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Authors: Adolfo Garcia Ortega

El mapa de la vida

BOOK: El mapa de la vida
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A mi hija Elena

«Es una gran tentación querer hacer explícito el espíritu

L. WITTGENSTEIN

 

«Sólo yo he podido escapar para traerte la noticia

Libro de Job

ENTRADA

 

La heroica ciudad se despertaba. Amanecía. Y el ángel lo veía todo desde la cúspide de la alta torre del Faro de la Moncloa. Parecía volar, pero no volaba. Miraba las nubes cargadas y el sol que se abría paso como una luz blanca. Abajo, inocentes, desprevenidos, los tejados rojos de Madrid que eran viejos mundos albergaban mundos nuevos. Sabía el ángel lo que iba a pasar esa mañana, a partir de ese minuto. Había elegido, como todo ángel, un futuro. Por eso sabía que aquello que sucedería desde ahora mismo era un final y un principio. Un principio y un final.

PRIMERA PARTE

 

ADA

¿NO TERMINARÍA NUNCA DE CAER?

EXPLOSIÓN. Él sabe lo que es. La deflagración somete los cuerpos a una violenta y rápida ulceración, o mejor dicho a una laminación azarosa, como cortes de millares de cuchillas, incluso a un desgarro similar a un aplastamiento repetitivo, como si decenas de miles de martillos clavasen a la vez decenas de miles de puntas largas sobre partes aleatorias del cuerpo.

Un hombre, M, cincuenta y dos años, aire tranquilo, subteniente de aviación que casi nunca se pone el uniforme, o puede que ya sólo se lo ponga en las fiestas de la promoción, pero hace mucho que no va a ninguna fiesta, colocó entre sus pies una cartera de cuero, o de imitación de cuero más bien, y la apretaba entre sus tobillos, la sentía cuando hacía presión sobre ella repasando mentalmente su contenido sin recordar todo lo que había dentro, cosas rutinarias —la calculadora, el reloj de su mujer al que hay que ajustar la correa metálica, el móvil de su hija que de nuevo olvidó devolvérselo—, mientras trataba de ojear el periódico gratuito que le habían dado en la estación, un poco antes de subirse al tercer vagón del tren de cercanías, como muchas otras mañanas. Llevaba una gabardina plegada que puso sobre sus rodillas, y sobre ella el paraguas de mano, pequeño, granate, de su mujer o de su hija, no sabe, el primero que ha encontrado a esa hora tan temprana. Entonces, cuando sintió que un gemido nacía de algún sitio y que iba a crecer en intensidad en alguna parte que su oído no captaba todavía, miró hacia su izquierda, donde en el asiento de la ventana iba sentado B, un joven marroquí, veintitrés años, somnoliento, lampiño de cara, obrero de la construcción, con un polo de cuello naranja y un jersey azul marino debajo de una cazadora de color tierra. También entre sus pies, al sentarse, había depositado una vieja bolsa de deportes de tela, de uno de cuyos extremos sobresalía el mango de madera de una herramienta, blanquecino de yeso. Había enrollado con las manos una revista de coches hasta convertirla en un cilindro o una gruesa baqueta con la que, a pequeños golpes en la rodilla, marcaba el ritmo de una música interior. El subteniente no sabía de dónde nacía el gemido que enseguida iba a pasar a ser un agudo grito; pero vio que los ojos del joven marroquí estallaban en muchas gotas rojas y su cabeza se abría como un melón, expulsada la mitad hacia el andén, junto con los cristales de la ventana y con su cartera de cuero, o de imitación de cuero; alcanzó a saber, en esos avaros segundos antes de morir —como muriendo estaba el joven de su derecha—, que el grito procedía de él mismo, que el corto, intenso, brevísimo, lacerante gemido era el suyo cuando vio que por la ventana, con el humo, los cristales, la ropa de alguien, mezclado todo en una materia gris y rosácea, como si estuviera inmerso en un gran batido exótico de esos que le pedía a veces su hija, iba también su propia pierna.

