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Authors: Anne Rice

El Niño Judio (4 page)

BOOK: El Niño Judio
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La gente cantaba cada vez más fuerte y pronto un himno en concreto se propagó entre la multitud, y la pequeña Salomé y yo cantamos también, aunque el viento se llevaba la letra de la canción.

Tuvimos que abrirnos paso para dar con nuestros familiares, pero al fin lo logramos. Mi madre y mis tías trataban de coser como si estuviesen en casa, y mi tía María decía que tío Cleofás tenía fiebre mientras dormía acurrucado bajo una manta, perdiéndose aquel inusual espectáculo.

José estaba un poco aparte, aposentado en uno de los pocos baúles que teníamos, callado como siempre, contemplando el cielo azul y la parte superior del mástil, donde ahora había una gavia. Tío Alfeo estaba en plena conversación con otros pasajeros acerca de los problemas que nos aguardaban en Jerusalén.

Santiago no perdía detalle, y pronto me sumé yo también al grupo, aunque no quise acercarme demasiado por temor a que se dispersaran al verme. Vociferaban para hacerse oír por encima del rugido del viento, apiñados en un reducido espacio, pugnando por evitar que las ráfagas los despojaran de sus capas y por mantener el equilibrio a causa de los vaivenes del barco.

Decidí escuchar lo que decían y me acerqué a ellos. La pequeña Salomé quiso acompañarme, pero su madre la retuvo y yo le indiqué que después volvería por ella.

—Os digo que es peligroso —decía en griego uno de los hombres. Era alto, de piel muy oscura, e iba ricamente vestido—. Yo en vuestro lugar no iría a Jerusalén. Yo tengo mi casa allí, mi esposa y mis hijos me esperan. Debo ir por fuerza. Pero os aseguro que no es un buen momento para todos estos barcos de peregrinos.

—Yo quiero ir —repuso otro, igualmente en griego, aunque su habla era más tosca—. Quiero ver qué está pasando. Estuve allí cuando Herodes hizo quemar vivos a Matías y Judas, dos de los mejores eruditos que hemos tenido nunca. Quiero exigir justicia a Herodes Arquelao. Quiero que los hombres que sirvieron a su padre sean castigados. Habrá que ver cómo maneja Arquelao esta situación.

Me quedé pasmado. Había oído contar muchas cosas malas del rey Herodes, pero no sabía nada de un nuevo Herodes, hijo del anterior.

—Bien, ¿y qué le dice Arquelao al pueblo?

—Replicó tío Alfeo—. Algo tendrá que decir, ¿no?

Mi tío Cleofás, que por fin se había levantado, se acercó al grupo.

—Probablemente mentiras —dijo, como si él supiera algo—. Tiene que esperar a que el César diga si va a ser rey. No puede gobernar sin que el César lo confirme en su corona. Nada de lo que diga tiene la menor importancia.

—Y se rió de aquella manera burlona.

Me pregunté qué pensarían de él los demás.

—Arquelao reclama paciencia, claro está —dijo el primero de los hombres, hablando en un griego tan fluido como el del maestro, o el de Filo—. Y espera la confirmación del César, en efecto, y le dice al pueblo que espere. Pero el pueblo no escucha a sus mensajeros. No quieren saber nada de paciencia. Quieren acción. Quieren venganza. Y seguramente la tendrán.

Esto me dejó perplejo.

—Tenéis que comprender —dijo el más tosco, y también más airado— que el César no conocía las atrocidades que cometió Herodes. ¿Cómo va a saber todo lo que sucede en el Imperio? Yo os digo que es preciso un ajuste de cuentas.

—Sí—dijo el más alto—, pero no en Jerusalén durante la Pascua, cuando acuden peregrinos de todas partes del Imperio.

—¿Por qué no? —preguntó el otro—. ¿Por qué no cuando está todo el mundo allí?, ¿cuando al César le llegue la noticia de que Herodes Arquelao no controla a quienes claman justicia por la sangre de los asesinados?

—Pero ¿por qué Herodes quemó vivos a los dos maestros de la Ley de Moisés? —pregunté de improviso. Yo mismo me sorprendí.

