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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (31 page)

BOOK: El médico
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Charbonneau le arrancó el puñal y lo limpió. Aflojó los pies muertos sujetos a los estribos de cuerda y bajó su cuerpo a tierra.

—¿El tercero? —jadeó Rob, sin poder evitar un temblor en su voz.

Charbonneau escupió.

—Huyó al primer indicio de que no nos dejaríamos matar tan fácilmente.

—¿Obra del Imparcial, necesitado de refuerzos?

Charbonneau meneó la cabeza.

—Éstos son asesinos baratos y no hombres de un langrave.

Registró los cadáveres con la destreza del que no lo hace por primera vez. Del cuello del hombre colgaba una pequeña bolsa con monedas. El joven no llevaba dinero, pero sí un crucifijo deslustrado. Sus armas eran de mala calidad, pero Charbonneau las arrojó en el interior del carromato.

Dejaron a los salteadores de caminos donde estaban; el cadáver del calvo yacía de bruces sobre su propia sangre.

Charbonneau ató la mula a la parte de atrás del carro y llevó de las riendas al huesudo caballo capturado. Después, volvieron al camino romano.

24
LENGUAS EXTRAÑAS

Cuando Rob preguntó a Charbonneau donde había aprendido a lanzar diestramente un puñal, el viejo francés respondió que se lo habían enseñado los piratas de su juventud.

—Era útil para luchar contra los condenados daneses y apoderarse de sus naves. —Vaciló—. Y para luchar contra los condenados ingleses y apoderarse de sus naves —agregó con tono malicioso.

En aquel entonces no le fastidiaban las trilladas rivalidades nacionales, y ninguno de ellos tenía la menor duda acerca de la valía de su compañero. Intercambiaron una sonrisa.

—¿Me enseñarás?

—Si tú me enseñas a hacer malabarismos —dijo Charbonneau, y Rob accedió de buena gana.

El trato era desigual, pues para Charbonneau había pasado la hora de dominar una habilidad difícil, y en el poco tiempo que les quedaba aprendió a botar dos pelotas, aunque extrajo un enorme placer arrojándolas y recogiéndolas.

Rob tenía la ventaja de la juventud, y los años pasados haciendo juegos malabares lo habían dotado de muñecas fuertes y flexibles, además de una vista aguda, equilibrio y sincronización.

—Se requiere un puñal especial. Tu daga tiene una hoja fina que muy pronto se quebraría si empezaras a arrojarla, o se estropearía la empuñadura, es el centro del peso y del equilibrio de una daga corriente. Un puñal arrojadizo equilibra el peso en la hoja, de modo que un movimiento rápido de la muñeca lo lanza fácilmente de punta hacia el blanco.

Rob aprendió deprisa a lanzar el puñal de Charbonneau de modo que presentara primero su hoja afilada. Le resultó más difícil adquirir pericia en dar en el blanco al que apuntaba, pero estaba acostumbrado a la disciplina de la práctica y arrojaba el puñal a una marca hecha en un árbol, cada vez que tenía la oportunidad.

Se mantuvieron en los caminos romanos, que estaban abarrotados de viajeros que hablaban muchas lenguas. En una ocasión, la partida de un cardenal francés los obligó a apartarse del camino. El prelado cabalgaba rodeado por doscientos jinetes y ciento cincuenta sirvientes; usaba zapatos color escarlata, sombrero y capa gris sobre una casulla en otros tiempos blanca, y ahora más oscura que la capa por el polvo del camino. Algunos peregrinos avanzaban en la dirección general de Jerusalén, solos o en grupos reducidos o numerosos; a veces eran conducidos o instruidos por palmeros devotos religiosos que indicaban su participación en viajes sagrados usando dos palmas cruzadas recogidas en Tierra Santa. Algunas bandas de caballeros con armaduras pasaban al galope emitiendo gritos de guerra, a menudo borrachos, habitualmente belicosos y siempre sedientos de gloria, botín y diversiones. Algunos fanáticos religiosos llevaban cilicios y se arrastraban hacia Palestina sobre sus manos y rodillas ensangrentadas, para cumplir los votos hechos a Dios o a un santo. Agotados e indefensos, eran presas fáciles. En las carreteras abundaban los criminales, y la aplicación de las leyes por parte los funcionarios era, en el mejor de los casos, negligente. Cuando un ladino o un salteador de caminos era atrapado con las manos en la masa, los mismos viajeros lo ejecutaban en el lugar del hecho, sin celebrar ningún juicio.

