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Authors: Agatha Christie

El misterio de Sans-Souci (13 page)

BOOK: El misterio de Sans-Souci
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¡No, eso no! ¡Tuppence no pudo hacerse el ánimo de leerla! La volvió a doblar y arregló las otras cartas encima de ella. Y de pronto, alerta, empujó el cajón, sin tiempo para cerrarlo con llave. Cuando se abrió la puerta y entró la señora Perenna, Tuppence estaba buscando entre las botellas que había sobre el lavabo.

La señora Blenkensop volvió su cara, con expresión confusa y atontada, hacia la patrona de la pensión.

—¡Oh!, señora Perenna. Espero que me perdone. He llegado con tal dolor de cabeza que pensé acostarme y tomar una aspirina. Pero como no pude encontrar las mías, creí que a usted no le importaría... Sabía que usted tenía porque el otro día le ofreció una a la señorita Minton.

La señora Perenna cruzó rápidamente la habitación. En su voz se notaba cierta aspereza cuando habló.

—Sí, señora Blenkensop. ¿Por qué no me la pidió?

—Claro... sí. Esto es lo que debía haber hecho. Pero estaban todos comiendo y no quería molestar...

La señora Perenna pasó junto a Tuppence y cogió el tubo de aspirinas que estaba entre las botellas.

—¿Cuántas quiere? —preguntó secamente.

La señora Blenkensop aceptó tres. Escoltada por la patrona fue hasta su habitación, donde se apresuró a declinar la oferta de una botella de agua caliente.

La señora Perenna, antes de salir del cuarto, lanzó el último disparo.

—Tiene usted un tubo de aspirinas, señora Blenkensop. Lo vi en cierta ocasión.

Tuppence exclamó rápidamente:

—iOh! Ya lo sé. Sabía que tenía uno, pero soy tan torpe que no he sabido dar con él.

La otra mujer replicó en seguida mostrando sus blancos dientes:

—Bueno. Descanse hasta la hora del té.

Salió y cerró la puerta detrás de sí. Tuppence exhaló un profundo suspiro y se tendió rígidamente en la cama, por si volvía la señora Perenna.

¿Habría sospechado algo? Aquellos dientes, tan grandes y blancos, «para comerte mejor». Tuppence siempre se acordaba de Caperucita cuando veía aquellos dientes. Y de las manos de la señora Perenna, que eran grandes y de aspecto cruel.

Al parecer, había aceptado con naturalidad la presencia de Tuppence en su cuarto. Pero más tarde encontraría abierto el cajón del buró. ¿Sospecharía de ella? ¿0 creería que lo había dejado abierto inadvertidamente? A veces suceden cosas así. ¿Había puesto Tuppence los papeles de modo que estuvieran igual que antes de registrarlos?

Quizás, aunque la señora Perenna encontrara algo fuera de lugar, lo más probable sería que sospechara de las criadas en vez de la «señora Blenkensop». Y si sospechaba de esta última, ¿no podría achacarlo a curiosidad impertinente? Tuppence sabía que hay gente que gusta de escudriñar y fisgonear lo ajeno.

Mas si la señora Perenna era el famoso agente alemán «M». sospecharía de actividades relacionadas con el contraespionaje.

¿Hubo algo en su forma de portarse revelador de que la mujer se había puesto en guardia?

Su comportamiento fue bastante natural, a no ser por aquella aguda observación del tubo de aspirinas.

De pronto, Tuppence se sentó en la cama. Recordó que el tubo, junto con una botella de yodo y otra de magnesia, estaba en el fondo del cajón de la mesa escritorio, donde lo puso cuando deshizo las maletas.

Parecía, por lo tanto, que no era la única persona que se dedicaba a husmear en la habitación de otros. La señora Perenna había estado allí primero.

Capítulo VII
1

Al día siguiente, la señora Sprot se fue a Londres. Unas pocas y tímidas observaciones por su parte tuvieron la virtud de que inmediatamente se le hicieran varios ofrecimientos para cuidar a Betty.

Cuando la señora Sprot, después de dirigir varias amonestaciones a Betty para que fuera buena, partió para Londres, la chiquilla se fue con Tuppence, quien había convenido en cuidar de ella por la mañana.

—«Jugá» —dijo Betty—. «Jugá a escondite».

Cada día hablaba mejor y había adoptado la convincente costumbre de inclinar la cabeza a un lado, mientras dirigía a su interlocutor una hechicera sonrisa y murmuraba:

—«Po favo.»

Tuppence había decidido salir a dar un paseo con la niña, pero se puso a llover con intensidad y, en consecuencia, las dos se dirigieron al cuarto de Betty, donde ésta se encaminó directamente al último cajón del buró, en que guardaba sus juguetes.

—¿Escondemos a
Bonzo?
—preguntó Tuppence.

Pero Betty había cambiado de pensamiento y pidió:

—Lee cuento.

Tuppence cogió un cuento bastante estropeado de uno de los estantes del armario; pero un chillido de Betty la detuvo.

—No, no. Sucio..., malo...

Tuppence la miró sorprendida y luego examinó el libro, que era una versión en colores del cuento «Juanito el trompetero».

