Read El mar Online

Authors: John Banville

Tags: #Drama

El mar (7 page)

BOOK: El mar
10.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Cuando llegamos entré directamente en casa, dejando que ella aparcara el coche, encontré el número de teléfono de los Cedros en la guía telefónica y llamé a la señorita Vavasour y le dije que deseaba alquilar una de sus habitaciones. A continuación subí arriba y me metí en la cama en calzoncillos. De repente me sentía muy cansado. Reñir con la propia hija siempre es, cuando menos, debilitante. Por aquel entonces me había trasladado de lo que había sido el dormitorio de Anna y el mío a la habitación de invitados que quedaba sobre la cocina, que solía ser el cuarto de los niños y donde la cama era baja y estrecha, poco más que un catre. Pude oír a Claire debajo en la cocina, haciendo ruido con las cacerolas y las sartenes. Todavía no le había dicho que había decidido vender la casa. La señorita V., por teléfono, me había preguntado cuánto tiempo planeaba quedarme. Por su tono pude comprobar que estaba desconcertada, que incluso desconfiaba. Mantenía una deliberada vaguedad. Unas semanas, dije, quizá meses. Se quedó callada durante un largo momento, pensando. Mencionó al coronel, dijo que era un huésped permanente, y persona de costumbres fijas. No hice ningún comentario. ¿Qué me importaban a mí los coroneles? Por mí podía albergar en su casa todo un cuerpo de oficiales. Dijo que tendría que llevar a lavar la ropa fuera. Le pregunté si me recordaba.

—Oh, sí —dijo sin inflexión—, sí, claro que le recuerdo.

Oí los pasos de Claire en la escalera. La cólera se le había consumido, y caminaba pesadamente, arrastrando los pies, desconsolada. No dudo que también le fatiga discutir. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero no entró, sólo me preguntó apáticamente por la rendija si quería comer algo. Yo no había encendido las lámparas de la habitación, y el largo y ahusado trapezoide de luz que llegaba del descansillo y se derramaba por el linóleo, que ella ocupaba ahora, era un camino que llevaba directamente a la infancia, a la suya y a la mía. Cuando ella era pequeña y dormía en esta habitación, en esta cama, le gustaba oír el sonido de mi máquina de escribir procedente del estudio del piso de abajo. Era un sonido confortador, decía, como escucharme pensar, aunque no sé cómo el sonido de mi pensamiento podría confortar a nadie; yo hubiera dicho que todo lo contrario. Ah, pero qué lejanos, esos días, esas noches. De todos modos, ella no debería haberme gritado de ese modo en el coche. No me merezco que me griten así.

—Papá —volvió a decir, con una nota de impaciencia—, ¿quieres cenar o no?

No contesté y ella se alejó. Vivo en el pasado, ya lo creo.

Me volví hacia la pared, dándole la espalda a la luz. Aun cuando tenía las rodillas dobladas, los pies me llegaban al extremo de la cama. Mientras me levantaba pesadamente sobre la maraña de sábanas —nunca he sabido qué hacer con la ropa de cama—, me llegó una vaharada de mi propio olor cálido a queso. Antes de la enfermedad de Anna, mantenía hacia mi yo físico una actitud de cariñoso disgusto, como muchas otras personas —mantienen con su propio yo físico, quiero decir, no con el mío—, tolerando, porque no hay otro remedio, los productos de mi tristemente ineludible humanidad, los diversos efluvios, los eructos de proa y de popa, la mugre, la caspa, el sudor y otros vulgares escapes, e incluso lo que el Bardo de Hartford
[5]
denomina pintorescamente las partículas del obrar inferior. No obstante, cuando el cuerpo de Anna la delató y a ella le entró miedo de su cuerpo y de lo que podía hacerle, a mí me entró, mediante un misterioso proceso de transferencia, una lenta repugnancia hacia mi propia carne. No es que sienta siempre esta aversión por mí mismo, o al menos no soy siempre consciente de ella, aunque probablemente esté ahí, esperando a que me encuentre solo, por la noche, o sobre todo a primera hora de la mañana, cuando se alza a mi alrededor como un miasma de gas de los pantanos. He acabado experimentando una enfermiza fascinación por los procesos de mi cuerpo, los que son graduales, la manera en que, por ejemplo, me siguen creciendo de manera insistente el pelo y las uñas, da igual en qué estado me encuentre, qué angustia experimente. Parece tan desconsiderada, tan desatenta a las circunstancias, esta implacable generación de materia que ya está muerta, de la misma manera que los animales prosiguen con su actividad animal, ignorantes o indiferentes a si su amo está despatarrado en la fría cama del piso de arriba con la boca abierta y los ojos vidriosos y ya no volverá a bajar nunca más, para servirles lo que hay en el cubo o abrirles la última lata de sardinas.

