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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (7 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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Todavía estaba achispado, pero me fui a casa de todos modos. Mi hermana me echó un vistazo y guardó silencio. ¡Qué prudente!

Helena se hallaba encerrada en nuestras habitaciones privadas jugando con las niñas. Julia, nuestra hija de dos años, adivinó mi conducta con aquellos grandes ojos oscuros que no pasaban nada por alto y decidió sencillamente observar lo que sucedía. El bebé, que tenía entonces cinco meses, estaba tendido en el regazo de Helena gesticulando y pataleando en todas direcciones; continuó haciéndolo, gorjeando, sumido en su propio mundo gimnástico en tanto que su elegante madre esquivaba las peores patadas y le hacía cosquillas en las partes del cuerpo que se lo buscaban. Aquél era, en efecto, el modo en que Helena Justina siempre había lidiado conmigo.

—No digas nada sobre mi estado.

—No haré ningún comentario —replicó Helena con calma.

—Gracias.

—¿Has estado trabajando?

—Así es.

—¿Y no has conseguido nada?

—En efecto.

—¿Quieres un buen beso y un cazo de comida para que se te pasen las secuelas del repugnante vino?

—No.

Se levantó y se acercó a besarme de todos modos.

Sin saber cómo, el bebé, Favonia, acabó en mis brazos y entonces, cuando me senté en la silla de mimbre semicircular de Helena, la pequeña Julia también se subió a ella gateando y se me quedó mirando y sonriéndome. De esa manera Helena quedó libre para acariciarme el pelo con dulzura, a sabiendas de que yo no podía zafarme de ella sin hacer daño a las niñas. Solté un gruñido. La pequeña tal vez no entendiera del todo lo que estaba haciendo, pero las tres mujeres que supuestamente me servían se rieron de mí. ¡Y eso que era el dios absoluto en el santuario de nuestro hogar! Como en la mayoría de familias, el poder patriarcal no significaba nada. Al final cedí ante la arremetida de la comodidad y me limité a desplomarme con desánimo.

Helena me dejó tiempo suficiente para que me tranquilizara y luego me preguntó en voz baja:

—No te gusta Britania.

—Ya lo sabes, mi amor.

—Marco, ¿esta situación es peligrosa para ti personalmente?

—Alguien mató a un hombre. Eso siempre es un mal asunto.

—¡Lo siento! —Cuando Helena era tan razonable, hería como si fuera una reprobación.

—Estoy alterado.

—Lo sé.

Lo dejamos ahí. Más tarde, cuando el personal de la guardería hubo pasado a recoger a las niñas, y ella creyó que tenía suficientes ánimos para aguantar la presión, Helena me contó cómo habían ido las cosas por allí aquel día. Se suponía que nos teníamos que vestir para la cena, pero ninguno de los dos había empezado a hacerlo.

—El gobernador ha mandado un correo al rey Togidubno. Frontino ha decidido que es mejor reconocer lo que ha sucedido. Se espera que el rey no se haya enterado todavía del asunto. Se le explicará el asesinato de la mejor manera posible —bueno, de la menos mala— y el mensajero puede intentar juzgar si el rey sabe algo que no debería saber o no.

—El rey no está involucrado. ¡No quiero creerlo!

—No, Marco. ¿Y qué crees que hará Togidubno?

—Venir hasta aquí con un humor de perros. Noviomago se encuentra a una distancia de casi cien kilómetros o más. Un día de viaje para un jinete del correo imperial… si se apresura. Pero no lo hará, no se trata de una guerra ni de la muerte de un emperador. De manera que el rey se enterará del asesinato mañana al anochecer, digamos.

—No se pondrá en marcha de noche —dijo Helena.

—Pues a primera hora dentro de dos días estará de camino. Puede que sea un anciano, pero está en plena forma. Tengo que proporcionar alguna respuesta, si no para mañana para no mucho después.

—Pero Marco, careces del tiempo suficiente.

—Tendrá que serlo.

Aquella noche no tenía ganas de ir pasando exquisiteces en bandejas de plata. Empecé a cambiarme de ropa, pero tenía cosas más importantes en la cabeza que una velada cultural. Helena observaba sin moverse. Comentó que poca cosa podía investigar a esas horas de la noche. Le respondí que necesitaba moverme. Me hacían falta resultados. Podía hacer lo que probablemente debería haber hecho aquella tarde. Podía volver a la Lluvia de Oro. No tenía planeado cómo iba a abordar el asunto, excepto que si habían puesto a otra camarera en lugar de la que yo encontré, entraría de incógnito.

—Se va a notar mucho que eres romano —observó Helena.

—Soy un maestro de los disfraces. —Bueno, tenía una túnica astrosa y una capa raída.

—Tienes la piel aceitunada y tu corte de pelo dice a gritos que procedes de Roma. —Lo único que decía mi rebelde maraña de rizos es que me había olvidado de peinarlos, pero en principio tenía razón. Mi nariz era etrusca. Tenía el porte de un hombre que ha recibido entrenamiento legionario y la actitud del que ha nacido en la ciudad. Me gustaba pensar que incluso en otras partes del Mediterráneo mi elegancia destacaba. Entre los indolentes celtas de piel clara y ojos azules no había forma de esconderme.

