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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórica

El médico (71 page)

BOOK: El médico
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Mirdin Askari era distinto, y a Rob le constaba que lo evitaba. Por las mañanas echaba de menos la sonrisa de Mirdin, con sus grandes dientes a la vista y su reconfortante compañía, pues ahora Mirdin ponía invariablemente una expresión adusta cuando le dedicaba un breve saludo y se alejaba de inmediato.

Un día, Rob se decidió a buscarlo; lo halló a la sombra de un castaño, en los terrenos de la madraza, leyendo el vigésimo y último volumen de
Al-Hawi
, de Rhazes.

—Rhazes lo hizo bien.
Al-Hawi
abarca toda la medicina —dijo Mirdin, incómodo.

—Yo he leído doce volúmenes. Pronto llegaré a los otros. —Rob miró a su amigo—. ¿Está tan mal que haya encontrado a una mujer a la que amo?

Mirdin lo miró a los ojos.

—¿Cómo pudiste casarte con una Otra?

—Mary es una joya, Mirdin.

—«Pues los labios de una mujer extranjera saben como un panal y su boca es más suave que el aceite.» ¡Es gentil, Jesse! Eres un imbécil. Somos un pueblo disperso y asediado que se esfuerza por sobrevivir. Cada vez que uno de nosotros se casa fuera de nuestra fe, significa el fin de generaciones futuras. Si no lo entiendes, no eres el hombre que yo creí que eras, y nunca más seré amigo tuyo.

Rob se había estado engañando a sí mismo: la gente del barrio judío le importaba, porque lo había aceptado libremente. Y aquel hombre importaba más que nadie, porque le había brindado su amistad y Rob no tenía tantos amigos como para desecharlo.

—No soy el hombre que creías que era. —Se sintió impulsado a hablar convencido de que no depositaba erróneamente su confianza—. No me he casado fuera de mi fe.

—Ella es cristiana.

—Sí.

La cara de Mirdin se vació de sangre.

—¿Es una broma estúpida?

Como Rob no respondió, Mirdin recogió el libro y se incorporó.

—¡Hereje! Si lo que dices es cierto, si no estás loco... no solo arriesgas tu propio cuello, sino que pones en peligro el mío. Si consultas el
Fiqh
te enterarás de que al decírmelo me has incriminado y que, a partir de este momento, participo del engaño a menos que te denuncie. —Escupió—. ¡Hijo del Maligno, has puesto a mis hijos en peligro y maldigo el día en que nos conocimos!

Mirdin se alejó a toda prisa.

Pasaron los días, y los hombres del
kelonter
no fueron a buscarlo: Mirdi no lo había delatado.

En el hospital, el matrimonio de Rob no significaba ningún problema. El cotilleo de que se había casado con una cristiana circuló entre el personal del
maristan
, pero allí ya lo tenían catalogado como excéntrico —el extranjero, el judío que había pasado de la cárcel al beneficio del
calaat
— y aquella unión indecorosa era aceptada como una aberración más. Por añadidura, en una sociedad musulmana, en la que cada hombre podía tener cuatro esposas, tomar una mujer no provocaba la menor agitación.

No obstante, lamentó profundamente la perdida de Mirdin. En esos días veía muy poco a Karim; el joven
hakim
había sido secuestrado por los nobles de la corte, que lo festejaban con entretenimientos y fiestas día y noche. Desde que ganara el
chatir
, el nombre de Karim estaba en boca de todos

De modo que Rob estaba tan solo con su esposa como ella con él, y ambos se adaptaron fácilmente a la convivencia. Ella era exactamente lo que la casa necesitaba: ahora el hogar era más cálido y confortable. Enamorado, Rob pasaba con ella todos sus momentos libres, y cuando estaban separados recordaba su carne húmeda y rosada, la línea larga y tierna de su nariz, la vivaz inteligencia de sus ojos.

Se internaron cabalgando en las montañas e hicieron el amor en las tibias aguas sulfurosas del pozo secreto de Ala. Rob dejó el libro de antiguas imágenes indias donde ella pudiera verlo, y cuando intentó las variaciones que allí aparecían, descubrió que Mary lo había estudiado. Algunas prácticas resultaron placenteras y otras les causaron hilaridad. Reían a menudo y gozosamente jugando a extraños y sensuales juegos íntimos.

Siempre aparecía en él el científico.

—¿Qué es lo que hace que te vuelvas tan húmeda? Eres un pozo que me absorbe.

Ella le hundió un codo en las costillas

Pero a Mary tampoco la incomodaba su propia curiosidad.

—Me gusta tanto cuando está pequeña...: floja y débil y con el tacto del raso. ¿Qué la hace cambiar? Una vez mi niñera me contó que se ponía larga, pesada y tiesa porque se llenaba de neuma. ¿Es cierto?

