El mundo de Guermantes (14 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

BOOK: El mundo de Guermantes
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A las siete me vestía y volvía a salir para ir a almorzar con Saint-Loup en el hotel en que éste se alojaba. Me gustaba ir a pie. La oscuridad era profunda, y desde el tercer día empezó a soplar, en cuanto llegaba la noche, un viento glacial que parecía anunciar nieve. Según iba andando, parece que no hubiera debido dejar ni un instante de pensar en la señora de Guermantes; si había venido a la guarnición de Roberto, había sido exclusivamente para tratar de aproximarme más a ella. Pero un recuerdo, una pena, son móviles. Hay días en que se van tan lejos que los distinguimos apenas, creemos que han desaparecido. Entonces ponemos atención en otras cosas. Y las calles de la ciudad todavía no eran para mí, como allí donde tenemos costumbre de vivir, simples medios de ir de un sitio a otro. La vida que hacían los habitantes de aquel mundo desconocido me parecía que había de ser maravillosa, y a menudo me detenían, inmóvil, largo rato, en lo oscuro, las vidrieras iluminadas de alguna casa al poner ante mis ojos las escenas verídicas y misteriosas de existencias en que yo no penetraba. Aquí el genio del fuego me mostraba en un cuadro empurpurado la tienda de un vendedor de castañas en que dos suboficiales, con los cintos en unas sillas, jugaban a las cartas sin sospechar que un mago les hacía surgir de la noche, como en una aparición de teatro, y los evocaba tales como efectivamente eran en aquel mismo minuto ante los ojos de un transeúnte que se había detenido y a quien mal podían ver ellos. En un baratillo, una vela medio consumida, al proyectar su rojo fulgor sobre un grabado, lo transformaba en una sanguina, mientras que, al luchar contra la sombra, la claridad de la lámpara grande atezaba un trozo de cuero, nielaba un puñado de lentejuelas chispeantes, depositaba sobre unos cuadros que no pasaban de ser malas copias un dorado precioso como la pátina del pasado o el barniz del maestro, y hacía, en fin, de aquel chiribitil en que no había más que cosas falsas y mamarrachos, un inestimable Rembrandt. A veces alzaba yo los ojos hasta algún vasto piso antiguo cuyas contraventanas no estaban cerradas y en que unos hombres y mujeres anfibios, readaptándose todas las tardes a vivir en otro elemento que por el día, nadaban lentamente en el craso licor que, a la caída de la noche, surge incesantemente del depósito de las lámparas para llenar las habitaciones hasta el borde de sus tabiques de piedra y de vidrio, y en cuyo seno esos hombres y mujeres propagaban, al cambiar de lugar sus cuerpos, remolinos untuosos y dorados. Seguía mi camino, y a menudo, en la negra calleja que pasa por delante de la catedral, como en otro tiempo en el camino de Méséglise, la fuerza de mi deseo me detenía; me parecía que iba a surgir una mujer para satisfacerlo; si en la oscuridad sentía de repente pasar unas faldas, la violencia misma del goce que experimentaba me impedía creer que aquel roce fuese fortuito, y trataba de aprisionar entre mis brazos a una transeúnte aterrorizada. Aquella calleja gótica tenía para mí algo tan real, que si en ella hubiese podido coger y poseer a una mujer me hubiera sido imposible dejar de creer que era el antiguo goce lo que iba a unirnos, aunque esa mujer hubiera sido una simple buscona, a la cual, empero, hubiesen prestado su misterio el invierno, la añoranza, la oscuridad y la Edad Media. Pensaba yo en el porvenir: tratar de olvidar a la señora de Guermantes me parecía espantoso, pero sensato, y, por primera vez, posible, fácil acaso. En la calma absoluta de aquel barrio oía delante de mí palabras y risas que sin duda procedían de paseantes medio avinados que volvían hacia sus casas. Me detuve para verlos, miré hacia la parte en que había oído el barullo. Pero me veía obligado a esperar largo rato, ya que el silencio circundante era tan profundo que había dejado pasar con una nitidez y una fuerza extrema rumores todavía lejanos. Por fin, los paseantes llegaban, no por delante de mí, como me había figurado, sino muy lejos, a mi espalda. Fuese que los cruces de calles, la interposición de las casas hubiera causado por refracción este error de acústica, o que sea muy difícil situar un sonido cuyo lugar no nos es conocido, me había equivocado, así en la distancia como en la dirección.

El viento arreciaba. Venía erizado y granado de una proximidad de nieve; yo llegaba a la calle mayor y subía al diminuto tranvía desde cuya plataforma un oficial que parecía no verlos respondía a los saludos de los soldados abobados que pasaban por la acera con la cara pintarrajeada por el frío, y esa cara hacía pensar —en esta ciudad a la que el brusco salto del otoño a este comienzo del invierno parecía haber arrastrado más hacia el norte— en la rubicunda faz que Breughel da a sus campesinos alegres, tragones y helados.

