El misterio de la Casa Aranda (23 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

Tags: #Policíaco

BOOK: El misterio de la Casa Aranda
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Se fue al teatro Apolo, pues tenía una localidad para ver El sí de las niñas. Salió con el ánimo un tanto bajo por el argumento de la obra. Amores imposibles, casamientos a la fuerza… ¡Qué mundo! Ya en la pensión, pasó el resto de la velada leyendo a fin de descansar su pensamiento del asunto de los Aranda o de la investigación sobre el asesino de prostitutas. A pesar de que intentaba no pensar en ello, no pudo evitar recordar el testimonio de los De Pelayo. Tenía que hablar con el tal De La Calle, un mal elemento, sin duda. Algo tenía que aportar al caso.

Se durmió sentado en su sillón, con un ejemplar de El Quijote que le regalara don Armando y que de vez en cuando leía y releía con verdadera devoción. Se adormiló con un mal presentimiento y tuvo un sueño inquieto y desapacible, como el de quien intuye que algo malo va a ocurrir sin saber exactamente qué.

A eso de las cuatro y media de la madrugada lo despertó su casera, doña Patro. Había llegado un aviso urgente para don Víctor Ros, y un coche enviado por don Horacio lo esperaba en la calle: ¡Aurora había vuelto a intentarlo!

El joven policía gritó al cochero que volara por las desiertas calles de Madrid, pero el trayecto hasta casa de los Aranda se le hizo eterno. Cuando llegó se encontró con que había luces en la casa y don Alfredo le esperaba en la puerta.  

—Don Horacio está dentro —dijo su compañero por todo saludo—. La joven ha vuelto a intentar matar a su marido.

—¿Cómo?

—Sí, al parecer se levantó de la cama aprovechando que su doncella se había quedado dormida, bajó a la cocina, tomó un cuchillo y se dirigió a la habitación de don Donato. La criada despertó a tiempo y llamó a gritos a los demás. La joven no llegó a entrar en la habitación que ocupaba su marido. Don Donato está bien, al menos físicamente, porque dice que se va de aquí en cuanto amanezca.

—Y si la joven ha estado con fiebre cerebral todos estos días, ¿cómo pudo saber en qué dormitorio estaba el herido?

—Ni idea.

—Por lo menos, ahora nadie le echará la culpa al libro —dijo resuelto Víctor.

—Verás, en cuanto a eso…

—¡No! —gritó el joven policía.

Corrió al interior de la casa y se dirigió a la biblioteca. Cuando entró en el cuarto, miró hacia la fatídica estantería y comprobó que, en efecto, el libro había vuelto del más allá para cumplir su maléfica misión.

—Vaya, vaya… —murmuró con una sonrisa nerviosa.

—No nos hemos atrevido a tocarlo —explicó Gregorio, el mayordomo.

—¿Y los demás? —preguntó Víctor.

—Doña Ana y doña Clara están con el doctor y con don Horacio en la habitación de Aurora, ambas pasaban la noche en esta casa —dijo don Alfredo.

—¿Y don Augusto? —preguntó el subinspector.

—Mandamos aviso a su casa antes que a nadie, es raro que no haya llegado aún —contestó el mayordomo.

Víctor y don Alfredo se miraron.

—Bueno —dijo el más joven sacando su lupa—, veamos este libro.

Tras tomar el texto maldito, Víctor se acercó a una lámpara de gas que brillaba en el tétrico vestíbulo. Examinó el volumen con atención y al instante su rostro se iluminó con una amplia sonrisa de alivio.

—Buf —exclamó—, por un momento he temido que nos enfrentáramos a fuerzas sobrenaturales.

—¿Cómo? —se extrañó don Alfredo.

—Sí, querido amigo. Debo decirte que en este momento puedo concluir que nos enfrentamos a un caso que se sale de lo normal, extraordinario si se quiere, pero en modo alguno sobrenatural. Desecho sin ningún género de duda la hipótesis de la maldición, y les aseguro a todos que hacemos frente a rivales muy, pero que muy humanos.

—¿Rivales? —repitió el mayordomo.

—Sí, Gregorio, sí. Para este tinglado hacen falta al menos dos personas. Pero no hablemos de ello ahora y envíe otro aviso a don Augusto; díganle que se presente aquí cuanto antes o su tardanza resultará altamente sospechosa. Y ahora, Alfredo, subamos a ver a la agresora; no creo que nos nieguen la entrada en estos momentos.

El mayordomo salió al patio y los dos policías subieron las lúgubres escaleras jalonadas de horripilantes retratos de épocas pasadas que ponían los pelos de punta hasta al racional subinspector. Hallaron a Clara sollozando, sentada en un pequeño diván situado en el recibidor que daba acceso al dormitorio principal de la casa. Parecía afectadísima. Un agente uniformado hacía guardia junto a ella. La joven, al ver a Víctor, se abrazó a él gimoteando.

—Tranquila, tranquila. Todo ha pasado, Clara. No tema —dijo quedamente el detective, mientras la chica lloraba y lloraba—. Sé que es difícil en un momento como éste, Clara, pero confíe en mí. Estamos mucho más cerca de echar el guante a quienes están utilizando a su hermana como medio para sembrar el dolor en esta casa.

