—Naturalmente, ¿quién no ha oído hablar de ese fraude? —respondió Gilmore, intrigado—. Fue uno de los engaños periodísticos más sonados del siglo.
—Bien. Ese hombre se llamaba Richard Locke y era mi bisabuelo.
—¿Su bisabuelo? —se sorprendió Gilmore.
Emma asintió.
—También sabrá entonces que, una vez se demostró que todo era un fraude, muchos siguieron pensando que lo que él había descrito era verdad.
—No me sorprende, señorita Harlow, la gente necesita creer desesperadamente en algo —dijo Gilmore—. Pero no pretenderá que vuelva a hacer eso, ¿verdad? Hoy sabemos a ciencia cierta que la Luna no está habitada. Nadie creería lo contrario. Los telescopios…
—Por supuesto que nadie lo creería, señor Gilmore —lo interrumpió ella—. Pero muchos piensan que hay vida en Marte.
—¿En Marte?
—Sí, en Marte. ¿Ha oído hablar de sus canales? Algunos científicos aseguran que representan claros indicios de que en nuestro planeta vecino existe una civilización inteligente.
—He leído algo sobre ello, sí —dijo Gilmore, visiblemente desconcertado—. ¿Quiere entonces que…?
Emma volvió a interrumpirlo deslizando sobre la mesa un libro que les resultará familiar.
—¿Conoce este libro, señor Gilmore? —le preguntó, señalando la novela que había colocado junto a las tazas de té, encuadernada en tela marrón claro, publicada por la editorial Heinemann.
Sorprendido, Gilmore la tomó con cuidado entre sus grandes manos y leyó el título:
—La guerra de los mundos
… H. G. Wells.
—Sí. Está escrita por un conocido autor inglés —apuntó Emma—, y narra una invasión marciana sobre la Tierra.
—H. G. Wells… —repitió Gilmore como para sí.
—Los marcianos llegan a nuestro planeta en unos enormes cilindros disparados desde Marte. El primero de ellos aparece una mañana en los pastos comunales de Horsell, cerca de Londres. En el cráter causado por el impacto, los marcianos construyen una máquina voladora con forma de manta raya con la que se dirigen a la cercana metrópoli.
—H. G. Wells…
—A los marcianos les lleva apenas dos semanas conquistarla. —Hizo una pausa, y sonrió—. Quiero que usted reproduzca esa invasión.
Gilmore alzó los ojos del libro y la contempló boquiabierto.
—¿Cómo dice?
—Lo que ha oído: quiero que haga creer a todo el mundo que la Tierra está siendo invadida por los marcianos.
—¿Se ha vuelto loca? —se escandalizó Gilmore.
—No tiene que llevarla hasta su fin, naturalmente —explicó ella—. Me bastará con que la comience.
—¿Con que la comience…? Pero, señorita Harlow, eso es…
—¿Imposible?
—No iba a decir eso… —murmuró Gilmore.
—Entonces mucho mejor para usted, señor Gilmore, pues no tendrá problemas en conseguirlo. Arrégleselas para que un cilindro extraterrestre aparezca en Horsell, que de su interior salga un marciano, y que al día siguiente todos los periódicos del mundo hablen de la llegada de nuestros vecinos interplanetarios. Si consigue ese puñado de titulares, aceptaré convertirme en su esposa.
—Una invasión marciana… —balbució Gilmore—, quiere que simule una invasión marciana…
—Sí, eso es lo que deseo —ratificó Emma—. Tómeselo como un homenaje a mi bisabuelo, que convenció a todo el mundo de que la Luna estaba habitada por unicornios y hombres murciélago.
Gilmore se reclinó en el asiento y contempló el libro durante unos segundos, sacudiendo incrédulo la cabeza.
—Una invasión marciana… —repitió.
—Si no se ve capacitado, señor Gilmore, acepte su derrota —sugirió ella—. Y por favor, deje de enviarme sus ridículas notitas asegurándome que puede conseguir lo imposible.