José abandonó sus cavilaciones, pese a que estaba lejos, y miró hacia mí y luego a los hombres.

Pero el alto, el más sosegado, ya estaba respondiendo a mi pregunta.

—Porque descolgaron el águila de oro que Herodes había hecho colocar a la entrada del Templo, por eso. La Ley de Moisés establece claramente que dentro de nuestro Templo no puede haber imágenes de seres vivos. Tú ya eres lo bastante mayor para saberlo. ¿O no lo sabías? Que Herodes construyera el Templo no le autorizaba a poner la imagen de un ser vivo. ¿Qué sentido tenía llevar a cabo la reconstrucción de un templo majestuoso si lo que pretendía era transgredir la Ley de Moisés y profanarlo con esa imagen?

Entendí lo que decía aunque sus palabras no eran fáciles de entender. Me estremecí.

—Esos hombres eran fariseos, maestros de la Ley de Moisés —prosiguió el alto, mirándome fijamente—. Fueron con sus alumnos a retirar el águila. ¡Y Herodes los mató por ello!

José estaba ahora a mi lado.

El tosco le dijo:

—No te lo lleves. Deja que aprenda. Así conocerá los nombres de Matías y Judas. Estos dos chicos deberían conocerlos —añadió señalándonos a Santiago y a mí—. Hicieron lo que era justo, aun sabiendo la clase de monstruo que era Herodes. Todo el mundo lo sabía. A vosotros, que estabais en Alejandría, ¿qué más os daba?

—Miró a mis tíos—. Pero nosotros vivíamos allí, teníamos que sufrir sus atrocidades. Las hubo de todas clases. Una vez, por un mero capricho de loco, temiendo que hubiera nacido un nuevo rey, un hijo de David, envió a sus soldados desde Jerusalén hasta el pueblo de Belén y...

—¡Basta! —ordenó José, aunque levantó la mano sonriendo gentilmente.

Me apartó de allí y me llevó con las mujeres. Dejó que Santiago se quedara con los demás.

El viento se llevaba sus palabras.

—Pero ¿qué pasó en Belén? —pregunté.

—Oirás hablar de Herodes toda tu vida —respondió José con voz queda—. Recuerda lo que te dije: hay ciertas preguntas que no quiero que hagas.

—¿Iremos a Jerusalén a pesar de todo?

José no respondió.

—Ve a sentarte con tu madre y los niños —dijo. Obedecí.

El viento soplaba con fuerza y el barco se mecía. Me sentí mareado y tenía frío.

La pequeña Salomé me esperaba con muchas preguntas. Me acurruqué entre ella y mi madre. Allí se estaba calentito, y enseguida me encontré mejor.

Josías y Simeón estaban ya dormidos en su cama improvisada entre los fardos. Silas y Leví se habían ovillado con Eli, un sobrino de tía María y tío Cleofás que había venido a vivir con nosotros. Señalaban hacia la vela y el aparejo.

—¿Qué decían? —quiso saber Salomé.

—En Jerusalén están pasando cosas —respondí—. Espero que vayamos. Tengo ganas de conocer la ciudad.

—Pensé en todo lo que había oído decir y añadí—: Imagínate, Salomé, gente de todo el Imperio está yendo a Jerusalén.

—Ya lo sé. Debe de ser muy emocionante.

—Sí—suspiré—. Espero que Nazaret también sea un lugar bonito. Mi madre dijo:

—Sí, primero tienes que ver Jerusalén —dijo con cierta tristeza—. En cuanto a Nazaret, parece que eso es la voluntad de Dios.

—¿Es una ciudad grande? —preguntó Salomé.

—Ni siquiera es una ciudad —dijo mi madre.

—¿No? —pregunté.

—Es un pueblo —dijo—, Pero una vez lo visitó un ángel.

—¿La gente dice eso?

—Preguntó la pequeña Salomé—. ¿Que un ángel bajó a Nazaret? ¿Ocurrió de verdad?

—La gente no lo dice, pero yo lo sé —contestó mi madre, y se quedó callada.

