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Authors: Juan Carlos Arce

Tags: #Ciencia, Histórico

El matemático del rey (6 page)

BOOK: El matemático del rey
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—¡Salta! —le dijo Obelar, ayudándole a poner un pie en la ventana.

Nicolás se dejó caer a la calle y vio que Obelar saltaba tocado ya por tres o cuatro puntas de fuego que se hicieron mayores en la caída y que se apagaron solas al tocar el suelo. Sin decirse más ni mirar atrás, corrieron para alejarse del incendio con la seguridad de que nada de lo que habían dejado en la casa sería más que ceniza en poco tiempo y que también la casa entera ardería sin remedio.

Lejos del fuego, Obelar y Nicolás detuvieron su carrera y serenaron la fatiga y la tos que les tenía tomadas las gargantas.

—¡Dios haga el milagro de quitaros la locura que padecéis desde que el maldito cuaderno llegó a vuestras manos! ¡Casi morimos quemados como herejes! —dijo Nicolás.

—¿Has visto? Eran los asesinos de Maldonado. Han venido a terminar hoy lo que el otro día dejaron sin hacer. ¡Quemar la casa con todo lo que hay dentro! ¿Qué hubiera sido si nos hubieran visto?

Obelar hablaba así para aliviarle el miedo a Nicolás y para que éste pensara que los asesinos habían llegado con la sola intención de incendiar la casa. Pero el propio Obelar no podía estar seguro de que no supieran que ellos dos estaban allí, porque empezaba a preguntarse si habían querido quemarlos a ellos también. Nicolás miraba a Obelar con ojos espantados y Obelar miraba a Nicolás con la sospecha de que estaba arriesgando la vida del muchacho en un asunto que desde ese momento le pareció del mayor peligro.

Tenía Obelar el pensamiento confundido y una punta de miedo agarrada al pecho porque, si era cierto, como pensaba, que los asesinos de Maldonado habían puesto llama a la casa porque sabían que estaba dentro, no le cabía duda de que su vida estaba muy amenazada por hombres de fuerza y que si ya había escapado de ellos dos veces, no le sería siempre favorable la fortuna.

Caminaron sin hablar por las sombras de la noche, tomado Nicolás por una tos que no era más que el humo que había tragado. Estaba el muchacho convencido de que Obelar tenía perdido el juicio y que no habría mejor forma de poner a salvo su propia vida que dejar de servirle y andar otros caminos, porque aquella noche había tenido más sobresaltos que estrellas brillaban en el cielo. Pensaba Nicolás en silencio en las extrañas amistades que Obelar tenía, metidas todas en un ventorro que era a medias burdel y a medias mesón abierto para gente de delito. Pensó en Ranillas y en todo cuanto había pasado aquella noche y no halló modo de encontrar una razón por la que valiera aún tener algún trato con Obelar, como no fuera el gozo del escote de Maricarnes, que no se le borraba de la mente.

