Authors: Juan José Millás
Así fue: sin dejar de prestar una atención fingida a la conversación, comencé a mirar disimuladamente a mi alrededor para evaluar las posibilidades de fuga. Advertí entonces que la terraza en la que nos hallábamos se encontraba separada de la de la casa vecina por un tabique muy fácil de superar. En realidad, pasar de una casa a otra era un juego de niños, aunque había que exponerse, desde luego, durante unos segundos al vacío, cuya atracción, calculé, quedaría suavizada por la visión de la cornisa. Una vez alcanzada la terraza de la casa de al lado, y si la puerta que daba al salón se encontrara abierta (lo que sería normal en aquella época del año), resultaría muy fácil llegar a la entrada de la vivienda y escapar de aquel infierno. La condición indispensable era que no hubiera nadie en el salón.
Sin dejar de sonreír, me aparté del grupo, regresé a la zona de la barandilla y asomé la cabeza a la terraza de la casa de al lado. En efecto, la puerta que comunicaba con el salón —completamente vacío— estaba abierta. Si la disposición de la vivienda, como suele suceder, fuera idéntica, aunque en espejo, respecto a la del editor, no tendría más que saltar a la terraza, atravesar el salón, salir desde él al pasillo, y caminar tres o cuatro pasos hasta la puerta de la casa. Teniendo sus riesgos, la huida, por ese lado, era infinitamente más sencilla que por éste. ¿Sería capaz? Ante la posibilidad real de llevarla a cabo, creció el pánico en el pecho, pero también el cálculo en la cabeza.
En esto, nuestro anfitrión pidió silencio desde el interior del salón. Quería dirigir unas palabras a los presentes. Todo el mundo, en consecuencia, se volvió hacia allí, dándome la espalda. Ahora o nunca, me dije. Y fue ahora, porque me vi, de súbito, subir a la barandilla para dejarme caer en seguida en la terraza de la casa de al lado. Tres segundos, cuatro, no sé, menos de lo que se tarda en contar. Luego, con movimientos cautelosos, sorteando los muebles, que dada la oscuridad reinante habían devenido en bultos, atravesé el salón de la vivienda y me asomé al pasillo. A mi izquierda, a no más de dos metros, se encontraba el vestíbulo, con la puerta de entrada al piso. A mi derecha, como había previsto, el pasillo se prolongaba para dar paso a las habitaciones, muriendo en una cocina con forma de útero. De una de las habitaciones del fondo, que permanecía con la puerta abierta, salía el resplandor intermitente característico de una televisión encendida y el diálogo apagado de los personajes de una película. Quizá se trataba de una de esas viviendas con cuarto de estar. Como los segundos discurrían con cuentagotas y mis sentidos estaban muy despiertos, anoté que la casa olía a verduras hervidas, y no porque las estuvieran hirviendo en aquel instante, sino porque el olor formaba parte de la identidad del piso, lo que no era raro teniendo cuarto de estar.
Y bien, la libertad estaba a tres o cuatro pasos, pero antes de darlos estudié desde mi posición, a la escasísima luz ambiental, las características de la cerradura, para no dudar una vez que me encontrara frente a la puerta. Por suerte, para abrirla sólo tuve que liberarla del resbalón, pues un cerrojo que había en la parte de arriba estaba sin echar. Una vez en el descansillo de la escalera, volví a cerrarla despacio, para evitar el ruido, y emprendí una carrera loca de alegría escaleras abajo.
Descendía con tal ligereza y a tal velocidad que en algún momento tuve la impresión de que me deslizaba por la rampa de un tobogán de feria. Y mientras caía y caía, las puertas de las casas pasaban ante mis ojos como construcciones fantásticas al otro lado de las cuales se repetían vidas idénticas, existencias clonadas, dificultades y rutinas semejantes a la de la vivienda de la que acababa de fugarme. Tuve en aquellos momentos de euforia la impresión de haber escapado no de un piso, sino de una forma de vivir, de una dimensión de la realidad. Como se trataba de uno de esos edificios antiguos en los que el hueco del ascensor ocupa el alma de la escalera, hacia el tercer piso me crucé con la cabina de madera y cristales, que subía, mientras yo bajaba, y saludé a las personas que iban dentro como si desde un avión hubiera dicho adiós a los ocupantes de otro avión.
