El mapa del cielo (20 page)

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Authors: Félix J. Palma

Tags: #Ciencia ficción, Fantástico

BOOK: El mapa del cielo
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—Por ejemplo, usted y yo somos humanos y por eso reconocemos nuestras expresiones. Usted me ve sonreír y comprende que estoy feliz.

—Me alegro mucho por usted, señor —respondió Carson, visiblemente confuso.

—No, no… No quiero decir que ahora mismo esté feliz —le explicó Reynolds—, sino que si lo estuviera, usted lo reconocería sin problemas, porque ambos compartimos el mismo código de gestos, al igual que yo podría leer en su rostro como en un libro, y ponerle nombre a cualquier emoción que reflejara. Como el miedo, por ejemplo, o la desesperación, emociones que yo también conozco y que incluso he experimentado en algunos momentos de mi vida… ¿Me sigue?

—Creo que sí, señor —respondió el marinero con el rostro cepillado de toda expresión.

—Bien. Pero ahora piense una cosa —pidió Reynolds—. Esa criatura debe de ser tan diferente de nosotros y nosotros tan distintos a ella que probablemente no estemos sino enviándonos mensajes equivocados. Nuestros mutuos intentos de comunicación, en caso de haber existido, habrían pasado del todo desapercibidos, como si alguien enarbolara una bandera blanca ante un ejército de ciegos.

Carson guardó silencio.

—¿Qué opina de todo esto? —tuvo que preguntarle Reynolds.

El marinero lo contempló con cierta sorpresa.

—Que solo un ejército de idiotas se rendiría ante un ejército de ciegos, señor —contestó al fin.

Reynolds lo observó durante unos segundos en silencio.

—Sí, eso sería lo más probable si esto no fuera una metáfora, Carson. Lo que quería explicarle es que su propuesta de paz no podría llegar jamás a los otros —dijo—. ¿Lo entiende ahora?

Carson no dio la menor muestra de entenderlo.

—Bueno. Olvide ese ejemplo —dijo Reynolds, visiblemente desesperado—. Hay otra cosa que me preocupa, Carson, y es que no hayamos encontrado en el casco del buque ningún orificio de salida ni de entrada… ¿No le inquieta eso a usted? La criatura podría estar todavía entre nosotros.

Al oír eso, Carson compuso una mueca de terror que a Reynolds se le antojó un tanto exagerada.

—Dios no lo quiera, señor —respondió el marinero, estremecido—. Porque si así fuera, no le quepa duda de que moriríamos todos.

Ante aquella respuesta Reynolds sintió un escalofrío. Por todos los santos, se dijo, definitivamente aquello sonaba a amenaza. ¿Le estaba advirtiendo la criatura de su poder? ¿Le estaba invitando a dejar las cosas como estaban, a no alterar la aparente calma que embargaba el buque avisándole de lo peligrosa que era? Reynolds trató de serenarse. No podía permitir que el pánico le nublara el entendimiento. No ahora, cuando resultaba imprescindible que mantuviera la sangre fría si quería llevar a buen puerto aquella conversación. Lanzó una mirada furtiva hacia la alacena, preguntándose cuál sería la opinión de Allan sobre las palabras de Carson. En aquel momento habría dado cualquier cosa por conocerla.

—Tal vez tenga razón. Pero lo que ahora me preocupa es averiguar cómo logró entrar en el barco —prosiguió en tono divagatorio, sorteando como pudo la presunta amenaza—. ¿Qué piensa usted, Carson?

—No lo sé, señor.

—¿No tiene ninguna teoría al respecto? No le creo. Usted estuvo a punto de morir en sus manos en la enfermería. Y su aspecto le aterrorizó de tal modo que le dejó durante casi un día en estado de shock. Estoy convencido de que ve a esa criatura cada vez que cierra los ojos, ¿me equivoco?

—No, señor, no se equivoca —reconoció el marinero con amargura.

