El mundo de Guermantes (28 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

BOOK: El mundo de Guermantes
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—Dios mío, a los ministros, caballero —estaba diciendo la señora de Villeparisis, dirigiéndose más particularmente a mi antiguo camarada y reanudando el hilo de una conversación que mi entrada había interrumpido—, nadie podía verlos. Con ser yo muy niña, todavía me acuerdo del rey rogándole a mi abuelo que invitase al señor Decaze a un baile de trajes en que mi padre había de bailar con la duquesa de Berry. «Me proporcionará usted un placer, Florimundo», decía el rey. Mi abuelo, que era sordo, como había entendido «señor de Castries», encontraba la petición completamente natural. Cuando comprendió que se trataba de Decaze tuvo un momento de rebeldía, pero bajó la cabeza y escribió aquella misma noche a Decaze suplicándole que le concediera la gracia y el honor de asistir a su baile, que se celebraba a la semana siguiente. Porque la gente, caballero, era cortés en aquel tiempo, y una señora de su casa no hubiera sabido contentarse con mandar su tarjeta, añadiendo a mano: «una caza de té», o «té danzante», o «té musical». Mas si se conocía la urbanidad, tampoco se ignoraba la impertinencia. El señor Decaze aceptó; pero la víspera del baile se sabía que mi abuelo, por encontrarse mal, había suspendido la fiesta. Había obedecido al rey, pero no había recibido al señor Decaze en su baile… Sí, señor, me acuerdo muy bien del señor Molé, era hombre de talento, lo demostró cuando recibió al señor de Vigny en la Academia; pero era muy solemne, y todavía lo veo bajando a cenar en su casa con su sombrero de copa en la mano.

—¡Ah!, ¡qué bien evoca eso un tiempo bastante perniciosamente filisteo!, porque sin duda era una costumbre universal la de llevar uno el sombrero en la mano en su propia casa —dijo Bloch, deseoso de aprovechar esta ocasión tan rara de instruirse, por un testigo ocular, de las particularidades de la vida aristocrática de antaño, mientras el archivero, a modo de secretario intermitente de la marquesa, lanzaba sobre ella miradas enternecidas y parecía decirnos: «Ahí tienen ustedes cómo es, lo sabe todo, ha conocido a todo el mundo, pueden interrogarla sobre lo que quieran, es extraordinaria».

—¡Nada de eso! —respondió la señora de Villeparisis, poniendo más cerca de sí el vaso en que se humedecían los cabellos de Venus que dentro de un rato comenzaría a pintar otra vez—, era una costumbre del señor Molé, sencillamente. Jamás he visto a mi padre con sombrero en casa, salvo, claro está, cuando venía el rey, ya que como el rey está en su casa en todas partes, el amo de la casa no es más que un visitante en su propio salón.

—Aristóteles nos dejó dicho en el capítulo II… —aventuró el señor Pierre, el historiador de la Fronda, pero tan tímidamente que nadie puso atención en él. Atacado desde hacía algunas semanas de un insomnio nervioso que resistía a todos los tratamientos, ya no se acostaba y, rendido de fatiga, no salía de casa más que cuando sus trabajos hacían necesario que se moviese. Incapaz de volver a empezar a menudo esas expediciones tan sencillas para otros, pero que a él le costaban tanto como si para hacerlas bajase de la luna, estaba sorprendido de encontrarse con frecuencia con que la vida de los demás no estaba organizada de una manera permanente para dar su máximo de utilidad a los bruscos impulsos de la suya. A veces encontraba cerrada una biblioteca, que sólo había ido a ver plantándose artificialmente en pie y dentro de una levita, como un hombre de Wells. Afortunadamente había encontrado en casa a la señora de Villeparisis e iba a ver el retrato.

Bloch le cortó la palabra.

—Verdaderamente —dijo, respondiendo a lo que acababa de decir la señora de Villeparisis a propósito del protocolo que regía para las visitas reales— no sabía absolutamente nada de eso, como si fuera extraño que no lo supiese él.