Gilmore levantó la vista hacia ella y le dedicó una sonrisa desafiante.
—Los marcianos aparecerán en Horsell, señorita Harlow —dijo en el tono solemne de una declaración de amor—. Aparecerán, tiene mi palabra. Vendrán desde Marte para que se case conmigo.
—¿Cuándo? —lo retó ella.
Gilmore pareció meditar.
—¿Cuándo? Mmm… déjeme pensar. Estamos a principios de mayo. Podría preparar mi viaje a Inglaterra en una semana, y tardaría casi quince días en llegar. Luego necesitaría al menos un par de meses para llevar a cabo su desafío… Eso nos situaría en agosto. Sí, creo que dispondría de tiempo suficiente… De acuerdo, señorita Harlow, ¿le parece bien que los marcianos invadan la Tierra el próximo uno de agosto?
Emma asintió con una sonrisa.
—Me parece perfecto, señor Gilmore. Le prometo estar ese día en los pastos de Horsell para verlo —dijo, levantándose y tendiéndole la mano—. Hasta entonces, señor Gilmore.
Él se levantó, sorprendido por la brusquedad de su despedida, y se apresuró a sacudir el llamador del servicio, besando luego su mano.
—Hasta entonces, señorita Harlow —repitió.
Tras una cortés reverencia, Emma se dirigió a la entrada de la biblioteca y se dejó conducir de nuevo por el mayordomo hacia la salida de la mansión, pensando en lo bien que se había desarrollado todo.
Pero dejémosles cruzar las infinitas estancias y volvamos al pequeño patio, pues lo verdaderamente importante no es lo que en aquel momento pensara Emma, y aún menos lo que pudiera pensar el mayordomo o la muy arrobada Daisy, que esperaba en el amplio vestíbulo a que su señorita apareciera, ignorando todavía que en escasas semanas ya no tendría que temer por su puesto de trabajo, pues recibiría una torpe y ceremoniosa petición de matrimonio a través de un anillo oculto en un bizcocho de arándanos, que solo la fortuna impediría que se tragara. Lo realmente importante es lo que pensaba Montgomery Gilmore, quien se hallaba sumido en la confusión. Tras despedir a la señorita Harlow se había vuelto a sentar, y ahora acariciaba el libro que ella le había dejado, con expresión pensativa. Repasó con sus gruesos dedos las letras en relieve del nombre del autor que se encontraban estampadas bajo el título y sacudió la cabeza entre divertido e incrédulo por las vueltas que podía dar la vida, dignas de un acróbata de circo. Tenía que conseguir que Inglaterra creyese que los marcianos habían llegado a la Tierra con el propósito de invadirla. Eso era lo que Emma le había exigido para casarse con él, que reprodujera la novela de Wells.
—H. G. Wells… —susurró otra vez. Luego suspiró hondo, dibujó una sonrisa de resignación y, contemplando su perro con simpatía, exclamó—: ¿Puedes creerlo, Eterno?
El golden retriever le devolvió una mirada que Gilmore quiso creer que era tan escéptica como la suya.
Montgomery Gilmore regresó a Inglaterra dos años después de haber muerto. Lo primero que hizo al llegar a Londres fue dirigirse a cierta placita del Soho en cuyo centro se hallaba una escultura en bronce del hombre que había pasado a la Historia como «el Dueño del Tiempo». No todo el mundo tenía el privilegio de poder contemplar la estatua que conmemoraba su muerte. Montgomery Gilmore, el hombre que en otro tiempo fue conocido como Gilliam Murray, se comparó con ella atentamente, como si estuviera ante un espejo. Pero lo cierto era que, tras los cambios a los que había sometido su cuerpo, ahora apenas guardaba con la figura un vago aire de familia. Cuando uno pesaba ciento veinte kilos, no tenía más que adelgazar unos pocos para convertirse en otro, aunque él, por si acaso, también se había dejado crecer la barba y el bigote, se había cortado el pelo e incluso había aprendido a vestir de un modo más discreto. Le complació lo distinto que parecía tras su metamorfosis. Y sonrió divertido ante el gesto de encantamiento que su réplica trazaba en el aire con una de sus manos, tan propio de un embaucador. También le agradó la reproducción que el escultor había realizado de su fiel Eterno, al que había dejado en Nueva York a cargo de Elmer tras considerar que su compañía podría arruinar su disfraz.