—Bien. Entonces seguro que ha estado preguntándose con el mismo desconcierto que yo cómo entró en el barco. ¿A qué conclusión ha llegado?

—Me temo que no he llegado a ninguna conclusión, señor —respondió con una sonrisita azorada.

La actitud del marinero hizo que Reynolds volviera a vacilar. ¿Estaba la criatura burlándose de él o inconscientemente estaba aplicando a las respuestas de aquel hombrecillo un barniz siniestro que no tenían? No lo sabía. Lo único que sabía era que por ese camino no iba a llegar a ningún sitio. No tenía sentido seguir dando rodeos. Había llegado el momento de dar un paso en otra dirección, de tomar una senda más peligrosa. Dedicó una rápida mirada al armario, esperando que Allan supiera interpretarla.

—Yo sí tengo una teoría, en cambio. ¿Le interesa conocerla? —le preguntó mientras sonreía apretando los dientes, como si sostuviera una pipa invisible.

Carson se encogió de hombros, mostrando su cansancio ante aquella entrevista. El explorador carraspeó.

—Creo que entró en el barco subiendo por la rampa de hielo, como cualquiera de nosotros.

—¿Y los centinelas? —se extrañó el marinero—. Ninguno lo vio subir, ¿no es cierto?

Reynolds le dedicó una sonrisa de divertida piedad.

—¿Sabe que hace un par de horas me ha sucedido algo muy curioso? —dijo, ignorando su pregunta y acercando su mano con disimulo a la pistola que descansaba sobre la mesa—. Salí a dar un paseo por la nieve, y tropecé con un cadáver.

Hizo una pausa para contemplar largamente a su interlocutor, que le sostuvo la mirada. El marinero no sonreía, y cuando no lo animaba ninguna emoción, su rostro lucía su perenne expresión estúpida. Sin embargo, a Reynolds le volvió a parecer que algo rebullía en sus ojos, muy adentro, alerta e intranquilo.

—¿Adivina de quién? —le preguntó.

El marinero lo contempló con cierta reserva.

—No.

—De Carson —desveló Reynolds, lanzándole una mirada desafiante. Dejó que su revelación flotara entre ellos unos segundos, antes de añadir—: Creí que me había seguido al verme bajar del barco, con la mala fortuna de tropezarse con el monstruo de las estrellas. Pero al regresar lo encontré aquí. Y ahora le tengo delante, evidentemente vivo, aunque hace un rato le he visto muerto en la nieve, con el pecho abierto de par en par. ¿Qué conclusión puede sacar de eso?

Carson acentuó su perenne expresión de estupor.

—Pensaría que se equivoca, señor, puesto que yo estoy aquí —respondió, desorientado—. Quizá se tropezó con otro marinero y me confundió con él.

—Mmm… podría ser —concedió Reynolds—, pero no falta nadie más en el barco. Lo he comprobado. Además, yo sé lo que vi. El cadáver que encontré en la nieve tenía sus mismos rasgos, los rasgos del marinero Harry Carson. —Hizo una pausa para endurecer la voz, mientras sentía cómo el corazón le latía con tanta vehemencia que parecía capaz de agujerearle el pecho—. Ahora imagine por un momento que no tengo la menor duda al respecto. ¿A qué conclusión cree que habré llegado? Yo se lo diré: creo que al pobre Carson lo mataron en la primera exploración, que el monstruo adoptó su forma y que de esa manera se infiltró en el barco. Por eso no hay ningún agujero en el casco. Y por eso pudo matar al cirujano y luego desaparecer, sin dejar el menor rastro.

El marinero lo contempló impasible durante unos instantes. De pronto, estalló en una tremenda carcajada. Reynolds lo observó realizar su pantomima con mirada severa.

—Perdone, señor, pero es la cosa más disparatada que he oído nunca —dijo Carson cuando dejó de reír. Luego sacudió la cabeza lentamente, y le contempló con repentina curiosidad—. ¿Qué opina de todo esto el capitán MacReady?