Hablando de mecanógrafos —hace un momento mencioné un mecanógrafo—, ayer por la noche, en un sueño, acabo de recordarlo, intenté escribir mi testamento en una máquina a la que le faltaba la letra
I
. La letra
I
, es decir, mayúscula y minúscula.
[6]

Aquí abajo, junto al mar, el silencio posee una cualidad especial por la noche. No sé si esto es cosa mía, es decir, si esta cualidad es algo que yo aporto al silencio de mi habitación, e incluso a toda la casa, o si se trata de un efecto local, debido al salitre del aire, quizá, o al clima costero en general. No recuerdo haberme fijado cuando era joven y me alojaba en el Prado. Es algo denso y al mismo tiempo hueco. Me llevó mucho tiempo, noches y noches, identificar lo que queda de mí. Es como el silencio que conocí de pequeño cuando estaba enfermo, cuando me quedaba en la cama con fiebre, resguardado bajo un montículo de mantas húmedo y caliente, con el vacío apretándose en mis oídos como el aire de una batisfera. En aquellos días la enfermedad era un lugar especial, un lugar aparte, en el que nadie más podía entrar, ni el médico, con aquel estetoscopio que te provocaba escalofríos, y ni siquiera mi madre, cuando ponía su mano fría sobre la frente que me ardía. Es un lugar como el lugar en el que me parece que estoy ahora, a una distancia de millas de cualquier parte, de los demás. Pienso en los otros que viven en la casa, la señorita Vavasour, y el coronel, dormidos en sus habitaciones, y entonces pienso que a lo mejor no duermen, sino que están despiertos, como yo, melancólicos y demacrados en la oscuridad azul plomizo. Quizá pensamos el uno en el otro, pues el coronel, estoy convencido, piensa en nuestra castellana. Ella, no obstante, se ríe de él a sus espaldas, aunque de un modo no carente de cariño, y le llama coronel Metepatas, o Nuestro Valiente Soldado. Algunas mañanas la señora V. tiene los ojos tan enrojecidos que se diría que ha estado llorando por la noche. ¿Se echa la culpa de todo lo ocurrido y aún se lamenta por ello? Qué pequeño recipiente de tristeza somos, navegando en este apagado silencio a través de la oscuridad del otoño.

Era de noche, sobre todo, cuando pensaba en los Grace, mientras yacía en mi estrecha cama metálica del chalet, bajo la ventana abierta, escuchando el monótonamente repetido e irregular romper de las olas en la playa, el solitario grito de las aves marinas insomnes, y, a veces, el lejano traqueteo de una carraca para espantar pájaros, y los leves y jazzísticos gemidos de la orquesta de baile del Hotel Golf tocando el último y lento vals, y mi padre y mi madre en la habitación de delante riñendo, como solían hacer cuando pensaban que yo dormía, tirándose los trastos a la cabeza en una voz baja agotadora, cada noche, cada noche, hasta que al final mi padre nos dejó y no volvió nunca más. Pero eso era en invierno, y en otro lugar, y hace muchísimos años. Para ni intentar oír lo que decían me distraía inventando obras teatrales en las que rescataba a la señora Grace de alguna enorme catástrofe general, un naufragio o una devastadora tormenta, y la secuestraba para tenerla a salvo en una gruta, convenientemente seca y cálida, donde a la luz de la luna —el trasatlántico ya se había hundido, la tormenta había amainado—, la ayudaba tiernamente a quitarse su bañador empapado y a envolverse con una toalla su fosforescente desnudez, y nos echábamos y ella inclinaba su cabeza sobre mi brazo y me tocaba la cara en un gesto de gratitud y suspiraba, y así nos íbamos a dormir juntos, ella y yo, envueltos en la enorme y suave noche del verano.

