El monje (6 page)

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Authors: Matthew G. Lewis

BOOK: El monje
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—¡Vuestro atrevimiento me confunde! ¿Ocultar vuestro crimen, yo, a quien acabáis de engañar con vuestra fingida confesión? ¡No, hija, no! Os haré un favor más esencial. Os rescataré de la perdición a pesar de vos misma. La penitencia y la mortificación expiarán vuestra culpa, y el rigor os obligará a volver a la senda de la santidad. ¡Eh! ¡Madre Santa Águeda!

—¡Padre! ¡Por todo lo que es sagrado, por cuanto es más caro para vos, os ruego, os suplico...!

—¡Soltadme! No quiero escucharos. ¿Dónde está la superiora? Madre Santa Águeda, ¿dónde estáis?

Se abrió la puerta de la sacristía, y la priora entró en la capilla, seguida de sus monjas.

—¡Cruel! ¡Cruel! —exclamó Inés, soltando el hábito del monje.

Trastornada y desesperada, se arrojó al suelo, golpeándose el pecho y desgarrándose el velo con todo el frenesí de la desesperación. Las monjas se quedaron asombradas ante esta escena. El fraile tendió el fatídico papel a la priora, le contó cómo lo había encontrado, y añadió que a ella correspondía decidir la penitencia que merecía la culpable.

Mientras leía la carta, el semblante de la superiora se iba inflamando de cólera. ¡Cómo! ¡Un crimen semejante cometido en su convento, y conocido por Ambrosio, el ídolo de Madrid, el hombre a quien más deseaba ella dar impresión del rigor y regularidad de su casa! No había palabras para expresar su ira. Se quedó callada y lanzó una mirada de amenaza y malignidad a la monja tendida.

—¡Llevadla al convento! —dijo por fin a algunas de sus acompañantes.

Dos de las monjas más viejas se acercaron ahora a Inés, la levantaron del suelo a la fuerza y se dispusieron a llevársela de la capilla.

—¡Cómo! —exclamó Inés de repente, zafándose con gesto perturbado de las manos que la sujetaban—. ¿No hay ninguna esperanza para mí? ¿Ya me lleváis a castigarme? ¿Dónde estáis, Raimundo? ¡Oh! ¡Salvadme! ¡Salvadme! —Luego, lanzando una mirada frenética al abad, prosiguió—: ¡Escuchadme, hombre sin corazón! ¡Escuchadme, orgulloso, duro y cruel! ¡Podíais haberme salvado, podíais haberme devuelto la felicidad y la virtud, pero no habéis querido! Sois el destructor de mi alma. ¡Sois mi asesino, y sobre vos caerá la maldición de mi muerte y la de mi hijo nonato! ¡Altivo en vuestra virtud hasta ahora inconmovible, habéis despreciado las súplicas de una penitente; pero Dios tendrá piedad, aunque vos no tengáis ninguna! ¿Dónde está el mérito de vuestra cacareada virtud? ¿Qué tentaciones habéis vencido? ¡Cobarde! ¡Vos habéis huido de la seducción, no os habéis enfrentado a ella! ¡Pero ya os llegará el día en que tendréis que poneros a prueba! ¡Oh! ¡Entonces, cuando sucumbáis a las pasiones impetuosas! ¡Cuando sintáis que el hombre es débil, y ha nacido para el error! ¡Cuando, temblando, volváis los ojos hacia vuestros crímenes, y supliquéis con terror la misericordia de Dios, en ese espantoso momento, pensad en mí! ¡Pensad en vuestra crueldad! ¡Pensad en Inés, y perded toda esperanza de perdón!

Y tras proferir estas últimas palabras, la abandonaron todas sus fuerzas y cayó exánime sobre el pecho de una monja que había junto a ella. Inmediatamente la sacaron de la capilla, y sus compañeras salieron detrás.

Ambrosio no había escuchado sus reproches sin emoción. Una secreta opresión en el corazón le hacía comprender que había tratado a la desventurada con excesiva severidad. Así que detuvo a la priora, y se aventuró a decirle unas palabras en favor de la culpable.

