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Authors: Mario Spezi Douglas Preston

Tags: #Crónica Negra, Crimenes reales, Ensayo

El monstruo de Florencia (11 page)

BOOK: El monstruo de Florencia
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«Después de doce víctimas
[1]
, lo único que sabemos es que el Monstruo anda suelto y que su Beretta calibre 22 podría volver a matar», escribió
La Nazione.

Dado que el Monstruo había matado mientras Francesco Vinci estaba en la cárcel, su liberación parecía inminente. Pero los días pasaban y Vinci seguía encarcelado. Los investigadores sospechaban que el doble homicidio se había cometido «por encargo». Tal vez, especulaban, alguien cercano a Vinci deseaba demostrar que él no podía ser el asesino. El crimen de Giogoli era anómalo, improvisado, diferente. Parecía extraño que el Monstruo hubiera cometido un error tan grave, teniendo en cuenta que se tomaba tiempo para observar cómo las parejas hacían el amor antes de asesinarlas.

Además, había matado en viernes, no en sábado, como era su costumbre.

El nuevo juez de instrucción que había llegado a Florencia poco antes del crimen estaba ahora a cargo de la investigación del Monstruo. Se llamaba Mario Rotella, y dejó helado al público con una de sus primeras declaraciones cuando dijo: «En ningún momento hemos identificado a Francesco Vinci como el llamado Monstruo de Florencia. De los crímenes cometidos después del homicidio de 1968 no es más que un sospechoso». Y luego añadió, provocando un escándalo: «Y no es el único sospechoso».

Uno de los fiscales, Silvia Della Monica, generó aún más confusión y conjeturas cuando dijo: «Vinci no es el Monstruo. Pero tampoco es inocente».

13

P
ocos días después de los asesinatos de Giogoli se celebró una tensa reunión en las oficinas de la fiscalía, situadas en la segunda planta de un palacio barroco de la piazza San Firenze. (El palacio es uno de los pocos edificios del siglo
XVII
de la ciudad, menospreciado por los florentinos como «construcción nueva».) La reunión tenía lugar en el pequeño despacho de Piero Luigi Vigna, donde el aire era denso como la niebla en Maremma. Vigna tenía la costumbre de partir los cigarrillos en dos y fumar ambas mitades, creándose la ilusión de que así fumaba menos. Silvia Della Monica estaba presente —menuda, rubia, rodeada por una nube de humo generada por ella misma—; también el coronel de los carabinieri, que llevaba dos paquetes de sus Marlboro favoritos y el inspector jefe Sandro Federico, que andaba siempre torturando un mustio puro «toscano» entre los dientes. Un ayudante del fiscal encendía un alquitranado Gauloises tras otro. El único no fumador de la estancia era Adolfo Izzo, que no tenía más que respirar para adquirir el hábito.

Federico y el coronel de los carabinieri presentaron una reconstrucción de los asesinatos de Giogoli. Utilizando gráficos y diagramas, mostraron el orden de los acontecimientos: cómo el asesino había disparado a uno de los hombres desde la ventanilla y luego, a través de los laterales de la furgoneta, al otro hombre, que estaba acurrucado en un rincón. Después, el Monstruo entró en el vehículo, disparó unas cuantas balas más y descubrió el error. Enfurecido, agarró una revista gay, desgarró las hojas, desparramó los pedazos y se marchó.

Vigna, el fiscal, dijo que el crimen le parecía anómalo e improvisado, en resumidas cuentas, que no lo había cometido el Monstruo sino alguien que quería demostrar la inocencia de Francesco Vinci. Los investigadores sospechaban que el sobrino de Vinci, Antonio, había cometido los asesinatos para sacar a su querido tío de la cárcel. (Recordemos que Antonio era el bebé salvado del gas en Cerdeña.) A diferencia del resto de su familia, parecía lo bastante alto para haber podido apuntar desde la franja de cristal transparente que había en lo alto de la ventanilla de la furgoneta.

En secreto, pusieron en marcha un plan de brutal sutileza. Un indicio de este apareció después de los asesinatos de Giogoli, cuando en las contraportadas de los diarios se publicó en un rincón la noticia, aparentemente inconexa, de que Antonio Vinci, sobrino de Francesco Vinci, había sido detenido por posesión ilícita de armas de fuego. Antonio y Francesco estaban muy unidos y eran socios en numerosas actividades turbias y aventuras diversas. La detención de Antonio dejaba entrever que los investigadores estaban ampliando sus pesquisas sobre la pista sarda. El juez de instrucción del caso del Monstruo, Mario Rotella, y la fiscal Silvia Della Monica, estaban convencidos de que tanto Francesco como Antonio conocían la identidad del Monstruo de Florencia. En realidad, estaban convencidos de que este terrible secreto era compartido por todo el clan de sardos. El Monstruo era uno de ellos, y los demás conocían su identidad.

