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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (30 page)

BOOK: El nombre del Único
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Los humanos y los kenders de Solamnia, Throt y Estwilde estaban tan entusiasmados con Mina como lo habían estado los elfos de Silvanesti. La observaban con gran desconfianza cuando entraba en las poblaciones, y después la seguían entonando plegarias y cantos cuando se marchaba. Castillo tras castillo, ciudad tras ciudad, cayeron ante el encanto de Mina, no ante la fuerza de su ejército.

Hacía mucho que Gerard había renunciado a la esperanza de que los Caballeros de Solamnia atacaran. Suponía que lord Tasgall se proponía concentrar sus esfuerzos en Sanction en lugar de intentar frenar a Mina a lo largo del camino. Gerard les habría dicho que estaban perdiendo el tiempo. El ejército de la joven crecía de día en día a medida que más y más hombres y mujeres se unían a su bandera y a la veneración del dios Único. Aunque el paso marcado por sus oficiales era rápido y las tropas tenían que levantarse de madrugada y marchar hasta que caía la noche, la moral era alta. La marcha más parecía el desfile de una boda avanzando hacia una alegre celebración que un ejército dirigiéndose hacia una batalla, una carnicería, y la muerte.

Gerard seguía sin ver apenas a Odila. La mujer viajaba con el séquito de Mina y a menudo no se encontraba con el grueso de las tropas. Gerard ignoraba si iba por propia voluntad o si la forzaban a hacerlo, ya que Odila ponía gran cuidado en evitar cualquier contacto con él. El caballero sabía que lo hacía por su propia seguridad, pero no tenía a nadie más con quien hablar y no le habría importado arriesgarse con tal de tener ocasión de compartir sus pensamientos —por oscuros y pesimistas que fueran— con alguien que le comprendiera.

Un día, Galdar lo sacó bruscamente de sus reflexiones. El minotauro, al verlo cabalgando en la retaguardia, le ordenó situarse delante, con los otros caballeros. Gerard no tuvo más opción que obedecer, y se pasó el resto de la marcha viajando bajo la vigilante mirada del minotauro.

Para él era un misterio por qué no lo mataba el minotauro; claro que el propio Galdar ya era un misterio por sí mismo. Gerard sentía la mirada oscura del minotauro clavada en él a menudo, pero la expresión de sus ojos más que siniestra era pensativa.

Gerard se mantuvo aislado, rechazando los intentos de sus «compañeros» de hacerse amigos. Difícilmente podía compartir el ánimo alegre de los caballeros negros ni participar en conversaciones sobre cuántos solámnicos iban a destripar o cuántas cabezas solámnicas iban a clavar en picas.

A causa de su silencio taciturno y su talante reacio, no tardó en ganarse la reputación de hombre adusto y huraño que no caía bien a sus «compañeros» de caballería. A Gerard le daba igual. Se alegraba de que lo dejaran en paz, solo.

O quizá no tanto. Cada vez que deambulaba solo, al alzar la vista encontraba a menudo a Galdar siguiéndolo de cerca.

* * *

Los días se convirtieron en semanas. El ejército viajó a través de Estwilde, giró al norte atravesando Throt, entró en las montañas Khalkist por la cañada Throtyl y después se encaminó hacia el sur, en dirección a Sanction. Al dejar atrás los territorios más poblados, Mina volvió con su ejército, cabalgando a la vanguardia junto a Galdar, que entonces prestó mucha más atención a la joven que a Gerard, cosa que éste agradeció.

Odila también volvió, pero ella viajaba en la retaguardia, en la carreta que transportaba el sarcófago de ámbar. A Gerard le habría gustado hallar la forma de hablar con ella, pero cuando en una ocasión se rezagó con la esperanza de que no se le echaría de menos, Galdar lo buscó y le ordenó que mantuviera su posición en las filas.

Entonces llegó el día en que un macizo montañoso apareció en el horizonte. Al principio se veía como una gran mancha azul oscuro que Gerard tomó por un frente tormentoso. A medida que el ejército se acercaba, Gerard distinguió columnas de humo emergiendo de las cimas. Ante sus ojos se encontraban los volcanes activos conocidos como los Señores de la Muerte, los guardianes de Sanction.

«Ya falta poco», pensó y sintió lástima por los defensores de la ciudad, vigilando y esperando. Se sentirían confiados, seguros de que sus defensas resistirían. Llevaban resistiendo más de un año, así que ¿por qué iban a pensar que esta vez sería diferente?

Se preguntó si habrían oído los rumores sobre el terrorífico ejército de muertos que había atacado Solanthus. Aun en el caso de que lo supieran, ¿creerían que era verdad? Gerard lo dudaba. Él mismo no habría dado crédito a semejante historia. Incluso al recordarlo ahora no estaba seguro de creérselo. Toda la batalla había tenido un fondo de irrealidad inconexa semejante a un sueño febril. ¿Marchaba el ejército de muertos con Mina? A veces Gerard intentaba captar un atisbo de ellos pero, si los muertos los acompañaban, aquel aliado inhumano viajaba invisible y silencioso.