Alarmado por los sollozos acudió don Horacio, quien, tras pedir a doña Ana que se hiciera cargo de su hija, indicó a Víctor que entrara en el dormitorio de matrimonio. Allí era donde se había producido el primer ataque. Aquel era el cuarto donde don Diego Vicente Reinosa había sido asesinado por su propia mujer. Allí se había producido diez años antes otra tentativa de homicidio, y ahora, Aurora había vuelto a reproducir esos sucesos hasta por partida doble. Víctor sintió un escalofrío en la espalda.

La joven permanecía como ida en la cama, murmurando incoherencias. Juntoa a ella, un médico le tomaba el pulso y su doncella sollozaba inconsolable. Las idas y venidas de los criados eran constantes en aquellos confusos momentos. Ahora traían un poco de agua hervida, un poco después alguien pedía unos paños y más tarde, la señora ordenaba que trajeran agua de azahar. Los murmullos y la tensión eran generales, aumentando aún más el nerviosismo y la sensación de desconcierto que reinaban en aquella maldita casa.

La chica estaba medio dormida, aunque, de pronto, como delirando, parecía despertar y observaba a los presentes con unos ojos enrojecidos y malignos que atemorizaban al más valiente. Parecía presa del odio. Luego deliraba unos segundos y volvía a dormirse. Víctor sintió que la pena le embargaba, una joven como aquella, hermosa y con toda la vida por delante, era presa de la demencia más absoluta.

—Mírela, don Víctor, es imposible sacar nada en claro de ella, se ha vuelto loca. Como la mujer del empresario santanderino hace diez años, doña Milagros. ¿Qué haremos ahora? —gimió don Horacio.

—Por lo pronto, hay que localizar a Fernando Hernández. Debemos comprobar si tiene coartada.

Mientras lo decía, el subinspector Ros contemplaba con atención el inmenso dosel que caía sobre aquella amplia cama. Luego, el joven policía paseó por la habitación echando un vistazo aquí y allá y golpeó en varias ocasiones la pared, para sorpresa de los presentes. Por unos instantes inspeccionó la mesita en la que Aurora dejara el ejemplar de La Divina Comedia antes de atentar contra su marido por primera vez. Luego se acercó a la joven enferma, la miró por unos segundos y se limitó a comentar:

—Tiene las pupilas muy dilatadas.

En ese momento entró el mayordomo. Hizo un aparte con don Horacio, don Víctor y don Alfredo y dijo entre susurros:   

—El cochero acaba de llegar.

—¿Qué cochero? —preguntó don Horacio.

—El de la casa, lo envié a avisar a don Augusto —contestó Gregorio.

—¿Y?

—Me temo que el señor se ha pegado un tiro en la sien durante el trayecto —contestó el mayordomo en voz baja—. Está abajo, en el coche. El cochero no sabía qué hacer, escuchó el disparo poco antes de llegar.

Los tres policías se miraron. Aquello se les iba de las manos. No contaban con semejante sorpresa.

—Es fundamental que las damas no sepan nada ahora. No es el momento. Bajemos con disimulo al coche a ver si podemos hacer algo —ordenó don Horacio.

Gregorio ladeó la cabeza como diciendo que no había nada que hacer. Don Horacio farfulló una excusa a doña Ana que entraba en el cuarto en ese momento y los tres policías bajaron al patio. Era una noche aciaga para aquella desventurada familia. Junto al coche de caballos hallaron a los criados, muy alterados con aquella desgraciada concatenación de desdichados sucesos. Don Horacio puso algo de orden, mientras Víctor y don Alfredo se asomaban al interior del coche. Echado hacia un lado, como si durmiera, descansaba para siempre el atormentado don Augusto. Tenía la boca abierta y la lengua fuera, ladeada. Un tremendo boquete en el hueso temporal izquierdo demostraba que por allí había salido la fatídica bala; el interior del vehículo estaba sembrado de fragmentos de cráneo, sangre y sesos.

—Es un espectáculo desagradable —resumió Víctor muy serio.

—Sí, uno no se acostumbra nunca —asintió su veterano compañero.

Dispusieron que el cochero encerrara el coche en las caballerizas para que las damas no lo vieran y mandaron avisar al juez. Gregorio informó que doña Ana Escurza tenía un primo en la capital con quien tenía bastante confianza, así que decidieron que se le informase con objeto de que pudiera darle la fatídica noticia del fallecimiento de don Augusto.

A continuación, los tres policías se reunieron en la biblioteca con objeto de afrontar con garantías aquella crisis que, de no ser bien encarada, podía provocar más víctimas en aquella familia. Al poco llegó muy alterado el primo de doña Ana, de nombre Eusebio, un ex militar alto y delgado que, al parecer, disfrutaba de buenas rentas. Tras explicarle lo sucedido, Víctor indicó que era preciso sacar cuanto antes a Aurora de aquella maldita casa, por lo que resolvieron que la joven fuese trasladada a una villa de recreo que don Eusebio poseía en Palencia, en el campo, lejos del ajetreo de Madrid y, sobre todo, de miradas y oídos indiscretos.