En el cuarto vagón del mismo convoy, P, treinta y ocho años, limpiadora de unas grandes tiendas, probablemente Zara o la Fnac, se mueve con lentitud por entre los asientos, agarrándose insegura a las barras verticales. Arrastra dos bolsas de ropa usada que le piensa regalar a una compañera recién divorciada, con dos niños, buena chica. Le preocupa el corte en un dedo, ahora tapado con esparadrapo, que no se acaba de curar, y con los guantes de goma parece que se ha infectado; eso le impedirá nadar, piensa. Va a sentarse pero finalmente decide quedarse de pie, asida a la barra que de pronto se mueve en el preciso momento en que se está fijando en el individuo que se ha sentado a la altura de sus rodillas, Z, cocinero, treinta años, muy peinado y con facciones que a la limpiadora de grandes tiendas le parecen atractivas, aunque ya no se fija en los hombres con la curiosidad tierna de otras veces; a la vez repasa en su mente todo lo que dejó en casa desordenado, la revisión del gas que harán ese día y los papeles para el club de natación. Para su extrañado estupor —¿está alucinando?—, la barra que de pronto se mueve se clava en el pecho del cocinero, pero el cocinero ya está dando la vuelta y a sus rodillas lo que se pega es la cabeza del cocinero, no, ni siquiera es la cabeza, es la ropa usada llena de sangre o con trozos de algo color sangre, cree ella, aunque apenas se puede creer nada en cuatro segundos, además lo último que verá en esta vida son sus muslos al aire, blancos como harina e irreconocibles por la cantidad de heridas que tienen, grandes, pequeñas y mortales, y nunca sabrá qué fue de su falda.

En la estación la luz empieza a ser más densa. Los trenes emiten sonidos familiares, chirridos de frenos, tonos intermitentes de aviso de cierre de puertas. La gente corre como siempre, repitiendo el ciclo diario. Ya se ha despertado la ciudad, ya la ciudad vuelve a ser un caudal de vida y tiempo derramados. Pero ha ocurrido algo, la luz ha pasado de un color a otro como si hubiese caído un telón sobre Madrid. Una explosión, alcanza a comprender alguien que cae en el andén, que se siente empujado.

Y sin embargo el cocinero Z, atravesado por la barra, se lleva al otro mundo en la retina la imagen de la luz viva, clara, transparente, de esa hora de Madrid, la ciudad cambiante, esa hora de las 7:39 en los relojes, que lentamente irá transcurriendo hacia las 7:45, tal vez la hora en que por fin, él y otros muchos, en los trenes de cercanías, expiren con mil imágenes más en la mente, agolpadas todas sobre el pequeño punto de la conciencia, una cabeza de alfiler sobre la que hay un mundo pasado, vertiginosamente pasado.

El cuerpo, al morir, recibe la orden de ser un complejo cúmulo de células de memoria, los tejidos, los órganos, los huesos, los fluidos se tornan memoria. Pero ahora lo que avanza y se impone en el cocinero Z de treinta años es la frase «la vida es eterna en cinco minutos» que cantaba su padre a la guitarra, la letra de aquella canción de Víctor Jara, también ya muerto y destrozado como él, con que enamoró a su madre, última imagen que le llega, la imagen del origen. Como a todos.

La luz y el tiempo oscurecidos, y luego el ruido sordo que se alza de debajo de unos pies, sus pies, los que de pronto V, un ingeniero en telecomunicaciones, treinta y siete años, vestido con traje y corbata, ve descalzarse como si una mano invisible y extraordinariamente veloz se los estuviese quitando, con calcetines y piel a la vez. Adiós a los dedos, qué ridícula frase se le ocurre. Tenía un gesto de preocupación en el rostro segundos antes de pasarse el maletín de una mano a otra para, con la mano libre, disponerse a levantarse y ser de los primeros en salir cuando el tren se detuviera. Pero todo ha sido de golpe: un golpe seco para frenar el tren, un golpe seco para dejar de oír, un golpe seco para ver que sus zapatos desaparecían, y su ropa, y su pie con sus cinco dedos.

El ángel que desde lo alto lo ve y lo sabe todo piensa que cualquier muerte es prematura, que siempre es pronto para morir. ¿Quién recordará a V, a este hombre atildado, de estudios superiores, ahora sin zapatos y sin vida, que ha dejado su mente inmersa en alguna preocupación que ya nunca será resuelta? ¿Cuánto habrá sido de ejemplar su historia? ¿Cuántas palabras le han quedado por decir y cuántas otras historias, de amor, de amistad, de odio, se habrán modificado en ese segundo que lo acaba de dejar clavado al asiento del que ha desaparecido la forma, consumida por la bola de fuego que ha barrido el vagón, junto a una ventana sin cristales, con el traje moteado de partículas orgánicas y cenizas, con la boca abierta en medio de un extraño mostacho granate que le ha formado la sangre salida por la nariz?

