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Authors: Anne Rice

El Niño Judio (25 page)

BOOK: El Niño Judio
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Todo el mundo dio saltos de alegría y nos pusimos a bailar. El ayuno había terminado. Empezó a correr el vino y se colocó la comida sobre las brasas.

En el Templo, ahora purificado, el sumo sacerdote había concluido su tarea. Había salido sano y salvo del sanctasanctórum. Completadas sus oraciones por Israel, completados los sacrificios y las lecturas, ahora se marchaba a celebrar un banquete, como nosotros, con sus familiares.

Las lluvias tempranas habían sido buenas. Habíamos empezado a plantar.

Y a continuación del día de la Expiación se celebraba la fiesta de las chozas, cuando todos los israelitas tenían que vivir durante unos días en chozas construidas con ramas de árbol en recuerdo del viaje de Egipto a Canaán. Para los niños era una fiesta especialmente divertida.

Utilizamos las mejores ramas que encontramos en el bosque, sobre todo de los sauces lindantes con el arroyo, y vivimos en esas chozas, hombres, mujeres y niños, como si fueran nuestras casas, y cantamos los salmos.

Por fin tuvimos noticias de que Herodes Arquelao y Herodes Antipas acababan de llegar junto con todo el séquito que había ido a entrevistarse con César Augusto. Nos congregamos en la sinagoga para oír el anuncio de boca de un sacerdote joven recién llegado de Jerusalén con la misión de comunicar la noticia. Hablaba muy bien el griego.

Herodes Antipas, hijo del temido Herodes el Grande, iba a ser gobernador de Galilea y Perea; Herodes Arquelao, a quien todo el mundo odiaba, sería el etnarca de Judea, mientras que otros hijos de Herodes gobernarían lugares más alejados. El palacio de la ciudad griega de Ascalón se adjudicaba a una princesa de Herodes. El nombre Ascalón me gustó.

Cuando pregunté a José por esa ciudad, me dijo que había ciudades griegas a lo largo y ancho de Israel y Perea, e incluso en Galilea, ciudades con templos a ídolos de mármol y oro. Alrededor del mar de Galilea había diez ciudades griegas, conocidas como Decápolis.

Aquello me sorprendió. Estaba acostumbrado a Séforis y sus costumbres judías. Sí, sabía que Samaría era Samaría, y que no teníamos tratos con los samaritanos pese a que estaban muy cerca de nuestras fronteras. Pero ignoraba que hubiera ciudades paganas en la región. Ascalón. Imaginé a la princesa Salomé, la hija de Herodes, paseando por su palacio en Ascalón. Yo nunca había entrado en un palacio, pese a que sabía lo que era, tal como lo sabía respecto a un templo pagano.

—Cosas del Imperio —dijo mi tío Cleofás—. No te preocupes por que haya tantos gentiles entre nosotros. Herodes, rey de los judíos —dijo con tono de inquina—, construyó muchos templos al emperador y a esos ídolos paganos. Ahí tienes a nuestro rey de los judíos.

José hizo un gesto para que se callara.

—Estamos en nuestro hogar —dijo—. En Israel.

—Sí—ironizó Alfeo—, pero si sales por esa puerta estás en el Imperio.

No supimos si podíamos reírnos de eso, pero Cleofás asintió con la cabeza.

—Entonces, ¿dónde empieza y termina Israel? —preguntó Santiago.

—¡Aquí! —dijo José, señalando—, ¡y allí! Y dondequiera que haya judíos observando la Ley de Moisés.

—¿Veremos alguna vez esas ciudades griegas? —pregunté.

—Ya viste Alejandría, has visto las mejores, las más grandes—dijo Cleofás—. Alejandría sólo es superada por Roma.

Estuvimos de acuerdo.