En aquella época estaba tremendamente fascinado con los dioses. No hablo de Dios, el que se escribe con mayúscula, sino de los dioses en general. O de la idea de los dioses, es decir, de la posibilidad de los dioses. Era un lector entusiasta y tenía un conocimiento bastante bueno de los mitos griegos, aunque me costaba seguir a los personajes, de tanto que se transformaban y de tan diversas como eran sus aventuras. Tenía de ellos una imagen necesariamente estilizada —figuras de plastilina grandes y desnudas, todas ellas nudosos músculos y pechos como embudos invertidos—, derivada de las obras de los grandes maestros del Renacimiento italiano, sobre todo Miguel Ángel, de cuyas pinturas debí de haber visto reproducciones en algún libro o en alguna revista, yo, que siempre estaba atento a la aparición de carne desnuda. Fueron naturalmente las proezas eróticas de esos seres celestiales lo que más me fascinó. El pensar en toda esa carne desnuda tensa y en tenso temblor, sin más barrera que los marmóreos pliegues de una túnica o una voluta de gasa fortuitamente colocada —fortuita, quizá, pero tan completa y frustrantemente protectora del recato como la toalla de playa de Rose, o, de hecho, el bañador de Connie Grace—, saturaba mi inexperta pero ya calenturienta imaginación con fantasías de amor y de las transgresiones del amor, todo ello en la invariable forma de persecución, captura y violenta subyugación. De los detalles de estas escaramuzas en el dorado polvo de Grecia yo no comprendía gran cosa. Imaginaba el empuje y el estremecimiento de muslos bronceados que hacen retroceder unos pálidos lomos al tiempo que éstos se le entregan, y oía unos gemidos en los que se mezclaba el éxtasis y una dulce aflicción. La mecánica del acto, sin embargo, me superaba. Una vez, mientras paseaba por los caminos llenos de cardos de la Madriguera, como se llamaba a esa franja de monte bajo entre la orilla y los campos, casi me di de bruces con una pareja echada en un hoyo poco profundo en la arena que hacía el amor bajo un chubasquero. Con el ajetreo el chubasquero había ido subiendo, con lo que les cubría la cabeza pero no el trasero —o a lo mejor lo habían dispuesto así, prefiriendo ocultar sus caras, mucho más identificables, después de todo, que sus nalgas—, y al verlos allí, los flancos del hombre rítmicamente atareados con la erguida fúrcula de las piernas abiertas y levantadas de la mujer, algo se hinchó y se espesó en mi garganta, la sangre acudió como una señal de alarma y de fascinada repugnancia.
Así que es esto
, fue lo que pensé,
así que esto es lo que hacen
.

El amor entre adultos. Era raro imaginárselos, intentar imaginárselos, forcejeando en sus lechos olímpicos en la oscuridad de la noche, donde sólo las estrellas podían verlos, agarrándose y entrelazándose, jadeando motes cariñosos, gritando de placer como si sufrieran. ¿Cómo justificaban esos actos nocturnos ante sus yoes diurnos? Eso era algo que me dejaba muy perplejo. ¿Por qué no estaban avergonzados? Los domingos por la mañana, pongamos, cuando llegan a la iglesia con el cosquilleo de sus retozos del sábado por la noche. El sacerdote los saluda en el porche, ellos sonríen inocentes, murmuran palabras inocuas. La mujer moja las puntas de los dedos en la pila bautismal, y mezcla los restos de los pegajosos jugos del amor en el agua bendita. Bajo sus ropas de domingo sus muslos se rozan en el deleite recordado. Se arrodillan, sin hacer caso de la triste mirada de reproche que la estatua del Salvador les lanza desde la cruz. Después de su almuerzo de mediodía quizá envían a los niños a jugar y se retiran al santuario de su dormitorio encortinado para repetirlo todo otra vez, sin advertir el ojo inyectado en sangre de mi imaginación fijo sobre ellos sin parpadear. Sí, yo era un chico de ésos. O, mejor dicho, hay una parte de mí que sigue siendo la clase de chico que era entonces. Un poco bruto, en otras palabras, con una mente sucia. Como si hubiera de otra clase. Nunca crecemos. O, al menos, yo no.