Repite el ángel para sí: ¿Cuánto habrá sido de ejemplar su historia? Pregunta clave sin respuesta; es demasiado privada. El cocinero Z amaba Madrid. Y el ingeniero de telecomunicaciones V también amaba Madrid. Y la limpiadora de Zara o la Fnac llamada P también amaba Madrid. Y el ángel ama Madrid.

GABRIEL. Él es Gabriel, ése es su nombre, G, así firma,cuarenta y seis años, abogado sin ejercicio, físico también, diseñador de montañas rusas. Se llama como el ángel de las pinturas de las anunciaciones, se llama como el ángel que guió a Mahoma —el del Allah Clemente y Misericordioso— a lomos del corcel alado
Buraq
, el feroz Mahoma que ahora hace estallar el asiento y la vida a casi todos los que están en este vagón de cercanías. Por tanto, Gabriel sabe lo que es una explosión.

La primera ha sido sorda, seca. Enseguida ha habido otras dos consecutivas, simultáneas más bien. Seguro que han retumbado en todos los edificios colindantes, han caído cristales a la calle desde las ventanas más altas, han reventado los tímpanos a muchos; han causado palpitaciones de miedo a otros. Algunos se habrán levantado de la cama precipitadamente. La hermosa luz de Madrid en sus ojos y ellos sin saber qué clase de ruido atronador se ha instalado en su cerebro.

En los otros vagones, entre un humo blanco que va oscureciéndose, ve que se abren las puertas. Ve a gente que corre, que cae y es pisada, ve tropiezos y avalanchas, gritos y un espanto instalado en el rostro de quien no sabe qué ha ocurrido ni qué va a ocurrir, porque, aunque han alcanzado las escaleras mecánicas, donde aún hay más avalanchas y caídas, manos pisadas, codazos en la cara, en ese momento, otra explosión, más brutal, llega hasta ellos, y luego otra y otra y otra, hasta cuatro vagones más reventados en el otro convoy, el que estaba a punto de entrar.

Él se encontraba en la última puerta del primer vagón, pegado a la pared, y sólo le entraron cristales por la mejilla y el brazo derecho, y un trozo metálico le atravesó el muslo. Luego hubo una hemorragia, cree. Antes, mientras caminaba por la estación de Alcalá y se dirigía al andén, pensó en su madre, en la muerte de su madre; recordó su agonía, en el hospital. Al final, en los días en que apenas podía hablar, ella sólo decía que veía colores, y decía que veía números. Cuando en el suelo del vagón, debajo de D, una joven polaca, modista, de veintiocho años, Gabriel perdió el conocimiento, comenzó a vagar por esa misma extraña elementalidad del ser que se enfrenta a la muerte, la misma por la que vagó su madre.

Lo básico, lo esencial, la matemática extrema de la vida, los colores que se ven al nacer o al ser feliz, los números que han formado la vida propia, fechas, números de domicilios, cuentas bancarias, claves secretas, sueldos, medidas, tamaños, cuantificaciones, acumulaciones, categorías. «¿Se referirán a esto cuando dicen que, al morir, toda tu vida discurre en un instante ante tus ojos?», se pregunta. Se abrió paso entonces otra certeza en él, por la que supo que estaba vivo: su nombre. En su interior una voz repetía su nombre. Se llama como el ángel que le dijo a Mahoma, a lomos de
Buraq
: «Algún día serás culpable de esto.»