Rob meneó la cabeza.

—No es aire. Se llena de sangre arterial. He visto a un ahorcado cuya picha rígida estaba tan henchida de sangre que era roja como un salmón.

—¡Yo no te he ahorcado a ti, Robert Jeremy Cole!

—Es algo que tiene que ver con el aroma y la vista. Una vez en el último tramo de un viaje brutal, iba cabalgando un caballo que prácticamente no podía moverse por la fatiga. Pero olió una yegua en el viento, e incluso antes de verla, su órgano y sus músculos parecían de madera, y echó a correr hacia ella tan ansiosamente que tuve que refrenarlo.

La amaba tanto que compensaba cualquier pérdida. Sin embargo, le dio un vuelco el corazón la tarde en que una figura apareció ante la puerta.

—Pasa, Mirdin.

Rob le presentó a Mary, que lo observó con curiosidad; en seguida sirvió vino y pasteles dulces y los dejó solos. Fue a alimentar a los animales, con el instinto que Rob ya conocía.

—¿De verdad eres cristiano?

Rob asintió.

—Puedo llevarte a una ciudad alejada, en Fars, donde el
rabbenu
es primo mío. Si solicitas la conversión a los sabios del lugar, tal vez accedan.

Entonces ya no tendrías que mentir ni engañar a nadie.

Rob lo miró a los ojos y meneó lentamente la cabeza. Mirdin suspiró.

—Si fueses un granuja, aceptarías de inmediato. Pero eres un hombre honrado y fiel, además de un médico poco común. Por eso no puedo volverte la espalda.

—Gracias.

—Tu nombre no es Jesse ben Benjamin.

—No. Mi verdadero nombre es...

Pero Mirdin movió negativamente la cabeza a modo de advertencia y levantó la mano.

—El otro nombre nunca debe ser pronunciado entre nosotros. Has de seguir siendo Jesse ben Benjamin.

Miró a Rob apreciativamente.

—Te has integrado en el barrio judío. En algunos aspectos algo me sonaba a falso. Pero se lo adjudiqué a que tu padre era un judío europeo, apóstata que se descarrió y no se ocupó de transmitir a su hijo nuestro patrimonio histórico.

»Pero debes permanecer constantemente alerta y vigilante si no quieres cometer un error fatal. Si quedaras al descubierto, tu engaño acarrearía una espantosa sentencia del tribunal de un
mullah
. La muerte, indudablemente. Si desvelan tu secreto, estarán en peligro todos los judíos que viven aquí. Aunque ellos no son responsables de tu engaño, en Persia es fácil que sufran los inocentes.

—¿Estás seguro de que quieres comprometerte en semejantes riesgos? —preguntó Rob serenamente.

—Lo he meditado y asimilado. Tengo que ser amigo tuyo.

—Me alegro.

Mirdin asintió.

—Pero mi amistad tiene un precio.

Rob espero.

—Debes comprender todo cuanto atañe a lo que finges ser. La condición de judío requiere mucho más que vestirse con un caftán y llevar barba recortada de cierta manera.

—¿Y cómo haré para adquirir esos conocimientos?

—Debes estudiar los mandamientos del Señor.

—Conozco perfectamente los diez mandamientos.

Agnes Cole, su madre, se los había enseñado a todos sus hijos. Mirdi meneó la cabeza.

—Los diez solo son una fracción de las leyes que componen nuestra Torá. La Torá contiene seiscientos trece mandamientos. Y esos son los que tendrás que estudiar, junto con el Talmud...: los comentarios referentes a cada ley. Solo entonces llegarás a captar el alma de mi pueblo.

—Mirdin, eso es peor que el
Fiqh
. Ya estoy asfixiado por los estudios —dijo Rob con tono desesperado.

A Mirdin se le iluminaron los ojos.

—Ese es mi precio —dijo.

Rob vio que hablaba en serio y suspiró.

—¡Maldito seas! De acuerdo.

Por primera vez durante la entrevista, Mirdin sonrió. Se sirvió un poco de vino y, haciendo caso omiso de la mesa y las sillas europeas, se dejó caer en el suelo y se sentó con las piernas cruzadas bajo su cuerpo.

—Entonces comencemos. El primer mandamiento dice: «Fructificad y multiplicaos.»

Rob pensó que era sumamente grato ver el rostro sencillo y cálido de Mirdin en su casa.

—Lo intento, Mirdin —dijo, sonriente—. ¡Hago todo lo que puedo!

52
LA FORMACIÓN DE JESSE

—Se llama Mary, como la madre de Yeshua —dijo Mirdin a su mujer, en la Lengua.

—El nombre de ella es Fara —dijo Rob a Mary en inglés.

Las dos mujeres se estudiaron mutuamente.

