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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (49 page)

BOOK: El nombre del Único
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En el centro, la luz resplandeció con un blanco puro. Las calaveras de los dragones se quebraron, estallaron en pedazos. El tótem se tambaleó y después se desplomó sobre sí mismo, disolviéndose, desintegrándose.

El Nuevo Ojo miró fijamente el corazón blanco de la llama. Enrojecido, el Ojo luchó para mantener la mirada prendida en él, pero el dolor resultó excesivo.

El Ojo parpadeó.

El Ojo desapareció.

La oscuridad cayó sobre Espejo, pero el dragón ya no la maldecía porque era una bendición, segura y reconfortante como la oscuridad en la que había nacido. Su mano temblorosa se deslizó sobre la suave y fría superficie del sarcófago. Hubo un sonido a cristal roto, y el dragón sintió agrietarse la superficie, notó cómo las grietas se abrían en el ámbar como el hielo invernal se rompe y se deshace con el sol de primavera.

El sarcófago se partió y sus pedazos cayeron alrededor de Espejo. Notó un suave tacto en la mano que era como de cenizas dispersas por el viento.

—Adiós, querida amiga —musitó.

—¡El mendigo ciego! —retumbó como un trueno una voz—. Matadlo. ¡Ha destruido el tótem! ¡Malys nos matará! ¡Malys nos matará a todos!

Se alzaron voces iracundas, resonaron pisadas y empezaron a lloverle puñetazos.

Una piedra golpeó a Espejo, y otra.

* * *

Palin contempló exultante la caída del tótem. Vio cómo se destruía el sarcófago y, aunque no localizó el espíritu de Goldmoon, le llenó de gozo que su cuerpo ya no estuviera sometido, que ya no fuera una esclava de Takhisis. Se le pedirían cuentas. Se lo harían pagar. No podía evitarlo, ni ocultarse, porque se habría cegado su ojo, pero seguía siendo dueña y señora del mundo. No se la había expulsado de él, sólo se había limitado su presencia. Él seguía siendo un esclavo, y no había lugar alguno a donde huyera que sus perros no lo olfatearan y le dieran caza.

Esperó que llegara su destino, cerca de las desmoronadas ruinas del tótem, junto a la lastimosa cáscara hueca que era su cuerpo. Los perros no tardaron en llegar.

Dalamar apareció materializándose entre las ruinas humeantes de las calaveras calcinadas.

—No debiste hacer esto, Palin. No tendrías que haberte inmiscuido. Tu alma se enfrenta al olvido eterno, a la oscuridad eterna.

—¿Cuál va a ser la recompensa por tus servicios? —inquirió Palin—. ¿La vida? No —respondió a su propia pregunta—, la vida te importa poco. Te ha devuelto la magia.

—La magia es vida —repuso Dalamar—. La magia es amor. La magia es familia. La magia es esposa. La magia es hijo.

Dentro del templo, el cuerpo de Palin seguía sentado en el duro banco, mirando sin ver las velas que titilaban sacudidas por el viento tormentoso que barría la estancia.

—Qué triste —dijo mientras su espíritu empezaba a desaparecer como la ola retirándose de la playa—, que sólo al final sepa lo que debía saber desde el principio.

—Oscuridad eterna —se oyó como un eco la voz de Dalamar.

—No —musitó Palin—, porque más allá de las nubes brilla el sol.

* * *

Unas manos sujetaron violentamente a Espejo. Voces coléricas y aterradas clamaban en sus oídos, tantas a la vez que era imposible entenderlas. Lo vapulearon, lo empujaron de aquí para allá mientras chillaban y discutían entre ellos qué hacer con él. Algunos querían ahorcarlo. Otros, descuartizarlo allí mismo.

Siempre le quedaba el recurso de desprenderse de la penosa forma humana que le servía de disfraz y adoptar la suya propia. Aunque ciego, podía defenderse del populacho. Extendió los brazos que se tornarían alas plateadas y alzó la cabeza. El gozo lo inundó al tiempo que el peligro se acercaba a él. Dentro de un momento sería él mismo, reluciendo plateado en la oscuridad, surcando los vientos de tormenta.