El ejército de Mina entró en las estribaciones de las Khalkist e inició el ascenso que lo conduciría al paso que atravesaba los Señores de la Muerte. Mina ordenó detener la marcha en un valle y les dijo que se quedarían allí varios días. Tenía que hacer un viaje, explicó, y en su ausencia el ejército se prepararía para el esfuerzo de cruzar las montañas. Se dio la orden general de que se tuvieran armaduras y armas en buenas condiciones, listas para la batalla. El herrero encendió la forja, y él y sus ayudantes se dedicaron varios días a reparar y fabricar. Partidas de caza salieron para conseguir carne fresca.

Acababan de preparar el campamento el primer día cuando se capturó al prisionero elfo.

Lo llevaron a rastras al campamento varios exploradores que patrullaban por los flancos del ejército batiendo los alrededores en busca de cualquier señal del enemigo.

Gerard estaba con el herrero para que le arreglara la espada, pensando lo extraño que era que el mismo enemigo que dentro de poco podría acabar ensartado en esa espada estuviera ahora trabajando con afán para dejarla en buenas condiciones. Había decidido que aprovecharía la ausencia de Mina para intentar convencer a Odila que escapara con él. Si la mujer se negaba, cabalgaría solo hacia Sanction para llevar a los caballeros la noticia de la proximidad del ejército enemigo. No tenía la menor idea de cómo iba a hacerlo, de cómo iba a eludir a Galdar o, una vez que llegara a Sanction, cómo iba a pasar entre las hordas enemigas que sitiaban la ciudad, pero supuso que ya encontraría algún modo de solucionarlo cuando llegara el momento.

Aburrido de esperar, harto de sus propios pensamientos pesimistas, oyó el alboroto y se acercó a ver qué pasaba.

El elfo iba montado en un fogoso caballo rojo de aspecto fiero, ya que nadie era capaz de acercarse al animal.

Una multitud se había agrupado alrededor del elfo. Al parecer, algunos lo conocían porque empezaron a mofarse haciendo reverencias burlonas y saludando al «rey de Silvanesti» con risotadas. Gerard observó al elfo con curiosidad. Vestía ropas buenas, propias de un rey, aunque la capa de fino paño estaba sucia a causa del viaje, las calzas de seda se habían desgarrado y el jubón repujado con hilo de oro aparecía ajado y deshilachado. El elfo no hacía caso a sus detractores, centrado en buscar a alguien en el campamento, al igual que hacía el caballo.

La multitud se apartó, como hacía siempre cuando Mina caminaba entre el gentío. Al verla, los ojos de jinete y caballo se quedaron prendados en ella con embeleso.

El caballo relinchó y sacudió la cabeza. Mina se acercó a
Fuego Fatuo,
apoyó la cabeza en la del animal y le acarició el hocico. El caballo puso la cabeza sobre su hombro y cerró los ojos. Cumplida su misión, acabado el viaje, ya estaba en casa y se sentía contento. Mina le dio unas palmaditas y alzó la vista hacia el elfo.

—Mina —dijo el joven, y su nombre, al pronunciarlo, pareció teñido de rojo con la sangre de su corazón. Desmontó y se quedó parado ante ella—. Mina, enviaste a buscarme. Aquí me tienes.

Había un dolor y un amor tan intensos en la voz del elfo que Gerard se sintió azorado por el joven. Saltaba a la vista que su amor no era correspondido. Mina no le hizo caso al elfo y siguió volcando toda su atención en el caballo. Su indiferencia por el joven no pasó inadvertida, y los caballeros de Mina intercambiaron sonrisas. Se hicieron comentarios subidos de tono entre susurros. Un hombre estalló en carcajadas, pero su risa cesó de golpe cuando Mina volvió los ojos ambarinos hacia él. El tipo agachó la cabeza, abochornado, y se escabulló con el rabo entre las piernas.

Por fin Mina se dio por enterada de la presencia del elfo.

—Sed bienvenido, majestad. Todo está preparado para vuestra llegada. Se ha dispuesto una tienda junto a la mía. Habéis llegado en buen momento. Muy pronto marcharemos contra Sanction para reclamar esa sagrada ciudad en nombre del dios Único. Seréis testigo de nuestro triunfo.

—¡No puedes ir a Sanction, Mina! —exclamó el elfo—. Es demasiado peligroso... —No acabó la frase. Miró en derredor, a la multitud de humanos con armaduras negras, y dio la impresión de que hasta ese momento no se había dado cuenta de haber entrado en el campamento de sus enemigos.

Mina advirtió su reacción y comprendió su inquietud. Lanzó una mirada severa a la muchedumbre que acalló las mofas y acabó con las risas.

—Que se sepa en todo el campamento que el rey de los elfos de Silvanesti es mi invitado. Se le ha de tratar con igual respeto que a mí. Os hago a todos y cada uno de vosotros responsables de su seguridad y bienestar.

La mirada de Mina escudriñó el campamento y, para turbación de Gerard, se detuvo al llegar a él.

—Gerard, acércate —ordenó.