Ella era así. Soltaba una cosita, y luego nada. Después podía guardar silencio por más que la cosiéramos a preguntas.

Mi tío Cleofás volvió, tosiendo y enfermo, se tumbó y mi tía lo tapó y le dio unas palmaditas.

Nos oyó hablar de ángeles en Nazaret (dijo que confiaba en que pudiéramos verlos) y empezó a reírse para sí de aquella manera suya.

—Mi madre dice que una vez un ángel visitó Nazaret —le expliqué. Eso quizá lo obligaría a comentar algo—. Mi madre asegura que lo sabe.

Él siguió riendo mientras se acomodaba para dormir.

—¿Tú qué harías, padre, si vieras un ángel del Señor en Nazaret? —le preguntó Salomé.

—Lo que hizo mi querida hermana. Obedecer al ángel en todo cuanto él me dijese.

—Y reanudó su risita particular.

Mi madre montó en cólera y miró ceñuda a su hermano. Mi tía meneó la cabeza dándole a entender que no hiciera caso. No era la primera vez, tratándose de su esposo. Normalmente, mi madre hacía lo mismo, ignorar a su hermano.

La pequeña Salomé reparó en la furia de mi madre. Yo no supe a qué atenerme, pues me extrañaba mucho. Alcé los ojos y vi quejose estaba allí, observando, y comprendí que lo había oído. Me supo muy mal. No sabía qué hacer. Pero José se mantuvo al margen, absorto en sus pensamientos.

Entonces caí en la cuenta de algo que no había notado antes. Era quejose aguantaba al tío Cleofás pero de hecho nunca le respondía. Por él había decidido hacer este viaje en barco en vez de por tierra. Y por él iría a Jerusalén, con todas las dificultades que eso suponía. Pero nunca le decía nada. Nunca reaccionaba a las risas de Cleofás.

Y Cleofás reía por todo. En la Casa de Oración, se reía cuando las historias de los profetas le parecían graciosas. Empezaba a reír por lo bajo, y luego los niños, como yo mismo, lo imitábamos. Así lo había hecho con la historia de Elias. Y cuando el maestro se enfadó, Cleofás se mantuvo en sus trece, asegurando que algunos pasajes eran graciosos. Y que sin duda el maestro lo sabía. Entonces los mayores se pusieron a discutir con el maestro sobre la historia de Elias.

Mi madre se sosegó y siguió con sus remiendos, esta vez con un trozo de buen algodón egipcio. Parecía que nada hubiera ocurrido.

El capitán del barco gritaba a su tripulación. Al parecer, los marineros no podían descansar nunca.

Supe que era mejor no decir nada más.

El mar centelleaba mientras el barco cabeceaba, transportándonos suavemente. Otras familias estaban cantando, y como sabíamos las letras nos unimos entonando con fervor...

Qué más daban los secretos, íbamos camino de Jerusalén.

4

Hasta la pequeña Salomé y yo estábamos cansados de los bandazos del barco cuando por fin arribamos al pequeño puerto de Jamnia. Era un puerto que sólo utilizaban entonces los peregrinos y los barcos de carga lentos, y tuvimos que anclar lejos debido a los bajíos y los escollos.

Dos barcas nos llevaron a tierra, los hombres repartidos para cuidar de las mujeres en una y de los niños en la otra. Las olas eran tan grandes que pensé que íbamos a zozobrar, pero me lo pasé muy bien.

Por fin pudimos saltar y recorrer la pequeña distancia que nos separaba de la playa.

Todos nos postramos de rodillas y besamos el suelo, dando gracias por haber llegado sanos y salvos. Enseguida nos apresuramos, mojados y tiritando, hacia la pequeña localidad de Jamnia, bastante lejos de la costa, donde encontramos una posada.

Estaba repleta de gente. Nos alojaron en una pequeña habitación en el piso de arriba, llena de heno, pero no nos importó porque estábamos muy contentos de haber llegado. Yo me dormí escuchando a los hombres discutir entre sí, gritos y risas que venían de abajo mientras más y más peregrinos iban entrando.