—La violencia de la desesperación —dijo— prueba al menos que el vicio no le es familiar. Quizá tratándola con algo menos de rigor de lo que es preceptivo, y mitigando un poco la acostumbrada penitencia...

—¿Mitigarla, padre? —interrumpió la madre priora—; no, creedme. Las reglas de nuestra orden son estrictas y severas; han caído en desuso últimamente. Pero el crimen de Inés me hace ver la necesidad de restaurarlas. Voy a manifestar mi intención al convento, e Inés será la primera en sentir el rigor de esas reglas, que serán observadas al pie de la letra. ¡Adiós, padre!

Y, dicho esto, abandonó apresuradamente la capilla. «He cumplido con mi deber», se dijo Ambrosio a sí mismo.

Sin embargo, esta reflexión no le dejó totalmente satisfecho. Para disipar las desagradables ideas que esta escena había suscitado en él, al abandonar la capilla bajó al jardín de la abadía. No había en todo Madrid lugar más hermoso ni más ordenado. Estaba trazado con el gusto más exquisito. Las flores más escogidas lo adornaban hasta la profusión, y aunque hábilmente distribuidas, parecían plantadas tan sólo por la mano de la naturaleza: las fuentes, brotando de tazas de blanco mármol, refrescaban el aire con una lluvia constante. Y los muros estaban enteramente cubiertos de jazmines, parras y madreselvas. Y la hora añadía belleza al escenario. La luna llena, surcando un cielo azul y sin nubes, derramaba sobre los árboles un resplandor tembloroso, y el agua de las fuentes centelleaba bajo los rayos de plata. Una brisa mansa esparcía la fragancia del azahar por los senderos, y los ruiseñores elevaban su melodioso murmullo desde la protección de una floresta artificial. El abad dirigió sus pasos hacia ese lugar.

En el seno de ese pequeño bosquecillo se abría una gruta rústica que imitaba una ermita. Las paredes estaban construidas con raíces de árboles, y los intersticios rellenos de musgo y de hiedra. A uno y otro lado había trozos de césped, y una cascada natural caía de la roca que había encima. Ensimismado, el monje se acercó a este lugar. Una calma universal inundó su pecho, y una tranquilidad voluptuosa fue sumiendo su espíritu en una especie de languidez.

Llegó a la ermita; e iba a entrar para descansar un poco, cuando se detuvo, al descubrir que ya estaba ocupada. Inclinado en uno de los bancos, había un hombre en melancólica postura. Tenía la cabeza apoyada sobre un brazo, y parecía sumido en honda meditación. El monje se acercó y reconoció a Rosario: lo contempló en silencio, pero no entró en la ermita. Unos minutos después, el joven alzó los ojos y los fijó con tristeza en la pared de enfrente.

—¡Sí! —dijo, con un suspiro profundo y quejumbroso—. ¡Siento toda la dicha de tu situación, y toda la desventura de la mía! ¡Qué feliz sería yo si pudiese pensar igual que tú! ¡Si pudiese, como tú, mirar con aversión al género humano y pudiera enterrarme para siempre en alguna impenetrable soledad, y olvidar que en el mundo hay seres que merecen ser amados! ¡Oh, Dios! ¡Qué bendición sería la misantropía para mí!

—Ese es un pensamiento muy extraño, Rosario —dijo el abad, entrando en la gruta.

—¿Vos aquí, reverendo padre? —exclamó el novicio.

Al tiempo que se levantaba confundido de su sitio, se echó la cogulla apresuradamente sobre la cara. Ambrosio se sentó en el banco, y obligó al joven a sentarse junto a él.

—No debes alentar esta disposición a la melancolía —dijo—; ¿qué es lo que te hace mirar con ojos tan deseosos la misantropía, el más odioso de todos los sentimientos?

—La lectura de estos versos, padre mío, que hasta hoy habían escapado a mi observación. La excepcional claridad de la luna me ha permitido leerlos; y, ¡oh, cómo envidio los sentimientos de su autor!