Unas argollas se cerraron sobre sus muñecas. Casi se echó a reír pues no existía hierro forjado por el hombre que pudiera sujetarlo. Intentó quitárselas, pero las esposas no cayeron, y entonces comprendió que no eran de hierro, sino forjadas con el miedo. Takhisis las había hecho y se las había puesto. Por mucho que se esforzara no podría transformarse. Estaba encadenado a su cuerpo humano, aherrojado a esa forma con dos piernas, y, con esa forma, ciego y solo, moriría.

Espejo luchó para escapar de sus captores, pero sus sacudidas sólo consiguieron aguijonearlos para que lo atormentaran más. Puños y piedras lo golpearon. El dolor le recorrió el cuerpo. Los golpes llovieron sobre él y acabó cayendo al suelo.

En la bruma del dolor, oyó una voz fuerte e imperiosa. Era enérgica y acalló el clamor.

—¡Apartaos! —ordenó Odila. Su voz era fría y severa, acostumbrada a ser obedecida—. ¡Dejadlo en paz o conoceréis la ira del Único!

—¡Usó algún tipo de magia para destruir el tótem! —gritó un hombre—. ¡Yo lo vi!

—¡Ha eliminado la luna! —chilló otro—. ¡Ha hecho algo perverso y antinatural que nos condenará a todos!

Otras voces se sumaron al clamor acusador, exigiendo su muerte.

—La magia que utilizó es la del dios Único —les dijo Odila—. ¡Deberíais estar de rodillas, rezando al Único para que nos salve del dragón, no maltratando a un pobre mendigo!

Sus manos fuertes y marcadas de cicatrices lo asieron firmemente y le ayudaron a incorporarse.

—¿Puedes caminar? —le susurró en un tono quedo y urgente—. Si puedes, has de intentarlo.

—Puedo andar —le contestó.

Un hilillo de sangre se deslizaba sobre el vendaje que le cubría los ojos. El dolor de cabeza menguó, pero tenía frío, se sentía sudoroso y con náuseas. Se puso de pie, tambaleándose. Rodeándolo con los brazos, la mujer le sirvió de apoyo para sus pasos inestables.

—Bien —le susurró Odila—. Vamos a caminar hacia atrás. —Lo agarró con fuerza y llevó a la práctica sus palabras. Espejo reculó a trompicones, recostado en ella.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—La turba se contiene de momento, percibe mi poder y lo teme. Después de todo, hablo en nombre del Único. —El tono de Odila sonaba divertido, temerario, gozoso—. Quiero darte las gracias —añadió, suavizando el timbre de voz—. Yo era la que estaba ciega, y tú me abriste los ojos.

—Vayamos a por él —gritó alguien—. ¿Quién nos lo impide? ¡Ella no es Mina! ¡Es una solámnica traicionera!

Odila soltó a Espejo y se desplazó para situarse delante de él, protegiéndolo. Espejo oyó un clamor cuando el populacho avanzó.

—Una solámnica traicionera con un garrote, no una espada —le dijo Odila. El Plateado escuchó el crujido de la madera al quebrarse e imaginó que la mujer había roto uno de los bancos—. Los retendré mientras pueda. Ve hacia la parte trasera del altar, allí encontrarás una trampilla en el suelo...

—No necesito trampillas —repuso Espejo—. Tú serás mis ojos, Odila, y yo seré tus alas.

—¿Pero qué...? —empezó la mujer, que lanzó una exclamación ahogada y soltó el palo por la sorpresa.

El Plateado extendió los brazos. El miedo había desaparecido; la Reina Oscura ya no tenía poder sobre él. De nuevo pudo ver la luz radiante que, del mismo modo que había destruido el tótem, hizo desaparecer las argollas que lo retenían. Su cuerpo humano, tan débil y frágil, pequeño y confinante, se transformó. Su corazón creció y se expandió, la sangre palpitó por las inmensas venas, irrigando sus fuertes patas con garras y el enorme cuerpo cubierto de escamas plateadas. Su cola azotó el altar, lo hizo pedazos, lanzó las velas al suelo rodando y dejando regueros de cera derretida.

