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Authors: Agatha Christie

El misterio de Sans-Souci (2 page)

BOOK: El misterio de Sans-Souci
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Sonó el teléfono y Tuppence lo descolgó.

—¡Hola..., sí! ¿Qué? —se oyó hablar a una voz chillona al otro extremo del hilo.

La cara de Tuppence cambió de expresión.

—¿Cuándo? —preguntó—. ¡Oh, Dios mío...! Desde luego... voy en seguida...

Colgó el aparato.

—Era Maureen —dijo, dirigiéndose a Tommy.

—Ya lo he oído... reconocí su voz desde aquí.

Tuppence explicó agitadamente:

—No sabe cuánto lo siento, señor Grant. Debo ir inmediatamente a ver a una amiga mía. Ha sufrido una caída y se ha lastimado el tobillo. Como no tiene a nadie con ella, más que su pequeña, tengo que ir para arreglar las cosas y buscar a alguien que la cuide. Le ruego que me perdone.

—Desde luego, señora Beresford. Ya me hago cargo.

Tuppence le dirigió una sonrisa, cogió un abrigo que había sobre el sofá y después de ponérselo salió apresuradamente de la habitación. Se oyó el ruido que produjo la puerta del piso al cerrarse de golpe.

Tommy escanció un nuevo vaso de jerez para su invitado.

—No se vaya todavía —dijo.

—Muchas gracias —el otro aceptó el vaso.

Sorbió el vino unos instantes, en silencio, y luego dijo:

—Al fin y al cabo, la marcha de su esposa nos ha venido bien. Nos ahorrará tiempo.

Tommy lo miró estupefacto.

—No lo entiendo —dijo.

Grant habló marcando las palabras.

—Sepa usted, Beresford, que me han dado instrucciones para hacerle una proposición en el caso de que viniera usted a verme al Ministerio.

El color volvió lentamente a la pecosa cara de Tommy:

—¿Quiere usted decir que...? —empezó.

Grant asintió con la cabeza.

—Easthampton nos sugirió que lo empleáramos a usted —dijo—. Nos aseguró que era usted el hombre indicado para llevar a cabo el trabajo.

Tommy dio un profundo suspiro.

—Cuénteme —invitó.

—Esto, desde luego, es estrictamente oficial.

Tommy asintió.

—Ni su esposa debe saberlo, ¿me entiende?

—Muy bien... si usted lo quiere así..., pero en otros tiempos trabajamos siempre juntos.

—Sí; ya lo sé. Pero esta proposición le incumbe solamente a usted.

—Comprendo. Muy bien.

—Ostensiblemente se le ofrecerá un destino, tal como le dije antes. Trabajo de oficina en un departamento del Ministerio que funciona en Escocia, dentro de un área prohibida a la cual no puede acompañarle su esposa. Pero, en realidad, irá usted a otro lugar diferente por completo.

Tommy se limitó a escuchar.

Grant continuó:

—¿Ha leído usted algo en los periódicos acerca de la Quinta Columna? ¿Sabe usted, a grandes rasgos, qué es lo que significa ese término?

Tommy murmuró:

—El enemigo dentro de casa.

—Exactamente. Esta guerra, Beresford, empezó con un espíritu muy optimista. No me refiero con ello a la gente que en realidad está enterada de lo que pasa. Nosotros sabemos exactamente con qué nos enfrentamos; la eficiencia del enemigo, su potencial aéreo, su determinación y la coordinación de su bien organizada guerra. Me quiero referir al pueblo en general. Al hombre de la calle, de buen corazón e ideas cortas, que cree solamente lo que quiere creer; que Alemania fracasará, que está al borde de la revolución, que sus armas están construidas con latas y que sus soldados están mal alimentados, que se caerán si tratan de avanzar. Toda esta clase de tonterías. Castillos en el aire, como vulgarmente se dice.