Con ambos individuos en la cárcel Le Múrate de Florencia, ahora tenían la oportunidad de enfrentarlos y, quizá, abrir una brecha entre ellos. Mantuvieron a los sospechosos separados e hicieron circular por la cárcel rumores con la intención de despertar sospechas y suspicacias entre ellos. Pusieron en marcha un programa de interrogatorios dirigidos a los dos prisioneros, para dar a cada uno la impresión de que el otro había hablado. Los interrogadores «dejaban escapar» que el otro había lanzado serias acusaciones contra él y que, para salvarse, únicamente tenía que contar la verdad sobre aquel.

No funcionó. Ni Francesco ni Antonio hablaron. Una tarde, en la vieja sala de interrogatorios de Le Múrate, el fiscal jefe, Piero Luigi Vigna, perdió la paciencia. Decidió presionar a Francesco Vinci con todas sus armas. Vigna, guapo, elegante y culto, con el perfil de un halcón, se había enfrentado a lo largo de su carrera con capos de la mafia, asesinos, secuestradores, extorsionistas y narcotraficantes. Pero no podía con el pequeño sardo.

El fiscal acribilló a Vinci durante media hora. Con fría lógica, trazó una red de pistas, pruebas y deducciones que demostraban su culpabilidad. Luego, recurriendo a una técnica sacada de una película de Hollywood, colocó su cara a dos centímetros del rostro barbudo del sardo y gritó, salpicándolo de saliva:

—¡Confiésalo, Vinci! ¡Confiesa que eres el Monstruo!

Francesco Vinci se mantuvo impasible. Esbozó una sonrisa y sus ojos, negros como el carbón, rutilaron. En un tono tranquilo, respondió con una pregunta que no parecía tener relación con nada.

—Perdone, señor, pero si quiere que le responda, dígame primero qué es eso que hay sobre la mesa. Si es tan amable. —Señaló con una mano el paquete de cigarrillos de Vigna.

El fiscal, queriendo seguir la línea de pensamiento del hombre, contestó:

—Un paquete de cigarrillos, es evidente.

—Lo siento, pero está vacío, ¿verdad?

Vigna asintió con la cabeza.

—Entonces —dijo el sardo— no es un paquete de cigarrillos. «Era» un paquete de cigarrillos. Ahora, únicamente es un paquete. ¿Puedo pedirle otro favor? Se lo ruego, cójalo y estrújelo.

Deseando saber adónde quería ir a parar, Vigna cogió el paquete e hizo una pelota con él.

—¡Ahí lo tiene! —exclamó Francesco, mostrando una boca repleta de dientes blancos—. Ahora ni siquiera es un paquete. Lo mismo ocurre, señor, con sus pruebas: puede estrujarlas y moldearlas para que encajen en la teoría que quiera, pero seguirán siendo lo mismo: vanas conjeturas, no pruebas.

Antonio, el sobrino, también destacó por su inteligencia. No solo soportó los interrogatorios, sino que en su juicio por posesión de armas de fuego sin registrar se defendió a sí mismo. Señaló que las armas no se habían encontrado en su casa, sino a cierta distancia de la misma, y que no se habían presentado pruebas que lo relacionaran con las armas en cuestión. ¿Cabía la posibilidad de que alguien las hubiera colocado allí, quizá para meterlo en la cárcel y así poder enfrentarlo con su tío mediante interrogatorios orquestados?

Ganó rápidamente el caso y fue puesto en libertad.

14

C
on el paso del tiempo, cada vez era más difícil justificar el encarcelamiento de Francesco Vinci. Dada la absolución de su sobrino y el fracaso de los interrogadores para obtener respuestas a sus preguntas, tarde o temprano tendrían que soltarlo.

Frustrado ante la falta de resultados, el juez instructor, Mario Rotella, decidió interrogar personalmente a Stefano Mele y hacer un último esfuerzo por sacarle información. Antes de viajar a Verona, Rotella se preparó bien. En una gruesa carpeta guardó una pila de declaraciones rescatadas de viejos interrogatorios relacionados con los asesinatos de 1968, entre ellas los testimonios del pequeño Natalino y de su padre, Stefano Mele, el hermano y las tres hermanas de Mele, y un cuñado. También reunió declaraciones reveladoras de interrogatorios más recientes de diversos implicados. Estaba convencido de que el crimen de 1968 era un asesinato de clan, y que todos los que habían participado sabían quién se había llevado la pistola a casa. Todos ellos conocían la identidad del Monstruo de Florencia. Rotella estaba decidido a derribar ese muro de silencio.