La caída de un excremento de paloma sobre la cabeza de la figura le hizo torcer el gesto. Ya se había permitido el lujo de ver la escultura, no era necesario permanecer allí más tiempo para conocer de primera mano todos los sinsabores que le esperaban hasta que finalmente alguien mandara demolerla: el lento pero mortífero desgaste de la lluvia, el viento y el paso de los años, las pintadas y ataques de los vándalos, el cruento cañoneo de las incontables generaciones de aquellas simpáticas palomas. Sí, aquella afrenta era un adelanto más que suficiente del futuro. Murray le dedicó a la escultura una mueca de solidaridad y se encaminó hacia Greek Street sin ninguna prisa, saludando a los viandantes con los que se cruzaba con una amable inclinación de cabeza. Sonrió con satisfacción al comprobar que nadie le reconocía, pese a estar inmortalizado en bronce unas calles más atrás. Aunque lo cierto era que tampoco le preocupaba demasiado, pues si alguien lo hacía, probablemente creería, dada la afición de los ingleses por el espiritismo, que se trataba del fantasma de Gilliam Murray. Eso era más fácil de aceptar para ellos que el hecho de que alguien pudiera fingir su propia muerte con tanta perfección.
Una vez llegó a Greek Street, se detuvo ante la fachada de su empresa, por la que había dado la vida. Se trataba de un antiguo teatro que él mismo había mandado remodelar, ataviando su fachada con motivos que aludían al tiempo, como una cenefa tallada de relojes de arena o un frontón en el que se distinguía a Cronos haciendo girar la rueda zodiacal con una mirada malévola. Entre el grabado del dios y el dintel, unas pomposas letras esculpidas en mármol rosado anunciaban: VIAJES TEMPORALES MURRAY. Murray subió la escalinata y observó con melancolía el cartel que había junto al portón de entrada, que invitaba a los viandantes a visitar el año 2000. Como saben, el dibujo mostraba una escena de la guerra del futuro: al bravo capitán Shackleton cargando con fiereza contra su archienemigo, el autómata Salomón. Murray esperó a que la calle estuviera desierta para extraer la llave de su bolsillo y entrar sigilosamente en el edificio. En el interior, olía a pasado, a abandono, a recuerdos deslucidos. Murray se detuvo en el amplio vestíbulo a escuchar el silencio que lo habitaba, porque eso era lo único que producía ahora la legión de relojes que dos años antes había trastornado la estancia con su incansable tictac. La escultura que presidía el vestíbulo, y que ilustraba el paso del tiempo a través de un enorme reloj de arena que unos brazos mecánicos se encargaban de voltear, se encontraba también paralizada, envuelta en una crisálida de telarañas. El mismo polvo que obstruía sus engranajes, se asentaba también en las paletas y ruedas dentadas de los antiguos relojes mecánicos que se exhibían en un lado de la sala y en las molduras de los incontables relojes de pared que cubrían sus muros. Ninguno de aquellos relojes tenía ahora nada que medir porque el tiempo se había congelado allí dentro. Esquivando la escalera que ascendía a su despacho, se dirigió al enorme almacén donde, como un animal viejo y cansado, le esperaba el
Cronotilus
, tiritando de desamparo. Se trataba de un tranvía nervado de tuberías de hierro cromado al que sus ingenieros habían adosado un motor de vapor en su parte trasera y un espolón semejante al de los rompehielos en la delantera. Aquello, sumado a la carlinga que había en su techo, una especie de torreta desde la que abrir fuego cómodamente, invitaba a pensar que aquel vehículo había sido adaptado para aventurarse en un lugar peligroso, lo cual era cierto, pues el
Cronotilus
viajaba al futuro atravesando la cuarta dimensión, el misterioso territorio donde le había sobrevenido la muerte.