«Pues bien: la guerra no se desarrolla así. Empezó mal y ahora va peor. Los hombres que luchan nada tienen que ver con ello; tanto los que van embarcados, como los que tripulan un avión o se defienden en una trinchera. Pero existe falta de dirección y de preparación; defectos, quizá, de nuestras cualidades. No queríamos la guerra. No la considerábamos en serio y, por lo tanto, no nos preparamos para ella.

»Lo peor de todo esto ya ha pasado. Hemos corregido nuestras equivocaciones y lentamente vamos colocando en los sitios necesarios los hombres adecuados. Estamos empezando a hacer la guerra tal como debe hacerse. Podemos ganarla, y no se llame a engaño respecto a ello; pero a condición de que no la perdamos antes. Y el peligro de perderla no proviene de fuera, sino de dentro; no del poder de los bombarderos alemanes, ni del hecho de que se apoderen de países neutrales y consigan nuevos y ventajosos puntos desde donde atacarnos, sino de la traición interna. Nuestro peligro es el peligro de Troya. El caballo de madera dentro de nuestras murallas. Llámese Quinta Columna, o lo que quiera. Está aquí, entre nosotros. Hombres y mujeres, algunos de los cuales desempeñan altos cargos mientras que otros están situados en puestos más oscuros; pero todos creen genuinamente en los designios nazis y en su doctrina y desean sustituir con ella la embotada y facilona libertad de nuestras democráticas instituciones.

Grant se inclinó hacia delante y con la misma voz agradable y llana, añadió:

—Y no sabemos quiénes son...

—Pero, seguramente... —aventuró Tommy.

El otro replicó con un ligero acento de impaciencia:

—Podemos hacer caer en nuestras redes a la morralla. Eso es fácil. Pero se trata de los otros. Sabemos todo lo que se refiere a ellos. Sabemos que, por lo menos, dos ocupan altos cargos del Almirantazgo; que uno debe pertenecer al Estado Mayor del General G...; que tres, o más, están en las Fuerzas Aéreas y que otros dos pertenecen al Servicio Secreto y tienen acceso a la información reservada del Gobierno. Sabemos todo esto porque debe ser así, dada la forma en que han ocurrido las cosas. Y ello nos lo demuestra la filtración de informes que, desde arriba, se han facilitado al enemigo.

Con tono desalentado y reflejando en su cara la perplejidad que sentía, Tommy preguntó:

—¿Y de qué provecho puedo yo servirle? No conozco a nadie de los que ha nombrado.

Grant asintió.

—Exactamente. No los conoce usted... y ellos a usted tampoco.

Hizo una pausa para que esta observación profundizara en la mente de su interlocutor, y luego en el mismo tono prosiguió:

—Esa gente de tan alta posición conoce a la mayoría de nosotros. No podemos, en realidad, negarles información. Y como a causa de ello, estaba yo a punto de estallar, fui a ver a Easthampton. Ya no se ocupa de estas cosas y se encuentra enfermo; pero es uno de los hombres más inteligentes que he conocido. Pensó en usted. Hace más de veinte años trabajó usted para el Departamento y su nombre, ahora, no está relacionado con él. Su cara no es conocida. ¿Qué me dice? ¿Se ocupará de ello?

La cara de Tommy pareció a punto de partirse en dos por efecto de su extática sonrisa.

—¿Que si quiero? Apuesto lo que quiera a que sí. Aunque no llego a comprender en qué podré ser útil. No soy más que un aficionado.

—Mi querido Beresford, lo que necesitamos es precisamente un aficionado. Los profesionales sólo encontrarían dificultades en este caso. Ocupará el puesto de uno de los mejores hombres que hemos tenido y que, posiblemente, jamás tendremos.

Tommy pareció formular una pregunta con la mirada. Grant asintió.

—Sí. Murió el martes pasado en el hospital de Santa Brígida. Lo atropello un camión y sólo vivió unas horas. Pareció un accidente..., pero no lo fue.