—Recuerda esa ciudad y recuerda todo esto —prosiguió Cleofás—, pues en cada uno de nosotros está toda la historia de lo que somos. Estuvimos en Egipto, como estuvo nuestro pueblo hace mucho, y al igual que ellos regresamos a casa. Vimos combates en el Templo, como nuestros antepasados bajo el dominio de Babilonia, pero el Templo ya está restaurado. Sufrimos durante el viaje hasta aquí, como nuestro pueblo padeció en el desierto y bajo el yugo de los enemigos, pero hemos vuelto a casa.

Mi madre levantó la vista de su costura.

—Ah, entonces fue por eso —dijo, como habría hecho una niña. Se encogió de hombros, meneó la cabeza y siguió con su labor—. Antes no lo comprendía...

—¿El qué? —preguntó Cleofás.

—Pues por qué un ángel tuvo que aparecerse a José y decirle que volviera a casa pese a toda la sangre y todos los horrores, pero tú acabas de darle un sentido, ¿no?

—Miró a José.

Él sonrió, creo que porque hasta ese momento no había pensado en eso. Los ojos de mi madre tenían un brillo infantil, la confianza del niño.

—Sí —dijo José—. Ciertamente, así parece. Ésa fue nuestra travesía del desierto.

Mi tío Simón, que estaba dormitando en su estera con la cabeza apoyada en el codo, se incorporó y dijo con voz de sueño:

—Los judíos le sacamos sentido a cualquier cosa. Sila rió.

—No —dijo mi madre—, es verdad. Es sólo cuestión de verlo. Recuerdo cuando estaba en Belén y le pregunté al Señor: «Pero ¿cómo?, ¿cómo?», y después...

Me miró y me pasó la mano por el pelo, como hacía a menudo. A mí me gustaba, pero no me acurruqué con ella. Ya era mayor para eso.

—¿Qué pasó en Belén? —dije, olvidando por un momento la orden de José de no hacer preguntas—. Lo siento —susurré.

Mi madre se dio cuenta de todo y miró a José.

Nadie dijo una palabra.

Mi hermano Santiago estaba observándome con expresión severa.

—Tú naciste allí, ya lo sabes —dijo mi madre—, en Belén. Había mucha aglomeración aquella noche.

—Hablaba mirándonos alternativamente a José y a mí—. No encontramos alojamiento en todo el pueblo (éramos Cleofás, José, Santiago y yo), y el posadero nos instaló en un establo situado en una cueva que había al lado. Fue una suerte, porque allí se estaba caliente. Fuera nevaba.

—¡Yo quiero ver la nieve! —dije.

—La verás algún día —respondió ella.

Los demás permanecieron callados. La miré. Mi madre quería continuar, se lo noté en la cara. Y ella sabía lo mucho que yo deseaba que siguiera hablando.

—Naciste en aquel establo —añadió—. Y yo te envolví y te puse en el pesebre.

Todos rieron, la acostumbrada risa familiar.

—¿En un pesebre?, ¿como si fuera heno para los burros?

—Entonces, ¿éste es el secreto de Belén?

—Sí—respondió mi madre—, y probablemente estuviste mejor allí que cualquier otro recién nacido en Belén aquella noche. Gracias a los animales estuvimos calentitos, mientras que los huéspedes se helaban en las habitaciones de la posada.

Otra vez la risa familiar.

Recordarlo los puso a todos contentos, menos a Santiago, que estaba pesaroso, sumido en sus pensamientos. Debía de tener unos siete años cuando sucedió aquello, la edad que yo tenía ahora. ¿Cómo saber lo que él pensó? Nuestras miradas se encontraron, y algo pasó entre los dos. Él apartó la vista.

Yo quería que mi madre me contara más.

Pero se habían puesto a hablar de otras cosas, de las primeras lluvias, de las noticias de paz que venían de Judea, de las perspectivas de volver a Jerusalén en la próxima Pascua si las cosas seguían yendo bien.

Me levanté y salí. La noche era fría, pero me sentó bien después del calor de la casa.

¡El secreto de Belén no podía ser sólo eso! Tenía que haber algo más. Resultaba difícil encajar todas las piezas, las preguntas, los momentos y las frases pronunciadas, las dudas.