Diciendo esto, señaló una tableta de mármol fijada en la pared opuesta: en ella estaban grabados los siguientes versos.

INSCRIPCIÓN EN UNA ERMITA

Quienquiera que lea ahora estos versos,

No crea que si, retirado del mundo,

Gozo los días solitarios que paso en este lúgubre desierto,

Que un remordimiento de conciencia herida me arrojó a este

[lugar.

Ningún pensamiento de culpa amarga mi pecho,

Libremente huí de las galantes moradas;

Pues vi que en los palacios y torres, la lujuria y el orgullo,

Potencias más caras y negras del demonio, con dignidad

[presiden.

Vi a la humanidad encostrada de vicio,

Vi herrumbrosa la espada del honor,

Que a nadie conmueve sino la loca lascivia,

Que era engañado aquel que confiaba en el amor o el amigo,

Y aquí vine, disgustado con el hombre, a acabar mis días.

En esta cueva solitaria, vestido de harapos,

Como un enemigo de la bulliciosa locura

Y sumida mi frente en la melancolía, transcurre mi vida

Y me entrego al oficio divino, y así consumo el día.

Más contento y alegría encuentro yo

En esta cueva, que en tiempos pasados

En el palacio; y elevando el pensamiento al Dios de los cielos,

Cada noche y mañana con voz implorante este deseo elevo yo:

«Déjame, ¡oh, Señor!, salir de esta vida

Sin conocer el fuego de la culpa mundana,

Ni el latido compungido, ni el deseo desatado,

Y cuando muera,

Que expire con esta creencia: "¡Vuelo hacia Dios!"».

Extranjero, si lleno de juventud y de exceso,

Aún no ha roto el pesar tu sosiego,

Aún mirarás, con ojo desdeñoso

La oración del ermitaño;

Pero si tienes motivo para suspirar por tu culpa o tu cuidado,

Si has conocido el enojo de un amor falso,

O vives desterrado de tu nación,

O culpable, te asusta una culpa y por ella desfalleces,

¡Oh! ¡Cuánto debes lamentar tu condición, y envidiar la mía!

—Si le fuera posible al hombre —dijo el fraile— sumergirse en sí mismo hasta el punto de vivir absolutamente de espaldas a la humana naturaleza, y no obstante pudiese conocer la serena tranquilidad que reflejan estos versos, admitiría que tal estado sería más deseable que vivir en un mundo tan plagado de vicios y locuras. Pero jamás se da este caso. Esta inscripción fue colocada ahí como mero ornamento de la gruta, y los sentimientos y el ermitaño son igualmente imaginarios. El hombre ha nacido para la sociedad. Por poco que se sienta vinculado al mundo, jamás lo puede olvidar del todo, ni soportar ser olvidado enteramente por él.

Disgustado por la culpa y la absurdidad del género humano, el misántropo huye de él. Decide hacerse ermitaño, y se entierra en la caverna de alguna tenebrosa roca. Mientras el odio inflama su pecho, posiblemente se sienta a gusto en su situación. Pero cuando sus pasiones comiencen a enfriarse, cuando el tiempo haya aliviado sus dolores y sanen aquellas heridas que se llevó consigo a su retiro, ¿crees que el gozo será su compañero? ¡Ah, no, Rosario! Al no sentirse ya sostenido por la violencia de sus pasiones, siente toda la monotonía de su forma de vida, y su corazón se hace presa del tedio y el cansancio. Mira a su alrededor, y descubre que está solo en el universo: el amor a la sociedad renace en su pecho, y anhela regresar al mundo que ha abandonado. La naturaleza pierde todo encanto ante sus ojos. No tiene a nadie junto a él que le señale sus bellezas, o comparta su admiración ante su excelencia y variedad. Apoyado en el fragmento de alguna roca, contempla la caída de la cascada con ojos ausentes, mira sin emoción el esplendor del ocaso, y regresa lentamente a su celda en el crepúsculo, pues nadie está ansioso por su llegada. No siente placer en su comida solitaria e insulsa. Se deja caer desalentado e insatisfecho en su lecho de musgo, y despierta sólo para pasar un día tan triste y tan monótono como el anterior.