—Ya comprendo —dijo Tommy.

Grant siguió hablando con voz reposada.

—Y ésta es la razón por la que creemos que Farquhar estaba sobre la buena pista y que, por fin, íbamos a saber algo. Su muerte, que no fue a resultas de un accidente, nos daba la seguridad de ello.

Los ojos de Tommy parecieron formular una nueva pregunta.

—Desgraciadamente —siguió el otro—, sabemos poco menos que nada de lo que llegó a descubrir. Farquhar había estado siguiendo metódicamente una pista tras otra y muchas de ellas no conducían a ningún lado.

Después de una pausa, Grant prosiguió:

—Farquhar estuvo inconsciente hasta unos pocos momentos antes de morir. Entonces trató de decirnos algo. Sólo estas palabras: «N» o «M». Song Susie.

—No parece que sirvan para aclarar mucho las cosas —comentó Tommy.

Grant sonrió.

—Un poco más de lo que usted cree. Ya habíamos oído hablar antes de «N» o «M». Se trata de las letras clave con que se designa a dos de los más importantes y fieles agentes secretos alemanes. Hemos tenido ocasión de conocer sus actividades en otros países y sabemos algo sobre ambos. Su misión consiste en organizar la Quinta Columna en países extranjeros y actuar como agentes de enlace entre la nación de que se trate y Alemania. Nos hemos enterado, además, de que «N» es un hombre y que «M» es una mujer. Por lo demás, sólo podemos asegurar que ambos son los dos agentes en que más confianza tiene Hitler; y que en un mensaje cifrado que captamos a principios de la guerra, se Incluía esta frase: «Proponemos a "N" o "M" para Inglaterra. Plenos poderes».

—Entendido. ¿Y Farquhar?

—Por lo que deduzco, Farquhar estaba sobre la pista de uno de los dos, pero por desgracia, no sabemos de cuál. «Song Susie» parece algo cabalístico, mas hemos de tener en cuenta que Farquhar no tenía un acento francés muy puro. En uno de sus bolsillos encontramos un billete de ferrocarril expedido en Leahampton, lo cual parece que arroja algo de luz sobre el asunto. Leahampton está situado en la costa sur y es algo así como un lugar de reposo, como Bournemouth o Torquay. Hay en él gran cantidad de pensiones y casas de huéspedes y, entre ellas, una que se llama «Sans Souci»...

Tommy murmuró:

—«Song Susie»... «Sans Souci»... ya entiendo...

—¿De veras? —observó el otro.

—Entonces —siguió Tommy— se trata de que vaya yo allí y... averigüe lo que hay.

—Ésa es precisamente la idea.

La sonrisa de Tommy volvió a resplandecer en su cara.

—Resulta un poco aleatorio, ¿no le parece? —dijo—. Ni siquiera sé qué es lo que debo buscar.

—Pues yo no se lo puedo decir, ya que tampoco lo sé. Eso tendrá que ser cosa suya.

Tommy suspiró e irguió los hombros.

—Probaré. Pero ya sabe que no soy un individuo muy inteligente.

—He oído decir que en otros tiempos no lo hizo usted muy mal.

—Aquello fue pura suerte.

—Pues bien; suerte es lo que necesitamos.

Tommy recapacitó durante unos momentos.

—Y acerca de esa pensión llamada «Sans Souci»...—dijo al final.

Grant se encogió de hombros.

—Tal vez sea todo una falsa alarma. No se lo puedo asegurar. Posiblemente Farquhar estaba pensando en la canción que dice: «La hermana Susie está cosiendo camisas para los soldados»
[2]
. Todo es pura conjetura.

—¿Y qué tal es Leahampton?

—Justamente igual que otros sitios de esa clase. Hay allí gente de todos los pelajes. Señoras ancianas, viejos coroneles retirados, intachables solteronas, clientes de dudosa procedencia, aficionados a la pesca y un extranjero o dos. Una mezcolanza, en realidad.