Anudados aún al susto, llegaron a la puerta de la casa de Obelar y decidió éste no entrar por no poner paredes al ansia de correr que le había ganado todo el cuerpo al saltar por la ventana, huyendo del incendio. Quiso, sin embargo, que Nicolás refugiara su miedo en la casa y aliviara con el sueño la tragantona que llevaba. Tenía Obelar, además, una urgencia del ánimo que no confesó al muchacho y para la que precisaba quedarse solo. Apenas Nicolás desapareció detrás de la puerta, Obelar anduvo a zancadas hasta llegar al lugar en que las llamas devoraban la estancia del matemático asesinado. Congregados algunos vecinos de la calle, trataban de hacer humo de la lumbre echándole al fuego el agua que llevaban en toneles. Las ventanas de otras casas se llenaban de voces de alarma y hombres y mujeres daban a mantas y paños mojados el encargo de ahogar las llamaradas. Comprobó Obelar al llegar allí que estaba intacta y alejada del peligro de la lumbre la casa en la que vivía la mujer a quien besaba la noche en que hubo de salir por la ventana para alzarse luego en sombras hasta el ático en que vio morir a Maldonado. Miró con crecido interés, sin embargo, entre los grupos de personas que se ocupaban de detener el avance de las llamas y no halló en ellos el rostro de Isabela, la mujer a la que amaba. Después de sostener dos barreños llenos de agua que le colgaron en los brazos sin mediar palabra, después de vaciarlos sobre unas briznas que amenazaban con prender de nuevo, se retiró Obelar al hueco que entre dos tapias daba abrigo a seis o siete vecinos que entonces llegaban a la calle y vio allí, recortada entre los brillantes reflejos rojos y amarillos de la lumbre, la dulce cara de Isabela, que era la mujer que más quería y que era, para su desconsuelo, la mujer de otro, la mujer de un juez viejo cargado de espaldas y de gravedad. Ambos se miraron sin decir palabra, enmudecidos por la presencia de un hombre, a la vez marido y juez, rico y motilón, con quien ella había hecho bodas años antes. Isabela y Obelar mantuvieron sus miradas y él vio en los ojos de ella, más claramente que nunca, la serena belleza de una mujer que también le amaba.

Cuando empezaron a volver a sus casas los vecinos, aliviados por dejar humo sólo donde había antes llamas, Obelar miró a Isabela, que se alejaba caminando al lado del juez, sin volver la cara, sin decirle adiós. Y allí mismo, entre el amortiguado calor de los rescoldos, supo Obelar que nada de este mundo los separaría nunca. Volvió él también sus pasos, mirando al suelo y lamentando ya, más que el incendio y el riesgo de su vida, la desgracia de ver a Isabela al lado del hombre con quien un mal día la casó su padre, entregándola, como en negocio, a un juez de treinta años más que ella, desoyendo las súplicas de su hija, que pedía un marido al que quisiera. Una petición que, según la opinión de su padre, no era más que un deseo de juventud que le pareció de menos provecho que asegurarle a su hija la renta y el prestigio de estar casada con un juez. De aquellas bodas frías, por contrato y obligadas, vino luego un niño que, según pensó Obelar, había cumplido ya los cuatro años. Apretó entonces los puños el matemático curioso y lamentó la mala fortuna de amar a una mujer a la que había conocido muy tarde, demasiado tarde para borrarle el matrimonio y la maternidad.

4. La comida del rey

Juan Lezuza se despertó al lado del hueco hecho en la lana del jergón por el cuerpo de Inesa, que no estaba allí, sino en otra estancia de la casa, desde dos horas antes. Al levantarse, salió de la habitación y vio a su mujer sentada en una silla, mirando a través de la ventana, completamente vestida, absorta en alguna contemplación o entregada a algún pensamiento que le llevaba lejos. Lezuza advirtió esa mañana, a la luz del claro de sol que entraba en la sala, el gesto triste de Inesa, un gesto que ya no componía sólo para mostrárselo a él, como había pensado algunas veces Lezuza, sino que le era propio y que le llenaba la cara, el corazón, la vida, que era ya casi su semblante de siempre, un gesto que llevaba prendido a sus facciones, ajustado a los pliegues de su piel aquella mañana en aquella sala, mientras creía que estaba sola.

—Pronto te has levantado, Inesa. ¿Has ido a traer el sol?

—Ya viene solo cada día. Las cosas del cielo no iré yo a buscarlas, bien lo sabes.

—Las cosas del cielo… —repitió Lezuza.

—Las que tú conoces tan bien. No sabes lo que importa, pero sabes mucho de los cielos, las estrellas, los planetas, la Luna, los cometas y todas esas cosas de comer que van dando vueltas en el aire.

En camisa todavía, Lezuza se acercó a Inesa con ánimo de remediarle la tristeza y corregirle dulcemente la ironía. Ella volvió la cara hacia otro sitio y bajó al suelo la mirada.