—A propósito de ese género de visitas, ¿sabe usted la estúpida broma que me ha gastado ayer mañana mi sobrino Basin? —preguntó la señora de Villeparisis al archivero—. En lugar de anunciarse, hizo que me dijesen que quería verme la reina de Suecia.

—¡Ah, hizo que le dijesen a usted eso! ¡Así, sin más ni más! —exclamó Bloch, desternillándose de risa, mientras el historiador sonreía con majestuosa timidez.

—A mí me extrañó bastante, porque no hacía más que unos días que había vuelto del campo; había pedido, para estar un poco tranquila, que no dijesen a nadie que estaba en París, y me preguntaba cómo lo sabía ya la reina de Suecia —continuó la señora de Villeparisis, dejando a sus visitantes pasmados de que una visita de la reina de Suecia no fuese en sí nada anormal para su huéspeda.

Evidentemente, si la señora de Villeparisis había compulsado por la mañana con el archivero la documentación de sus Memorias, en aquel momento ensayaba sin querer su mecanismo y su sortilegio sobre un público medio, representativo de aquel entre que habrían de reclutarse un día sus lectores. El salón de la señora de Villeparisis podía diferenciarse de un salón verdaderamente elegante, del que hubieran estado ausentes muchas burguesas a quienes recibía ella, y en el que se habrían visto, en desquite, algunas de las brillantes damas que la señora Leroi había acabado por atraerse; pero este matiz no es perceptible en sus Memorias, en que ciertas relaciones mediocres que el autor tenía desaparecen porque no tienen ocasión de ser citadas; y no faltan en ellas visitantes que no había, porque en el espacio forzosamente restringido que esas Memorias ofrecen pueden figurar pocas personas, y si esas personas son personajes principescos, personalidades históricas, la máxima impresión de elegancia que pueden dar al público unas Memorias se encuentra conseguida. A juicio de la señora Leroi, el salón de la señora de Villeparisis era un salón de tercer orden; y a la señora de Villeparisis le dolía el juicio de la señora Leroi. Pero apenas sabe ya hoy nadie quién era la señora Leroi, su juicio se ha desvanecido, y es el salón de la señora de Villeparisis, que frecuentaba la reina de Suecia, que habían frecuentado el duque de Aumale, el duque de Broglie, Thiers, Montalembert, monseñor Dupanloup, el que será considerado como uno de los más brillantes del siglo XIX por esa posteridad que no ha cambiado desde los tiempos de Homero y de Píndaro, y para la que el rango envidiable es la encumbrada cuna, regia o casi regia, la amistad de los reyes, de los jefes del pueblo, de los hombres ilustres.

Ahora bien, la señora de Villeparisis tenía un poco de todo eso en su salón actual y en los recuerdos, a veces retocados ligeramente, con ayuda de los cuales lo prolongaba en el pasado. Además, el señor de Norpois, que no era capaz de reconstruir para su amiga una situación sólida, le llevaba en desquite aquellos hombres de Estado, extranjeros o franceses, que tenían necesidad de él y sabían que la única manera eficaz de hacerle la corte era frecuentar la casa de la señora de Villeparisis. Quizá la señora Leroi conociese también a esas mismas eminentes personalidades europeas. Pero como mujer agradable y que huye del tono de las marisabidillas, se libraba muy bien de hablarles de la cuestión de Oriente a los primeros ministros, así como de la esencia del amor a los novelistas o a los filósofos. «¿El amor?, había respondido una vez a una dama pretenciosa que le había preguntado: —¿Qué piensa usted del amor?— ¿El amor? Lo hago a menudo, pero jamas hablo de él». Cuando tenía en su casa algunas de esas celebridades de la literatura y de la política se contentaba, como la duquesa de Guermantes, con hacerlas jugar al
poker.
Con frecuencia lo preferirían a las grandes conversaciones sobre ideas generales a que es forzaba la señora de Villeparisis. Pero esas conversaciones, ridículas acaso en sociedad, bar dado a los
Recuerdos
de la señora de Villeparisis algunos de esos trozos excelentes de esas disertaciones políticas que hacen tan bien en unas Memorias, como en las tragedias a lo Corneille. Por lo demás, los salones de las señoras de Villeparisis son los únicos que pueden pasar a la posteridad, porque las señoras Leroi no saben escribir, y aunque supiesen hacerlo no tendrían tiempo para ello. Y si las disposiciones literarias de las señoras de Villeparisis son causa del desdén de las señoras de Leroi, a su vez el desdén de las señoras Leroi sirve singularmente a las disposiciones literarias de las señoras de Villeparisis, concediendo a las damas literatas el ocio que reclama la carrera de las letras. Dios, que quiere que haya algunos libros bien escritos, atiza para ello esos desdenes en el corazón de las señoras Leroi, porque sabe que si invitasen a almorzar a las señoras de Villeparisis, éstas dejarían inmediatamente su escritorio y harían enganchar para las ocho.