—¿Y «N» o «M» estará entre ellos?

—Tal vez no. Pero posiblemente habrá alguien que esté en contacto con uno de los dos; aunque lo más probable, a mi entender, será que bien «N» o «M» residan allí. Se trata de un sitio vulgar y nada ostentoso; una pensión junto a la playa, en un pueblo tranquilo y propio para el reposo.

—¿No sabe usted si he de buscar a un hombre o a una mujer?

Grant sacudió la cabeza.

Tommy comentó:

—Bueno; tendré que probar.

—Que tenga mucha suerte, Beresford. Y ahora... respecto a los detalles.

2

Media hora después, cuando entró Tuppence jadeando y llena de curiosidad, encontró solo a Tommy sentado en un sillón y silbando, y con una expresión indefinible en su cara.

—¿Y qué? —solicitó Tuppence, imprimiendo a estas dos palabras toda una gama de sentimientos.

—Pues bien —replicó su marido ambiguamente—. He conseguido un empleo de... cierta clase.

—¿De qué clase?

Tommy hizo un gesto apropiado a las circunstancias.

—Trabajo de oficina en los páramos de Escocia. Muchísimo secreto y cosas así, pero no parece que tenga nada de emocionante.

—¿Vamos los dos, o solo tú?

—Solamente yo.

—¡Vete al diablo! ¿Cómo pudo ser tan mezquino el señor Carter?

—Me figuro que en estos trabajos tienden a la separación de sexos. De otra forma resulta demasiada distracción para el pensamiento.

—¿Se trata de cifrar mensajes... o de descifrarlos? ¿Es como el trabajo que hace Deborah? Ten cuidado, Tommy. La gente se vuelve rara haciendo esas cosas y se levanta por las noches, gruñendo y repitiendo 978345286, o algo parecido; hasta que al final se vuelven locos y hay que encerrarlos en un manicomio.

—Eso me pasará a mí.

Tuppence insistió lúgubremente:

—Espero que te volverás loco tarde o temprano. Yo podría ir; no para trabajar, sino como tu mujer. Te pondría las zapatillas a calentar y tendrías una comida decente al final del día.

Tommy pareció sentirse incómodo.

—Lo siento, mujer. Lo siento mucho. No sabes cómo aborrezco el dejarte...

—Pero crees que tienes la obligación de hacerlo —murmuró Tuppence con añoranza.

—Al fin y al cabo —observó Tommy débilmente— puedes hacer calceta.

—¿Hacer calceta —estalló Tuppence—. ¿Has dicho hacer calceta?

Cogió el pasamontañas que estaba haciendo y lo arrojó al suelo.

—Odio el color de lana caqui —continuó ella—. Y aborrezco el azul marino o azul celeste. Me gustaría tener algo de color magenta.

—Ese nombre tiene cierto regusto militar —comentó Tommy—. Casi una reminiscencia de «blitzkreig».

Pero a pesar de estas bromas se sentía desgraciado. Tuppence, sin embargo, tenía un temperamento espartano y no se arredró, admitiendo con franqueza que él no tenía otra obligación más que hacerse cargo del nuevo empleo que le ofrecían y que todo ello, en realidad, no le importaba mucho. Añadió que se había enterado de que necesitaban una mujer para fregar suelos en uno de los puestos sanitarios que tenía instalados la Defensa Pasiva. Tal vez la encontraran apta para dicho trabajo.

Tommy salió para Aberdeen tres días después y Tuppence fue a despedirle a la estación. Aunque tenía los ojos brillantes y parpadeó una o dos veces, hizo lo posible para mantenerse alegre ante su marido.

Y Tommy, por su parte, cuando el tren salía de la estación, sintió un nudo en la garganta que le impedía tragar, al ver la diminuta y solitaria figura que se alejaba por el andén. Con guerra o sin ella, debía reconocer que estaba desertando de Tuppence.

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