—¿Es malo Juanito? —preguntó—. ¿Porque arrancó una ciruela?

Betty reiteró con énfasis.

—¡Maaalo! —y haciendo un terrible esfuerzo añadió—: ¡Suuuuuucio!

Cogió el libro de la mano de Tuppence y lo volvió a colocar en el estante. Luego sacó un cuento idéntico al que acababa de dejar, del otro extremo del estante y anunció con una sonrisa radiante:

—¡«Ete» Juanito «etá» limpio!

Tuppence se dio cuenta de que los libros estropeados y sucios habían sido reemplazados por nuevas y más limpias ediciones. Aquello le divirtió. La señora Sprot era, por lo visto, lo que Tuppence consideraba una «madre higiénica». De las que siempre están temiendo a los microbios, a la comida contaminada y se asustan si ven que los chicos chupan un juguete sucio.

Tuppence, que había crecido rodeada por la vida fácil y libre de una Rectoría, sintió siempre cierto desprecio hacia una higiene exagerada y había criado a sus propios hijos dejándoles que absorbieran lo que ella llamaba «una razonable cantidad de suciedad». No obstante, cogió obedientemente la copia de «Juanito el trompetero» y lo leyó a la niña, haciendo los comentarios propios del caso. Betty murmuraba:

—¡Juanito...! ¡Ciruela...! ¡Pastel...!

Y señalaba estos interesantes objetos con un rígido dedo que hacía presumir un rápido destino del flamante libro al montón de los estropeados.

Luego siguieron con «Oca, oca, ganso» y «La vieja que vivía en un zapato». A continuación Betty escondió los cuentos y Tuppence empleó una asombrosa cantidad de tiempo para encontrar cada uno de ellos, con gran júbilo de la chiquilla.

De aquella forma, la mañana pasó rápidamente.

Después de comer, Betty durmió su acostumbrada siesta. Fue entonces cuando la señora O'Rourke invitó a Tuppence a que pasara a su habitación.

El cuarto de la señora O'Rourke estaba bastante desarreglado y olía a menta y a pastel rancio, con un ligero aroma de naftalina por añadidura. Encima de todas las mesas había fotografías de los hijos y nietos de la señora O'Rourke, así como las sobrinas, sobrinos y los hijos e hijas de éstos. Había tantos de ellos que a Tuppence le pareció que estaba viendo una obra de teatro en que se representara con gran realidad el último período de la época victoriana.

—Sabe usted manejar muy bien a los niños, señora Blenkensop —observó alegremente la señora O'Rourke.

—Bueno —dijo Tuppence—. Con mis dos...

La otra mujer se apresuró a preguntar:

—¿Dos? Entendí que tenía usted tres.

—¡Ah, sí! Tres. Pero dos de ellos son casi de la misma edad y estaba pensando en los días en que tuve que bregar con ellos.

—Comprendo. Siéntese, señora Blenkensop. Póngase cómoda.

Tuppence tomó asiento obedientemente y deseó que la señora O'Rourke no la hiciera sentirse siempre tan incómoda. Experimentaba entonces lo mismo que sintieron Hansel o Gretel cuando aceptaron la invitación de la bruja.

—Dígame —inquirió la señora O'Rourke—. ¿Qué piensa usted de «Sans Souci»?

Tuppence empezó un discurso de exagerados elogios, pero su interlocutora la interrumpió sin ceremonias.

—Lo que le preguntaba es si ha notado usted aquí algo raro.

—¿Raro? No; no lo creo.

—¿Ni acerca de la señora Perenna? No puede usted negar que se interesa por ella. La he visto vigilándola más de una vez.

Tuppence se sonrojó.

—Es una mujer interesante.

—Pues no lo es —replicó la señora O'Rourke—. Es una mujer bastante vulgar... si acaso es lo que parece. Pero tal vez no lo sea. ¿Es eso lo que cree usted?

—En realidad, señora O'Rourke, no me imagino a qué se refiere.

—¿No se ha parado usted nunca ha pensar que muchos de nosotros somos así... diferentes a lo que parecemos en la superficie? Vea, por ejemplo, al señor Meadowes. Es un hombre enigmático. Algunas veces diría que es un tipo inglés, estúpido hasta la médula; mas en otras ocasiones sorprendo en él una mirada o una palabra que no tienen nada de estúpidas. Es extraño, ¿no le parece?

Tuppence replicó firmemente:

—Estoy completamente segura de que el señor Meadowes es un auténtico inglés.

—Hay otros. Tal vez usted sabe a quién me refiero.

Tuppence sacudió la cabeza.

—Su nombre —dijo la señora O'Rourke, como estimulándola— empieza por S.

Asintió con la cabeza varias veces.

Con una súbita chispa de cólera y un oscuro impulso de saltar en defensa de algo joven y vulnerable, Tuppence replicó secamente:

—Sheila no es más que un espíritu rebelde. Por regla general, a su edad se es así.

La señora O'Rourke volvió a mover afirmativamente la cabeza, con el mismo aspecto de un obeso mandarín chino de porcelana que Tuppence recordaba haber visto sobre la repisa de la chimenea de tía Gracie. Una amplia sonrisa levantó las comisuras de los labios de la anciana, que dijo suavemente:

—Tal vez no lo sepa usted. El nombre de pila de la señorita Minton es Sophia.