Mirdin había llevado de visita a Fara y a sus dos hijitos de piel morena Dawwid e Issachar. Las mujeres no podían conversar, pues no se comprendían. Sin embargo, poco después se comunicaban ciertos pensamientos y reían entre dientes, hacían ademanes, ponían los ojos en blanco y soltaban exclamaciones de frustración. Tal vez Fara se hizo amiga de Mary por orden de su marido, pero desde el principio las dos mujeres, tan distintas en todo sentido, experimentaron estima mutua.

Fara enseñó a Mary a recoger su larga cabellera pelirroja y cubrirla con un paño antes de salir de casa. Algunas mujeres judías usaban velo al estilo musulmán, pero muchas se limitaban a cubrirse los cabellos, y este único acto volvió menos llamativa a Mary. Fara le mostró los puestos del mercado donde los productos eran frescos y la carne de buena calidad, y le indicó a que mercaderes había que evitar. Le enseñó a preparar la carne kasher, mojándola y salándola para quitarle el exceso de sangre. También le trasmitió como había que colocar carne, pimentón, ajo, hojas de laurel y sal en un caldero de barro cubierto que luego se colocaba sobre carbones encendidos, y la carne se dejaba cocer lentamente durante el largo shabbat para que se volviera sabrosa y tierna; un plato delicioso que se llamaba shalent y que se convirtió en la comida favorita de Rob.

—Me gustaría tanto
hablar
con ella, hacerle preguntas y contarle cosas... —dijo Mary a Rob.

—Te daré lecciones para que aprendas la Lengua.

Pero ella no quiso saber nada del idioma judío ni del parsi.

—No tengo la misma facilidad que tú para las palabras extranjeras. Me llevó años aprender el inglés y tuve que esforzarme como una esclava para dominar el latín. ¿No nos iremos pronto a donde pueda oír mi propia lengua gaélica?

—Cuando llegue el momento —respondió Rob, pero no le dijo cuándo llegaría ese momento.

Mirdin emprendió la tarea de que volvieran a aceptar a Jesse ben Benjamin en el Yehuddiyyeh.

—Desde los tiempos del rey Salomón... ¡No, desde antes de Salomón!, los judíos han tomado esposas gentiles y han sobrevivido dentro de la comunidad. Pero siempre fueron hombres que dejaron en claro, en su vida cotidiana, que seguían siendo fieles a su pueblo.

Por sugerencia de Mirdin, adoptaron la costumbre de reunirse dos veces por día para rezar en el Yehuddiyyeh; para el
shaharit
de la mañana en la pequeña sinagoga Casa de la Paz —la predilecta de Rob—, y para el
ma'ariv
de final del día en la sinagoga Casa de Sión, cerca de la vivienda de Mirdir. Para Rob no significó ningún inconveniente. Siempre lo había tranquilizado el balanceo, el estado de ensueño y la rítmica canción entonada. A medida que la Lengua se volvía más natural para él, olvidó que asistía a la sinagoga como parte de un disfraz, y a veces sentía que sus pensamientos podían llegar a Dios. No oraba como Jesse el judío ni como Rob el cristiano, sino como quien busca comprensión y consuelo. A veces esto le ocurría mientras decía una oración judía, pero era más fácil que encontrara un momento de comunión en algún vestigio de su infancia; en ocasiones, mientras a su alrededor entonaban bendiciones tan antiguas que muy bien podían ser usadas por el hijo de un carpintero de Judea, pedía algo a uno de los santos de mamá, o rezaba a Jesús o a Su Madre.

Poco a poco, le fueron dirigiendo menos miradas airadas, y después ninguna, a medida que pasaban los meses y los habitantes del Yehuddiyyeh se acostumbraron a ver al robusto judío inglés sosteniendo una cidra y agitando palmas en la sinagoga Casa de la Paz durante el festival de la cosecha de
Sukkot
, ayunando junto a los demás en
Yom Kippur
, danzando en la procesión que seguía a los pergaminos celebratorios de la entrega que hizo Dios de la Torá al pueblo judío. Yaakob ben Rashi dijo a Mirdin que evidentemente Jesse ben Benjamin trataba de explicar su precipitado matrimonio con una mujer ajena a su religión.

Mirdin era astuto y conocía la diferencia entre la cobertura protectora y el compromiso total del alma de un hombre.

—Solo te pido una cosa —le dijo—. Nunca debes permitirte ser el décimo hombre.

Rob J. comprendió. Si el pueblo religioso esperaba una
mimyam
, la congregación de diez judíos del sexo masculino que les permitía rendir culto en público, sería terrible engañarlos en beneficio de su artimaña. Se lo prometió sin la menor vacilación y nunca dejó de cumplir su palabra.

Casi todos los días Rob y Mirdin encontraban tiempo para estudiar los mandamientos. No se guiaban por ningún libro. Mirdin conocía los preceptos por transmisión oral.

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