Rob mantenía sus armas sueltas y preparadas, casi a la expectativa de que el ladrón al que le faltaba la oreja izquierda guiara hasta ellos a una pandilla de jinetes para vengarse. Las dimensiones de Rob, su nariz rota y las huellas de las heridas faciales se combinaban para darle una apariencia formidable, pero comprendió, divertido, que su mejor protección residía en el viejo de aspecto frágil que había contratado gracias a sus conocimientos idioma inglés.

Compraron provisiones en Augsburgo, un activo centro comercial fundado por el emperador romano Augusto en el año 12 a. C. Augsburgo era centro de transacciones entre Alemania e Italia, repleto de gente y absorto en su preocupación, que era el comercio. Charbonneau señaló a unos mercaderes italianos, llamativos por sus zapatos de costoso material y con puntas vueltas hacia arriba. Rob ya llevaba tiempo viendo un creciente número de judíos, pero en los mercados de Augsburgo notó la presencia de muchos más, instantáneamente identificables por sus caftanes negros y sus sombreros de cuero, acampanados y de ala estrecha.

Rob montó el espectáculo en Augsburgo, pero no vendió tanta medicina como anteriormente, tal vez porque Charbonneau traducía con menos entusiasmo cuando se veía obligado a utilizar la lengua gutural de los francos.

No le importó, porque su bolsa estaba abultada; de cualquier manera diez días más tarde, al llegar a Salzburgo; Charbonneau le informó de que su espectáculo en esa ciudad sería el último que presentarían juntos.

—Dentro de tres días llegaremos al río Danubio, donde te dejaré para volverme a Francia. —Rob asintió—. Ya no te seré útil. Más allá del Danubio está Bohemia, donde hablan una lengua que no conozco.

—Serás bienvenido si decides acompañarme, aunque no me hagas de intérprete.

Pero Charbonneau sonrió y negó con la cabeza.

Ha llegado la hora de que vuelva a casa, esta vez para quedarme.

Esa noche, en una posada, se dieron un banquete de despedida, con comida lugareña: carne ahumada guisada con manteca de cerdo, col encurtida y harina. No les gustó nada y se pusieron achispados con el espeso vino tinto. Rob pagó generosamente al anciano. Charbonneau le dio un último consejo:

—Te espera una tierra peligrosa. Dicen que en Bohemia no se nota la diferencia entre los bandidos salvajes y los mercenarios de los señores locales. Si quieres atravesar esas tierras ileso, deberás buscarte la compañía de otras personas.

Rob le prometió que trataría de unirse a un grupo fuerte.

Al llegar al Danubio, Rob comprobó que era un río más caudaloso de lo que esperaba. Sus aguas discurrían rápidas y presentaban una superficie que, según le constaba, era indicadora de hondura y peligro. Charbonneau se quedó con él un día más de lo acordado, insistiendo en cabalgar a su lado río abajo, hasta la agreste y semiasentada aldea de Linz, donde una balsa de troncos vadeaba pasajeros y carga a través de un remanso en la ancha vía fluvial.

—Bien —dijo el francés.

—Quizá algún día volvamos a vernos.

—No lo creo.

Se abrazaron.

—Vive eternamente, Rob J. Cole.

—Vive eternamente, Louis Charbonneau.

Rob bajó del carromato y fue a contratar su pasaje mientras el anciano se iba a lomos de su huesudo caballo castaño. El barquero era un hombre rico y voluminoso, con un fuerte resfriado, por lo que constantemente se jalaba los mocos del labio superior con la lengua. Decidir la tarifa fue difícil porque Rob no entendía la lengua bohemia, y terminó convencido de que le había cobrado de más. Cuando regresó al carromato, después de un buen regateo por señas, Charbonneau había desaparecido de la vista.

Al tercer día de estancia en Bohemia se encontró con cinco alemanes rudos y rubicundos, e intentó trasmitirles la idea de que quería viajar con ellos. Se mostró amable, les ofreció oro e indicó que estaba dispuesto a cocinar y a hacer otras faenas de campamento, pero ninguno de ellos sonrió ni soltó las manos de la empuñadura de su espada.

—¡Jodidos! —dijo, por último, y se volvió.