—¡Oh! —Tuppence estaba desconcertada—. ¿Era a la señorita Minton a quien usted se refería?

—No era a ella —respondió la corpulenta señora O'Rourke.

Tuppence dio la vuelta y se dirigió hacia la ventana. Era extraordinaria la forma con que aquella mujer la afectaba, esparciendo a su alrededor una atmósfera de inquietud y miedo.

«Me siento como un ratón entre las garras de un gato», pensó Tuppence.

La monumental y sonriente anciana seguía sentada allí, casi ronroneando... y, sin embargo, se presentía la suave pisada de unas garras que jugaban con algo que no podía dejarse escapar, a pesar del ronroneo...

Tonterías... todo tonterías.

«Me estoy imaginando estas cosas», pensó Tuppence, mirando el jardín desde la ventana.

Ya no llovía y se oía el suave gotear de los árboles.

«Pero no todo son imaginaciones mías —siguió pensando—. No soy de las que se dan a fantasear. Aquí hay algo; un foco de maldad. Si pudiera ver...»

Su desconcertantes pensamientos se interrumpieron bruscamente.

Al fondo del jardín los arbustos se separaron ligeramente y en la abertura apareció una cara que miró furtivamente hacia la casa. Era la cara de la mujer extranjera que habló con Carl Von Deinim en la carretera.

Su mirada era tan fija e inmóvil, que a Tuppence le hizo el efecto de no ser humana. Miraba y miraba las ventanas de «Sans Souci». Carecía de expresión y, sin embargo..., sí; no había duda de ello, había una amenaza en aquella mirada. Inmóvil, implacable. Representaba algún espíritu, alguna fuerza ajena a «Sans Souci» y a la vulgar banalidad de una casa de huéspedes inglesa. Así, pensó Tuppence, debió mirar Jael antes de taladrar con un clavo la frente de Sísera.
[6]

Estos pensamientos tardaron sólo unos segundos en pasar por la mente de Tuppence. Se volvió de pronto, murmuró algo a la señora O'Rourke y salió disparada de la habitación. Corrió escaleras abajo y salió por la puerta principal.

Se dirigió hacia la derecha y caminó por el sendero lateral del jardín, hacia donde había visto la cara. Pero allí no había nadie. Tuppence atravesó los macizos y salió a la carretera. Miró arriba y abajo, pero tampoco vio a nadie. ¿Dónde se habría metido la mujer?

Dio la vuelta, enojada, y volvió a entrar en los terrenos de «Sans Souci». ¿Podría haber imaginado todo aquello? No; la mujer había estado allí.

Obstinadamente, vagó por el jardín mirando a todos los matorrales. Lo único que consiguió fue mojarse y no encontrar ni trazas de la extranjera. Volvió sus pasos hacia la casa sintiendo un extraño presentimiento, una vaga e informe persuasión de que algo iba a ocurrir.

No hubiera imaginado nunca lo que iba a ser aquello.

2

Como el tiempo había mejorado, la señorita Minton estaba vistiendo a Betty como preparación para llevársela a dar un paseo. Iban al pueblo para comprar un patito de celuloide que Betty quería hacer nadar en la bañera.

La niña estaba tan emocionada y se movía con tanta violencia que resultaba extremadamente difícil hacerle meter los brazos en las mangas de su chaquetita de lana.

Cuando se marcharon, Betty iba parloteando con gran entusiasmo:

—«Compá» un pato. «Compá» un pato. Para «e» baño de Betty. Para «e» baño de Betty.

Parecía que obtenía gran contento con la reiteración incesante de aquellos importantes hechos.

Dos cerillas, dejadas cruzadas al desgaire sobre la mesa de mármol del vestíbulo, informaron a Tuppence que el Señor Meadowes iba a pasar la tarde siguiendo a la señora Perenna. Tuppence se dirigió al salón, donde encontró al señor y a la señora Cayley.

El primero estaba de mal talante. Había venido a Leahampton, explicó, para conseguir un absoluto descanso y quietud, ¿y qué quietud podía haber allí con una niña por la casa? Todo el día estaba corriendo, saltando y dando gritos.

Su esposa murmuró, con tono apaciguador, que en realidad, Betty era una pequeña muy salada, pero la observación no encontró favor alguno por parte de él.

—Sin duda, sin duda —dijo el señor Cayley, haciendo contorsiones con su largo cuello—. Pero su madre debiera hacer que se estuviera quieta. Tiene que considerar que aquí hay más gente. Enfermos; personas cuyos nervios necesitan reposo.

Tuppence comentó:

—No es fácil mantener quieta a una niña de esa edad. No es natural. Si estuviera quieta sería señal de que estaba enferma.

El señor Cayley replicó con voz gangosa y enfadada:

—Tonterías... Tonterías... tal son todas esas costumbres modernas. Eso de dejar que los niños hagan lo que quieran. Un niño tiene que estar sentado, quietecito, bien jugando con una muñeca, leyendo o haciendo algo.

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