Para entonces Helena estaba hurgando en su propio arcón de la ropa.

—Estarán esperando a más funcionarios… —Su voz quedaba amortiguada, aunque no pudo ocultar un deje de entusiasme. Cualquier romano solo resultará demasiado evidente.

—Ahora es cuando necesito a Petro.

—Olvídate de él. —Salían prendas disparadas en todas direcciones—. Con Petronio tan sólo parecerás un funcionario que se ha traído refuerzos. Confía en mí —gritó Helena al tiempo que se volvía a poner derecha de pronto, para, acto seguido, levantar su blanco vestido patricio y pasárselo por la cabeza. Por un breve instante pensé en llevármela directa a la cama—. ¡Necesitas una novia, Marco!

Y tuve una. No hacía falta explicar nada más. Por fortuna había empleados que cuidaban de nuestras hijas. Enardecida por la emoción, su noble madre iba a venir conmigo.

IX

—¡Recién salido del barco!

—Es exactamente lo que parece. —Me quedé impasible ante la hilaridad de Helena—. ¡Y a lo que huele! —añadí agachando la cabeza para oler: humedad de lavandería… y lo que quedara de mi persona que la lavandera de Noviomago hubiera podido eliminar.

Mi túnica era gruesa, de tejido basto, un trapo sucio de color herrumbre… ropa que había guardado para utilizarla en una obra de construcción. Encima de ella llevaba una capa de viaje con una capucha puntiaguda que me daba el aspecto de una deidad de los bosques. Una que no fuera muy inteligente. Además de una daga escondida en la bota, llevaba otra a la vista: la vaina colgaba de mi cinturón junto a un monedero. Si a eso le añadía un aire confiado, atenuado por un cansancio malhumorado, podía pasar por un turista cualquiera. Listo para ser estafado por los lugareños.

Helena se había despojado de todas las joyas que llevaba habitualmente, portando tan sólo un anillo de plata que le regalé una vez. Entonces se puso un par de pendientes largos y muy malos. Desde luego, si eran un regalo de algún antiguo amante, hizo bien en plantar a ese cerdo. Lo más probable es que fueran un obsequio de alguna de las asistentas de su madre. La discreta ropa que llevaba era la suya y podía haber revelado su posición social, pero ella se la había remangado con poca gracia y se la había atado por debajo del pecho con total falta de elegancia. Tenía el aspecto de no poseer ni esclavas de tocador, ni espejo de mano, ni gusto siquiera. Ya no era ella misma. Bueno, a mí me parecía divertido.

No me entendáis mal. Aquello era estúpido y peligroso. Yo lo sabía. Dos excusas, legado: una, que Helena Justina, hija del senador Camilo, era una mujer libre. Si quería hacer algo yo no podía detenerla, no más de lo que su noble padre ya lo había hecho. Dos, que tenía razón. Como miembro de una pareja, iba a pasar mucho más desapercibido.

A eso se sumaba que los dos estábamos hartos de ser unos visitantes con buenos modales. Anhelábamos algún estímulo. Ambos disfrutábamos con las aventuras compartidas, sobre todo cuando nos marchábamos a escondidas sin decírselo a nadie y cuando, de haberlo dicho, todos lo hubiesen desaprobado con insoportables muestras de histeria.

Nos escabullimos de la residencia. Nos vieron marchar, pero cuando los miembros del personal nos miraron dos veces nosotros nos limitamos a seguir adelante. No tenía sentido tomar prestada la silla de manos de Elia Camila. Llamaríamos la atención. Podíamos arreglárnoslas yendo a pie. Cualquier lugar al que nos dirigiéramos en aquella ciudad estaría lo bastante cerca como para ir andando.

Estaba tratando de orientarme. Londinium no había sido creada por fanáticos de Hipodarno de Mileto y de sus planos urbanísticos con estructura de emparrillado. Nunca pasó de ser una principal base militar, de manera que carecía de forma y de murallas. En lugar de una agradable estructura de cuatro cuadrados, la urbanización en forma de T describía una línea hacia el otro lado del río y luego se extendía desordenadamente en dos direcciones, con las viviendas y los negocios situados a lo largo de las calles importantes. Había muy poco terreno urbanizado tras las pocas calles principales.

En la ribera norte, dos bajas colinas estaban divididas por varias corrientes de agua dulce que discurrían libremente. Los locales industriales se habían emplazado a lo largo de las orillas del riachuelo principal. El foro estaba situado en la colina del este y la mayoría de los nuevos muelles se hallaban al pie de aquel terreno alto en particular. Al otro lado, en la colina del oeste, debía de haber viviendas situadas, tal vez, en medio de más locales comerciales, y había visto lo que parecía ser humo de las calderas de la casa de baños. Aparte de las grandes importaciones y las modestas exportaciones que operaban desde los muelles, aquella era una ciudad de alfareros y curtidores. Incluso entre las casas los espacios vacíos estaban cultivados. Había oído los sonidos del ganado con la misma frecuencia que oía a los pájaros de los pantanos o a las gaviotas que seguían a los barcos de los comerciantes.