Y precisamente en el hotel en que yo estaba citado con Saint-Loup y con sus amigos, y al que las fiestas que empezaban atraían mucha gente de las cercanías y extranjeros, mientras yo atravesaba directamente el patio que daba a unas cocinas al rojo en que giraban los pollos espetados en asadores, en que se asaban cerdos sobre parrillas, en que langostas vivas aún eran arrojadas al que el fondista llamaba «el fuego eterno», había una afluencia (digna de un
Empadronamiento a las puertas de Belén
como los que pintaban los viejos maestros flamencos) de gente que llegaba y se apiñaba en los patios, preguntando al patrón o a alguno de sus ayudantes (que les indicaba de preferencia un alojamiento en la ciudad cuando no le parecían de bastante buena pinta) si podrían ser servidos y alojados, mientras un muchacho pasaba llevando cogida del pescuezo un ave que se debatía. Y en el vasto comedor que atravesé el primer día, antes de llegar a la reducida habitación en que me esperaba mi amigo, también hacía pensar en una comida del evangelio, figurada con la ingenuidad del tiempo antiguo y la exageración de Flandes, el número de pescados, de pollos cebados, de gallos silvestres, de chochas, de pichones que llegaban emperifollados y humeando, traídos por mozos jadeantes que se deslizaban por el suelo encerado para ir más a prisa y los depositaban en la inmensa consola en que eran trinchados inmediatamente, pero en la que —muchos almuerzos tocaban a su fin cuando yo llegaba— se amontonaban sin utilizar, como si su profusión y la precipitación de quienes los traían respondiesen, mucho más que a los pedidos de los comensales, al respeto al texto sagrado, escrupulosamente seguido en lo que se refería a la letra, pero ingenuamente ilustrado con detalles tomados de la vida local, y al cuidado estético y religioso de mostrar a los ojos la magnificencia de la fiesta mediante la profusión de las vituallas y la solicitud de los sirvientes. Uno de éstos, al final de la sala, soñaba, inmóvil, al lado de un aparador, y para preguntar a éste, único que parecía suficientemente sereno para responderme, en qué habitación habían dispuesto nuestra mesa, avanzando por entre los infernillos encendidos aquí y allá para impedir que se enfriasen tos platos de los retrasados (lo que no impedía que los postres, en el centro de la sala, estuvieran sostenidos por la mano de un enorme muñeco a que servían de soporte, a veces, las alas de un pato de cristal, a lo que parecía, en realidad de hielo labrado todos los días con un hierro al rojo por un cocinero escultor en un gusto de pura cepa flamenca), me fui derecho, con riesgo de ser derribado por los demás, hacia aquel servidor en quien creí reconocer a un personaje que es tradicional en estos temas sagrados y cuyo semblante estupefacto, ingenuo y mal dibujado, cuya expresión soñadora, semipresciente ya del milagro de una presencia divina que los demás no han sospechado aún, reproducía escrupulosamente. Añadamos que, en atención, sin duda, a las fiestas próximas, se agregó a esta figuración un suplemento celeste reclutado por entero entre un personal de querubines y serafines. Un juvenil ángel músico de rubios cabellos que encuadraban un rostro de catorce años, no tañía, a decir verdad, instrumento alguno, sino que soñaba ante un gongo o un rimero de platos, mientras que otros ángeles menos infantiles se azacaneaban por los desmesurados ámbitos de la sala, agitando en ellos el aire con la incesante ráfaga de las servilletas que bajaban a lo largo de su cuerpo en forma de alas de primitivos, de puntas agudas. Huyendo de estas regiones mal definidas, veladas por una cortina de palmas, por donde los celestes servidores parecía, de lejos, que viniesen del empíreo, me abrí camino hasta la salita en que estaba la mesa de Saint-Loup. En ella encontré a algunos de sus amigos que almorzaban siempre con él, nobles, salvo uno o dos plebeyos en quienes los nobles, sin embargo, desde el colegio, habían venteado amigos y a los que se habían unido gustosos, probando así que no eran, en principio, hostiles a los burgueses, aun cuando fueran republicanos, con tal que tuviesen las manos limpias y fuesen a misa. Desde el primer momento, antes de sentarnos a la mesa, me llevé a Saint-Loup a un rincón del comedor, y delante de todos los demás, que, sin embargo, no nos oían, le dije:

—Roberto, el momento y el sitio están mal escogidos para decirle a usted una cosa, pero va a ser solamente un segundo. Siempre me olvido de preguntárselo en el cuartel: ¿no es de la señora de Guermantes la fotografía que tiene usted encima de la mesa?

—Claro que sí; es tía mía.

—¡Pues es verdad! ¡Estoy tonto! ¡Si lo sabía! ¡Por Dios! No había pensado nunca en ello. Sus amigos de usted deben de estar impacientes, hablemos a prisa, que nos miran, o ya hablaremos de ello otra vez, no tiene ninguna importancia.

—Nada de eso, siga usted; no tienen cosa mejor que hacer que esperar.

—De ningún modo. Me importa mostrarme cortés con ellos, ¡son tan amables! Por lo demás, ya le digo que no es cosa que me interese demasiado.