Con todo, lo mejor estaba por llegar, pues al alcanzar la calle volví a tropezar, después de tantos años, con la Calle. Quiero decir que la calidad de las fachadas, de las farolas encendidas, de los bancos, de las cabinas de teléfono, incluso la calidad de los transeúntes, era idéntica a la que había contemplado años atrás desde el sótano del Vitaminas y a la experimentada el día que salimos a la Calle por el tragaluz desde el que habitualmente la observábamos. La realidad había adquirido la excelencia que otorgan unas décimas de fiebre a cualquier escenario. La realidad era un escenario febril en el que cada objeto tenía una función. Daba gusto levantar los ojos y observar las ventanas encendidas, apreciar el color amarillento de la luz y adivinar las vidas que discurrían al otro lado de los visillos. Todo estaba por estrenar, por ver, todo estaba por inaugurar. Incluso las esquinas más sucias, más rotas, más meadas por los perros, tenían esa calidad de representación, de parque temático, que producía asombro. Me pregunté qué habría ocurrido si aquel día lejano de mi infancia no hubiera regresado al sótano por el mismo agujero por el que había salido de él. Tal vez la vida hubiera mantenido siempre aquel brillo o aquella fiebre que ahora acababa de recuperar y que nunca más, me dije, perdería.
Tomé un taxi y pedí al conductor que me llevara a aquel barrio del que quizá no había salido. El taxista era un hombre antipático, sucio, resentido. Tales condiciones, en otras circunstancias, me habrían molestado. En las actuales, sentí que me daban la oportunidad de asomarme a la maquinaria del disgusto, pues el hombre era como uno de esos relojes con la carcasa de cristal que, además de dar la hora, te muestran el truco gracias al que son capaces de dártela. Aunque el taxi olía mal, dije:
—Qué bien huele este coche.
El taxista me observó a través del espejo en busca, sin duda, de una expresión irónica. Pero tropezó con un gesto de franqueza. Inmediatamente añadí:
—Me recuerda el olor del primer coche de mi padre.
Casualmente, el hombre tendría la edad de mi padre. Me contó que, aunque le quedaban unos meses para jubilarse, continuaría trabajando unos años más porque tenía un hijo con dificultades psicológicas cuyo tratamiento era muy caro. Me interesé por él, por el hijo, y me relató que había sido un chico normal, muy guapo, hasta que se peleó con un compañero del colegio que le había insultado.
—A partir de ahí —añadió— se convirtió en un crío muy violento, que pegaba a todo el mundo. Lo llevamos por recomendación de los profesores a un psiquiatra que le empezó a dar unas pastillas que le volvieron loco y hasta hoy, que tiene veintisiete años.
Aprovechando un semáforo en rojo, el hombre sacó de la cartera dos fotografías. En una de ellas se veía a un niño precioso, de siete u ocho años, que miraba hacia el objetivo de la cámara con expresión de sorpresa. Tenía los labios entreabiertos y las aletas de las narices ligeramente dilatadas.
El pelo, muy liso y muy brillante, como si se lo acabaran de mojar, le caía sobre la frente de un modo en apariencia casual. Era, en efecto, un niño guapo, incluso turbadoramente guapo. En la otra fotografía había un muchacho de unos veinticinco años con la expresión característica de un desequilibrado. Los ojos, dirigidos a la cámara, no miraban en realidad a ningún sitio, al menos a ningún sitio que se encontrara en este mundo.