Ese jueves D, la joven polaca, modista, veintiocho años, había salido de casa con la excitación de un día especial, promesa de una nueva vida. Que no se le olvidara el resguardo de una lotería que tenía que cobrar, treinta mil euros, y sobre todo que no lo perdiera, por Dios, porque sería una gran catástrofe; pensamientos así eran los que la tuvieron casi despierta toda la noche, imaginando a su familia, tan lejos. Pero no estaba cansada, era demasiado dinero como para dormirse, tenía que ir al banco antes, depositar el boleto, esperar que alguien amable le dijera cómo cobrar toda esa cantidad, enorme para ella. Su abstracción de insomne la protegió del dolor; no advirtió nada, sujetaba temerosa el bolso donde iba el boleto premiado. La explosión casi la parte en dos; de cintura para abajo parecía un trozo de carne que no era humano, ennegrecido, sin piernas desde la rodilla. El bolso y todo su contenido se desintegraron, se desvanecieron la riqueza y la esperanza. Gabriel no sabe cómo vino a caer sobre él, porque un poco antes estaba en el extremo opuesto del vagón repleto de gente; desde su lugar se había fijado en su camisa rosa escotada y en su bello rostro delgado; le parecía que su pelo, muy rubio, brillaba; ahora ese pelo era una áspera y opresiva sensación en la boca de Gabriel. No sabe cómo aquel cuerpo incompleto voló por encima de tantas cabezas.

Gabriel lo puede describir así, se acerca mucho a lo que en realidad estaba sucediendo: cristales rotos por todas partes, las ventanas de los vagones arrancadas de cuajo, miles de fragmentos, de trocitos metálicos, de vidrio o de carne, disparándose al unísono y a la redonda, miles de pedazos de una metralla inesperada, las puertas hechas un amasijo, como si se arrugase papel de aluminio, el techo abierto por rendijas grandes y pequeñas, abolladuras desde dentro, roturas de todo, cables, barras, paneles de plástico, ropa, el suelo de goma fundido, la catenaria del tren retorcida, las ruedas partidas y alguna volcada sobre la vía, a unos metros del convoy, donde está una parte del cuerpo de este otro hombre, E, cuarenta y cinco años, empleado de banca, vestido de traje oscuro a quien la onda expansiva le ha arrancado los pantalones, pero en la vía lo que hay es un brazo. Él está muerto, desgajado de su brazo, dividido de él. A su lado, en el interior del vagón por el que han pasado las furias triturándolo todo, alguien grita sordamente porque el humo blanquecino no se disipa todavía y se apodera de las gargantas, las llena, las anula. Quien mira el cuerpo desmembrado de ese hombre es una rumana, W, cuarenta años, trabajadora del servicio doméstico en varias casas que hoy quedarán sin limpiar. W gime y emite un gruñido gutural inaudible porque se duele de un costado donde ha puesto su mano para tratar de evitar que mane más sangre; adivina que algo le ha entrado por ahí, se le ha clavado algo en esa parte, pero no se atreve a mirar, fijos sus ojos en E, el hombre de pelo blanqueado por el polvo que ahora está boca abajo, antes guapo para ella, a quien le falta un miembro superior y con quien ha estado hablando hace un rato de las próximas elecciones y del triunfo seguro de la derecha.

Las primeras noticias volarán pronto por la zona, irán de un convoy a otro, de una estación a otra, por los móviles. Naturalmente nadie sabe todavía la magnitud, pero dentro de un rato empezarán a apilar cadáveres en algunas partes discretas de las estaciones. Se hablará de diez bombas en cuatro trenes, todas habrán estallado a la misma hora, o casi, sólo con cuatro minutos de diferencia. Luego alguien dirá que había algunos muertos con mutilaciones, manos, piernas, pies perdidos, cabezas separadas de sus troncos, cuerpos laminados. Habrá exageraciones, al contar lo que se ve. También, luego, alguien decidirá ocultar el horror descarnado, matizarlo. Pero ahora la voz crece: son muchos los muertos destrozados. Y caerá de pronto el silencio, porque con los muertos siempre va apareado el silencio. Todo eso vendrá después, un poco después de que el ángel siga viendo el largo instante de la muerte de esas personas, en los trenes. Como él, también ellas concebían el día como uno más de los días concatenados del mapa de la vida; nublado, triste, feliz, gozoso, prometedor, rutinario, comoquiera que fuese para cada uno, pero aún vivos, aún seguros de que hoy anochecería con bien y mañana amanecería de nuevo con bien, y de que aún la esperanza de cambiar y de tener deseos era latente en cada impulso sanguíneo que recorría nuestras venas y arterias sin parar. Algo así le ocurría a Gabriel y tal vez a todos.

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