Pero no podía reprocharles nada: su grupo ya era fuerte y él, un desconocido, un peligro en potencia.
Caballo
lo llevó desde las montañas hasta una meseta en forma de plato, rodeada de verdes colinas. Había campos cultivados de tierra gris, en los que hombres y mujeres se afanaban por obtener trigo, cebada, centeno y remolachas, pero en su mayor parte era una arboleda variada. Por la noche, no muy lejos, oyó el aullido de los lobos. Mantuvo el fuego encendido aunque no hacia frío, y
Señora Buffington
maullaba al percibir a los animales salvajes, aunque dormía con el erizado borde de su lomo apoyado en su amo.

Había dependido de Charbonneau para muchas cosas, pero ahora descubrió que la más insignificante no había sido la compañía. Cabalgando cuesta abajo por el camino romano, conoció el significado de la palabra solo, dado que no podía hablar con ninguna de las personas que encontraba.

Transcurrida una semana desde la partida de Charbonneau una mañana se encontró ante el cuerpo desnudo y mutilado de un hombre colgado de un árbol, a la vera del camino.

El ahorcado era flaco, tenía cara de hurón y le faltaba la oreja izquierda.

Rob lamentó no poder informar a Charbonneau de que otros habían dado su merecido al tercer salteador de caminos.

25
LA INTEGRACIÓN

Rob cruzó la vasta meseta y volvió a internarse en las montañas. Estas no eran tan elevadas como las que ya había atravesado, pero sí lo bastante accidentadas como para retardar su avance. En otras dos ocasiones se acercó a grupos de viajeros que recorrían el mismo camino, e intentó unirse a ellos, pero ambas veces fue rechazado. Una mañana, un grupo de jinetes harapientos pasaron a su lado y le gritaron algo en su extraña lengua, pero él los retribuyó con un saludo y desvió la mirada, pues se dio cuenta de que eran unos violentos y desesperados. Tuvo la impresión de que si se les unía, en breve estaría muerto.

Tras su llegada a una gran ciudad, entró en una taberna y su alegría se desbordó al descubrir que el tabernero conocía algunas palabras en inglés. Por ese hombre se enteró de que la ciudad se llamaba Brünn. Los pueblos por cuyo territorio había viajado los habitaban, en su mayor parte, gentes de una tribu a las que se conocía como checos. No se enteró de mucho más, ni logró saber de dónde había sacado el tabernero sus escasos conocimientos de palabras inglesas, pues la sencilla conversación ya había exigido demasiado de su capacidad lingüística. Al abandonar la taberna, Rob descubrió a un hombre en la parte de atrás de su carro, revisando sus pertenencias.

—Fuera —dijo en voz baja.

Desenvainó la espada pero el hombre ya había saltado del carromato y se había alejado sin darle tiempo a detenerlo. La bolsa con el dinero seguía a buen resguardo debajo de las tablas del carro, y lo único que faltaba era una bolsa de paño que contenía los objetos necesarios para los trucos mágicos. No fue poco consuelo pensar en la cara que pondría el ladrón cuando abriera la bolsa.

Después de este acontecimiento, limpiaba sus armas diariamente, manteniendo una ligera capa de grasa en las hojas para que se deslizaran fácilmente de sus vainas al menor tirón. De noche, su sueño era ligero o no dormía, pues estaba atento a cualquier sonido indicativo de que alguien caería sobre él. Le constaba que tenía pocas esperanzas si lo atacaba una partida como la de los jinetes harapientos. Permaneció solo y vulnerable nueve largos días, hasta que una mañana el camino dejó atrás el bosque y —para su sorpresa, encanto y renovación de las esperanzas —ante sus ojos apareció una diminuta población casi tapada por una enorme caravana.

Las dieciséis casas de la aldea estaban rodeadas por cientos de animales. Rob vio caballos y mulas de toda clase y tamaño, ensillados o enganchados a vagones, carros y carromatos de todo tipo. Ató a
Caballo
a un árbol. Había gente por todos lados, y mientras se abría paso entre la multitud, sus oídos se vieron asaltados por un barboteo de lenguas incomprensibles.

—Por favor —le dijo a un hombre empeñado en la ardua tarea de cambiar una rueda—. ¿Dónde está el jefe de la caravana?

Lo ayudó a levantar la rueda hasta el cubo, pero la única respuesta fue una sonrisa de agradecimiento y un movimiento desconcertado de la cabeza.

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