Reynolds no respondió.

—Oh, comprendo. No se ha atrevido a contárselo… —dedujo el marinero esbozando una expresión de desconsuelo que al explorador le resultó grotesca—. Me hago cargo, señor. Debe de ser complicado encontrar a alguien que dé crédito a tremendo despropósito. Eso quiere decir que solo lo sabe usted, ¿verdad? Únicamente usted. Y ahora yo, claro.

Reynolds sintió cómo se le tensaba cada músculo del cuerpo. Lanzó una nueva mirada a la alacena, preguntándose si el artillero se habría tensado también allí dentro, preparado para salir en cuanto el marciano confirmara aquella amenaza. Un sudor helado comenzó a resbalar por su frente y a bajarle después por las sienes. Se lo enjugó con pulso tembloroso, mientras Carson lo observaba inexpresivo, con la mirada inocente de las almas simples. Si en aquellos momentos alguien tuviese que juzgar la culpabilidad de ambos por su aspecto, pensó Reynolds, sin duda sería él quien resultaría condenado. Lanzó un suspiro de irritación, y decidió que había llegado el momento de terminar con aquella farsa, dirigiéndose directamente al monstruo.

—Me decepciona, sea lo que sea —dijo, subrayando su disgusto, al tiempo que intentaba que su voz sonara templada—. ¿Acaso no se da cuenta de que le estoy ofreciendo la posibilidad de que hablemos antes de descubrirle? —Carson continuó contemplándolo en silencio—. No somos una raza inferior. ¡Podemos comunicarnos de igual a igual! —exclamó Reynolds, pero el marinero no dio la menor muestra de interesarse por la oferta del explorador, quien lanzó un bufido de resignación—. Deduzco por su comportamiento que no piensa lo mismo. Lo lamento de verdad. Sinceramente, creo que podríamos aprender mucho el uno del otro, nuestra raza de la suya y viceversa.

Carson emitió una risita desagradable, como si considerase que la raza humana no tenía nada que enseñarle. Aunque también podía interpretarse como la desesperada carcajada de un marinero que no sabe cómo reaccionar ante los delirios de un superior. Cuando dejó de reír, volvió a mirarlo con expresión estúpida. El explorador se reclinó en su sillón y lo contempló en silencio durante un largo instante, considerando cómo continuar la charla. Era evidente que no había sabido conducir la conversación con el ingenio y la perspicacia que había prometido a Allan, al que imaginaba sacudiendo la cabeza con disgusto dentro de la alacena. Sin saber muy bien cómo, la entrevista se le había ido de las manos, y ahora se hallaba estancada. ¿Cómo debía continuarla? ¿Debía seguir provocando al marciano hasta que consintiera en desenmascararse para dejar así de escucharlo? Pero ¿y si Carson se levantaba, abandonaba el camarote e iba a quejarse al capitán? Reynolds no tenía la menor duda de que MacReady vería entonces la oportunidad perfecta para acusarlo de alborotador o de cualquier otra cosa y encerrarlo en la bodega. Dedicó al armario una mirada de súplica. ¿Qué más podía hacer, por el amor de Dios? Clavó los codos en la mesa y la vista en Carson.

—Tal vez le sorprenda, pero nuestra especie es mucho más inteligente de lo que cree —dijo, un tanto a la desesperada—. Y le aseguro que mis intenciones son del todo honorables y pacíficas. Tan solo deseo comunicarme con usted, llegar a un entendimiento. Pero si continúa con esa actitud, no me dejará otra alternativa que descubrirle.

—Señor, yo…

—¡Deje de fingirse Carson, maldita sea!

El marinero suspiró y se reclinó en su silla. Reynolds sacudió la cabeza, entre decepcionado y asqueado por su obstinación.