Consciente de que todos los hombres y mujeres del campamento lo estaban mirando, Gerard sintió que la sangre se agolpaba en sus mejillas al tiempo que una fría aprensión le atenazaba las entrañas. Ignoraba por qué se le había escogido en particular, pero no tenía más remedio que obedecer.

Saludó y aguardó en silencio.

—Sir Gerard —dijo Mina en tono grave—, te designo como guardia personal del rey elfo. Su cuidado y comodidad son responsabilidad tuya. Te elijo porque tienes una experiencia considerable en el trato con los elfos. Según recuerdo, serviste en Qualinesti antes de unirte a nosotros.

Gerard estaba tan estupefacto que no podía hablar, principalmente por la condenada inteligencia de Mina. Era su enemigo declarado, un Caballero de Solamnia que había ido a espiarla. Lo sabía. Y porque era un solámnico, era la única persona de su ejército a quién podía confiar la vida del joven rey elfo. Poner a un prisionero guardando a otro prisionero. Una idea chocante concebida con inteligencia, y que en el caso de Gerard funcionaría.

—Lo siento, pero me temo que este servicio te dejará fuera de la batalla de Sanction, Gerard —continuó Mina—. Su majestad no puede exponerse a ese peligro, de modo que te quedarás con él en la retaguardia, con las carretas de suministros. Pero habrá otras batallas para ti, Gerard. De eso estoy segura.

A Gerard no le quedó más opción que saludar de nuevo. Mina le dio la espalda y se alejó. El elfo la siguió con la mirada, su semblante pálido y abatido. Muchos soldados se quedaron y, ahora que Mina se había marchado, reanudaron sus chanzas a expensas del elfo. Algunos empezaron a mostrarse descaradamente desagradables.

—Vamos —dijo Gerard y al ver que el elfo no iba a moverse a menos que se le instara a hacerlo, lo agarró del brazo y se lo llevó a la fuerza.

Lo condujo a través del campamento hacia la zona donde Mina tenía instalada su tienda. Efectivamente, se había levantado otra tienda a poca distancia de la de ella. Se encontraba vacía, esperando la llegada de su extraño huésped.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó Gerard, malhumorado, ya que no se sentía predispuesto a ser amable con el elfo que le había complicado aún más la vida.

El joven no le escuchó al principio. Siguió mirado en derredor, intentando encontrar a Mina.

Gerard volvió a preguntarle, esta vez alzando la voz.

—Me llamo Silvanoshei —contestó el elfo. Hablaba el Común con soltura, aunque con un acento tan marcado que costaba entenderlo.

El elfo miró a Gerard directamente por primera vez desde que al caballero le habían ordenado hacerse cargo de él.

—No te conozco. No estabas con ella en Silvanesti, ¿verdad?

No era necesario especificar a quién se refería. Para Gerard estaba muy claro que para este joven era la única «ella» en el mundo.

—No, no estaba —contestó lacónicamente.

—¿Adónde ha ido? ¿Qué hace? —preguntó Silvanoshei mientras volvía a mirar a su alrededor—. ¿Cuándo volverá?

La tienda de Mina y la de sus guardias personales se encontraban separadas del campamento principal. El ruido del campamento se fue apagando tras ellos. El espectáculo había terminado. Caballeros y soldados reanudaron sus preparativos para la guerra.

—¿De verdad sois rey de los silvanestis? —preguntó Gerard.

—Sí —contestó con aire ausente Silvanoshei, concentrado en su búsqueda—. Lo soy.

—Entonces ¿qué infiernos hacéis aquí? —demandó secamente el caballero.

En ese momento el joven elfo localizó a Mina. Estaba lejos, galopando en
Fuego Fatuo
por el valle. Los dos estaban solos, felices de encontrarse juntos, corriendo al viento con salvaje desenfreno. Al advertir el dolor que asomaba a los ojos de Silvanoshei, Gerard tuvo la respuesta a su pregunta.

—¿Qué has dicho? —inquirió Silvanoshei, suspirando mientras daba media vuelta. Mina se había perdido de vista—. No te oí.

—¿Quién gobierna en vuestra ausencia, majestad? —preguntó Gerard en tono acusador. Pensaba en otro rey elfo, Gilthas, que tanto había sacrificado para salvar a los suyos, en lugar de abandonarlos.

—Mi madre —contestó Silvanoshei, encogiéndose de hombros—. Es lo que siempre ha querido hacer.

—¿Vuestra madre gobierna o lo hacen los Caballeros de Neraka? —insistió con tono escéptico—. He oído que han tomado Silvanesti.

—Madre les combatirá —dijo el joven—. Le gusta luchar. Siempre le ha gustado, ¿sabes? La batalla y el peligro. Es para lo que vive. Yo lo detesto. Nuestro pueblo muriendo y sufriendo. Muriendo por ella. Siempre muriendo por ella. Bebe su sangre y se mantiene hermosa. Pero a mí me envenena.

Gerard lo miró perplejo. Aunque el elfo había hablado en Común no había entendido ni una palabra. Le habría preguntado a qué se refería, pero en ese momento Odila salió de la tienda instalada para Mina. Se paró al ver a Gerard, se sonrojó con timidez y después dio media vuelta rápidamente y se alejó.

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