—¿Conoce usted a la gran Oriana?

Este «gran Oriana», como hubiera podido decir «la buena de Oriana», no quería decir que Saint-Loup considerase a la señora de Guermantes como particularmente buena. En este caso, buena, excelente, grande, son simples refuerzos del esa que designa a una persona a quien ambos interlocutores conocen, y de la cual no acabamos de saber qué decir a quien no es de nuestra intimidad.
Buena
sirve como de entremés y permite esperar un instante a que se haya encontrado el: «¿La ve usted a menudo?», o «Hace varios meses que no la he visto», o «La veré el martes», o «Ya no debe de ser ninguna niña».

—No puedo decirle qué alegrón me da que sea su fotografía, porque ahora vivimos en su misma casa, y me han contado de ella cosas inauditas (me hubiera visto perplejo para decir cuáles) que hacen que me interese mucho desde un punto de vista literario, ¿comprende usted?, desde un punto de vista, ¿cómo diría yo?, balzaciano; usted, que es tan inteligente, lo comprenderá con media palabra; pero acabemos pronto, ¡qué estarán pensando de mi educación sus amigos!

—¡Qué han de pensar! Les he dicho que es usted sublime, y están mucho más intimidados que usted.

—Es usted demasiado amable. Pero, ahora que caigo en ello, la señora de Guermantes no supone que yo le conozco a usted, ¿verdad?

—No lo sé; no he vuelto a verla desde el verano pasado, porque desde su regreso no me han concedido ningún permiso.

—Es que, vera usted, me han asegurado que me cree rematadamente idiota.

—Eso no lo creo: Oriana no es un águila; pero, así y todo, no es ninguna estúpida.

—Ya sabe usted que no me hace ninguna gracia, en general, que publique usted los buenos sentimientos que respecto de mí le animan, porque carezco de amor propio. Así, siento que haya dicho usted cosas amables a cuenta mía a sus amigos (a cuyo lado vamos a volver dentro de dos segundos). Pero por lo que toca a la señora de Guermantes, si pudiera usted hacerle saber, aunque fuera con un poco de exageración, lo que piensa usted de mí, me causaría un gran placer.

—Lo haré con muchísimo gusto; si no es más que eso lo que tiene usted que pedirme, la cosa no es muy difícil. Pero ¿qué importancia puede tener lo que ella pueda pensar de usted? Supongo que a usted le traerá sin cuidado; de todas formas, si no es más que eso, podemos hablar de ello delante de todo el mundo, porque temo que se fatigue usted hablando de pie y de una manera tan incómoda, cuando tantas ocasiones tenemos de estar juntos.

Era precisamente esa incomodidad lo que me había dado ánimos para hablar a Roberto: la presencia de los demás era para mí un pretexto que me autorizaba a dar a mis frases un sesgo corto y deshilvanado, a favor del cual podía disimular más fácilmente la mentira en que incurría al decir a mi amigo que había olvidado su parentesco con la duquesa y para no dejarle tiempo a que me hiciese preguntas sobre los motivos que tenía para desear que la señora de Guermantes supiese que yo era amigo suyo, inteligente, etc., preguntas que me hubieran desconcertado tanto más cuanto que no hubiera podido responder a ellas.

—Me extraña, Roberto, que siendo usted como es tan inteligente no comprenda que no debemos discutir lo que proporciona un placer a nuestros amigos, sino hacerlo. Yo, si usted me pidiera algo —y, es más, tendría un verdadero gusto en que me pidiera usted alguna cosa—, le aseguro que no le pediría explicaciones. Voy más allá de lo que deseo; no tengo ningún empeño en conocer a la señora de Guermantes, pero aunque no fuese más que por probarle, debía haberle dicho que deseaba almorzar en casa de la señora de Guermantes, y estoy seguro de que usted no lo hubiera hecho.

—No sólo lo hubiera hecho, sino que lo haré.

—¿Cuándo?

—En cuanto vuelva a París, de aquí a tres semanas, sin duda.

—Ya lo veremos; aparte de que no querrá ella. No puedo decirle a usted cuánto se lo agradezco.

—¡Pero si no vale la pena!

—No me diga usted eso; es absurdo, porque ahora veo qué amigo es usted para mí. Sea o no importante lo que pido, desagradable o no, que en realidad tenga valor para mí o que sea tan sólo por ponerle a usted a prueba, importa poco; usted me dice que lo hará, y me demuestra con ello la delicadeza de su inteligencia y de su corazón. Un amigo estúpido hubiera discutido.

Eso era justamente lo que acababa de hacer él; pero tal vez quisiera yo cazarle por el lado del amor propio: quizá, también, fuese sincero, pareciéndome que la única piedra de toque del mérito era la utilidad de que podía serme la gente con respecto a la única cosa que apareciese como importante, y que era mi amor. Después añadí, fuese por duplicidad, fuese por un auténtica crecida de ternura producida por el agradecimiento, por el interés y por cuanto de los rasgos de la señora de Guermantes había puesto en su sobrino Roberto la naturaleza:

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