—¡Me asombráis, padre! Suponiendo que las circunstancias os hubieran condenado a la soledad, ¿no habrían comunicado esa serenidad a vuestro corazón los deberes de la religión y la conciencia de una vida bien empleada...?

—Me engañaría a mí mismo, si lo considerase posible. Estoy convencido de lo contrario, y de que toda mi fortaleza no evitaría que cayese en la melancolía y el tedio. Después de pasar el día dedicado al estudio, ¡no sabes con cuánto placer me reúno con mis hermanos por la tarde! Después de pasar largas horas en soledad, ¡cómo explicarte la alegría que experimento al ver otra vez a mis semejantes! Es en este aspecto en donde yo sitúo el principal mérito de una institución monástica. Aleja al hombre de las tentaciones del vicio; le concede el reposo necesario para el servicio del Ser Supremo; le ahorra la mortificación de presenciar los crímenes del mundo y, sin embargo, le permite gozar de las bendiciones de la sociedad.
¿Y tú,
Rosario, envidias la vida del ermitaño? ¿Puedes estar tan ciego a la dicha de tu situación? Reflexiona un momento. Esta abadía se ha convertido en tu refugio: tu regularidad, tu mansedumbre, tu talento, te han convertido en objeto de la estima de todos. Estás apartado del mundo al que declaras odiar; sin embargo, sigues en posesión de los beneficios de la sociedad, de una sociedad compuesta por los hombres más apreciables.

—¡Padre! ¡Padre! ¡Esa es la causa de mi tormento! ¡Feliz habría sido mi vida si la hubiese pasado entre los viciosos y los disolutos! ¡Ojalá no hubiese oído pronunciar jamás el nombre de la virtud! ¡Es mi adoración ilimitada de la religión, es la intensa sensibilidad de mi alma para la belleza de la pureza y el bien, lo que me llena de vergüenza! ¡Lo que me empuja a la perdición! ¡Oh! ¡Ojalá no hubiese visto jamás los muros de esta abadía!

—¡Cómo, Rosario! La última vez que estuvimos juntos hablabas en un tono diferente. ¿En tan poca cosa se ha convertido mi amistad? De no haber visto los muros de esta abadía, jamás me habrías conocido a mí. ¿Es ése realmente tu deseo?

—¿No os habría visto jamás? —repitió el novicio, levantándose del banco, y cogiendo la mano del fraile frenéticamente—. ¿Vos? ¿Vos? ¡Ojalá hubiera hecho Dios que un rayo cegara mis ojos, antes de llegar a veros! ¡Ojalá hubiera querido Dios que no os hubiese vuelto a ver, y que pudiera olvidar haberos visto jamás!

Con estas palabras, salió corriendo de la gruta. Ambrosio permaneció donde estaba, reflexionando sobre la inexplicable conducta del joven. Le pareció que había perdido el juicio; sin embargo, su actitud general, la coordinación de sus ideas y la serenidad de su comportamiento hasta el momento de abandonar la gruta, parecía desmentir esta hipótesis. Unos minutos después, regresó Rosario. Se sentó nuevamente en el banco. Apoyó una mejilla sobre una mano y con la otra se enjugó las lágrimas que le resbalaban de cuando en cuando de los ojos.

El monje le miró con compasión y se abstuvo de interrumpir sus meditaciones. Durante un rato, los dos guardaron un profundo silencio. El ruiseñor se había posado ahora en un naranjo que había enfrente de la ermita y derramaba un trino de lo más triste y melodioso. Rosario alzó la cabeza y escuchó con atención.

—Así —dijo, dejando escapar un profundo suspiro—; así es como, durante el último y desventurado mes de su vida, solía sentarse mi hermana a escuchar los ruiseñores. ¡Pobre Matilde! Ahora duerme en su tumba, y su roto corazón no late ya de pasión.

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