La muchedumbre que se había adelantado para matar a un mendigo ciego reculó precipitadamente para escapar de un dragón ciego, pisoteándose y empujándose.

—No hay silla, mi señora —le dijo a Odila—. Tendrás que agarrarte fuerte. Sujétate a mis crines. Tendrás que inclinarte hacia mi cabeza lo más posible para decirme hacia dónde vamos. ¿Y Palin? —preguntó mientras la mujer se asía a la crin y se encaramaba a su lomo—. ¿Podemos llevarlo con nosotros?

—Su cuerpo no está aquí —informó Odila.

—Es lo que me temía —musitó Espejo—. ¿Y el otro? Dalamar.

—Sí está —contestó Odila—. Sentado solo. Tiene las manos manchadas de sangre.

Espejo extendió las alas.

—¡Agárrate! —gritó.

—Eso es lo que hago —dijo Odila—. Agarrarme fuerte.

En su mano reposaba el medallón que lucía la imagen de un dragón con cinco cabezas. El colgante le quemaba los dedos marcados con cicatrices, pero el dolor era menor comparado con el que experimentó al tocar la Dragonlance. Lo asió firmemente y se lo arrancó de un tirón.

El Dragón Plateado dio un poderoso salto. Las alas atraparon el viento de la tormenta y lo utilizaron para elevarse.

Odila se llevó el medallón a los labios, lo besó y, a continuación, abrió los dedos y lo dejó caer. El colgante cayó girando en espirales y fue a parar al montón de cenizas que era cuanto quedaba ahora del monumento que Malys había erigido a la muerte.

* * *

Los seguidores de Mina presenciaron la impresionante batalla. Vitorearon al ver caer a Malys, y soltaron una exclamación de horror cuando vieron a Mina desplomarse envuelta en llamas junto a su adversaria.

Esperaron ansiosamente verla levantarse del fuego, como ya había hecho en otra ocasión. El humo se alzó sobre la montaña, pero Mina no apareció.

Silvanoshei había observado la batalla junto a los demás. Echó a andar. Iría al templo; allí alguien tendría información. Mientras caminaba y la sangre regaba sus músculos entumecidos, acabó dándose cuenta de que no sólo estaba vivo, sino libre.

La gente iba de aquí para allá por las calles, conmocionada y desconcertada. Algunos lloraban sin tapujos. Otros simplemente deambulaban al tuntún, sin saber qué hacer, esperando que apareciera alguien que se lo dijera. Unos cuantos hablaban de la batalla, reviviéndola, relatando una y otra vez lo que habían visto, intentando disipar la sensación de irrealidad. La gente farfullaba sobre la luna, que había desaparecido, así como el dios Único, si es que había habido un dios Único, y ahora Mina también había desaparecido. Nadie prestaba atención a Silvanoshei. Todos estaban demasiado ensimismados en su propia desesperación para preocuparse por un elfo.

«Podría salir de Sanction —se dijo Silvanoshei—, y nadie levantaría un dedo para impedírmelo.»

Sin embargo, no había pensado marcharse de allí. No podía irse, no hasta que supiera con certeza qué le había ocurrido a Mina. Al llegar al templo, se encontró con una gran multitud apiñada alrededor del tótem y se unió a la gente, contemplando con desaliento el montón de ceniza que antes fuera la gloria de la reina Takhisis.

Silvanoshei miró fijamente las cenizas y vio lo que había sido él, vio lo que podría haber sido.

Vio los acontecimientos que lo habían conducido a este punto, los vio con el alma, que nunca duerme, que siempre está vigilante. Vio la terrible noche que los ogros atacaron. Se vio a sí mismo, consumido por el odio a su madre y a la vida que le había obligado a llevar, consumido por el miedo y la culpabilidad cuando existía la posibilidad de que ella muriera a manos de los ogros. Se vio a sí mismo corriendo en la oscuridad para salvarla, y se vio a sí mismo enorgullecido al pensar que sería él quien salvaría a su pueblo. Vio el rayo que lo lanzó rodando hasta la base del escudo y después vio lo que no había podido ver con sus ojos mortales. Vio la oscura mano de la diosa levantando el escudo para que pudiera entrar.