El nuevo interrogatorio tuvo lugar el 16 de enero de 1984. Rotella preguntó a Mele si Francesco Vinci había participado en los asesinatos. Mele respondió:

—No, Francesco Vinci no estaba conmigo la noche del 21 de agosto de 1968. Solo le acusé para vengarme, por ser el amante de mi esposa.

—Entonces, ¿quién estaba con usted esa noche?

—No lo recuerdo.

Era evidente que estaba mintiendo. Alguien —el Monstruo, quizá— ejercía sobre él un dominio tenaz. ¿Por qué? ¿Qué secreto atemorizaba a Mele más incluso que la cárcel?

Rotella regresó a Florencia. La prensa dio por sentado que su misión había fracasado. En realidad, guardaba en su carpeta un mugriento trozo de papel escrito a mano, que había sido doblado y desdoblado cien veces, que el fiscal había encontrado en la cartera de Stefano Mele. Era un documento que consideraba de capital importancia.

El 25 de enero de 1984, Rotella hizo correr la voz de que iba a ofrecer una importante rueda de prensa a las 10.30 del día siguiente en su despacho. El día 26 su despacho se llenó de reporteros y fotógrafos convencidos, en su mayoría, de que iban a escuchar el anuncio de la puesta en libertad de Francesco Vinci.

Rotella les tenía guardada una sorpresa.

—El juez instructor —leyó con su voz pomposa—, con el consentimiento del Ministerio Fiscal de la provincia de Florencia, ha detenido a dos personas por los crímenes atribuidos a Francesco Vinci.

Dos horas después de la sensacionalista rueda de prensa,
La Nazione
fue la primera en llegar a los quioscos con una edición especial. El titular ocupaba toda la portada:

¡ARRESTADOS!

LOS MONSTRUOS SON DOS

Bajo el titular de la noticia, aparecían las fotografías de los presuntos Monstruos: Giovanni Mele, el hermano de Stefano, y Piero Mucciarini, su cuñado.

La mayoría de los florentinos contemplaron los retratos con escepticismo. Los rasgos burdos de los dos sospechosos no encajaban, en su opinión, con la imagen del Monstruo astuto y sumamente inteligente que se habían creado.

La historia de por qué esos dos hombres eran sospechosos no tardó en salir a la luz. Finalizado el interrogatorio a Mele, Rotella había registrado la cartera del hombre, donde encontró un trocito de papel escondido. Era una especie de lista o recordatorio de cómo debía responder a las preguntas que le formularan los interrogadores. Se la había escrito su hermano, Giovanni Mele, dos años atrás, cuando saltó la noticia de la conexión entre los turbios asesinatos de 1968 y el Monstruo de Florencia. La caligrafía era débil e indecisa y las letras estaban escritas con la laboriosidad de un niño de segundo grado, mitad en mayúscula, mitad en cursiva. En las palabras había numerosos errores de ortografía, debido a una confusión entre el italiano y el sardo.

Cuando Rotella le enseñó el papel a Mele, el hombre «confesó» que sí, que sus dos cómplices en 1968 habían sido su hermano Giovanni y Piero Mucciarini, y que este último había hecho los disparos mortales, «o tal vez fue mi hermano, no logro recordarlo, han pasado diecisiete años».

Durante días, el juez Rotella estudió minuciosamente las enigmáticas frases. Después de un gran esfuerzo, finalmente creyó haberlas descifrado. En el interrogatorio a Natalino, después de los asesinatos de 1968, el pequeño de seis años había dicho que un tal «tío Pietro o Piero» estaba presente en la escena del crimen. Los detalles facilitados por Natalino desvelaron que se trataba de su tío Piero Mucciarini, el panadero. Pero Barbara Locci tenía un hermano llamado Pietro, y Rotella interpretó que la nota daba la instrucción de engañar a los interrogadores y hacerles creer que Natalino estaba hablando de ese otro tío. En otras palabras, el papel instaba a Stefano a responder en el interrogatorio: «Ahora que ya he cumplido mi condena hablaré. En cuanto a la declaración de Natalino de que el tío Pieto estaba en la escena, puedo decir al fin que quien estaba conmigo era Pietro, el hermano de mi esposa, y que ese es el "Pieto" al que se refería. Las pruebas de balística demostrarán que fue él quien disparó».

En otras palabras, el papel indicaba a Stefano que desviara las sospechas contra el marido de su hermana, Piero Mucciarini, hacia el hermano de su esposa fallecida, Pietro. Rotella dedujo de ello que Piero Mucciarini debía de ser culpable, junto con Giovanni Mele, el autor de la nota. De lo contrario, ¿por qué querrían desviar las sospechas?
Quod erat demonstrandum:
ambos eran el Monstruo.

Si les cuesta seguir esta lógica, bienvenidos al club. Prácticamente nadie, salvo Mario Rotella, comprendía este enrevesado proceso de deducción.

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