—Y se equivoca si piensa que soy el único que conoce su secreto. He tenido la precaución de cubrirme las espaldas antes de revelarle mi descubrimiento. Así que si me ocurre algo a mí, alguien dará la voz de alarma, y le aseguro que ya no tendrá lugar ni cuerpo donde esconderse en este barco. Le superamos en número, y conociendo su secreto, no tardarán demasiado en acorralarlo. Y entonces ya no estaré yo para ofrecerme a dialogar con usted. Le acribillarán a tiros, no le quepa duda. Y aunque he visto lo que es capaz de hacer con un oso polar, me temo que no podrá matar a toda la tripulación antes de que acaben con usted —dijo, sintiéndose ridículo al soltar todo aquello al hombrecillo que tenía delante.

—¡Oh, claro que no podría, señor! —exclamó el marinero sacudiendo la cabeza, preso de la desesperación. Luego, en un murmuro, añadió—: Solo el monstruo de las estrellas podría hacer eso…

—¿Me está amenazando otra vez, Carson? —dijo Reynolds con más rabia que miedo—. El monstruo, claro. El monstruo podría hacerlo. Pero usted no, porque es un simple marinero, ¿verdad? —Lo miró fijamente—. Un simple marinero que llegó con un pie tan congelado que el doctor Walker recomendó su amputación, y que ahora anda por ahí como si se hubiese recuperado milagrosamente. ¿Cree usted que un simple marinero podría curarse así?

—Es evidente que el doctor Walker, que en paz descanse, se equivocó en su diagnóstico —dijo Carson, encogiéndose de hombros.

—Lo dudo mucho. El doctor Walker no era ningún advenedizo. Llevaba años ejerciendo.

—Pero todos los hombres se equivocan, señor —dijo el marinero, sonriendo tímidamente—. Y el doctor Walker era tan humano como usted y yo. Tan erróneo, frágil y mortal como todos los humanos.

Reynolds volvió a guardar silencio, enojado y exhausto. Era evidente que sus palabras, ya fuesen amistosas o provocadoras, resultaban inútiles. Quizá su destino no fuese alcanzar la gloria, sino continuar con aquella conversación hasta que llegara el deshielo, o tal vez hasta el día del Juicio Final. Pero no creía que la criatura dispusiera de tanta paciencia. De hecho, más bien parecía un gato jugando con un ratón, a la espera del momento en que el aburrimiento le conminara a devorarlo. Y Reynolds comprendió que, a esas alturas, ya solo le quedaba una cosa por hacer, aunque eso lo cambiaría todo definitivamente: abortaría aquel diálogo entre distintas especies interplanetarias que tanto había ansiado, un anhelo que ahora, a la luz de los acontecimientos, le parecía tan absurdo como infantil. Un ser que tuviese intenciones de dialogar no habría aprovechado su oferta, se dijo. Tuvo que reconocer en su fuero interno que MacReady tenía razón, después de todo: ante un ser que ya había dado sobradas muestras de un comportamiento hostil, lo más inteligente era dispararle en cuanto se pusiera a tiro. Sin embargo, Reynolds acababa de arruinar aquella opción, poniendo a la criatura sobre aviso con su empeño de sentarse a departir amigablemente con ella. El resultado hablaba por sí solo: se encontraba en su camarote, frente al monstruo, con todas sus cartas descubiertas sobre la mesa, desesperado, humillado, aterrorizado y plenamente consciente de haber manejado toda aquella situación como un idiota presuntuoso. Posó los ojos en la alacena una última vez, esperando que Allan comprendiera que había llegado el breve y único momento de gloria al que podrían aspirar, y rezando por que el artillero estuviera a la altura de las circunstancias.

Contempló a la criatura con una mueca de franca decepción. Le hubiese gustado hablar con ella, descubrir para qué había llegado a la Tierra, saber de dónde venía. Desgraciadamente, tendría que conformarse con dispararle. Con un movimiento rápido, tomó la pistola y apuntó al hombrecillo entre las cejas. Sin embargo, no apretó el gatillo. Permaneció con el brazo extendido, observando al marinero con frialdad.

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