Al mirar fijamente la oscuridad, vio a la oscuridad mirándolo a su vez fijamente, y comprendió que había mirado los ojos de la Reina Oscura muchas veces antes, que los había mirado sin parpadear ni volver la vista a otro lado.

De nuevo escuchó las palabras que Mina le había dicho esa primera noche en que se conocieron. Palabras que él había descartado tachándolas de tonterías, carentes de sentido, sin importancia.

«No es a mí a quien amas, sino al dios que se manifiesta en mí.» Todo cuanto su madre había anhelado, le había sido dado a él. Ella quiso gobernar Silvanesti, y él era el rey de Silvanesti. Ella había ansiado ser amada por su pueblo, pero su pueblo lo amaba a él. Ésa era su venganza, y había sido una dulce venganza. Pero eso sólo era una parte. Lo mejor era que lo había tirado todo por la borda. No había nada que hubiera podido hacer que hiriera más a su madre.

Si la diosa lo había utilizado, era porque Takhisis había mirado profundamente en los ojos de su alma y había visto un guiño cómplice.

37

Los muertos y los moribundos

Las fuerzas de Filo Agudo fallaron cuando todavía estaban en el aire. Le era imposible seguir batiendo las alas y empezó a descender en un descontrolado picado. Galdar contempló la aterradora imagen de altas e irregulares rocas de puntas afiladas. Filo Agudo se estrelló de cabeza en un pequeño pinar.

Durante un instante pavoroso, lo único que vio Galdar fue un manchón de rocas anaranjadas y árboles verdes, escamas azules y sangre roja. Apretó fuertemente los párpados y se asió al dragón con toda la fortaleza de su corpachón, enterrando la cabeza en el cuello del reptil. En medio de brutales zarándeos y sacudidas, escuchó los crujidos y chasquidos de ramas y huesos, olió y saboreó el ácido aroma de las agujas de pino y el efluvio con un matiz a hierro de la sangre fresca. Una rama lo golpeó en la cabeza y a punto estuvo de arrancarle un cuerno. Otra lo golpeó en el hombro y en la espalda. Las ramas rotas abrieron cortes en sus piernas y brazos.

De repente, se frenaron con violencia.

Galdar dejó pasar unos largos instantes sin hacer nada excepto jadear mientras se maravillaba de seguir vivo. Le dolía todo el cuerpo. No tenía ni idea de si estaba herido gravemente o no. Se movió con mucho cuidado. Al no sentir ningún dolor intenso llegó a la conclusión de que no tenía huesos rotos. Le salía sangre de la nariz, los oídos le zumbaban y la cabeza le dolía terriblemente. Sintió a Filo Agudo soltar un suspiro estremecido.

La cabeza y la parte superior del cuerpo destrozado del dragón descansaba en los pinos que se habían roto bajo su peso. Galdar se desenredó de la maraña de ramas rotas y retorcidas y se bajó de la espalda del Azul. En su aturdimiento, le dio la impresión de que Filo Agudo descansaba en una cuna de ramas de pino. La mitad inferior del dragón —las alas rotas y la cola— quedaran extendidas tras él, sobre las piedras, dejando un rastro de sangre.

Galdar miró en derredor buscando el cadáver de Malys. Lo vio a cierta distancia. Su cuerpo era fácil de localizar. En la muerte, había construido una última montaña: un reluciente y rojo cerro de carne sangrante. El humo y las llamas atrajeron su mirada. El fuego consumía al dragón muerto y empezaba a extenderse por la maleza del pinar. Más abajo, en el valle, se encontraba Sanction, pero no alcanzaba a divisar la ciudad, ya que se interponían unos nubarrones tormentosos. En el punto donde él se encontraba el sol brillaba radiante, tanto que parecía haber eclipsado al Nuevo Ojo, puesto que no lo veía en el cielo.

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