—No engordes esa pena que tienes metida en el cuerpo desde hace tanto tiempo, Inesa. Si lo miras bien, nunca nos faltó pan ni un trozo de tocino que darle a Pascual y que llevarnos a la boca. No tenemos varias camisas para mudar, ni nos suenan en la bolsa doblones que nos sobren, pero vamos haciendo la vida unos días con los otros.

Se acercó más aún a Inesa, se sentó a su lado y dijo:

—Tú me desprecias porque miro las luces del cielo con más afición que la cuenta estrecha de mi paga de maestro. Pero las luces del cielo me enseñan que el mundo no es como lo explican los sabios. ¡Estoy hablando del mundo, Inesa —dijo, levantando la voz—, de todo el universo, no de una morcilla de más o de menos! ¡Te hablo de las leyes que gobiernan el día y la noche, de la geometría de Dios, Inesa, no de un puchero de caldo en la mesa de mi casa!

Inesa, en silencio, siguió mirando al suelo y Lezuza, sin poder adivinar la causa, percibió que ella temblaba. El matemático en camisa se arrepintió entonces del tono que había usado un momento antes y creyó que había gritado. Para aliviarle a Inesa ese temblor le cogió las manos y la abrazó después.

—Hace muchos años —dijo Lezuza con voz baja y persuasiva—, junto a una hoguera que se apagaba, una noche sin luna, un hombre levantó la vista al cielo y se preguntó qué eran las estrellas. Desde entonces, Inesa, los hombres han mirado al cielo haciéndose la misma pregunta.

Lezuza dejó de hablar en este punto. Respiró profundamente y añadió:

—Preguntas, Inesa, las preguntas han ido haciendo al mundo y a los hombres. Los antiguos pensaron que las estrellas eran agujeros por los que se ve una llama, que eran hogueras encendidas. ¿Por qué no se caían a nuestros pies? ¿Quién encendía esa lumbre cada noche?

A Lezuza se le quebró la voz en ese momento y asomó a sus párpados una lágrima que no llegó a derramar. Puso su barbilla sobre el hombro de su mujer y la abrazó más fuerte. Con una voz ahogada que escapaba entre dos sollozos disimulados, dijo:

—Las leyes de la naturaleza, la geometría del cielo, Inesa, es el pensamiento de Dios.

Deshizo el abrazo poco a poco y, mirando a los ojos de Inesa, Lezuza añadió con una sonrisa:

—¡Tengo que…
hacerlo
…!

Inesa le miró entonces fijamente.

—Sabes bien que hemos dejado Salamanca por salvar tu vida y nuestra fama, que las dos has puesto a riesgo allí hablando sin disimulo de una cosa tan prohibida como las vueltas que da el mundo —le dijo ella—. No le metas a Pascual esa afición al cielo. Es cuanto te pido —añadió.

Inesa se levantó del asiento y Juan Lezuza fue a vestirse las galas de invierno, que eran las ropas de más fasto que tenía, para darle la lección del día al Rey. Cerró la puerta de su casa al salir de allí y pensó en Inesa, que se quedaba dentro con Pascual, triste y sin comprenderle.

Conocía ya el mejor camino para ir al Alcázar sin pasar dos veces por el mismo sitio. Pero no se dio cuenta de que un hombre que escondía su barriga en una faja, le seguía desde muy cerca de su casa, como había hecho ya otros días. Salió Lezuza a los calores del verano de Madrid con medias de color, zapato para agua y camisa de fríos, perseguido por un hombre como sombra y llegó al Alcázar. Cuando entró, tuvo la impresión de que nadie le esperaba allí aquella mañana. Le rogaron que aguardara en un salón hasta que se le llamara. Juan Lezuza estuvo sentado sobre la tabla de madera de un banco de rincón durante más tiempo del que pudo calcular. El secretario de cámara le dijo, mediada la mañana, que el protocolo y los asuntos de gobierno entretenían al Rey, que no disponía de tiempo para atender la lección del día. Pero le avisó igualmente que no se fuera, porque del mismo modo que el Rey no le había llamado, podría llamarle en breve, cosa que no se podía asegurar.