Al día siguiente elegimos unos burros entre los muchos que había en venta e iniciamos un lento viaje por la hermosa llanura con sus distantes arboledas, alejándonos de la costa brumosa en dirección a las colinas de Judea.

Cleofás tenía que viajar montado aunque al principio protestó, y eso aminoraba nuestro avance —muchas familias nos adelantaban—, pero la alegría de estar en Israel era tan grande que no nos importaba. José dijo que teníamos tiempo de sobra para llegar a Jerusalén a tiempo de la purificación.

En la siguiente posada, preparamos nuestros jergones en una gran tienda contigua al edificio. Algunos que se dirigían a la costa nos previnieron de que no continuáramos, que lo mejor era dirigirse a Galilea. Pero Cleofás estaba como poseído cantando «Si yo te olvidara, Jerusalén» y las demás canciones que recordaba sobre la ciudad.

—Llévame hasta las puertas del Templo y déjame allí, ¡como mendigo, si quieres!

—Le rogó a José—, si es que tú piensas ir a Galilea.

José asintió con la cabeza y le aseguró que iríamos a Jerusalén y visitaríamos el Templo.

Pero las mujeres empezaron a asustarse. Temían lo que podríamos encontrar en Jerusalén, y también por Cleofás. Su tos iba y venía, pero la fiebre no le remitía y estaba sediento e inquieto. Aun así no paraba de reír, como siempre, por lo bajo. Se reía de los niños pequeños, de lo que decía otra gente. A veces me miraba y reía, y otras reía para sí, tal vez recordando cosas.

A la mañana siguiente iniciamos la lenta ascensión a las colinas. Nuestros compañeros de viaje se habían puesto ya en camino, y ahora estábamos con gente venida de muchos lugares diferentes. Se oía hablar en griego tanto como en arameo, e incluso en latín. Nuestra familia había dejado de hablar en griego a otra gente y sólo empleaba el arameo.

Hasta el tercer día de viaje no divisamos la Ciudad Santa desde un cerro. Los niños empezamos a dar brincos de excitación y gritar de entusiasmo. José sólo sonreía. Ante nosotros el camino serpenteaba, pero allí lo teníamos: el lugar sagrado que siempre había estado en nuestras oraciones, nuestros corazones y nuestros cánticos.

Había campamentos en torno a las grandes murallas, con tiendas de todos los tamaños, y era tanta la gente que se dirigía hacia allí que durante horas apenas si pudimos avanzar. Ahora se oía hablar casi exclusivamente en arameo y todo el mundo estaba pendiente de encontrar a algún conocido. Se veía gente saludándose o llamando a sus amigos.

Durante un buen rato mi campo de visión se redujo bastante. Iba en un numeroso grupo de niños mezclados con hombres, de la mano de José. Sólo sabía que nos movíamos muy lentamente y que estábamos más cerca de las murallas.

Por fin conseguimos franquear las puertas de la ciudad.

José me agarró por las axilas y me subió a sus hombros. Entonces sí vi claramente el Templo sobre las callejas de Jerusalén. Me apenó que la pequeña Salomé no pudiera verlo, pero Cleofás dijo que la llevaría consigo subida al burro, de modo que tía María la izó y la niña pudo verlo también.

¡Estábamos en la Ciudad Santa, con el Templo justo enfrente de nosotros!

En Alejandría, como cualquier buen chico judío, yo nunca había mirado las estatuas paganas, ídolos que no significaban nada para un chico que tenía prohibido contemplar tales cosas y las consideraba carentes de significado. Pero había pasado por los templos y visto las procesiones, mirando solamente las casas a las que José y yo teníamos que ir —raramente salíamos del barrio judío—, y supongo que la Gran Sinagoga era el mayor edificio en que yo había entrado nunca. Además, los templos paganos no eran para entrar en ellos. Incluso yo sabía que supuestamente eran la casa de los dioses cuyo nombre recibían y por los cuales eran erigidos. Pero conocía su existencia y, con el rabillo del ojo, les había tomado las medidas. Lo mismo que a los palacios de los ricos, lo cual me había dado lo que cualquier hijo de carpintero llamaría una escala de las cosas.

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