Recordé aquel horrible sueño, el ser alado y las cosas malas que me había dicho. En el sueño no me habían hecho daño. Ahora sí, y cómo. ¡ Ah, si hubiera podido hablar con alguien! Pero no tenía a nadie a quien contarle lo que llevaba en mi corazón, ¡y nunca lo tendría!

Oí pasos detrás de mí y al punto una mano me tocó el hombro. Oí una respiración y supe que era la vieja Sara.

—Ve dentro, Jesús hijo de José —me dijo—, hace demasiado frío para que estés aquí contemplando las estrellas.

Di media vuelta y obedecí, pero porque ella me lo decía, no porque quisiera entrar en la casa. Volvimos a la cálida reunión familiar. Esta vez me tumbé con mis tíos, el brazo por almohada, y contemplé el brasero con sus ascuas encendidas.

Los pequeños empezaron a alborotar. Mi madre fue a ocuparse de ellos y luego pidió ayuda a José.

Mis tíos fueron a acostarse a sus habitaciones respectivas. Tía Esther estaba en la otra parte de la casa con su bebé, Esther, que volvía a berrear.

La vieja Sara estaba sentada en el banco, porque era demasiado anciana para hacerlo en el suelo. Santiago me estaba mirando, y el fuego se reflejaba en sus ojos.

—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Qué quieres decirme? —pregunté quedamente.

—¿Qué ha sido eso? —saltó Sara, al parecer oyendo algo, y se puso de pie—. ¿Ha sido el viejo Justus?

—Fue a la otra habitación. No pasaba nada grave. Sólo el viejo Justus tosiendo porque tenía la garganta tan débil que ya no podía tragar.

Santiago y yo nos quedamos a solas.

—Dime qué es —insistí.

—Los hombres dicen que vieron cosas. Cuando tú naciste vieron cosas. ¿Qué?

Santiago apartó la vista con gesto de enfado, tenso. A los doce años, un chico ya puede ponerse el yugo de la Ley. Santiago pasaba de esa edad.

—Algunos aseguraron que vieron cosas extrañas —dijo—. Pero yo sé lo que pasó, y puedo decírtelo.

Esperé.

Volvió a mirarme, ahora fijamente.

—Unos hombres fueron a la casa de Belén. Llevábamos viviendo allí algún tiempo, era un buen alojamiento.

Mi padre se ocupaba de sus asuntos, buscaba a nuestros parientes, todo eso. Y entonces, una noche se presentaron aquellos hombres. Eran hombres sabios venidos de Oriente, tal vez de Persia, hombres que interpretan las estrellas y creen en la magia, encargados de aconsejar a los reyes de Persia lo que deben hacer en función de los signos. Los acompañaban unos sirvientes. Eran hombres ricos, vestían hermosas prendas. Preguntaron si podían verte y se arrodillaron ante ti. Te traían regalos. Y te llamaron rey.

Yo me había quedado sin habla.

—Dijeron que habían visto una estrella muy grande en el cielo —continuó— y que habían seguido esa estrella hasta la casa en que estábamos. Tú estabas en una cuna, y esos hombres dejaron sus regalos delante de ti.

No me atreví a preguntarle nada.

—En Belén, todo el mundo vio llegar a esos magos y sus sirvientes. Iban montados en camello, esos hombres. Hablaban con autoridad. Se inclinaron ante ti. Y luego se marcharon. Era el final de su viaje y estaban satisfechos.

Sabía que Santiago me estaba diciendo la verdad. De sus labios jamás brotaba mentira alguna. Y sabía que él sabía que la muerte de aquel chico en Egipto había sido causada por mí, y que yo le había devuelto la vida. Y me había visto dar vida a unos gorriones de barro, algo que yo apenas si recordaba.

Un rey. «Hijo de David, hijo de David, hijo de David.»