Convertirse en el Dueño del Tiempo le había hecho millonario. Pero cuando juzgó que ya era lo suficiente rico, que seguir acumulando dinero no iba a suponerle ninguna diferencia, no se le ocurrió otra forma de clausurar su empresa que fingir su propia muerte. En realidad, no había otro modo de hacerlo. Nadie iba a aceptar que cerrase las puertas de Viajes Temporales Murray sin más, negando al mundo la posibilidad de viajar en el tiempo, y tampoco podía traspasar su negocio como si fuera una tienda de porcelanas o una taberna. La muerte solucionaría el problema de una forma terriblemente sencilla, a la par que barnizaría su recuerdo de un bello lustre trágico. Y eso había hecho, morir, inventarse una muerte atroz y perfecta que había conmocionado al mundo, que se había apresurado a honrar su memoria erigiendo una estatua de bronce en mitad de una plaza. Sí, Gilliam Murray había muerto a lo grande, como solo aciertan a morir los héroes, y se había llevado consigo el secreto de los viajes en el tiempo. Y mientras la humanidad asumía que había vuelto a quedar varada en un presente insalvable, él surcaba el Atlántico con los bolsillos rebosantes de dinero para empezar una nueva vida en la moderna Nueva York, bajo el nombre de Montgomery Gilmore.
Su llegada causó un pequeño maremoto en el apacible océano de la pudiente sociedad neoyorquina. La ciudad se hallaba anclada en un sistema de valores presidido por un culto a la familia y a las tradiciones que a Murray se le antojó desagradablemente conocido, pero que decidió acatar para no llamar la atención. Enseguida comprendió que su huida lo había conducido a un territorio tan ambiguo y resbaladizo como el que acababa de abandonar, pues bajo su pulcra superficie, donde la vida fluía como un río sereno que un puñado de normas arcaicas impedía que se desbordara, latía un mundo hecho de pasiones y debilidades, minuciosamente registradas por los voceros de ese peculiar reino de las apariencias. Indiferente a aquella mecánica hipócrita, Murray observaba cómo tras las comidas siempre había quien colocaba sobre la mesa el postre de un rumor recién horneado, desvelando un romance subterráneo o el reciente casamiento que alguna rica matriarca acababa de bendecir desde su trono atestado de caniches, para aunar dos familias acaudaladas. Asqueado de todo ello, en cuanto su presencia perdió el brillo de la novedad, restringió sus apariciones públicas. Solo se dejó ver en las imprescindibles comidas de negocios, y su vida discreta, casi monacal, terminó acorazándolo contra aquellas hienas sociales, que enseguida se cansaron de rebuscar carroña en lo que debieron de considerar una aburrida existencia, ajena a las tentaciones de los mortales. Murray pasó así a integrarse armoniosamente en el paisaje de la clase rica neoyorquina como un magnate misterioso y misántropo que no representaba ninguna amenaza para el delicado entramado de sus costumbres.
Pero esa existencia, que él era el primero en calificar de patética, no era voluntaria, sino inevitable. Aunque hubiera querido vivir de un modo diferente, no habría podido hacerlo: los variados espectáculos y exposiciones de la metrópoli lo cansaban y aburrían, pues aquel baldeo de emociones estéticas más que ayudarle a refinar su espíritu lo que conseguía era revelar su triste tosquedad, y las cenas, bailes y demás distracciones a las que consentía en acudir, solo lograban poner de manifiesto su facilidad para extraviarse en las veredas de la vida social.