Una recta carretera principal bajaba por la colina desde el foro, directamente hasta el río. Allí pasaba junto a un embarcadero para los transbordadores y lo que un día sería la cabeza de puente. A la altura del foro cruzaba lo que pasaba por ser la calle principal, el Decumano Máximo, con una carretera secundaria situada a mitad de camino del río y que iba de este a oeste. Helena y yo tomamos ese camino durante un trecho y atravesamos el acceso al foro.

Continuaba la urbanización irregular. Algunas parcelas residenciales habían sido reconstruidas con nuevas viviendas de ladrillo, otras se habían quedado como ennegrecidos parches de tierra quemada. Ya habían pasado casi quince años desde la Rebelión, pero la recuperación todavía era lenta. Tras la masacre de las tribus, unos cuantos fugitivos debían de haber vuelto para reclamar sus tierras, pero muchos de ellos habían muerto sin descendencia… o con descendientes que no podían soportar más aquel escenario. Las autoridades eran reticentes a deshacerse de los terrenos que al parecer no tenían propietario. Existía un catastro que evitó una batalla campal. De todos modos allí había mucho espacio. Tomar la decisión de vender unos solares donde familias enteras habían muerto iba a ser duro. De modo que podrían pasar décadas antes de que todos los lugares vacíos de aquellas desoladas calles se llenaran.

Helena me cogió de la mano.

—Ya estás otra vez dándole vueltas a la cabeza.

—No puedo evitarlo.

—Ya lo sé, cariño. Algún día desaparecerá hasta el último vestigio de lo que ocurrió.

Sería peor si todo se hubiera arreglado inmediatamente.

—Una falta de sensibilidad —asentí.

—Una de las cosas más tristes que he oído en mi vida —caviló Helena con dulzura— es cómo el gobernador vino corriendo hasta aquí para evaluar la situación justo antes de que llegaran las furiosas tribus. Sabía que no tenía tropas suficientes y que se vería obligado a sacrificar la ciudad para salvar la provincia. Así que hizo oídos sordos a las súplicas, pero permitió que todo aquel que lo deseara pudiera acompañarlos a él y a la caballería. Entonces, así nos lo contaron después, «aquellos que se quedaron, ya fueran mujeres, niños, ancianos o gente con mucho apego al lugar, fueron todos asesinados». Algunas personas sí le tenían cariño a Londinium, Marco. Por eso se quedaron, para enfrentarse a una muerte segura. Es conmovedor.

Le dije que eran unos idiotas. Se lo dije con tacto. Lo que yo pensaba era peor, pero ella ya lo sabía. No hacía falta ser grosero.

Al mirar cuanto nos rodeaba, mientras buscábamos para volver a encontrar el triste bar llamado La Lluvia de Oro, nos parecía perverso que alguien sintiera cariño por aquella ciudad. La comunidad no contaba con ediles que supervisaran la limpieza o reparación de las calles. Unos pórticos un tanto lóbregos mostraba tejados de tejas rojas, no tanto para dar sombra como para poder cobijarse de las tormentas. Las lámparas eran un lujo. En un par de horas saldría de allí pitando.

—¿Es ése el lugar? —preguntó Helena.

—Nunca has estado aquí —dije entre dientes.

—No, pero sé leer un rótulo, cariño.

Escudriñé el tosco fresco, con su vaga representación de un haz de luz saliendo a través de una ventana inclinada.

La pintura estaba tan desgastada que me sorprendió que Hilaris hubiera llegado a ver el nombre. Entramos. El dintel era bajo. La mayoría de los clientes debían de ser enanos raquíticos.

La chica que servía, de cuyas cortas piernas me acordaba, no estaba. El tabernero en persona nos miró al entrar. Parecía preguntarse qué buscábamos entrando en su bar, pero eso es normal. También ocurre lo mismo en Roma. Para servir al público es necesario un tipo especial de persona: antipática, obtusa, imprecisa con el sistema monetario y muy sorda cuando se la llama. Algunos informantes no están mucho mejor dotados. Pero la mayoría tienen unos buenos pies. Los suyos estaban grabados con callos y como mínimo les faltaba un dedo. Me di cuenta de ello porque no había mostrador, estaba sentado en un taburete.

Encontramos nuestra propia mesa. Fácil…, sólo había una. Como se suponía que éramos una pareja que estaba de viaje, Helena me cogió el monedero y fue a pedir algo. Yo tomé asiento y sonreí, como un hombre que no se aclara con la moneda extranjera y que bebería más de lo acostumbrado si su mujer le daba rienda suelta.

Ella terminó inmediatamente con el numerito de «recién desembarcados» y eligió su propia maniobra de aproximación —No creo que hoy podamos tomar vino. ¡He oído que el tuyo sufre las consecuencias de unos interesantes aditivos!

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