Las mujeres regresaron a la habitación. Y mis primos mayores llegaron de no sé dónde. Tía Salomé recogió el pan que quedaba y los restos de la cena. La vieja Sara se sentó en su sitio habitual en el banco.

—Reza para que los niños duerman toda la noche —dijo.

—No te preocupes —dijo tía Salomé—. Riba duerme con un ojo abierto y los vigila a todos.

—Esa muchacha es un primor —dijo mi madre.

—La pobre Bruria estaría muerta de no ser por esa muchacha. Riba la cuida como si fuera una niña. Pobre Bruria...

—Pobrecilla...

Y así continuaron.

Mi madre me dijo que fuera a acostarme.

Al día siguiente Santiago rehuía mi mirada. Tampoco me extrañó. El no me miraba casi nunca.

Los meses de invierno eran cada vez más fríos.

Cuando llegó el tiempo de la fiesta de las Luces, la casa se llenó de lámparas encendidas, y desde los tejados se veían grandes fogatas en todas las aldeas. En nuestras calles los hombres bailaban con antorchas tal como habrían hecho si hubieran estado en Jerusalén.

Al final del octavo día, de amanecida, en las postrimerías de la festividad, me despertaron unos gritos en el exterior. Al momento, todo el mundo estaba levantado y dándose prisa.

Sin preguntar qué pasaba, me levanté presuroso.

La primera luz del día era de un gris perfecto. ¡El Señor había enviado nieve!

Todo Nazaret estaba cubierto por un manto blanco, mientras grandes copos seguían cayendo, copos que los niños corrían a recoger como si fueran hojas, pese a que se derretían en sus manos.

José me observó con una sonrisa secreta mientras todo el mundo salía a ver la silenciosa nevada.

—¿Rezaste para que nevara? —preguntó—. Pues ya tienes aquí la nieve.

—¡No! —dije—. Yo no recé. ¿O sí...?

—¡Cuidado con lo que pides en tus rezos! —susurró—. ¿Entiendes lo que digo?

—Su sonrisa se ensanchó todavía más, y me llevó fuera para que tocara los copos de nieve. Su risa y su felicidad me hicieron sentir muy bien.

Pero Santiago, que estaba aparte, bajo el alero del patio, se quedó mirándome. Y luego, cuando José se alejó, se acercó sigilosamente para susurrarme al oído:

—¡Podrías rezar para que lloviera oro del cielo!

Y se fue con los demás; casi nunca estábamos a solas.

Aquel mismo día —la fiesta de las Luces había concluido al amanecer— fui a echar un vistazo a la pequeña arboleda, el único sitio donde podía estar a solas. Había mucha nieve. Llevaba los pies calzados con sandalias gruesas y envueltos en lana, pero cuando llegué la lana ya estaba húmeda y me daba frío. No pude quedarme mucho rato bajo los árboles. Estuve allí de pie, pensando y contemplando la maravilla del manto blanco que cubría los campos y los volvía tan hermosos como una mujer vestida con sus mejores galas.

Qué limpio, qué nuevo se veía todo.

Oré. «Padre celestial, dime qué esperas de mí. Dime qué significan todas estas cosas. "Todo tiene su explicación.53 ¿Cuál es la explicación de todo esto?»

Cerré los ojos, y al abrirlos vi que la nieve formaba un velo sobre Nazaret. Lentamente, el pueblo desapareció envuelto en la blancura. Pero yo sabía que estaba allí.

—Padre celestial, no volveré a rezar para que nieve; nunca rezaré para nada que no sea tu voluntad. Padre celestial, no rezaré para que éste viva o aquél muera; no, jamás para que muera nadie, y nunca, nunca intentaré siquiera que deje de llover o que llueva, o que nieve, no, mientras el significado de todo esto se me escape...

Mi oración derivó entonces hacia recuerdos fugaces.

La nieve me cayó en los ojos al levantar la cabeza para mirar las ramas de los árboles, y fue como si la nieve me estuviera besando.

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