Pasado el mediodía, el secretario de cámara entró en la sala en la que esperaba Lezuza.

—Su Majestad me encarga decirle a vuestra merced que ahora va a comer. Quiere, sin embargo, que estéis presente mientras come.

A Lezuza le pareció muy grave que la mañana entera hubiera pasado ya sin ocasión de dar lección y que fuera a pasar más tiempo viendo comer al Rey. Pero no dijo nada porque, después de todo, había aprendido que en la Corte es el maestro quien se aviene a los gustos del alumno.

—Acompáñeme vuestra merced y tenga presente algunas cosas que ahora le expondré —dijo el secretario de cámara, mientras invitaba a Lezuza a salir de la estancia—. Sepa que el Rey y la Reina comen separadamente. Una vez a la semana, o cada dos semanas, los Reyes comen juntos. Y estas comidas pueden presenciarse públicamente con la única condición de ir vestido con decoro y mantener silencio. Vuestra merced no se sentará durante el tiempo en que esté presente el Rey, ni se acercará a Su Majestad a menos de doce pasos, ni hablará sin ser preguntado, ni estorbará el movimiento de la servidumbre que atiende la mesa real. No reirá vuestra merced nunca hasta que lo haga el Rey ni le volverá la espalda ni desatenderá su masticación.

—¿Desatender su masticación?

—Le mirará siempre, quiero decir, sin atender a cosa distinta ni poner los ojos en otro sitio que no sea la mesa a la que está sentado el Rey. Y por principio general, vuestra merced debe saber que donde está Su Majestad no pasa nunca otra cosa ni ocurre nada más que lo que el Rey hace. Ni puede, por eso mismo, atenderse a asunto distinto de lo que Su Alteza dice o desea.

Entraron con estas palabras en una estancia mucho más grande que las que había visto hasta entonces Juan Lezuza, un salón que por su tamaño era utilizado también para recepciones y festejos. Tapices y pinturas adornaban los muros y varios velones ardían en los ángulos de un techo muy elevado. Puesta a un lado, sin ocupar el centro, estaba la mesa real, vestida con dos manteles, sin nada más sobre ella. Lezuza se quedó de pie a unos pasos de la puerta por la que había entrado y vio que en aquella sala esperaban varios gentileshombres y gente de sombrero que tenían ganado el permiso de ver comer al Rey. Se abrieron a un tiempo dos puertas pequeñas que parecían disimuladas en la pared y por una entró el tapicero de palacio con dos ayudantes, llevando entre los tres una alfombra que dispusieron debajo de la silla del Rey. Por la otra puerta entraron otros servidores que llevaban copas, jarros, saleros, vinos, pan y platos. Pasaban una cosa tras otra de mano en mano, puestos en fila con mucha seriedad hasta el ujier de mesa, que recibía todo para disponerlo en orden perfecto. Muy poco tiempo después entraba por la puerta principal el Rey, acompañado del mayordomo mayor, que llevaba en la mano un bastón de mando. Se sentó en su silla sin mirar a nadie y el ujier esperó un instante hasta que hizo un gesto a los servidores, que era la señal para iniciar las atenciones al Rey.

El trinchante se lavó las manos en un barreño decorado con orlas doradas y se acercó a la mesa con una bandeja de pan que puso sobre un plato pequeño situado a la derecha del Rey. Llegaron en fila al comedor once sirvientes, llevando once fuentes de comida que el trinchante enseñaba a Su Majestad para que eligiera los que eran más de su gusto aquel día. Se adelantó entonces el prelado mayor y bendijo la mesa y las viandas con los gestos de su mano, sin que nadie pronunciara ni una sola palabra ni oración. Empezó el Rey a comer y se mantuvieron a su lado el mayordomo mayor y otro hombre de galas, que servía la copa real y estaba atento a sus deseos, pues cada vez que bebía el Rey, colocaba una salva debajo de la copa para recoger las gotas que pudieran derramarse.

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