Durante el día romanceaba por la calle de la Estación con la esperanza de ver a la señora Grace. Pasaba junto a la verja metálica de color verde, despacio hasta ir a paso de sonámbulo, y deseaba que saliera por la puerta principal, al igual que había salido su marido ese día cuando le vi por primera vez, pero ella se mantenía tozudamente dentro. Desesperado, escudriñaba las cuerdas de tender del jardín, pero todo lo que veía era la ropa lavada de los niños, sus pantalones cortos, sus calcetines, y un par de prendas interiores de Chloe escasas y sin interés, y, naturalmente, los calzoncillos flácidos y grises de su padre, y una vez, incluso, su sombrero que parecía un cubo de arena, tendido con un aire chulesco. La única cosa de la señora Grace que llegué a ver fue su bañador negro, colgado de los tirantes, lacio y escandalosamente vacío, seco ahora y no tanto una piel de foca como de pantera. También miré por las ventanas hacia el interior de la casa, sobre todo hacia los dormitorios de arriba, y un día fui recompensado —¡con qué fuerza me latió el corazón!— por el atisbo, detrás de un cristal en sombras, de lo que me pareció un muslo desnudo que pudo ser suyo. Entonces la carne adorada se movió y se convirtió en la espalda peluda de su marido, sentado en el trono, por lo que pude ver, y alargando el brazo hacia el papel de váter.

Hubo un día en que se abrió la puerta, pero fue Rose quien salió, y me lanzó una mirada que me hizo humillar la vista y apresurar el paso. Sí, Rose me caló desde el principio. Y la cosa no ha cambiado, desde luego.

Decidí entrar en la casa, caminar por donde caminaba la señora Grace, sentarme donde ella se sentaba, tocar lo que tocaba. A ese fin, me propuse trabar amistad con Chloe y su hermano. Era fácil, como suelen ser estas cosas en la infancia, incluso para un niño tan circunspecto como yo. A esa edad no se hablaba por hablar, no había rituales para acercarse a alguien con cortesía, sino que simplemente te colocabas cerca del otro y esperabas a ver qué pasaba. Un día los vi deambulando por la gravilla que había delante del Café Playa, los espié antes de que ellos me espiaran, crucé la calle en diagonal hasta donde se encontraban y me detuve. Myles se estaba comiendo un helado con profunda concentración, lamiéndolo por igual en todos sus lados igual que un gato lame una cría, mientras Chloe, que imagino había acabado el suyo, lo esperaba en una actitud de letárgico aburrimiento, apoyada en la entrada del café con un pie ensandaliado apretado sobre el empeine del otro y la cara sin expresión levantada al sol. No dije nada, ni ellos tampoco. Los tres permanecimos simplemente ahí al sol de la mañana, entre el olor a algas y a vainilla y lo que en el Café Playa te servían como café, y al final Chloe se dignó bajar la cabeza y dirigir su mirada hacia mis rodillas y preguntarme mi nombre. Cuando se lo dije lo repitió, como si fuera una moneda sospechosa cuya autenticidad pusiera a prueba entre los dientes.

BOOK: El mar
10.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Stuck On You by Christine Wenger
Riding the Iron Rooster by Paul Theroux
Snatched by Bill James
Ondrej by Saranna DeWylde
Puppies Are For Life by Linda Phillips
God of Clocks by Alan Campbell
Among the Ducklings by Marsh Brooks
Vanquished by Allyson Young
Night Kills by John Lutz