lo recuerdo muy bien, la hermosa joven señora en uniforme de campaña.

—¿Uniforme de campaña? Estoy impresionada. ¿Dónde ha aprendido un civil como tú lo de los uniformes de campaña?

—¿Cómo sabes que no presté servicio en…? ¡Oh!, ya, tu gente lo sabe todo sobre mí.

—Bueno, sabemos bastante —dijo ella con una sonrisa.

—Entonces, sabréis que soy un seguidor ansioso del Canal de Historia, una fuente importante acerca de la jerga militar.

Recorrieron el pasillo que llevaba al laboratorio en el que Preston había visto por primera vez el manuscrito de Dimas. Estaba guardado en la gran cámara de seguridad de doble llave del laboratorio, para cuya apertura era necesaria la presencia de dos personas y solo se sacaba cuando era absolutamente necesario. Los estudiosos podían continuar su trabajo aunque no tuviesen a mano el documento gracias a las imágenes digitales conservadas en un directorio de ordenador al que solo podía accederse y que solo podía descodificarse merced a una clave que se cambiaba a diario.

Cuando entraron en el laboratorio, encontraron a los profesores Daniel Mazar y Yuri Vilnai inclinados sobre uno de los seis monitores alineados en una gran mesa adosada a la pared, enfrascados en un acalorado debate sobre un pasaje del Evangelio de Dimas.

Mazar saludó a Preston y a Sarah con una sonrisa y les hizo una seña para que se acercaran. Después señaló el monitor y le dijo a su colega más joven:

—Aquí está el pasaje.

Leyó en voz alta una línea de la foto del manuscrito.

—«Se apareció después de su resurrección, primero a Simón, que iba por el camino de Cirene, y a quien entregó el símbolo; después a Cefas y a los doce y, después de a estos, a quinientos hermanos a la vez».

—Difiere poco de la Primera a los Corintios —dijo Vilnai, levantando la vista del monitor. Citó de memoria—: «… que resucitó al tercer día, como lo anunciaban las Escrituras; que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez».

—Es muy diferente —insistió Mazar.

—Solo añade un nombre. ¿Qué es un nombre más? Incluso los cuatro Evangelios no concuerdan acerca de cuestiones concretas relativas a quiénes vieron resucitado a Cristo y cuándo —movió la mano con desdén—. Es una diferencia sin consecuencias.

—Estoy de acuerdo con Daniel —dijo Preston, tras haber oído lo suficiente para dar una opinión.

—Por supuesto, profesor Lewkis, usted está de acuerdo con su mentor —dijo Vilnai, despreciativo—. Por favor, explique hasta qué punto la adición de un nombre puede hacer que este pasaje sea tan significativamente diferente del mismo de Corintios.

—Hay dos razones —replicó Preston—. Una es el nombre de la persona. El hecho de que se encuentre en el camino de Cirene hace casi seguro que se trate del mismo Simón que ayudó a Jesús a llevar la cruz. La otra es que le fue entregado el símbolo.

—¿Qué símbolo? —interrogó Vilnai.

—El símbolo que está investigando el padre Flannery para nosotros.

—El Via Dei —dijo una mujer; Preston se volvió y vio que Azra Haddad acababa de entrar en el laboratorio.

—Via Dei, sí; así lo llamó —Preston miró inquisitivo a Azra—. Pero, ¿cómo conoce este símbolo? Usted no estaba aquí cuando lo mencionó el padre Flannery.

—Es un símbolo antiguo —replicó Azra—. Estoy segura de que otros han oído hablar de él.

—¿Cómo ha entrado aquí? ¿Cómo pasó el control de seguridad? —preguntó Sarah.

Azra presentó algunos papeles.

—El profesor Mazar me pidió que preparara un informe acerca de lo que yo estaba haciendo cuando descubrí la urna —dijo ella sin responder directamente a la pregunta de Sarah.

—Sí. Yo le pedí el informe —confirmó Mazar—, aunque no era necesario que me lo trajera aquí.

—Tengo la autorización necesaria —repuso Azra. Su tono era natural, no defensivo, como si recordara a Mazar que, sin su descubrimiento de Masada, no habría ningún documento.

—Claro que la tiene —dijo él—. No hay problema.

—¿Eso es todo? —preguntó Azra y Mazar asintió. Ella salió del laboratorio cerrando la puerta tras de sí.

—Volviendo al símbolo —dijo Vilnai—, aunque conozco Via Dei, mi idea es que el pasaje en cuestión no especifica a qué símbolo se refiere. ¿Es así, profesor Lewkis?

Antes de que Preston pudiera responder, Mazar dijo:

—Quizá no, Yuri, pero creo que es razonable suponer…

—¿Suponer? —le cortó Vilnai—. Somos científicos. No suponemos.

Siguieron discutiendo y, cuando quedó claro que la conversación no llevaba a nada productivo, Preston decidió llevar las cosas en otra dirección. Esperó a que se produjera un raro momento de silencio y comentó:

—Me he estado preguntando por la presencia de pasajes hebreos diseminados entre el griego. He estado tratando de investigar otros documentos que contengan tanto textos en hebreo como en griego y no he podido encontrar muchos.

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