Al cabo de un instante entró con paso lento y solemne una vieja dama muy alta, que bajo su sombrero de paja de alas levantadas dejaba ver un monumental peinado blanco a lo María Antonieta. No sabía yo entonces que era una de las tres mujeres que podían observarse todavía en la buena sociedad parisiense y que, como la señora de Villeparisis, con ser de encumbrada cuna, se habían visto reducidas, por razones que se perdían en la noche de los tiempos y que sólo hubiera podido decirnos algún viejo currutaco de aquella época, a no recibir más que a una hez de gente con quien no querían nada en otros sitios. Cada una de estas damas tenía su «duquesa de Guermantes», su sobrina brillante que iba a devolverle la visita, pero no hubiera conseguido atraer a su casa a la «duquesa de Guermantes» de ninguna de las otras dos. La señora de Villeparisis estaba muy unida con las tres damas, pero no las quería. Quizá su situación, bastante análoga a la suya propia, le presentaba una imagen de ésta que no le resultaba nada agradable. Además, agriadas, sabihondas, tratando, con el número de comedias caseras que hacían representar en sus recepciones, de darse la ilusión de un salón, tenían entre sí rivalidades a las que una fortuna bastante mermada en el curso de una existencia poco tranquila obligaba a tomar en cuenta, a aprovechar el concurso gracioso de una artista, en una especie de lucha por la vida. Además, la dama del peinado a lo María Antonieta, cada vez que veía a la señora de Villeparisis, no podía menos de pensar que la duquesa de Guermantes no iba a sus viernes. El consuelo que tenía era que nunca faltaba a esos mismos viernes, a fuer de buena parienta, la princesa de Poix, que era su Guermantes y que nunca iba a casa de la señora de Villeparisis, a pesar de que la de Poix era amiga íntima de la duquesa.