Después de tomar tan comprometida decisión, don Horacio y don Eusebio se reunieron con doña Ana y con Clara para explicarles lo sucedido. Víctor dio gracias al cielo por no tener que presenciar la dolorosa escena, pues el comisario les había enviado a tomar declaración a don Donato. Justo cuando entraban en el dormitorio del marido agredido oyeron los gritos de doña Ana. Le habían dado la fatídica noticia. Sintió que se le hacía un nudo en el estómago y maldijo a los desalmados que habían llevado la desgracia a aquella casa.

Don Donato estaba sentado en un amplio butacón, junto a la ventana. Miraba al exterior de la mansión; las primeras luces del alba asomaban tímidamente entre la abundante hojarasca de una inmensa acacia que crecía salvaje en aquel asilvestrado jardín. Los pájaros comenzaban a cantar como suele ocurrir en verano, al despuntar el día. El joven llevaba el brazo en cabestrillo y vestía ropa de viaje. Giró la cabeza al oír entrar a los dos policías y les indicó con el gesto que se sentaran al borde de la cama.

—¿Qué ha sido ese grito? —preguntó Aranda.

—Su suegro se ha suicidado —dijo Víctor tomando asiento en el lecho del doliente marido. El joven hizo un gesto de desesperación y se pasó la mano por la cabeza.

—¡Dios Santo! Ya nada me sorprende en esta horrenda casa. ¿Creen que tenía algo que ver con todo esto?

—Quizá —murmuró Víctor—. Lo seguro es que era un hombre atormentado.

—¿Se va usted? —preguntó don Alfredo.

—Sí. Mi médico me desaconseja el viaje, pero no pienso quedarme aquí ni una sola noche más. Esta casa está maldita, y no voy a esperar a que me maten para demostrarlo.

—¿A dónde piensa ir, si puede saberse? —interrogó el inspector Blázquez.

—A una finca que tienen mis padres en Ciudad Real. Mi madre me espera allí. —El joven hizo una pausa y añadió—: Me da igual que piensen que soy un cobarde. Aurora está loca, loca de remate. No se imaginan ustedes la mirada de odio que vi en sus ojos; y ese músico… No pienso volver a poner un pie en Madrid en mi vida. Lo juro.

Los dos policías se miraron.

—Supongo que no hay ningún problema para que se ausente de Madrid —aceptó Víctor—; es más, opino que estará usted mejor lejos de aquí. Sólo una cosa…

—¿Sí?

—Antes de partir, deje bien claras sus señas. Es probable que volvamos a necesitarle. Y ahora, si nos disculpa, tenemos trabajo.

—Una última cosa —añadió Donato Aranda.

—¿Sí? —contestó Víctor volviéndose desde el umbral de la puerta.

—Una criada, Nuria, me ha comentado que ese condenado libro ha vuelto.

—Pues le ha comentado bien —sentenció don Alfredo.

Dicho lo cual, los dos policías dejaron solo al desconcertado joven.

Era obvio que don Donato, que no era exactamente un cobarde, estaba harto de aquel asunto.

Capítulo 17

Víctor no se movió de su despacho en los días siguientes a los sucesos acaecidos en casa de los Aranda. Sólo salió de allí para asistir, de lejos, al entierro de don Augusto. El joven policía intentó, semioculto por un árbol, observar hasta el más mínimo detalle de aquel sepelio, que más parecía un acontecimiento social que un verdadero funeral. Sintió no poder abrazar a la doliente Clara, que parecía alejada y distante, como si su espíritu se hallara en otro lugar. Su cara reflejaba el sufrimiento de su familia, de su madre, doña Ana, de ella misma. Era muy joven aún para verse sometida a pruebas tan extraordinarias. Primero el ataque de su querida hermana Aurora a su marido, luego el suicidio de su padre y probablemente una ruina económica que parecía inevitable.

Evidentemente, el suicidio de don Augusto Alvear se silenció desde las más altas esferas, y se hizo creer al vulgo que el aristócrata había muerto a consecuencia de un desgraciado accidente ocurrido cuando limpiaba un arma de caza. Don Donato había viajado a Ciudad Real y Aurora se hallaba ya bajo el cuidado de sus tías solteras en la finca que don Eusebio poseía en Palencia. En suma, todo se ocultó.

A pesar de ello, Víctor sabía que era imposible evitar que poco a poco los cotilleos de las comadres comenzaran a hacerse eco de aquellos desgraciados sucesos, por lo que se juró a sí mismo resolver el caso y salvar el buen nombre de la familia de su amada. Sabía que era ingenuo por su parte, pero en el fondo creía que si lograba solventar el caso podría conseguir a Clara. Se imaginaba a sí mismo recibiendo los parabienes y la bendición de doña Ana Escurza para casarse con su hija. Un sueño idiota de enamorado. Aunque él era un liberal, un hombre de ideas abiertas que no podía resignarse a la rigidez del sistema, las cosas podían cambiar y nada era inmutable. Tenía que luchar por conseguirla, aunque el ejemplo de Aurora y el músico, Fernando, no resultaba demasiado alentador.

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