El hombre me mostraba aquellas fotos de su hijo utilizando, sin darse cuenta, las técnicas del «antes» y el «después» de la publicidad de los crecepelos. El antes y el después de la medicación psiquiátrica. Yo me había inclinado sobre el asiento de delante, para acercarme a las fotografías que el hombre había colocado bajo la débil luz del techo. Sentí que nos encontrábamos, el taxista y yo, dentro de una burbuja y que aunque aquello duraría unos segundos —lo que tardara el semáforo en cambiar de posición— permanecería toda la vida, como permanecía en mi existencia aquel guiño que Luz nos había dirigido el día que salimos a la calle desde el sótano, tras quitarse la venda negra con la que practicaba la escritura ciega. O como continuaba durando la mirada de Dios desde la primera vez que me asomé al tubo en uno de cuyos extremos se encontraba su ojo.
Me bastaba ver el antes y el después de aquel pobre crío para comprender el antes y el después de la vida del taxista, de todas las vidas en realidad. Supe que si en ese instante me pusiera a narrar la existencia de aquel conductor malhumorado, amargo, maloliente, levantaría una obra maestra porque aunque mi cuerpo estaba atrapado en el interior de aquellos segundos miserables que tardaba el semáforo en cambiar de color, mi cabeza trabajaba en una dimensión temporal distinta, tan distinta que se me apareció la novela de arriba abajo y se trataba de lo que llamábamos, Dios mío, una novela total. Con la precisión con la que se observa la maquinaria de un reloj abierto, vi todas y cada una de las piezas de las que estaría compuesto aquel relato, aquella vida por la que empezaba a sentir una piedad que no me hacía daño, pues se trataba de una pieza más del edificio narrativo. Sólo tenía que evaluar la calidad de la piedad con la mirada con la que el arquitecto efectúa un cálculo de resistencia de materiales. Pero alguien que veía las cosas con aquella lucidez, me dije inmediatamente, no podía perder el tiempo en contar una historia como la del taxista, por total que resultase. Yo estaba obligado a contar la historia del mundo, es decir, la historia de mi calle, pues comprendí en ese instante que mi calle era una imitación, un trasunto, una copia, quizá una metáfora del mundo. Intuí también que debería emplear, para sacarla adelante, un método de la familia de la escritura ciega, que era, paradójicamente, la escritura de Luz.
Durante aquellos instantes decisivos comprendí también que la suciedad y la antipatía del taxista no estaban colocadas en el mundo contra mí y porque no estaban en el mundo contra mí yo podía observarlas desde aquella distancia clínica en la que me había instalado. De esta revelación se dedujo que tampoco el mundo estaba mal hecho en contra mía. Quizá ni siquiera estaba mal hecho. El mundo era como era y había en él pulgas, chinches, ratas; había en él dolor y daño, desde luego, pero no se trataba de un dolor ni de un daño puestos ahí para amargarme, no, ni siquiera era correcto decir que había pulgas, chinches, ratas, dolor y daño como si fueran las partes de una totalidad. Lo que había era una lógica de la que se desprendían, entre otras cosas, las chinches y las ratas; una lógica de la que me desprendía yo y el conductor del taxi y su hijo loco… Recordé una entrevista que había leído, no hacía mucho, con Dios. Su autor era un conocido periodista norteamericano que se encerró durante meses en una habitación con una médium. Él le hacía preguntas a la médium y la médium se las trasladaba a Dios. A veces, Dios tardaba horas o días en responder (en el caso de que el silencio no fuera una respuesta), pero cuando hablaba decía, por increíble que parezca, cosas de una pertinencia demoledora, de una eficacia atroz. Así, a la pregunta del porqué de la muerte respondió que para él la muerte no era más que «un desplazamiento dentro de la vida». Dios nunca la había imaginado de otro modo y no entendía por qué nosotros, los usuarios de la muerte, nos la habíamos tomado como una agresión personal. Un desplazamiento dentro de la vida. Era evidente que nos habíamos equivocado al nombrarla, o al llenar de contenido su nombre. Ni la muerte ni los taxistas malolientes estaban en el mundo para hacerme daño a mí, a nosotros.