Con todo, del hotel del
quai Malaquais
a los salones de la calle de Tournon, de la calle de la Chaise y del
faubourg
Saint-Honoré, un lazo tan fuerte como aborrecido unía a las tres divinidades venidas a menos, acerca de las cuales hubiera querido yo de buena gana llegar a saber, hojeando algún diccionario mitológico de la buena sociedad, qué aventura galante, qué sacrílega jactancia habían traído su castigo. El mismo origen brillante, la misma decadencia actual entraban acaso por mucho en la necesidad que las movía, al mismo tiempo que a aborrecerse, a frecuentarse. Además, cada una de ellas encontraba en las otras un cómodo medio de hacer finezas a sus visitantes. ¿Cómo no habían de creer éstos que penetraban en lo más cerrado del
faubourg
cuando se les presentaba a una dama muy encopetada, cuya hermana se había casado con un duque de Sagan o con un príncipe de Ligne? Tanto más cuanto que en los periódicos se hablaba infinitamente más de esos supuestos salones que de los verdaderos. Hasta los sobrinos
gomosos
a quienes pedía algún camarada que lo presentasen en sociedad (Saint-Loup el primero) decían: «Le llevaré a usted a casa de mi tía la de Villeparisis o a casa de mi tía la de X…, es un salón interesante». Sabían, sobre todo, que eso les costaría menos trabajo que hacer entrar a los susodichos amigos en casa de las sobrinas o de las cuñadas elegantes de aquellas damas. Los hombres entrados en años, las jóvenes que lo habían sabido por ellos, me dijeron que si no se recibía a estas ancianas damas era por la extraordinaria relajación de su conducta, cuyo desenfreno, cuando objeté yo que eso no es un impedimento para la elegancia, me representaron como algo que había excedido de todas las proporciones hoy conocidas. Los extravíos de aquellas solemnes damas que adoptaban al sentarse una rigurosa tiesura cobraban en labios de los que hablaban de ellos un no sé qué imposible de imaginar para mí, algo proporcionado a la magnitud de las épocas antehistóricas, a la edad del mamut. En resumen: aquellas tres Parcas de cabellos blancos, azules o rojos, habían dado al traste con la hacienda de un número incalculable de caballeros. Pensaba yo que los hombres de hoy exageraban los vicios de esos tiempos fabulosos, como los griegos que compusieron a Icaro, a Teseo, a Hércules con hombres que habían sido poco diferentes de aquellos que mucho tiempo después los divinizaban. Pero no se hace la suma de los vicios de un ser más que cuando apenas está ya en condiciones de ejercerlos, y cuando por la magnitud del castigo social que empieza a cumplirse y que es lo único que se echa de ver, medimos, nos imaginamos, exageramos la del crimen que ha sido cometido. En la galería de figuras simbólicas que es el
gran mundo
, las mujeres verdaderamente livianas, las Mesalinas acabadas, presentan siempre el aspecto solemne de una dama de setenta años, por lo menos, altanera, que recibe a tantos como puede, pero no a quienes quiere, a cuya casa no consienten en ir las mujeres cuya conducta se presta un tanto a la murmuración, y a la que el papa da siempre su «rosa de oro», y que algunas veces ha escrito, sobre la juventud de Lamartine, una obra laureada por la Academia Francesa. Buenas tardes, Alix —dijo la señora de Villeparisis a la dama del peinado blanco a lo María Antonieta, que lanzaba una mirada penetrante sobre la concurrencia con el fin de ver si no habría en el salón algún elemento que pudiera ser útil para el suyo, y que, en ese caso, tendría que descubrir por sí misma, ya que la señora de Villeparisis, no le cabía duda, sería suficientemente astuta para tratar de ocultárselo. Así, la señora de Villeparisis tuvo buen cuidado de no presentar a Bloch a la vieja dama, por temor a que hiciese representar la misma obra que en su casa en el hotel del
quai Malaquais.
Con ello, por otra parte, no hacía más que pagarle en la misma moneda. Porque la vetusta dama había tenido el día antes en su casa a la señora Ristori, que había recitado versos, y había tenido buen cuidado de que la señora de Villeparisis, a quien había birlado la artista italiana, ignorase el acontecimiento antes de que estuviese consumado. Para que no se enterase de ello por los periódicos y no se encontrase molesta a cuenta del caso, venía a contárselo, como sí no se sintiera culpable. La señora de Villeparisis, juzgando que mi presentación no tenía los mismos inconvenientes que la de Bloch, dijo mi nombre a la María Antonieta del
quai.
Esta, buscando en su senectud aquella línea de diosa de Coysevox que había, hace muchos años, enhechizado a la juventud elegante y que celebraban ahora en versos de pie forzado algunos falsos hombres de letras —además, había tomado la costumbre de la tiesura altanera y compensadora, común a todas las personas a las que una desgracia particular obliga a ser ellas perpetuamente quienes tomen la iniciativa—, inclinó ligeramente la cabeza con una majestad glacial y, volviéndola a otra parte, no se ocupó más de mí, como si yo no hubiera existido. Su actitud de doble fin parecía decir a la señora de Villeparisis: «Ya ve usted que no concedo importancia a una relación más o menos, y que los jovencitos —desde ningún punto de vista, mala lengua— no me interesan». Pero cuando un cuarto de hora después se retiró, aprovechándose del barullo, me deslizó al oído que fuese a su choza el viernes siguiente, con una de las tres cuyo nombre deslumbrador —por lo demás, ella era Choiseul de nacimiento— me produjo un efecto prodigioso.

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