A medida que se me ocurrían estas cosas se las iba diciendo al taxista, que en un momento dado comenzó a llorar de gratitud. Era verdad, decía, su hijo no se había vuelto loco para amargarles a él y a su mujer la existencia. La locura no era más que un desplazamiento dentro de la vida, una manifestación de la lógica misteriosa de la que formábamos parte. El error era interiorizarla como un problema. Ocurrió dentro del taxi, entre aquel hombre maloliente y yo, algo inefable de verdad: un milagro, una revelación, una señal. Lo mejor, con todo, era el hecho de comprender que el milagro se repetía a cada instante, dentro de cada taxi, de cada hogar, de cada cuerpo. El problema era que no nos colocábamos en el lugar adecuado para observar la realidad. Por eso veíamos muertes donde sólo había desplazamientos de la vida.
Bajé del taxi transformado y recorrí mi calle, desde el principio al fin, en estado de trance. Ya no era la misma, desde luego. Todas las casas bajas de mi infancia habían sido sustituidas por edificios de seis y siete pisos. Pero yo era capaz de ver los fantasmas de las viviendas antiguas y de sus moradores dibujados sobre aquellas fachadas. Vi a mi padre, en el taller, inclinado sobre un filete de vaca en el que hacía cortes con su bisturí eléctrico; vi a Luz con los ojos tapados por una venda negra practicando el método ciego (¡el método ciego!) frente a la máquina de escribir, en la academia; vi a mi madre desenroscando con avaricia el tapón de un frasco de ansiolíticos; vi al Vitaminas, con su bicicleta al lado, fabricando un nuevo ojo de Dios, una nueva mirada con la que contemplarse a sí mismo; vi a su hermana flotando entre los edificios, dentro de su falda de tablas, como una aparición; vi las tardes muertas de mi adolescencia, las tardes muertas, nunca se ha dicho eso de las mañanas, ni de las noches, pues sólo la tarde, de entre todos los momentos del día, es mortal: al caer la tarde, se dice, al morir el día, que es la muerte también de la tarde. Las tardes muertas, con la perspectiva que da el tiempo, resultaron ser las más vivas de mi existencia. Ellas, para bien o para mal, me hicieron; de aquellas tardes por las que deambulé ocioso, como un fantasma, nací. Y pensé, en fin, en el Barrio de los Muertos que demostraba que la muerte no era más que un desplazamiento dentro de la vida…
Pero lo que vi, sobre todo, fueron las conexiones invisibles que unían todo aquello, y eran tan sólidas, las conexiones, que en la realidad profunda todo era una manifestación de lo mismo. Aquella variedad, paradójicamente, estaba al servicio de la unidad, pues sólo había una cosa, mi calle, es decir, la Calle, o sea, el mundo, el mundo, del que Luz y yo éramos meros desplazamientos, meros lugares. Luz y yo y la hermana del Vitaminas y el Vitaminas muerto éramos lo mismo.
La revelación me convirtió durante unos instantes en el tipo más religioso del mundo (religión, como se ha dicho tantas veces, viene de
religare,
que significa unir). Pero de repente apareció en el cuerpo de la euforia, de la fiebre, una grieta, es decir, una pregunta: ¿Y si lo veía todo así porque había salido a la realidad por una puerta falsa (la de los vecinos de mi anfitrión), en vez de por la verdadera? Era lo que me había ocurrido cuando salí a la calle por el respiradero del sótano del Vitaminas. De hecho, la visión desapareció cuando regresé a él por el mismo lugar. ¿Sucedería lo mismo si deshiciera ahora lo andado, si entrara en la casa de los vecinos del editor y desde ella alcanzara la terraza y desde la terraza la vivienda de mi anfitrión para regresar a la calle por el lugar correcto? ¿Desaparecerían la fiebre, el aura, la relevancia de las cosas? ¿El mundo regresaría a la opacidad propia de las tardes de los domingos?